Nunca antes había oído hablar de la torta Savoia. No es que yo fuera una experta en la cocina siciliana antes de todo aquello, pero este dulce para nada es famoso fuera de su pueblo de origen, como la cassata o i cannoli, presentes en Roma e incluso en otras ciudades europeas. No, este es un secreto jamás revelado más allá del estrecho de Messina. Ni siquiera los lentineses lo publicitan cuando están en la capital o en las otras regiones que los acogen para trabajar y labrarse un futuro mejor. No. Este es un premio al autóctono, algo que merecer al volver a casa, al calor, al sur, a la tierra desordenada y mágica que es Sicilia. Para mí, amante de las tartas secas, compactas, sin mucho gusto por las natas, cremas, mousses o merengues empalagosos, sin geometría definida, sin principio ni fin, encontrar en Lentini a la diosa ignota de las tartas de chocolate fue como volver a tener fe .
Tres o cuatro láminas de chocolate meloso pero firme, en su punto justo, alternadas con bizcocho prensado en otras tantas láminas. Un bombón de esos llamados «cortaditos» en formato familiar, con la textura de un alimento completo, de los que se hacen protagonistas en su llegada al estómago. Aunque el formato lo elegías tú en la pastelería, claro. Si por mí hubiera sido, habría elegido siempre el formato familia numerosa. No me cansaba de comerla cuando Rosalba la compraba, siempre que yo iba de visita. «Se come en pedacitos muy pequeños», decía siempre. Y yo hubiera querido tener un cuchillo mágico, como un sable que en lugar de dividir, multiplicara esa joya pastelera con cada corte. La comíamos al volver de alguna salida nocturna, nunca más allá de la 2 o 3 de la mañana, en los pedacitos pequeños a los que Rosalba aludía, si bien confieso que alguna vez tuve ganas de quedarme allí, con ella, solas en la cocina, hasta hacerla desaparecer.
Se conserva refrigerada, para que no se derrita, y según Rosalba, son necesarios varios para elaborarla, porque deben prensarse las capas con tiempo y mimo. Manjar divino, salivaba yo al oírla. A ese maestro repostero soñaba con encomendarle yo mi alma, secuestrarlo y llevarlo allá donde fuera a ir a vivir próximamente, en los años inciertos.
No he vuelto a probarla desde entonces. Pienso que debí despedirme de otra forma más humana, en lugar de huir de una familia que guardaba tanto amor en su cocina.
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