—Él no te ve de esa manera, lo sabes bien. ¿Por qué sigues sufriendo, entonces?

Formulé aquella cuestión con el conocimiento de que no obtendría respuesta alguna. Nunca sucedía.

Con un par de estructuras, miré su expresión dibujada por los músculos faciales. Atribulado fue la palabra que saltó de mi cabeza. Sus ojos anclados al suelo estaban, llorando. Lágrimas densas desde su interior.

Yo era dueño de una sensación frustrada; manufactura de su insistencia necia que se negaba a bañar mi alma con dichosa densidad. Requería ser consolado con asunto perentorio de encabezado.

Una serie de eventos sucedidos dentro de mi cuerpo se consumieron a manera de suspiro profundo, utilizando la boca como área de salida. Explayé ambas extensiones limitadas por mis hombros y mis dedos para recoger su cuerpo dolido y sostenerlo con mi calidez.

Ganaba en temas de altura, por lo que agazapar la cabeza entre la curva de su cuello derivaba en una vorágine brío para mis sentidos. Calor. Punzadas. Vahído. Todo emergiendo de él.

—Lo siento —musité—. Siento que nuestro amor no sea correspondido por las personas a quienes va dirigido.

Mis palabras pronunciadas nadaban en el ponto amargo de la verdad. Entendido en noción literal a través del espejo. Porque yo a él, lo amo. Y él, a quien ama, es su mejor amigo. Observo las palmas de mis manos, llenas de simpleza y piel áspera. En ellas no encuentro la capacidad de cambiar los hechos. Aquella fuerza supone estar en un venidero aleatorio.

El propietario de mi quid deslizó los dos brazos hacia el nivel de mi espalda, acto ejercido con la ambición de retribuir el estrujón.

Reparé en la ufanidad que arrebujaba mi corazón, tal vez sólo una mínima nota.

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