Prólogo
“He resuelto fingir que todas las cosas que hasta ahora han entrado en mi espíritu no son más verdaderas que las ilusiones de mis sueños.”
— Meditaciones Metafísicas, I
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque devoráis las casas de las viudas, y para disimular hacéis largas oraciones; por esto recibiréis mayor condenación.”
— Mateo 23:14
16 de diciembre.
El horror es invisible a la fe. La belleza lo determina, y la menguante amabilidad de nuestra naturaleza lo alimenta. A ti te escribo, mi señora ‘Madre’, como último gesto hacia tus promesas, que no son más que cadáveres envueltos en palabras. Y es que, ¿qué es una promesa sino una declaración que vive en la comodidad de lo incierto? Mi revelación ha sido el dolor de tus pruebas. Mi integridad no vale más que estas ropas desgarradas que ahora cubren mi débil cuerpo.
Durante la guerra resolví el misterio de dar muerte. Pero el título de Exterminador Mayor solo puede pertenecer a Rupias. Mi absolución en los juicios de Apodaca por dar crédito al nuevo régimen solo ha servido para condenarme a consumirme en vida lo que debió concluir con la fría horca.
Finalmente, a veinte años del día de la victoria, entrego aquí mi testimonio sobre esta verdad concedida a la hermandad: la de ser espurios. Reconozco la mentira vuelta verdad en los ojos de mis hijos.
Confieso la crueldad disfrazada de mártir y mi participación en la construcción de esa máscara. El hijo que proclamaste como salvador y redentor fue engendrado en laboratorios con precisión y maestría. Mi deber ahora es legitimar este nombre oscuro y poner fin a este despiadado monstruo.
A ti me dirijo ahora, estimado hermano, y te ruego me perdones por mi silencio y por la profanación de esta doctrina. Confío en que llegues a comprender la condición de nuestro tiempo y de nuestra realidad. La justificación de estos actos debe hallarse en el juicio de la ciencia.
Nuestro pasado yace ahora sobre sus mesas de estudio. Proclámenlo, debátanlo. Quizás entonces, nuestra naturaleza recobre esa amabilidad que se desvanece.
A mi conciencia me entrego.
Frederick S. Grimmer.
General de División.
Extracto de «La fe y el poder: una historia de la corrupción posbélica», del profesor Gorza Raya.
Hechos
En los últimos siglos, innumerables organizaciones se levantaron bajo el mando de figuras demagógicas de gran carisma, cuya codicia rivalizaba con la de los grandes imperios corporativos. Durante la guerra, la mayoría de ellas fue destruida. La posguerra arrastró un período de veinticinco años de tensión entre los vencedores, que entre su extremismo religioso y purismo terminó por derrumbar la confianza en toda figura de autoridad. Sus ideales de supremacismo y mesianismo quedaron confinados a pequeños pueblos aislados, concebidos desde su origen como enclaves destinados a la construcción de arsenales.
Algunos de sus líderes se retiraron a estos lugares y fundaron su propia doctrina extremista.
La historia de la fe ha estado inevitablemente manchada por la condición humana: el financiamiento encubierto de armas, el lavado de dinero y la protección de criminales bajo el amparo de la inmunidad institucional.
Los pocos que osaron desvelar estas verdades pagaron con sangre. Por el contrario, los líderes cuya corrupción quedó al descubierto no sólo permanecieron impunes, sino que fueron venerados como mártires por sus devotos seguidores.
El poder es normativo en la sociedad; la fe, su semilla hacia la locura.
La transfiguración
Rupias Valcárcel de Borja, el doctor, permanecía inmóvil mientras su centrífuga estallaba en un rugiente incendio. La sustancia se tornó escarlata, un rojo tan profundo que parecía la propia sangre de la creación hirviendo en el vidrio. En medio del resplandor, sus gruesos labios pronunciaron las palabras postreras de su madre:
—Y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz.
El ingeniero Charles Cramer gritaba con regocijo: «¡Eureka! ¡Eureka!», convencido de que su arma finalmente estaba lista.
Las oscuras paredes agrietadas del búnker se desmoronaban. Un ligero temblor quebró el suelo y un olor metálico impregnaba el lugar. Los ductos de ventilación se compartían con la sala de baños, que los soldados llamaban el «Cuarto Rojo». El hedor a sangre provenía de los cuerpos mutilados por los experimentos del llamado trío de la excelencia.
En medio del caos, F. S. Grimmer, el más viejo del trío, permanecía firme con sus agudos ojos ocultos tras el brillo de unas gafas que reflejaban la luz del siniestro. Había abandonado la cancillería ministerial para integrarse al consejo de la Trinidad.
J. S. Himar se había autoproclamado El Yacana al asumir como canciller imperial y comandante en jefe. Hacía algunas semanas había firmado una carta que oficializaba el cargo de Alarife Trinitario para los tres hombres.
El Yacana estaba convencido de que Rupias Valcárcel podía producir un gas fulminante que sus misiles de largo alcance podrían dispersar, consiguiendo así la inminente victoria.
Sin embargo, en los laboratorios del bastión peninsular se fraguaba una traición maquinada en un experimento que trascendía la ciencia conocida, dejando al descubierto lo incomprensible y dando crédito a la fe y lo divino.
El misterio del regreso del ungido había sido revelado: no debía esperarse, sino crearse. Los puristas tenían como figura divina a la creadora de los mares llamada ‘Madre’, una creencia arraigada en la memoria del pueblo triunfal.
Convencido de su llamado, Rupias escuchaba la voz que le dictaba los enlaces químicos que debía realizar. El colisionador de partículas bajo tierra rugía en máxima potencia. Un nuevo estruendo sacudió la cámara, arrancando fragmentos del techo. Los conjurados buscaban dónde aferrarse mientras la plataforma comenzaba a ascender con los tres dentro.
Las sagradas escrituras volvían a tener pluma, Grimmer escribía:
—Y de pronto la tierra se levantó y las nubes cubrieron el cielo. El brillo del fuego ascendió y se unió con las tinieblas formando una línea de blancos y amarillos. El rostro de luz nos miró y escuchamos su primer grito de nacido.
Grimmer consideraba que debía respetar la disposición de las palabras del viejo libro.
De pronto, un silencio ahogó la destrucción del lugar. Rupias se quitó lentamente los lentes protectores; sus negros ojos, irritados y exhaustos, se resistían a cerrarse. Consternado, fijó la vista en una fuente de luz que palpitaba en el suelo. La forma se condensó, materializándose en una sustancia viscosa que se ennegrecía a medida que se alzaba, hasta convertirse en una sombra erguida frente a él.
Sabía que la guerra llegaba a su fin, y que la victoria traería consigo el cese de sus laboratorios experimentales. La sombra tocó su hombro. Los ojos del padre Rupias Valcárcel de Borja se cerraron por fin. El doctor en bioquímica, teniente coronel del cuarto regimiento, quedó enmudecido y su cuerpo súbitamente se desvaneció.
Capítulo 1
Las rutas de García se caracterizaban por formaciones en las que la pareidolia hacía aparecer figuras de niños y animales arrodillados, convertidos en cenizas, protegiéndose como si se ocultaran tras un holocausto atómico.
El algoritmo de recomendación mostraba por sexta vez la promoción de avión más hotel, con guía y desayuno incluido, en la proyección justo al lado de la lámpara verde del estudio de Rodrigo. Por ahora, él solo se había limitado a investigar sobre su trabajo en las bibliotecas digitales enrutadas a través de la red privada virtual Keisy, una VPN frecuentada por documentalistas hipsters. De sus charlas en el bar el algoritmo había tomado nota de sus intenciones de viajar a la zona cero, un sitio turístico al que solo asistían los fanáticos del misterio y la adrenalina.
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