Caminaba por los tranquilos cerros de mi ciudad, veía como los perros suplicaban por una migaja de pan, mientras los vagabundos a duras penas le entregaban calor a sus fríos cuerpos y tibias almas. Miraba con atención como todos los turistas miraban los puertos de mi ciudad como si este fuese un abanico de diferentes colores que no dejasen de admirar. Veía como lo niños lloraban porque sus helados se derretían por el hermoso sol que estaba conmocionando al pueblo, y sus padres iban como gatos corriendo como si el mundo se acabara en busca de buscar algo para alimentar a sus crías.

Era grato ver que aun existía gente que se tirase a contar chistes sobre el pasto, a reventar burbujas con los ojos y nadar entre las nubes de los sueños mientras algunos jóvenes después de la fiesta duermen en algún banco de la plaza de la esquina.

Y yo, pues me encontraba caminando entre tantas personas, y no lograba entender porque a pesar de estar rodeado de gente, escribir sobre ellos, el día, las nubes, seguía sintiéndome tan malditamente solo.

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