El gusto no es sólo algo bioquímico, también es psicológico. Esa frase me inculcó mi madre desde que cumplí los dieciocho. La liturgia del sabor. La ceremonia de los sentidos.
Los últimos domingos de cada mes desde que tenía uso de conciencia en mi casa se cenaba “Hortelano al armagnac”. Es un plato un tanto peculiar. En un pequeño bosque cerca de casa de mis abuelos lanzábamos grandes redes para capturar a estos encantadores pajarillos. Un disparo destrozaba sus frágiles cuerpos. Una vez atrapados, los hortelanos permanecen veintiocho días encerrados en cajas oscuras comiendo mijo negro día y noche. En esas casi setecientas horas la grasa corporal del pájaro se triplica y el calcio de los huesos se transforma casi en su totalidad en cartílago. A dos días del festín se les sacan los ojos y se les cercena el pico mientras están vivos. Y sólo entonces se les ahoga en armagnac de doce años. Cada criatura se asa entonces a fuego lento durante veinticuatro horas.
Nos vestíamos de gala. Las cenas eran fastuosas y durante la preparación de la mesa bebíamos generosas cantidades de vino. Un gran plato dorado comandaba el escudo que teníamos ante cada uno de nosotros. Encima, un pequeño ataúd de cerámica con una tapa corredera. Nos sentábamos bajo las normas de un estricto protocolo, rezábamos a nuestro señor y sólo entonces nos poníamos la gran servilleta negra que teníamos con nuestras iniciales bordadas en hilo de oro. Nos la poníamos en la cabeza. Padre decía que era un plato tan cruel que debíamos estar temerosos ante los ojos de Dios. Madre que los aromas que desprendía nuestra delicatessen se potenciaban al crear una pequeña cúpula de placer individual. Como ocho fantasmas negros, descerrajábamos la tapa y comenzaba la orgía en el paladar. El hortelano tenía que ser introducido de un solo bocado. Sólo entonces podías comenzar a masticar. Una sinfonía de crujidos, restallos, degustaciones, sensaciones y dejes se producía al instante. Su débil cráneo explotaba contra el paladar imbuyéndolo de la grasa acumulada durante su condena. El licor causante de su ejecución alteraba tus sentidos lo justo para distorsionar ligeramente tu realidad, pero no lo suficiente como para dejarte en estado etílico. Diez, doce, veintidós minutos. Cada uno se tomaba su tiempo. Si eras el primero en retirarte, ya no veías a tu familia mientras marchabas, veías un cúmulo de agujeros negros acabando con todo lo existente. Si eras el último, un montón de telares negros parecían decirte adiós en una extraña y oscura rendición. Pero tanto si marchabas a tus aposentos de los primeros como de los últimos, lo mejor, lo mejor, lo mejor de aquellas comidas familiares, era que nunca te veías a ti mismo.
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