La conocí en los alrededores del cementerio de la Almudena. Una cerveza y me imploró comer un chuletón. La carne apareció sumergida en los olores propios de una bien preparada barbacoa, sus ojos se deleitaban con el marcado de los filos rojos de la parrilla. «Como es tan comelona, aceptará cualquier invitación», pensé.
Eran las tres de la madrugada, habíamos saboreado cada parte de nuestro cuerpo. Estaba cansado y necesitaba hacer un alto. Le pregunté si quería escuchar a los Beatles, ¿Yellow Submarine? Fue un rotundo ¡¡nooo!! y agregó que eran canciones para niños. Ella continuaba con ganas de seguir guerreando.
En la cama yo tenía actitud de perroflauta y ella de devoradora. ¡Quería más de todo! Levanté la botella de vino y señalé que estaba vacía. Ella metió la mano debajo de la sábana, muy cerca de mi pubis. ¡Su picardía me generaba un SOS! Como argucia, retomé el cuento de esa playa de Portugal donde comí el pescado más sabroso de mi vida. ¡Era todo lo que podía hacer! Le prometí que iríamos la próxima semana.
—Si te encantó la carne de hoy, esos pescados a las brasas te enloquecerán, los presentan en una tabla y parecen forrados con una coraza de sal, la cabeza tostadita, uhm… y las aletas crujientes, acompañando…
—¡No me cuentes más! —dijo—. Mira como tengo el pecho, se me sale. ¡Mira mi barriga, presenta el sarpullido del deseo! —estaba exaltada—. Me pasa cada vez que ansío algo y…
Sus manos y su pierna sobre mi muslo eran pura insinuación. Contorsionó su cuerpo y quedó con la cabeza fuera del colchón, me haló hacia ella y como un potro salté la verja; ella botaba el corazón por la boca. Gritos, aullidos, «estar en la orilla de la cama me enloquece», dijo llorando. Cuando estábamos a punto de… Sentí que me asfixiaba contra sus pechos.
—Háblame del pescado en la madera —fue una voz sensual, jadeante— ¿Cuál era su acompañamiento? Nunca había sentido esto —se estremeció como fiera—. Me veo comiendo pescado a la orilla del mar… ¡dame más!
Después vino un empellón.
¡Todo se recogió! Mis pensamientos se perturbaron. ¿Tenía que construirle la fantasía? Jugué a que podía seguir contando, pero no haciendo.
—Es un lugar paradisíaco —le comenté volteando el cuerpo, cuando la miré se chupaba el dedo medio— de acompañamiento sirven dos bolas de masa amarillas con pimientos y una crema de aguacate; algo extraño. Me dijo el propietario que los llaman “bollitos de amor” y son hechos de maíz.
—Ahora me provocaste y quiero comer pescado —señaló montándose violentamente los pantalones—. ¡Vamos cariño, apúrate! vamos a buscar en cuál lugar de Madrid podemos comerlo.
Fue patético. Tomamos el coche. Comencé a inventarle una historia sobre un desayuno sublime… Y así, llegamos hasta Ávila.
A las ocho de la mañana le ofrecí comer frango en brasas…
No la complací llevándola al cementerio de la Almudena, a las nueve la dejé en Atocha.
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