La arena bajo tus pies

El agua te va robando, paciente, la arena que te sostiene. La planta de los pies te transmite la sensación de vacío, el tacto perdido de los granos minúsculos que se van para volver dentro de un rato a otro lugar de la playa, tal vez, incluso, para regresar allí mismo, para ir tapando tus pies. Te quedas sin suelo y ese mismo suelo te va enterrando desde los lados.

Es lo mismo que sentías sin saberlo cuando eras un niño de apenas cinco años. Un niño que esperaba que llegase su padre para jugar con él un día más y lo vigilase desde el borde del agua, con la mano derecha cubriendo los ojos, porque el sol siempre sale por el fondo del mar, como si le costase resurgir de tanta agua. Tu padre se echa a reír: el sol sale por el mar porque el sol sale por el este. Si estuviéramos en el otro lado de este mar, el sol saldría por el borde de la tierra. Imaginabas el sol brotando de la cumbre de la montaña, mucho más cansado, porque la tierra tiene cuestas y el mar es llano.

Por eso, pensabas que la gente no podía escaparse por el mar, porque siempre era posible ver cómo se iban y perseguirlos y preguntarles por qué, por qué. Pero tu padre no estuvo un día en la playa contigo. No bastó con esperarlo ni con mirar el mar hacia lo lejos. Tu madre empezó a ir contigo hasta el borde del agua, pero no era lo mismo. Aunque sí que sabía contar historias. Te contó que el mundo es como una pelota y gira sin saber. ¿Sin marearse? Sin marearse y sin caerse, porque siempre es de noche fuera del mundo y no tiene a donde mirar. Te cuesta, pero lo aceptas. Ella sabe muchas historias. Todas no, porque no sabe la historia de por qué se fue tu padre ni la de dónde está. Tampoco la de cuándo volverá o, al menos, cuándo podrás volver a verlo, por favor, por favor. Esas son historias de mayores.

No tardas mucho tiempo, según tu madre, en llegar a la edad en que puedes empezar a entender ese tipo de cosas; pero ya, para entonces, dejan de importarte las historias de tu madre. No solo cambias tú, también el mundo. O como lo ves, que, al fin y al cabo, no es igual, aunque acaba siendo lo mismo. Una cosa de tu vida, nada más, se sigue repitiendo: vuelves a la playa siempre que puedes. Con amigos para correr detrás de un balón hundiéndose los pies hasta el centro de la tierra. Una vez al año para encender hogueras y seguir, hipnotizado, el ritmo de las pavesas. Muchas veces en verano, con esas chicas que siempre habían estado allí al lado, quién iba a decirlo, y no las habías visto. ¿Cómo es posible que Alina llevase toda la vida allí, en el mismo colegio, en la calle de atrás, en tu vida y que le gustase ir al mar? Compartís el amanecer del último día de las fiestas. Va a ser septiembre y el agua está fría tan temprano, pero da igual. Os quedáis en el agua, hasta que el sol termina de brotar y se pacifican las olas, una vez más.

Ese amanecer desde el agua se convierte en vuestra inauguración del mundo. En el primer latido, el que abarca el pecho entero. Pasan los días y hay compañeros que te dicen qué haces con ella todavía. Fue un momento, las fiestas, qué vais a hacer todos los días en invierno. Seguís viniendo a la orilla incluso en los días que la humedad del mar se apodera de todo. Os mojáis y Alina se quiere reír. Estáis solos y da igual.

Hasta que tu madre te dice que te has divertido, que te estás divirtiendo. ¿Pero sabes, de verdad sabes, que hay que dejarlo estar? Que este es un sitio pequeño, aunque el mar no tenga fin. Pero la tierra sí. Las calles también y ellos, ¿quiénes son ellos? Si tú no los conoces, yo sí, todos los conocemos. De dos calles más abajo. Discutes con tu madre. También con amigos que se empeñan en recordarte una geografía que conoces bien. O eso crees, porque ella también lo cree. Hasta que también su madre le recuerda a ella que el verano hace mucho que pasó y ahora todo va a ser normal, otra vez.

Y, un día, ya no sois capaces de hablar de otra cosa que no sea la posición de vuestras calles, una un poco más arriba que la otra, un poco al este, quién lo puede negar; que, al fin y al cabo, es tu madre y la de ella es la suya, que tú tienes amigos y ella también. Ese día, habláis con palabras que, efectivamente, solo habíais oído en las películas y que son como las rocas del espigón. El mar se deshace contra esas piedras que alguien ha puesto ahí, ¿cuándo? A saber, pero alguien las dejó ahí para eso: es cierto porque están, no hay ninguna duda.

Regresáis solos cada uno de los dos, a vuestras calles. Así que no tiene sentido volver a la playa durante muchos meses. Tantos que se acumulan y se terminan los estudios, ahora a vivir, te dice tu madre. No estás allí, pero estás seguro de que el sol sigue saliendo del mar, porque tienes pruebas de ello: la primera luz marca el final de tu jornada de trabajo, porque eres joven y es fácil decir que sí, porque tu padre te decía que hay que ver salir el sol, porque es lo que hace la gente que sostiene el mundo. Te dices que seguramente eres de esos, pues, aunque no la veas, sientes en tu espalda, más aún en tus párpados, el esfuerzo de la bola blanca que gira sobre sí misma como una rueda, al fondo del mar, cuando vuelves a casa desde tu trabajo. Te acercarías a comprobarlo, pero la inercia del cuerpo toma la decisión por ti. Eso es lo bueno de tener un cuerpo, que sabe vivir aunque tú no sepas, que sabe trabajar aunque a saber en qué, tantas veces de noche, porque se paga mejor, eso le dices a tu madre, que cada vez pregunta menos y mira más por la ventana, hasta que deja de preguntar y la luz pasa a través de ella, hasta que solo queda un hueco en la mesa para cenar.

Menos mal que ese vacío de tu madre no está lejos de la playa y un domingo de todos los santos acabas dando un paseo muy cerca del agua, a pesar de lo revuelto que está el mar, te encuentras de nuevo con Alina, que está con alguien que vive dos calles más abajo. Es ella: también para eso puedes confiar en tu cuerpo. No está sola, pero es evidente que su cuerpo también guarda el recuerdo. Se gira, primero una vez, después otra más, mientras el otro habla sin mirar por un móvil inútilmente grande. Ella tiene una sabiduría nueva. Lo notas al día siguiente cuando la llamas y ella te contesta y ya no deja de contestar, una y otra, todas las tardes. Sin que importe ya, para vosotros, quién estaba al este de quién, un par de calles más arriba. Sin embargo, el mar casi a la misma distancia de cada uno de los dos.

Es un alivio pensar que es posible estar un día y otro también atado de por vida a una playa: esa es la sensación de tu cuerpo después de decirle a tu hijo que el sol es una bola que no se apaga en el mar, porque se esconde por las montañas para ir buscando el camino de vuelta y que siempre lo encuentra. Un camino que termina al otro lado del mar. O que empieza, responde tu hijo. Anda, filósofo, vete a jugar: te ríes. Él corre sin orden, a un lado, al otro, salta las olas pequeñas, huye de las que le parecen grandes. Tú estás en el borde confuso de la tierra y el mar, el agua te roba la arena bajo tus pies mientras te cubres los ojos con la mano para que no te ciegue el sol y piensas por qué se iría, por qué.

Este cuento se publicó en el número de junio de 2020 del periódico «Salamanca al Día». Enlace al pdf del periódico (el cuento está en la página 30):  https://salamancartvaldia.es/a…

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