Estaba a pocos kilómetros de Caldas de Reis, me había quedado retrasado del grupo a causa de unos conejillos que vi cerca de la vereda. Paré para filmarlos. Tardé en conseguir que se confiaran, pero al final lo hicieron. Mereció la pena, disfruté grabandolos, había obtenido un bonito reportaje para enviar a los amigos.

Al salir de un repecho me lo encontré. Estaba sentado sobre una piedra al borde del camino. Su aspecto me impresionó. Iba vestido como los antiguos peregrinos. Parecía un fantasma; jubón ceñido a la cintura con capa o esclavina de paño, sandalias de cuero con suelas de madera, cubierto con sombrero de copa redonda y ala doblada hacia arriba. Portaba un báculo o cayado que le sobresalía de la cabeza un par dé palmos, y en él, atada con tiras de cuero, una calabaza a modo de vacija. Colgando del hombro, en bandolera, una bolsa o zurrón de piel de cordero. Todo el atuendo lo llevaba adornado con conchas de vieras y zamburiñas.

–Te esperaba –me dijo a modo de saludo.

–¿A mí? –le contesté asombrado.

–Al primero que llegara, en este caso has sido tú. Ya estaba cansado de caminar solo.

–¿De dónde vienes? –le pregunté.

–Bueno… de un sitio y de otro.

–¿Qué eres publicista o feriante?, lo digo por tu atuendo.

–¿Qué le pasa a mi atuendo, hay alguna duda, que voy en peregrinación? –contestó airado.

–No, solamente me parece, que es un poco incómodo.

–¿Incomodo. Y me lo dices tú, que llevas una mochila que pesará más de cuarenta kilos?

–Cincuenta y tres, exactamente –le contesté.

–¿Y para qué quieres tantas cosas, y esas botas?

–¿Qué le pasa a mis botas? –le dije de mala forma. Su crítica me estaba empezando a molestar.

–Que parece que vas a escalar el Himalaya. ¿Y los bastones telescópicos, qué piensas, esquiar por los senderos, y la gorra, qué vas a jugar al béisbol?. Joven, hay que ser más serio, ten presente que aquí se forjó la verdadera Unión de Europa y hay que respetar sus principios –sentenció con toda solemnidad.

De pronto se detuvo, se acercó a mi, con la mirada fija y los ojos espantados.

–¿Tú crees que estoy loco?.

–No, no –contesté con cautela.

–¿Ah?, porque ya estoy cansado de que me tomen por loco gente como tú. Te puedo asegurar que no lo estoy –. se giró y siguió caminando– No lleváis nada práctico para el camino. Mira, ésta es mi despensa.

Abrió el zurrón y me enseñó un animalito, cubierto de pelos, que se enroscaba al fondo, di un respingo y me retiré.

–No tengas miedo, hombre, es solo un hurón. Cuando tengo hambre busco un conejo y me lo como. ¡Venga, ven,ven! Ven conmigo, te enseñaré lo que es práctico.

No supe decir que no. Me dejé llevar.

Salimos del carril y nos adentramos por un senderito. Caminamos un buen trecho hasta llegar a un río y, aún, continuamos otro buen trecho siguiendo su curso.

–Este es el río Umia –, dijo– todos los animales necesitan agua, no deben de andar muy lejos.

Miraba al suelo rastreando, de un sitio a otro, como un sabueso.

–Aquí, aquí, aquí hay uno –, me señaló un agujero que parecía la entrada de una madriguera– quédate aquí y tapa con fuerza.

Sacó al hurón, me tiró la bolsa y diguió buscando otra entrada para introducir al animal. Me agaché y tapone el agujero. Pasados unos minutos sentí un golpe tremendo y otro seguido. Apreté con todas mis fuerzas y cerré la boca del bolso como pude. Dentro brincaban dos animales de fuerza y bravura considerables. Grite nervioso:

–¡Ya están aquí, ya están aquí!.

Se acercó corriendo y me quitó el zurrón, lo colocó en el suelo, metió la mano y trasteó un rato hasta sacar un conejo agarrado por las orejas. Con la otra mano y la rodilla se ayudó para impedir que el otro se le escapara. Se incorporó mientras lo pisaba. Le dio la vuelta al animal agarrándolo por las patas traseras y lo dejo colgando. Levantó la mano derecha y la bajó con todas sus fuerzas, aplicando un golpe certero en la cabeza, con el canto de la mano, dejándolo totalmente inmóvil. Todo lo hizo con destreza y habilidad de experto.

–Agárralo –, me volvió a ordenar–que voy a por el otro.

–No, no, no. No, por favor, yo no tengo hambre, déjelo libre –me miró sorprendido– ¿Que lo deje libre? ¿Me tomas por un demente?. –No, no –respondí rápidamente. Pareció calmarse y me habló en otro tono:

–Estos animales, los ha puesto el Santo Patrón en nuestras manos para que nos sirvan de sustento y nos alimenten y así tendrá que ser.

Se agachó y, sacó el otro conejo agarrándolo por las orejas y, me lo ofreció:

–Cógelo por las patas traseras, ¡cógelo fuerte! ¡que no se escape! –volvió a ordenarme.

Lo cogí, el animal se movía y daba sacudidas violentas queriéndose soltar, lo agarraba con todas mis fuerzas. Me encontraba aturdido, con un conejo en cada mano y sin ánimo para debatir o luchar con aquel torbellino humano que se había cruzado en mi camino.

Mientras que soportaba aquella tremenda situación, cómo podía, el hombre se agachó en el agujero de la madriguera y comenzó a silbar y a producir sonidos raros con la boca y llamaba a gritos:

–!Agapito! !Agapito! !Agapito!.

El hurón asomó la cabeza por la entrada de la madriguera, lo recogió con ternura y delicadeza, lo acarició, lo besó y le habló de esta manera:

–No te comas las crías que después te pones malo del atracón, ¡granuja! Quedé paralizado, no estaba preparado para oír aquello, ni podía sospechar que aún vendrán cosas peores. El hombre guardó al animal, se colgó el zurrón y vino hacia mí:

–¡Aún estás así!. Dale un golpe seco en la cabeza ¡hombre! Que le parta el cuello y dejará de moverse.

Creí desmayarme, retiré aún más al conejo de mi cuerpo, mirando hacia el otro lado. Me lo arrancó de la mano.

–Si no hubiera hostales y posadas no aguantarías ni un día. ¡Valientes peregrinos de mierda! –gritó enfadado, Se descolgó el zurrón de mala manera y me lo entregó de nuevo.

–Sujeta –me gritó. Y repitió la operación de la matanza.

Cada vez me encontraba más decaído y asustado. No me atrevía a llevarle la contraria. Estábamos solos, en medio de aquel paraje, totalmente desconocido para mí y desconfiaba de aquel individuo exaltado y extraño. Decidí, por mi seguridad, que haría todo lo que me pidiese.

Del bolsillo del jubón sacó una navaja, destripó y desolló a los gazapos.

Me pidió que amontonára ramas, toda la leña que encontrara cerca, y que enterrara las tripas y las pieles. Encendió fuego, atravesó los conejos con unas varetas y los acercó a la lumbre. Los ojos saltones, de los animales, asomaban de los cráneos mirándome espantados y, los cuerpos ensangrentados, goteaban en la candela. Sentí unas nauseas terribles que me provocáron arcadas y noté como se me aflojaban las piernas, tuve que hacer un gran esfuerzo para no caer.

Estábamos en éstas, cuando apareció un joven caminando en dirección hacia dónde nos encontrábamos, al llegar a nuestra altura, llamó la atención de aquel hombre, como riñéndole.

–¿Qué, don Cipriano, otra vez enrredando con los peregrinos y encendiendo fuego? –y siguió su camino río arriba.

De un salto cogí mi mochila y corrí hasta situarme al lado de aquél muchacho para caminar junto a él. Oí las voces del hombre, llamándome. Pero no volví la cabeza para mirarlo, deseaba escapar de él cuanto antes.

–¡Ven cobarde,! –gritaba– no huyas, no seas gallina, ¡vuelve!, ya te enseñaré yo cómo hacer el Camino de Santiago.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS