Desde la cocina, salían olores de los condimentos que para arreglar el marrano utilizaba la abuela. Estos olores atraían a todos los niños de la casa, los cuales corrían a acercase a donde estaba la olla, para jugar a adivinar cada aroma. Al mismo tiempo en otra esquina, se desprendían fragancias dulces como el de la natilla de maíz pilado, que se tenía que batir con mucha fuerza, en una enorme paila de acero.
Los preparativos comenzaban en la madrugada, con el sonar de las campanas, donde ella, la tía María, quien le ayudaba a la abuela, se levantaba con prisa, se dirigía al patio de la casa, recogía el maíz, para luego quitarle el afrecho, desgranarlo y finalmente pilarlo. Tenía que estar listo en la mañana, así las otras tías con sus hijos que llegaban temprano, comenzarían a preparar la natilla y las demás recetas consensuadas con anterioridad. Al final de la tarde, el resto de la familia que provenía de otros lugares, se acercaba a la casa grande, que quedaba en todo el marco de la plaza del pueblo, para dar comienzo a la celebración de la navidad.
Antes de la media noche, se organizaba la mesa en el jardín, debajo de aquel árbol de acacias, que desplegaba sus ramas hasta casi tocar el techo de la casa. Servida la mesa se sentaban todos alrededor de la abuela y comenzaban a entrelazarse sabores y olores en medio de relatos, que traía cada uno de su experiencia vivida en el año.
Finalizado el banquete, y con el sonido de las campanas de la media noche, venían los abrazos y los besos entre todos los invitados. El tío mayor hacía un discurso deseándole a la familia, mucha unión y prosperidad. Seguidamente se elevaban los globos y el cielo se llenaba de luces proveniente de la pólvora que los jóvenes echaban andar. A final de estos rituales llegaba la música con aquel primo díscolo aventurero, que se sentaba al piano ubicado en una esquina de la sala. Este comenzaba a acariciar las teclas, de donde salían sonoras y divertidas notas. Su hijo menor que había heredado en sus manos la habilidad para la música, las deslizaba sobre el tambor, creándose una armonía entre piano y tambor, invitando a los asistentes a moverse cadenciosamente. Situación que duraba hasta la aparición de los primeros rayitos de sol. En ese momento los niños se levantaban a buscar sus regalos de navidad. Y Mientras los disfrutaban en el jardín de la casa, la tía María les preparaba el desayuno. Celebración que se repitió año tras año, hasta la muerte de abuela. Con la llegada de la modernidad, y el desplazamiento a las ciudades, el ritual se redujo a los pequeños núcleos familiares que se fueron conformando. Hoy en día todo se ha quedado en un mensaje por internet de “Feliz navidad y próspero año nuevo”.
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