El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho. Atribuido a Miguel de Cervantes.
Sin salir de mi casa, no hubiera sentido la suavidad de las ponsetias blancas al anochecer en Luang Prabang, los sudores espesos en los trenes repletos en Mumbai, la confusión de sabores en los mercados de Amazonas, el viento áspero de Ouarzazate ni el aroma del café tostado en el comal del ranchito de Don José.
Viajar a lugares donde parece que todo falta, invita a ser feliz con lo pequeño. Comer pescado en el techo de la panga a las islas Mancarrón, refrescarse con un vaso de jugo de caña regalado en una selva asfixiante, acariciarse con las ramas en el techo de un viejo “IFA”, camino de Bosawás.
He sufrido por tantas cosas que no hubiera querido ver, pero que ahora no debo olvidar. Por los niños con trabajo y sin colegio, por Eduardo, condenado a una vida de miseria y por Fausto, el pequeño vendedor analfabeto de Bocay. Por los chigüines de Marabamba Alto, a tres horas a pié de su escuelita y por Yakson, peón de finca de Yalí abandonado por sus padres.
Costaría no aprender en este mundo del interminable dolor de la guerra: los relatos pausados, crudos, del guerrillero de Somoto, las fechas iguales en los cementerios urbanos de Mostar y las piernas infantiles amputadas por minas en Ankhor. Es inevitable conmoverse ante los mares de tumbas blancas de Normandía y llorar en el campo de exterminio de Bergen Belsen.
Las chicas fresa de las orillas de Wiwilí me llenaron de tristeza en su escuela inconsciente de prostitución. Ancianas encorvadas de cargas de leña en El Atlas, plantadoras de arroz con los hijos a cuestas en Muang Khong, niñas lavando en el río contaminado de Pune. Siempre, donde vayas, encuentras mujeres sufriendo de explotación.
Ninguna sociedad es justa, pero es más fácil indignarse en los países del Sur. En la chocita de entramado del campesino de Cayuga, que ni cantar podía por el hambre de sus hijos. Sentí culpa con el campesino quekchí que no podía creer que se coleccionaran objetos. Fuera de mi burbuja, me espanté ante la falta de los derechos más básicos.
Y también encontré esperanza y alegría: en las piernas ortopédicas que rehacen vidas en Laos, en el bosque tropical recuperado de San Juan del Sur, en los niños impecables y sonrientes del primer día de cole en Lagunas, en las viviendas dignas de La Concordia, en los chavales que juegan y ríen en las calles. Con los empobrecidos, aprendí a celebrar cada breve momento de alegría: felicitaciones con mañanitas, fiestas de cosecha, enfermedades curadas en el nuevo hospital, carta del hijo emigrado, una carretera abierta, la hija egresada de la Universidad.
Me gradué en hospitalidad en la parroquia del Padre Charles, en Bab el Oued y en casa del campesino que nos acogió en aquel pueblito cerca de Orán. En la invitación a dátiles, pan y aceite en el palmeral de Marrakech. En muchos lugares me han hecho sentir como en mi hogar.
Recibí inspiración de la vocación de los maestros rurales en Ayapal, del espíritu de paz en la casa de Gandhi en Mumbai, de la solidaridad de don Beto, picador de la Bananera de Cayuga, que donaba parte de su mísero salario. El compromiso y la entrega me lo enseñaron tanto las monjas de Entrerríos, como los viejos militantes del museo anti guerra de Berlín. De los cooperantes que hipotecan carrera, salud y familia, tomé el deseo de cambiar el mundo. Las mujeres dalit de Mumbai, me mostraron con sus marchas la lucha por la dignidad. Y la tenacidad, de Korak, el ingeniero que aprendió a leer – a falta de escuela-, en las botellas de ron de su abuelo.
Fuera de mi historia, aprendí a escuchar otras voces, el relato crítico sobre Lawrence de Arabia del guía del desierto de Wadi Rum, la opinión sobre los cruzados en un café de Estambul, la visión de los estudiantes mejicanos sobre la Conquista, el menaje fundido en Dresde o las pintadas contra las trasnacionales en las calles de Lima.
El católico padre Charles, los evangélicos de Bocay, los monjes budistas de Luang Prabang, los fieles hindúes, jainistas y zoroastristas de Mumbai, los musulmanes de Argel, los ateos y agnósticos de cualquier lugar, todos compartimos la búsqueda de paz.
Sentir con otras personas lejanas me concedió la ciudanía del mundo.
Por la tristeza incomprensible del asesinato del padre Charles y de los campesinos argelinos masacrados por el GIA, de la bomba en los mismos trenes en los que viajé apretujado en Mumbai y del canal que destrozará el paraíso que conocí en la reserva Indo Maíz. Y por lástima de las gentes que vivían orgullosas de los visitantes, en lugares a los que ya no podrán viajar mis hijos. Y por las cosechas arruinadas por huracanes o plagas en Bocay. Me duelen aún más los atentados de cada ciudad que he visitado. Siento como propias sus tristezas y también sus alegrías, sus lentos avances en derechos y en desarrollo humano.
El mapa de mi país no lo define una bandera, ni una frontera, sino cada lugar que aprecio. Mi cultura es cualquier cosa que me emocione y me ayude a vivir: las montañas esculpidas de Ellora, las colecciones de pintura Europea, los templos inimaginables de Angkor, los colores de los palafitos del barrio de Belén de Iquitos, el artesano con tierra de colores de Amman. La literatura leída en su lugar: Alcarria, Managua o el Mekong, el mensaje de la música en el Usha Usha de Cajamarca, los cantautores de Edimburgo, un concierto de violín en Bolonia…
Viajar, sobre todo, me enseña de mí mismo, de mis necesidades, de mis límites en la tolerancia y en lo físico. Alejarme me ayuda a apreciar lo que tengo y evidencia todo lo que me queda por aprender, no puedo imaginar mejor escuela.
Fotos: LUANG PRABANG, MUANG KHONG, JINOTEGA, WIWILÍ, ANGKHOR.
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