“¿Por qué te admiras de que los viajes no te aprovechan para nada si por todo vas contigo mismo? Va en pos de ti la misma causa que te empujaba a marcharte.” Sócrates

Sus viajes habían sido, hasta aquel, todos iguales. Saliendo siempre con la misma inquietud, en busca de algo, nunca encontrarlo, y regresar con una sensación de eterna espera. No sabía que era lo que le quedaba por descubrir, pero lo había intentado con todo lo que estaba a su alcance: ciudades, libros, personas, trabajos, comidas, incluso vicios. Había viajado a través de todos ellos intentando averiguar qué era lo que su ser le pedía.

Casi se había resignado, declarándose interiormente loca, exteriormente frustrada y caminando con paso firme hacia la amargura, totalmente decidida a no viajar más, de ningún modo, en un intento desesperado de ahogar esa espera. De ahorcarla, de matarla, para dar sosiego a su alma. Y no se sentía asesina, sino superviviente.

Ese día, sin más luces ni más sombras que otros, puede que sólo con un poco más de cansancio, en una calle de Madrid, chocó con un sobre azul. Le pareció el azul más bonito de cuantos había visto hasta entonces. Era como un cielo de verano, despejado, infinito, lleno de posibilidades…

Lo cogió. Ponía su nombre. Tuvo miedo. Con el corazón acelerado y los dedos entumecidos, lo intentó abrir. El sobre estaba muy pegado y se resistía. Ella tampoco se sentía muy hábil. No quería romperlo y echar a perder lo que había dentro, así que desistió. Pensó en cogerlo y abrirlo después pero, “¿Y si era para otra persona? Había tantas Sofía…”

Dispuso dejarlo donde lo había hallado, convencida de que si en verdad era para ella, lo volvería a encontrar.

Cada día pasaba por el mismo sitio, donde vislumbraba en la misma esquina un sobre, que se resistía en abrirse y ella no se atrevía a coger. Se sentía cada vez más curiosa, más impaciente, más diferente, más despierta.

Después de muchos meses de dudas e inquietud, de indecisión e incertidumbre, ganaron la curiosidad y el instinto. Ese azul le era demasiado familiar para no ser suyo. Voló Sofía, decidida a cogerlo. Llegó casi sin aliento, aunque llena de esperanza. Pero en su tumultuoso vuelo, atrajo consigo una tropa de jóvenes nubes frenéticas, cuales, aunque pensaban que la acompañaban en la carrera, solo consiguieron aumentar el viento. El sobre le voló de las manos y ella no tenía ya, suficiente fuerza para volver a alcanzarlo. Se llenó de rabia, primero contra las nubes, que parecían perseguirla siempre, después contra ella misma por haber dudado tanto, por pensar demasiado. En ese momento sintió revelarse el misterio del sobre: esa sensación de espera, que siempre la había atormentado, desapareció al encontrar el sobre azul y había vuelto en ese mismo instante.

“¡Si era eso lo que había estado esperando!”.

Desesperada, miró por todas partes. Se reconoció enamorada, aunque sabía que era imposible el amor entre una mujer y un sobre y, prometió solemnemente encontrarlo de nuevo para enmendar su error.

Viajó de nuevo, preguntando siempre lo mismo en aeropuertos, en estaciones de tren y paradas de autobús: “¿Habéis visto mi azul?”

Lo estuvo buscando en los ojos de la gente, dentro de los coches, en el mar y en el arco iris…

En su búsqueda, con cada vuelo, con cada parada de tren, Sofía se transformó sin darse cuenta. Aprendió a ser perseverante, obligada por su amor platónico de humana a sobre, a ser paciente, siempre que sus preguntas quedaban sin respuesta. Templó su inquietud con cada queja sin resolución y no tuvo más remedio que aprender a imaginar, cuando lo único que recibía era silencio…

Sus viajes, igual que los de antes, parecían no dar resultado. Y aunque ahora sí, estaba oficialmente declarada loca de remate, Sofía era otra: decidida, valiente, fuerte, y aunque anhelante y emocionada, también sosegada. Solo que ella no lo sabía todavía…

Renunció a viajar, pero no abandonó del todo. ¡Decidió volver a esperar!

Después de meses que fueron casi años, un día, abriendo el buzón, Sofía encontró un sobre azul. No se sorprendió, porque siempre supo que este momento iba llegar, que su lucha iba tener recompensa. No lo cogió con la mano, sino con la sonrisa y lo despegó sin dificultad. No hubo necesidad de leer porque lo entendió antes: tenía que abrir los ojos. ¡Lo hizo!

Sus pupilas se inundaron de luz y su mano sintió el apretón de una camisa azul. Oyó un grito de felicidad desesperada y percibió un ajetreo blanco a su alrededor. Estaba en un hospital y había despertado de un coma. Miró su mano, envuelta en la camisa, segura y, de repente, escuchó la voz que conocía como la más bonita del mundo:

– ¡Me volviste a encontrar! Le dijo su verdadero azul entre sollozos.

– No, balbuceo Sofía, plenamente consciente de sí misma, solo te reconocí…

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