Dejo escrito estos recuerdos para que generaciones venideras puedan entender lo difícil que fue para nosotros salir adelante y para que nunca vuelvan a cometer el error terrible de emprender una lucha armada contra vecinos, amigos y hermanos.

Nada puede ser peor que el hambre. Tan solo tenía siete año y lloraba todos los días porque creía que me iba a morir. No entendía mucho de la vida pero era capaz de darme cuenta de que, si no comía, me acabaría muriendo. Pasaba hambre a todas horas y mi madre solo me daba pan duro, achicoria y, de vez en cuando, algunas algarrobas. No tenía otra cosa que darme, ni fuerzas para conseguirlo. Una buena vecina, cuando podía, nos regalaba una cebolla. Mi madre hacía sopa y ese día comíamos caliente.

A mi padre no lo veíamos casi nunca, como era peón de albañil, se lo llevaron para hacer zanjas y levantar barricadas. Él comería del rancho como todos los soldados.

Hasta que no entraron en Madrid los sublevados no empezamos a comer algo. Yo creo que Madrid cayó más bien por la hambruna que por otra causa. De allí salían las criaturas a estampidas, en oleadas. Dejé de pasar hambre cuando entré de monaguillo. Un niño que vivía en mi calle me llevó a hablar con el cura y éste me admitió. Me daban tres pesetas y dos que yo afanaba cuando pasaba la bandeja en la misa para que depositáran la limosna. Con eso salimos adelante mi madre, mi hermana pequeña y yo. Todos los días me compraba una peseta de fruta dañada por los bichos, me daban más cantidad. Primero me comía lo picado y después lo sano.

A los que como yo nacimos en el treinta y uno, y anteriores, nos tocó vivir todo lo malo; lo peor de la segunda república, la guerra y lo peor de Franco. Al hambre le teníamos que añadir los parásitos; como no teníamos higiene nos comían los piojos, las pulgas y las chinches, incluso las ladillas, los mayores nos las pegaban a través de la ropa. Yo llegué a tenerlas durante mucho tiempo en las cejas y en las pestañas, me ponía aceite frito y jabón verde para contenerlas pero no se eliminaban del todo.

Hoy tengo ya, ochenta y seis años. Me falta un pulmón, me lo quitaron a causa de un cancer y me está brotando una metástasis en la oreja derecha. No me duele, me sangra, de vez en cuando me la curo, y ya está. Los marcadores tumorales dicen que deambulan por mi cuerpo partículas cancerígenas. Sé que me tengo que morir, como todo el mundo, no tengo miedo.

He criado tres hijos y han salido buenos. Mi mujer esta bien. Ya hay pocas cosas que me interesen de verdad. Vivo feliz.

Que no me digan que en España hay hambre, porque no es verdad, todos los días se tira comida, que sobra a raudales. En aquella época no había ni una sola paloma en Madrid, ahora hay bandadas y hasta una plaga de conejos. Si hubiera hambruna no quedaría ni uno. A los gatos los cazaban con lazos, tampoco quedó ninguno. La primera vez que comí una chuleta de ternera fue cuando vino Eva Perón, anteriormente, alguna vez, había comido casquería, que está muy rica cuando está bien guisada y limpia. Tuve suerte, mi madre la preparaba estupendamente.

La guerra no fue igual para todos, ni en todas partes ocurrió lo mismo; hubo ciudades y pueblos que no intervinieron en la contienda y, sin embargo, otros territorios lo pasaron muy mal. Lo peor fue estar en primera línea de fuego durante mucho tiempo, como sucedió en Madrid. Hasta el gobierno huyó hacia Valencia y dejó a allí a unos pocos de hombres, mal armados, para que resistieran, y a los ancianos, heridos, inválidos, mujeres y niños, sin organización alguna y sufriendo de hambre. Mi madre, cuando caía alguna vecina, decía siempre: ¡pobrecita, ya descansó!

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS