Personas y personajes

Fotos en la Catedral

Suelo caminar mucho por las calles de las ciudades, y cuando me canso a veces me meto en alguna iglesia y permanezco sentado un rato en uno de sus asientos, aun sin ser creyente. No es necesario serlo para sentirse inmerso en la paz y tranquilidad que suelen otorgar los edificios religiosos ubicados en las grandes urbes. El aislamiento de los ruidos de coches, colectivos, piquetes y todos los etcéteras posibles es notorio en cuanto se traspasan los portales de los templos y se ingresa a ese pequeño submundo del silencio.

Pero observo que en la catedral de Buenos Aires ya no es siempre así, pues, desde que surgió un papa cuya tarea inmediata anterior la desarrollaba en este espacio, suelen acudir turistas curiosos de conocer el lugar y, claro, tomarse las fotos de rigor. Las cenizas del libertador del país se encuentran aquí, pero se me ocurre que la frase “aquí descansan los restos del General San Martín” ya no es tan cierta. Estoy sentado en el tercer banco. Distendido, observo las enormes columnas, el altar con flores, el retablo poblado de figuras doradas, la cúpula magnífica y todo el alrededor más propios de un museo de arte e historia ―que lo es― que del lugar de culto de una religión que desde sus inicios viene proponiendo austeridad. De pronto aparece una pareja joven de turistas, parecen discutir, o solo disentir, en voz muy baja, se sientan por un instante en el primer banco y luego ella se pone de pie, de espaldas al altar, en tanto que él hace lo propio, pero frente a ella y se prepara para tomarle una foto con el celular. La hace moverse hacia un lado y hacia otro para que quede bien encuadrada con el fondo deseado detrás de ella. Una vez ubicada, el rostro de la chica muta de la seriedad a una amplia sonrisa que, por cierto, la embellece. A pesar de no estar excedida de peso, se puede observar que mete su panza hacia adentro, se estira un poco hacia arriba y aguanta la respiración. El clic para la posteridad se hace esperar, ella se mantiene rígida pero sus manos cambian de pose lentamente, la panza se mueve porque necesita respirar y la sonrisa se va tornando forzada hasta casi diluirse en una mueca inexpresiva; justo en ese momento se concreta el disparo fotográfico. Ella se acerca para mirarse en la pantalla del celular y por el gesto se adivina que no le gusta lo que ve. Se repite toda la escena y ahora sí, parece que salió mejor.

Luego le toca al muchacho. De espalda a cruces, ángeles y santos y portando una mochila se coloca para la inmortalidad gráfica, pone un pie un poco adelante del otro, se arrepiente y coloca ambos en la misma línea, los separa, sonríe, utiliza los tirantes delanteros de la mochila para colgar sus dedos pulgares, como si se tratase de un chaleco o de tiradores, y en ese momento la muchacha le hace un comentario; entonces descarga la mochila y la coloca sobre el asiento de madera. Vuelve a su posición, no sabe qué hacer con las manos, finalmente las deja al costado del cuerpo con los pulgares de nuevo enganchados, pero ahora en los bolsillos del jean. También él guarda la panza y se estira, intenta una sonrisa Kolinos que de a poco amplía hasta dibujar casi una carcajada inmóvil e insonora (se ve que quiere demostrar lo muy feliz que debería sentirse). La muchacha hace clic y guarda el celular en la cartera sin otorgar posibilidad de revisión.

Se retiran tan serios como ingresaron. En pocos días ambos mostrarán sus instantáneas a compañeros y amigos y expresarán satisfechos: “La pasamos muy bien en Buenos Aires; ves, acá trabajaba el Papa hasta hace poco”.

Marzo 2019


El jugador de Altagracia

Allá por los setenta, en una noche de vacaciones veraniegas recalamos en el casino de la ciudad cordobesa de Altagracia. Durante un rato estuvimos intentando modestas apuestas en una de las tantas ruletas del salón, hasta que bruscamente se produjo un corte de luz generalizado, seguido del encendido casi automático de decenas de linternas de croupiers y personal del establecimiento y del cierre abrupto de las mesas; en forma inmediata se encendió también una luz de emergencia de mucha menor intensidad que la original. Y se anunció que habría que esperar el regreso de la energía para continuar apostando.

Pasamos un buen rato a media luz, tal vez una hora, y casi nadie se retiró del lugar de apuestas a pesar de que no había nada que hacer, sino conversar. Son esos momentos en que la vida detiene los relojes y mezcla a desconocidos que hablan entre sí, primero del acontecimiento que dio origen a las circunstancias que están viviendo, y luego de cualquier otra pavada.

Y fue así que comencé a charlar con un vecino de mesa de aspecto humilde y reservado. Supongo que le habré preguntado qué tal le iba en el juego, y allí se habrá iniciado el diálogo por el que a regañadientes me confesó que no estaba jugando por placer sino que estaba cumpliendo con su trabajo de… jugar.

Primero desconfié de lo que me estaba diciendo, pero luego fui advirtiendo que el tipo conocía demasiado bien el lugar, al que arribaba todas las noches desde la ciudad de Córdoba, donde vivía, y también a la gente y costumbres del local, por lo que terminé creyéndole sin dudar.

En el curso de la charla, en voz muy baja, me señaló quiénes eran los empleados que vigilaban el salón –de los que se cuidaba, porque conocían su tarea, y trataba de que no habláramos cuando alguno de ellos nos miraba―, también a las elegantes prostitutas que se acercaban a los jugadores que iban ganando, a las amables camareras –una le ofreció un vaso de agua a sabiendas de que él no gastaba dinero en consumiciones― y a otros hombres que, como él, vivían de la ruleta.

Poco me contó acerca de sus métodos, y me pidió perdón por ello porque, me dijo, si me daba demasiados datos lo echarían del casino. Pero me reveló que mediante su sistema él jugaba a la mayoría de los números en cada bola que se tiraba, que por supuesto no tenía preferencias por ninguno de ellos, y que la finalización de su trabajo cotidiano estaba dada por el momento en que agotaba la inversión prevista para la jornada –creo que sería un monto no superior a cincuenta dólares de hoy― o cuando duplicaba la suma: en ese momento se iba a su casa. No atendía a racha alguna de buena suerte, en la que él, desde luego, no podía creer.

Por lo que me contó, pude deducir que, en el mejor de los casos, el trabajador del azar obtendría un ingreso mensual que por aquellos tiempos no sería mayor al de un sueldo razonable que podría haber obtenido trabajando en forma más segura en cualquier empresa de su zona. Y por cierto habría trabajos mucho más interesantes y alegres que esperar el rodamiento de una bola en la ruleta que, a diferencia de los que ocurre con los turistas, no causaba sorpresa ni placer, sino sólo la búsqueda del pan de cada día. ¿Cómo saber por qué eligió esa forma de conseguir sus elementales ingresos? No es fácil explicar las razones del prójimo si uno lo analiza desde los usos y costumbres de su propia vida, ¿no es cierto?


El encantador de gorriones de Notre Dame

Frente a la catedral de Notre Dame en París se encuentra una plaza en la que, como no podría ser de otra manera, no faltan las palomas, pero también abundan los tradicionales esquivos gorriones. Sabemos que el acercamiento de aquéllas es fácilmente sobornable por una pequeña migaja de pan, pero nunca había visto que también los pequeños pájaros se acercaran a humano alguno hasta llegar incluso al contacto físico con el objeto de picotear comida.

Pero allí estaba el hombre que lo lograba: al borde de las artísticas rejas que lo separaban de unos arbustos, a un costado de la plaza, el asombroso personaje, un sesentón con una pequeña bolsa de papel de donde extraía una mezcla pastosa que ofrecía en la punta de sus dedos aunados apuntando hacia lo alto, los que muy rápido se le llenaban de gorriones que aleteando en el aire –casi como colibríes― o aun posándose en su mano, tomaban su parte de alimento y salían volando para dejar su lugar a otros. El hombre no aparentaba disfrutar de la dulce escena que él mismo creaba, sino más bien podría juzgarse que lo hacía como si se tratase de una tarea obligatoria que cumplía con eficiencia. Y por tal razón ahuyentaba con manotazos malhumorados a las palomas que se atrevían a interesarse en la pasta alimenticia: era evidente que los beneficiados de la ingesta debían ser sólo los gorriones.

Inocente de mí, me acerqué e intenté imitarlo ofreciendo en la punta de mis dedos unas pequeñas migas del pan de mi baguette a los alegres pajaritos. Ninguno acudió a aceptar mi modesta oferta, tan sólo alguna paloma despreciada por el insólito personaje se me acercó, y sin demasiada convicción.

Entonces el alimentador de Notre Dame me miró con una mezcla de conmiseración y desprecio, ni se molestó en hablarme en un idioma que yo no hubiera comprendido y me hizo señas frenéticas de que tirase mis migas al demonio mientras me ofrecía un puñado de la pasta de su bolsita. La tomé en una de mis manos y la extendí como él lo hacía, y como por arte de magia se me abalanzaron con destreza y precaución una docena de gorriones que se posaron sin temores y comieron de la pasta sin que me hicieran sentir en lo más mínimo sus afilados picos contra los dedos. Fue una sensación inenarrable, porque si pensamos que a veces es difícil obtener la atención de animales más domesticables, como perros o gatos, imagínese usted qué placer y que poder se siente en esos pocos minutos en los que se logra que unos simpáticos pajaritos le presten toda su atención una y otra vez, con dulzura y belleza.

No se me ocurrió siquiera intentar preguntarle en qué consistía el alimento (aunque, en verdad, aunque lo hubiera podido replicar, ya en mi casa, con seguridad el momento mágico no hubiera podido ser repetido). Fue tan sólo un ratito, pero nunca podré olvidar al circunspecto alimentador de gorriones y a sus fieles seguidores voladores.


La foto en la Fontana

Desde que en 1960 la inmortalizara Fellini en La Dolce Vita,
la Fontana di Trevi es uno de los emblemas romanos más requerido por los turistas. En verdad, la película simplemente le ha sumado más fama a la que ya merecía por su arte, belleza e historia.

Allí fuimos con mi esposa deseosos de lanzar por sobre el hombro la moneda que, conforme a la tradición, nos garantizaría un retorno seguro a Roma. Pero cientos de turistas habían decidido lo mismo en el mismo momento: la fontana era de muy difícil acceso (aun el visual), inevitablemente comparable con un subte porteño en horario pico. Cuando en los años 90 visitamos la fuente por primera vez había poca gente, y nos llamó la atención un par de muchachas clonadas a imagen de Anita Ekberg, generosamente escotadas y con cabello sospechosamente rubio, que posaban para las fotos a cambio de una propina. Ahora ya no había espacio suficiente para que sucesoras de aquellas réplicas de la actriz pudieran exhibir sus voluptuosidades.

La fuente está enclavada en un rincón bastante pequeño, rodeada por clásicos edificios romanos. Su perímetro semicircular está rodeado por un pasillo de unos dos metros de ancho. Ese espacio angosto es el indicado para lanzar una moneda, de espaldas, con la casi certeza de que no caerá en ojo ajeno. Dada la superabundancia humana dejamos la faena para otro momento, e insistimos al día siguiente en distinto horario, pero con iguales consecuencias. Volvimos por la noche, pero la aglomeración era parecida. Finalmente, al tercer día resolvimos apechugar y cumplir de cualquier manera con el rito de invertir algunos céntimos para asegurarnos el retorno. Cámara en mano, me acomodé en la parte superior mientras mi esposa descendía por un costado dando amables voces de permiso, permesso y excuse me para intentar arrimarse al lugar indicado. La perdí de vista entre el gentío hasta que unos minutos después emergió tratando de ganarse un espacio. La barrera sonora del idioma turístico de Babel nos impedía toda comunicación oral, en consecuencia nos hicimos señales de aprestamiento con manos y rostros, enfoqué la cámara y ella preparó dedos y moneda. Lanzó y disparé. El instante coincidió con el paso de un grupo de turistas orientales que quedaron inmortalizados en mi foto, tapando a mi esposa con sombrillas de diversos colores. Nuevo intento: preparación, lanzamiento y clic. Ahora fue una sola monjita, que ignorando la parte pagana del monumento se hizo su propia selfie un pasito por delante de mi modelo. Y así un par de veces más, hasta que finalmente logramos obtener una foto más o menos rescatable.

Hay que aceptar que la imagen de la fontana solitaria y romántica que solo les pertenecía a Anita y Marcelo en una madrugada de fin de juerga burguesa ya solo tiene cabida en la nostalgia del blanco y negro del film de culto. Si tenemos otra oportunidad ―varias monedas llegaron a buen destino en las aguas promisorias― vamos a hacerle una nueva visita, que acaso ―como hicieron ellos en la célebre película― debamos intentar antes del amanecer en busca de más tranquilidad. Claro que no los imitaremos en su temeraria caminata dentro del agua, porque además de estar expresamente prohibido, sería algo francamente incómodo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS