Teresa se plantó frente al espejo. Sentía que a su atuendo le hacía falta algo.

     —Deja de bromear con eso —dijo con voz cansada. Su hijo ya la tenía fastidiada—. A los difuntos se les respeta —todo el día habían estado hablando del mismo asunto.

     —No es broma, te aseguro que lo vi —respondió Nelson, impaciente. Miraba el reloj y miraba a su madre—. Me saludó. Me dijo: «que gusto verte, bribón». Sabes bien que así me decía.

    —Rivera estaba a más de seis horas, no es posible que lo hayas visto. Es más, creo que allá tienen una zona horaria diferente a la nuestra.

     —Tú ganas —dijo Nelson, y después de suspirar añadió—: Madre, ya vayamos a la iglesia. Quiero despedirme del viejo bribón. Ponte tu sombrero de funeral, se pronostica una tarde soleada.

     En aquel instante cesó el pequeño debate, pero se retomó cuando falleció Beatriz:

     —Era ella, se sentó a mi lado —dijo Nelson.

     —Estoy cansada de tu falta de respeto. Te lo advierto: me harás enfadar.

     —Cuando te digo mentiras entonces sí me crees.

     Teresa se puso las manos en la cintura y con la mirada entornada fulminó a su hijo. Todavía funcionaba ese truco a pesar de que Nelson ya tenía quince años. Antes que Nelson tuviera oportunidad de retractarse ella dijo:

     —Te creo cuando dices que los que van a morir se te acercan, porque sé que solo te relacionas con ancianos, y los ancianos mueren en cualquier momento, es una ley natural. Tú morirás, yo moriré, y tal vez tu padre ya esté muerto. Creo que lo que realmente necesitas —decía mientras se peinaba con los dedos—, es tener amigos de carne y huesos, y me refiero a amigos de tu edad. Además, deberías dejar de leer cuando andas en la calle, es por eso que no prestas atención a y no te das cuenta quiénes son los que te hablan y después andas diciendo que son los difuntos.

     Pasó por tercera vez: otra muerte y otra pacífica discusión entre madre e hijo, y nuevamente Teresa, entre bromas y amonestaciones, hizo que Nelson se callara; pero esa vez Nelson decidió no volver a mencionar, nunca más, algo sobre sus premoniciones. Los funerales siguieron: cuatro, cinco, seis y otras tantas veces que madre e hijo perdieron la cuenta.

     Nelson seguía viendo en los vagones del metro a todos sus conocidos que iban a fallecer. Él se bajaba en la sexta estación y ellos no, como si ellos se hubieran mudado sin avisarle. Una hora después de haberlos visto en el metro, se enteraba de la lamentable noticia. Poco a poco se fue acostumbrando a aquella jugarreta inexplicable y llegó al punto donde ninguna noticia lo sorprendía. Pero a pesar de eso, todos los días rezaba para no encontrarse con sus seres queridos en algún vagón del metro. Ese trayecto a casa le brindaba los veinte minutos más agobiantes de sus días.

     Cierto día Nelson se llevó una sorpresa, no grata en absoluto: en el metro le tocó ir de pie, y vio que cerca de él iba sentado un muchacho flaco igual a él. Aquel muchacho llevaba la cabeza gacha, iba inmerso en la lectura, sostenía entre sus manos un libro bastante gordo. Aunque lo intentaba, Nelson no lograba ver la cubierta del libro ni la cara del muchacho, sin embargo, sentía que estaba observando a dos viejos conocidos. Se acercó al muchacho y lo saludó, quería verle la cara cuando levantara la mirada, pero el muchacho ni siquiera se molestó en mirarlo de soslayo. El tren llegó a la sexta estación, las puertas se abrieron y antes de salir del vagón, a Nelson se le ocurrió algo más: estando ya en la puerta, dispuesto a salir, se volteó y le dijo al muchacho “disculpa, ¿qué hora tienes?”, y el muchacho por fin levantó la mirada. Fue entonces cuando la cara de Nelson se empezó a desfigurar. Sus ojos reflejaban el terror más puro. Nelson creyó estar ante un distorsionado espejo. Nunca antes había sentido tantos espasmos en todo el cuerpo como los sintió en ese momento. Y fue tanta la conmoción, que no pudo moverse y el tren…sí se puso en movimiento.

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