Fue el siamés

Ni la humedad ni el calor lo acobardaban. Entrecerrando los ojos para protegerse de la luz de verano, el siamés del vecino exhibía su elegancia encima del parapeto que separaba a ambos balcones.

Parada encima del sillón, Dakota parecía querer controlarlo. Pero al rato se inquietaba, corría de punta a punta del departamento, frotaba la cabeza contra la pata de la mesa o se revolcaba debajo del sillón desde donde hacía rato que Silvia hablaba con Lautaro.

Poco antes de que el timbre del celular la hubiese interrumpido, Silvia había fijado la coleta en el centro de la cabeza y terminado de untarse el cuerpo con crema. Al sonar Daft Punk en el celular, acomodó el frasco en el mueble del baño y de un tirón destrabó el albornoz del perchero para cubrir su desnudez de las ventanas vecinas. Se sentó en el sillón, abrió la llamada y subió las dos piernas encima del escritorio. Una vaharada de rosas se esparció en el aire.

Había conocido a Lautaro en la librería a la que había llevado el CV. Buscaban a una vendedora que estudiara Letras. Apenas se vieron ambos sintieron un calor invadiendo sus cuerpos. Ella se dio cuenta de que entre ambos había habido química. Él lo asoció con las altas temperaturas de esos días y con los gin-tonics de la noche anterior. Disimulando las consecuencias del alcohol, apoyó la palma de la mano encima del mostrador manteniendo así el equilibrio, recibió el sobre con los antecedentes laborales de Silvia, y prometió llamarla.

Días más tarde Lautaro estaría telefoneándola para hablar sobre el puesto de trabajo. En pocos minutos estaban hablando de cualquier otra cosa antes que de trabajo. Ufanándose con alegría de leer a los mismos escritores. Compartiendo ideas y anécdotas. Cuando se dieron cuenta llevaban más de tres horas al teléfono. Entonces ella recordó que tenía que preparar la cena y le pidió que la llamara otro día. “A la misma hora”, sugirió.

Durante los primeros llamados Silvia se doblaba de la risa con las voces con las que Lautaro cambiaba de narrador cuando contaba alguna aventura. Con el paso de los días, le empezaron a causar más gracia los piropos que Lautaro arriesgaba desde el otro lado del teléfono. Con el paso de las semanas ambos se hicieron más cercanos. Aunque ninguno de los dos se animó a proponer un encuentro en persona.

Al mes, Lautaro le contó que antes de dormir pensaba mucho en ella. Silvia le dijo que a ella le ocurría lo mismo. Entonces él le dijo que cuando se duchaba también la imaginaba. Ella le dijo que pensaba en él durante los baños de inmersión. Entonces él le pidió permiso, ella dijo que sí, y él comenzó a recorrer su cuerpo a través del auricular del teléfono. A besarle el cuello, los senos y a recorrer las piernas hasta llegar al pubis, bajar hasta el clítoris, frotarlo con la lengua y no dejar de chuparlo hasta escucharla gemir. Mientras ella se toqueteaba semidesnuda envuelta en el albornoz blanco.

Otras veces, mientras él describía cómo la chupaba, ella se mojaba con saliva el dedo índice haciéndolo luego circulaba alrededor del clítoris. Al cabo de un rato, ella se apoderaba también de la voz narradora. Entonces le contaba a Lautaro que subía las manos para apretar con fuerza los senos y cómo después las bajaba despacio hasta la cintura para que él hiciera bailar un par de dedos adentro de ella. Eran dos narradores exquisitos, dos amantes tocándose en una misma habitación invisible a través de una línea cada vez más ardiente.

Si el siamés de los vecinos andaba por el balcón, buscaba con la mirada a Dakota cuyos lloriqueos eran cada vez más intensos cuando estando en celo se frotaba contra la pata de la mesa, y posiblemente escucharía con desconcierto los gemidos de su dueña. Por momentos, lo humano y lo animal eran indistinguibles.

Una de esas tardes, la siamesa había amanecido en celo. Y Silvia se había levantado con un leve dolor de ovarios. “Debo estar ovulando”, había pensado poco antes de meterse a la ducha.

Horas más tarde, mientras ambos se tocaban a sí mismos imaginando a través del teléfono escenas de un sexo que jamás había existido físicamente entre ambos, ella apoyó el pie en el lomo de la felina provocando que levantara la cola poniéndose tan tiesa, como la vagina de Silvia, pronta a recibir los primeros espasmos del orgasmo.

Silvia y Lautaro pasaban horas jugando el mismo juego. Y sin darse cuenta ella volvía a pasar la planta del pie sobre la felina, que, más excitada aún, volvía a hundir la espalda y a levantar la cola.

Silvia tenía la costumbre de dibujar y escribir palabras cuando estaba al teléfono. Así que, esa tarde, mientras ella se reía contándole lo que acababa de descubrir que había ocurrido con Dakota, garabateó unas palabras que dejó de escribir cuando tocaron a la puerta.

—Tengo que cortar, ¿sabes? Hablemos mañana .

Acomodó la coleta de caballo que había quedado media torcida después de un par de orgasmos, cerró la bata de algodón despacio y caminó hacia la puerta. Abrió la puerta.

Sin saludar ni besar a su novio, giró el cuerpo volviendo a ajustar el albornoz a la cintura, quizás temiendo que él descubriera algún aroma

—Pensé que no estarías —dijo Sergio.

—Sí, no pude salir hoy —respondió de espaldas—. A veces tengo la sensación de que la casa se apodera de mí.

—¿Qué te atrapa? Necesitas aire. ¿Cómo va la búsqueda laboral?

—No tan mal. Subí varios currículums a las bolsas de trabajo de algunas páginas web. Es una alternativa… aunque no sé qué tan efectiva es la búsqueda digital.

—A mí nunca me funcionó. También es cierto que la última vez que me quedé sin trabajo fue hace diez años. Pero desconfía de la red; la cosa online no marcha. Funciona el boca en boca.

—Sí, tengo que hablar con Paula y con María.

—Te va a hacer bien. Estás mucho tiempo sola, eso no es bueno. Lo digo por tu bien. Por el bien de los dos también. Las cosas están difíciles. Todo está carísimo.

Ella lo miró y sonrió, sin ser consciente de la leve mueca de sorna que asomaba de sus labios. La sensualidad de Lautaro, de sus palabras, repicaron en su mente. Recién entonces fue cuando volvió a tomar consciencia de que debía esconder sus sentimientos y recrear una suerte de reproche fuera de tiempo:

—¿Crees que no me importa? Pienso todo el día en eso.

—Bueno. Decía… sólo eso.

—Sergio, Sergio —murmuró acercándose a él para desprenderle los botones del tapado negro que llevaba puesto—. Las cosas van a salir bien. Lo prometo—. Y lo abrazó. Él también la ciñó con sus brazos.

Permanecieron estrechados sin reparar en que, segundos antes, mientras intercambiaban evasivas y presiones, el siamés de ojos azules había entrado a la sala y había llegado al escritorio, a medio metro de Dakota y con las patas firmes encima del papel que Silvia había garabateado durante la llamada telefónica de Lautaro.

—Shhhh, ¡fuera, gato!— gritó Sergio.

El siamés salió disparado empujando en la huida los papeles que estaban debajo de sus patas. Entonces las hojas con dibujos de estrellas, corazones y con la palabra Lautaro abarcando la mitad de la página sobrevoló la sala llamando la atención de Sergio, que siguió el vaivén del papel hasta que cayó en el piso, mostrando la cara con ilustraciones y el nombre del amante.

Los ojos de Sergio se posaron sobre ese nombre. Silvia se agachó para recogerlo y, al levantar la vista, los ojos de él se clavaron encima de los de ella. Primero con sorpresa y un segundo después, con ira. Sin reconocerla. Ni reconocerse.

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