Postales de Madrid


La dama del autobús

Me encuentro sentado en la penúltima fila de un autobús de línea de Madrid. Voy sin rumbo fijo. Es que cuando estoy allá, visitando a mi hijo y nietos, me dedico a pasear de distintas formas en los tiempos libres, esta es una de ellas. Detrás de mí suena un celular (móvil, dicen ellos), oigo la voz de una mujer respondiendo: “Sí, diga”, y, ante la respuesta del otro lado, comienza lo que será prácticamente un monólogo de la dama del autobús. Por supuesto, en voz alta, tal es la costumbre.

“María, que he estado pensando en lo que me has dicho de repetir vestido, y me he convencido de que no hay ningún problema en que vuelvas a utilizar el azul que tan bien te queda (Escucha brevemente a la otra). ¡Que no importa que ya te lo conozcan!, lo que tienes que hacer es cambiar los accesorios. Oye, tienes esa cartera roja tan bonita, y el cinturón del mismo color, pues con eso ya vas modificando el look. Si no tienes guantes rojos no te preocupes, que yo te presto unos. Y luego el collar que habías comprado cuando tu viaje (Escucha). Ese, ese… hazme caso, que te vas a ver muy bien con esto que te digo. Ponte el mismo vestido y cambia los accesorios, que nadie se dará cuenta de que repites (Escucha). Eso, eso, ya verás. Y luego los zapatos, con esas sandalias tan chulas que tienes… Verás qué elegante vas a quedar”.

Hay que comprender que usar la misma ropa en dos encuentros sociales es una cuestión trivial e inadvertida para un hombre, pero ciertamente importante para las damas. Y en este caso, por el tono de voz, y por la forma de dar consejos ininterrumpidos a la paciente mujer que estaba del otro lado, juzgué que se trataba de una madre que había pensado mucho en el problema de la hija y que demostraba felicidad al comunicarle la solución que había encontrado. Pero luego la charla (o monólogo) cambió de tema radicalmente y la relación familiar que presumí se fue desvaneciendo un poco.

“Que no pasa nada, mujer, ya te lo he dicho, tú sabes cuántas veces me lo he hecho yo. Son solo un par de pinchazos… (Escucha). ¡Que nada, que nada, no te va a doler! María, mira cuantas mujeres se lo hacen. ¡Que no es veneno! ¿O me has visto a mí con la cara hinchada o algo así cuando me lo han aplicado? (Escucha). No, no, quédate tranquila que un poco de bótox es inofensivo, no pasa nada. Eso sí, insisto en que lo hagas con el doctor Martínez Vidal, yo a ese sí que lo recomiendo, a otro no sé”.

Esta segunda parte ya no me parecía un consejo tan maternal, y confieso que me inundó una enorme curiosidad por conocer el aspecto de la mujer, pero era demasiado violento que girase la cabeza para mirarla, de manera que no bajé donde pensaba, total no tenía ningún apuro ni destino definido, y continué en el autobús esperando que ella lo hiciese primero para poder verla. Por cierto, la voz de grueso volumen, la determinación adulta de sus consejos y el tono con el que los disparaba hicieron que me imaginara a una señora sesentona y robusta, seguramente elegante y con la boca de pez que suele dejar el bótox a sus usuarias. No tuve que esperar mucho, un par de paradas después se levantó de su asiento para descender y pasó a mi lado sin dejar de hablar por teléfono. Entonces pude ver que se trataba de una muchacha menuda, nada fea, de escasos cuarenta años y sin rastros aparentes de desfiguración estética alguna. Sin dudas una sorpresa para mi pobre capacidad de identificación de personas por medio de la voz, y también para mis elucubraciones maliciosas. O acaso una magia inesperada que produce el bótox en algunas féminas.

Mayo 2019


La nostálgica del Retiro

El magnífico parque del Retiro de Madrid tiene una superficie de más de cien hectáreas, muy arboladas y plagadas de esculturas y rica historia, sin embargo la mayor parte de la gente prefiere deambular tan solo por las proximidades de un gran estanque artificial de no más de cuatro hectáreas por el que navegan botes alquilados y se aprecian algunos pocos peces y patos vistosos. Por lo tanto, en sus alrededores se congregan vendedores de chucherías, tiradoras de cartas, titiriteros, músicos, prestidigitadores y otros artistas y artesanos callejeros. Me detuve a admirar a un mago cubano que, además de sus muy buenos trucos, era dueño de una gracia espontánea (o estudiada para que lo pareciera) que hacía los deleites de un público numeroso que se había reunido a su alrededor. Acotemos que la masa de ese público, como la del resto de calles y plazas de Madrid, está compuesta por gente de todo el mundo (residentes o turistas) que hablan diferentes lenguas, visten de manera diversa y sus pieles pueden ser de cualquiera de los colores que se fueron generando desde los primeros homo sapiens hasta ahora. Por su parte el artista se mofaba con ingenio tanto de su propia negrura como de presuntas anécdotas de los Castro o de cualquier otra cosa que se le ocurriera (o tuviera preparada de antemano) y ello nos hacía reír y aplaudir con ganas, además de colaborar sin avaricia con una importante donación de monedas (nominadas en euros, claro) dentro del sombrero dispuesto para tal fin.

En eso estaba cuando se acomodó a mi lado una señora que seguramente estaría cerca de los noventa años, guapa y vestida elegantemente, como casi toda la gente mayor en esta ciudad, y luego de observar un ratito el espectáculo me preguntó: “¿Este hombre es cubano?”, le respondí que sí, y acto seguido empezó a contarme que su marido había muerto hacía 19 años, y que desde ese entonces no había vuelto al parque. Le presté atención por cortesía, y por la misma razón le hice algún comentario circunstancial. Por mi acento detectó mi origen argentino, y me comentó entonces que ella y su difunto esposo habían estado en la Argentina, también en Cuba, en México y en otros países americanos. Me reiteró que hacía 19 años que no venía al parque, y señalando al público en derredor con gesto de dolor y despreció me dijo: “Mire esto, parece México. Vea dónde hemos caído…”. Desde luego, deduje de inmediato que posiblemente la señora formaba parte de los que aún sienten nostalgias por el orden imperante en tiempos del Caudillo, pero lo que no supe detectar es si me confesaba a mí su desagrado porque me confería el honor de la exclusión de la mezcla humana que le disgustaba, o si me estaba reprochando en propia cara mi intrusión como representante argento de la prosapia sudaca. Chi lo sa.

Mayo 2019


Las hormiguitas viajeras de Madrid

Vinieron de Senegal, de Marruecos o de cualquier otro país africano. Son muchachos jóvenes que tienen sed de libertad y hambre de comida. Huyen de la miseria perpetua o de las guerras constantes de sus regiones de origen, cuya existencia el resto del mundo prefiere disimular. Son muy morenos y generalmente altos, van en grupos de diez a veinte, con grandes bolsas blancas sobre sus hombros a la espera de encontrar lugares propicios donde ubicarse, que no son otros que los que cuentan con abundancia de turistas y escasez temporaria de policías. Por lo tanto, se los puede encontrar en el Parque del Retiro, en la Gran Vía, la Plaza Mayor, la Puerta del Sol, o cualquier otro lugar de abundante movimiento. Una vez elegida la acera o la calle peatonal, y tras observar con mucha atención hacia todos lados en búsqueda de seguridad, las bolsas se abren y transforman en mantas que se extienden sobre el piso. Son cuadriculadas, de más de un metro cuadrado, con cordeles en cada uno de los extremos que permiten una veloz conversión a bolsas nuevamente. Ellos están de pie constantemente, ofreciendo, sobre sus mantas extendidas, carteras de mujer, camisetas de fútbol, chombas, anteojos para sol, perfumes y otras atracciones de marcas falsas para aquellos transeúntes que no puedan adquirir los originales de Gucci, Lacoste, Dior, Ray Ban, Calvin Klein.

A su probable condición de inmigrantes ilegales suman otras infracciones pasibles de medidas punitorias, puesto que hacen ventas en la vía pública sin autorización, tratándose además de productos copiados de sus originales de alta gama, con el agravante de su procedencia desconocida, seguramente de contrabando. Están expectantes tanto de los posibles compradores como de la policía, sus cabezas funcionan como faros que observan rotativamente hacia todos lados. De repente se ponen en estado de alerta como una manada de ciervos ante la posible presencia de un león; uno o todos han advertido el peligro cercano, y si este se confirma, de un tirón de los cordeles vuelven a transformar las mantas en bolsas cargadas que de inmediato van a parar a sus hombros y se ponen en marcha. En ese momento semejan una suerte de caravana de hormiguitas viajeras en movimiento constante que buscan, primero, seguridad y luego nuevos puntos de venta.

Por lo que se puede observar, la policía no los detiene, tan solo los ahuyenta. Aunque hay quienes dicen que de vez en cuando les confiscan la mercadería que no llegan a ocultar. Se trata entonces de una falsa cacería permanente: los agentes del Estado que amenazan o persiguen a los migrantes en cumplimiento de la ley y estos que cargan una y otra vez sus bolsas y sus miserias por calles y parques.

Claro que los malos de la película no son unos ni otros, sino las mafias que se ocultan detrás de este sistema de venta callejera perfectamente organizado. Pero, como en muchas otras injusticias de este mundo: ¿quién le pone el cascabel al gato?

Junio 2019

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