Nombre raro Nemesia, ni a ella misma le gustaba. Por las fuerzas del cariño le concedí el apodo de Neme, aunque ella insistía en que la llamara “mamita”, lo que para ella era el reconocimiento más grande que se les otorgaba a las mujeres de la familia, pero que para mí era símbolo de condescendencia, cosa que ella no necesitaba.
Neme era la madre de mi madre, o sea madre por dos. Nunca me llevé bien con el término abuela. Aunque sí con el aroma de sus aliños, que penetraban las carnes de res y de carnero para convertirlos en estofado, del cilantro molido para las menestras de papa y de zapallo. Sin olvidar la divina hierba luisa destilando su perfume desde una olla de agua hirviendo para esparcirlo por toda la casa. Y Neme, una combinación de todo eso …y mucho más. Aroma a sabiduría, a corazón roto, a cuerpo sobreviviente de la enfermedad.
Neme era una cocinera prodigiosa, hija de una generación de mujeres adiestradas desde la niñez en la buena cocina, no estaba familiarizada con el término “quemado”. El pollo siempre le salía dorado, ni blanco ni oscuro, lo mismo con los plátanos fritos que adornaban el plato. Pero tanta ceremonia no era para ella, siempre era la última en comer, en reducida porción y rascando lo que quedaba del arroz. Ese residuo, pegado al fondo de la olla, que ella llamaba con cariño “concolón”, crujiente y salado, cubierto con un aceite brillante, era su manjar preferido. Y nunca utilizaba cubiertos para comerlo. Verla así, sentada en su lugar predilecto de la mesa, con la cabeza gacha, concentrada en el vaivén de su mano que recogía el concolón del plato para llevarlo a su boca, era como encontrarla in fraganti, supeditada a su punto más vulnerable. Aroma a pobreza, que estoy segura ella siempre extrañaba, la que nunca pudo dejar atrás, y que me enseñó a sentirla con nostalgia, aunque tuve la suerte de nunca vivirla, pero que era parte de mí porque siempre sería parte de ella.
Y al final del día, cuando me tocaba darle el beso de buenas noches, todos esos aromas se conjugaban en uno solo para concentrarse en su mejilla. Y ese aroma se quedaba en mis labios, dulce y salado, feliz y triste, aliño, hierba luisa, sabiduría, corazón roto, cuerpo sobreviviente de la enfermedad.
Su último aroma fue el del infarto, dulce y amargo de la mano invisible que levantó el espíritu de su cuerpo cansado y aroma a la última mirada que le concedió al mundo, especialmente a mí, un adiós que se convertirá en hola en ese futuro divino en el que nos reencontraremos. Y en ese momento, cuando sus ojos se cerraron, todos esos aromas de nuevo, aliño, cilantro molido, hierba luisa, sabiduría, corazón roto, cuerpo sobreviviente de la enfermedad. Todos conjugados para mi como cada noche después de su muerte, hasta la eternidad.
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