Desde pequeña sabía que no era normal tener tres pares de abuelos, pero dentro de esa anormalidad lo que más llamaba mi atención era la diferencia entre sus tres casas, sus sonidos, sus aromas, sus costumbres y sobre todo sus comidas.
En casa de mi abuela Mercedes las natillas eran bastante líquidas, se servían muy frías en una copita de cristal tallado, con un copete de merengue, y este postre primoroso, colocado sobre un platillo y una diminuta servilleta de hilo, se comía con una cucharita de plata y a los niños se nos permitía beber el final del postre; en esa casa no se rebañaba nada, era de mala educación. Mientras que en casa de mi abuela Pilar, las natillas se servían en un plato hondo, espesitas y con dos galletas María encima y canela; las galletas se iban ablandando y luego se comía todo con cuchara sopera, “para que cunda más” nos decía mi abuela y por supuesto rebañábamos el plato hasta el final, sin que nadie nos llamara la atención a pesar del ruido que armábamos. En casa de mi abuela Dona no había postre más allá de la sandía del verano, las uvas de la parra o los higos secos… pero sí batía la nata con un poco de azucar, la sacaba de la leche hervida y ese era un manjar del que disfrutaba solo a veces, con ella a solas en la cocina, al lado del fogón.
En casa de mi abuela Mercedes olía a agua de rosas o a café pero no recuerdo que oliera a comida salvo en Noche Buena, a trufa, jerez… la latita de la trufa que me mandó en alguna ocasión a comprar a las Mantequerías Leonesas era diminuta y yo no entendía cómo siendo tan pequeña podía ser tan cara. En casa de mi abuela Pilar siempre olía a azafrán, y después en casa de mi padre y de mi tía y en mi propia casa; el olor del azafrán aún hoy me acompaña, lo uso a menudo en la cocina y hay platos que no cocinaría jamás si no tuviera las preciadas hebras rojas.
En casa de mi abuela Dona olía a leche hervida, se iba a por la leche cada noche y se hervía cada mañana; odiaba ese olor y también el sabor de la leche de verdad, era muy fuerte.
Pero el único aroma que pervive como un interruptor que activa mis recuerdos tantos años después, es el del azafrán. Evocador de mi infancia y primera juventud, de todas mis abuelas que hace tanto que no están, el olor del azafrán me recuerda las tres casas, tres generaciones de familias, aunque sólo en una de ellas fuese un aroma habitual e imprescindible.
Todavía conservo el bote donde mi abuela Pilar guardaba el azafrán, un bote de loza amarillo rotulado con la palabra ¡Bicarbonato!
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