La Maldita Sopa de Tomate

La Maldita Sopa de Tomate

El aceite, flotando sobre un irritante fondo rojo, empapaba los pellizcos de pan que se hinchaban hasta cubrir el plato. Y un empalagoso olor anticipaba aquel desagradable regusto que se quedaba después de cada cucharada. Amargo y con un sabor a clavo que le repugnaba.

—Todo. —La monja, con los brazos cruzados, lo miraba muy seria.

Daba igual que llorase. O que rogase. No servía de nada.

—Hasta que rebañes el plato no te levantas de la mesa —apremiaba ella inmisericorde.

Habían pasado décadas desde entonces, pero la maldita sopa de tomate invadió su memoria, por sorpresa, y, junto a la antipática religiosa, exigía un protagonismo que ahora no venía a cuento.

La puerta se abrió. El médico, con dos enfermeras, entró en la habitación. Tras ellos apareció sor Teresa. Sobre su pecho, los reflejos de un gran crucifijo de plata adornaban el aburrido hábito azul que solía usar la reverenda señora.

Mientras los sanitarios murmuraban entre ellos, la hermana se le acercó y lo miró con ternura.

—¿Cómo estás, Javielillo?

Le cogió la mano y él apretó. Era lo único que podía hacer. El tubo que le habían introducido por la tráquea no le permitía hablar. Una angustiosa respiración y un extraño borboteo, que no sabía muy bien de donde salía, fue la única respuesta.

—Tranquilo, hijo mío. Todo está bien.

Los cálidos dedos, a los que se aferraba, le reconfortaban.

—Vamos a sedarlo y procedemos a la desconexión.

Quiso volver la vista hacia la lejana voz del médico, pero no pudo. La cabeza pesaba mucho. Todo pesaba.

Con la mirada fija en los ojos de la madre Teresa, suplicaba otra oportunidad.

—No pasa nada, Javielillo —dijo ella a la vez que le acariciaba la frente—. Busca un pensamiento bonito y cierra los ojos.

Una enfermera inyectó algo en una bolsa de suero que colgaba a su lado y la mente, errática, comenzó a jugar con el orden cronológico, invocando momentos del pasado sin lógica aparente.

Le vino a la cabeza aquel lejano día en el que era él quien sujetaba la mano de la hermana Teresa. Recordó como, momentos antes de que la religiosa falleciese, posó la mano sobre la frente de la mujer en un intento de reconfortar sus últimos instantes.

Ahora ella estaba allí. A su lado.

Cuando le extrajeron el tubo de plástico que le oprimía la garganta, una sensación de debilidad comenzó a adueñarse de él, oscureciéndole el juicio. Pero sintió alivio. Aunque estaba cansado, ya no pesaba.

La monja sonreía con dulzura mientras agarraba su mano y le acariciaba la frente.

—Déjate llevar, Javielillo —le susurró al oído—. Descansa, hijo mío.

Entonces volvió el aroma. Y el sabor.

La maldita sopa de tomate le llenaba, de nuevo, la boca. Con el regusto a clavo y ese fondo rojo sobre el que flotaba el aceite que empapaba los pellizcos de pan que se hinchaban hasta cubrir todo el plato.

Por fin, la muerte, con hábito azul y olor a tomate, lo dejó descansar en paz.

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