Supe en ese instante que él podría romper mi corazón en el momento en que lo deseara; podría hacer mi corazón trizas metafóricamente tan rápido como un genio hace su magia con un chasquido de sus dedos. Es terrorífico pensar que alguien tiene tanto poder sobre ti, y es aún peor pensar que tú le otorgas dicho poder.
Recuerdo aquel momento con demasiada claridad, pero sin muchos detalles. No me acuerdo del día ni de la hora, pero todo lo demás sigue tan lúcido que aún se me eriza la piel. Nos mirábamos fijamente a los ojos, él tenía una sonrisa en los labios y yo estaba conteniendo la propia. Acababa de decir uno de sus muchos chistes malos, de esos que son tan malos que te dan risa. Quería reírme, pero simplemente no podía, tenía que mantenerme firme en mi posición para que el mensaje le llegara claramente: ese había sido un mal chiste, no era merecedor de mi risa. Pero su sonrisa era capaz de arrancarme una sin dificultad, fue todo un reto mantenerme seria. Solamente cuando me besó y rompimos el contacto visual me permití reírme.
Entre besos y risas me di cuenta de cuánto lo amaba. Y no es que no me hubiera dado cuenta antes, pero fue ese momento de nuestra relación que me di cuenta de lo real que era. Día tras día le había cedido un pedacito de mi corazón; dos años después, tenía total control sobre él.
Fue inevitable temblar ante la posibilidad de sufrir; en cualquier momento toda la magia podía terminarse tan rápido como un parpadeo. ¿No es así que se consume el amor? ¿En tan solo un parpadeo? En ese momento, entre sus brazos, realmente no me importó.
Hasta que las cosas cambiaron…
Sentados en un mismo colchón, cara a cara, con las piernas cruzadas, y el corazón hecho trizas. Tenía los ojos hinchados, la garganta cerrada; no podía pronunciar palabra alguna, aunque de todos modos sabía que no había palabra existente que pudiera cambiar la decisión. Era hora de ir por lados diferentes, era hora de terminar; por más que nuestros corazones gritaran lo contrario. Teníamos que pensar con la cabeza fría.
Mi mirada se permitió recorrerlo por completo por última vez: el cabello más largo de lo que normalmente lo traía, las cejas gruesas que casi llegaban a fundirse en una sola, los ojos cafés, las mejillas suaves, la barbilla sin vello alguno, el cuello, los hombros, los brazos, sus manos. Tuve que detenerme porque no tenía más fuerza para continuar. Ni siquiera me di cuenta de cuándo me había puesto a sollozar de nuevo.
“Ven aquí…” murmuró con una voz suave, tan tranquilizadora como rota. Tomó mi mano con suavidad y me acercó a él. Una vez que notó lo fácil que podía moverme, me jaló con más fuerza y determinación a su pecho, donde nuevamente rompí en llanto.
Me apretó con fuerza, me acarició el cabello, me pegó lo más posible a él. Ese era mi lugar favorito en el mundo, ya fuera para llorar, para dormir, o para existir. No sabía cuánto tiempo iba a pasar para volver a encajar mi oído en el punto exacto donde se escucha palpitar su corazón, o si alguna vez lo podría volver a hacer. La incertidumbre me hizo pegarme aún más, dejé que los latidos de su corazón guiaran los míos, fui respirando más lentamente, y pronto ya había dejado de llorar.
Cuando lo sintió pertinente, suavemente me sacó de mi refugio y me recostó sobre el colchón. Acarició mi mejilla un instante que deseé nunca hubiese terminado. Se levantó apenas unos centímetros cuando tomé su muñeca con fuerza. Nuestras miradas volvieron a toparse, deseando nunca separarse.
“No…” murmuré. La palabra actuó como un chispazo entre nosotros.
Lo más rápido que pudo, con miedo de perder aún más tiempo, se abalanzó hacia mis labios. Nos besamos con intensidad mientras nuestras manos viajaban por todos los rincones posibles de nuestros cuerpos. Era deseo en la forma más pura, era desesperación. No necesitamos palabras, no hace faltar hablar cuando tu cuerpo sabe perfectamente lo que quiere, lo que necesita. Fue intenso, fue rápido, pero fue lento y delicado; fue todo lo que necesitábamos. No podía saciarme de él, creo que nunca podré.
Unos minutos después terminamos acostados uno a lado del otro. Me arrastré nuevamente hacia su pecho, lista para el beso en mi cabeza y su mano en mi espalda. Cuánto desee que pudiéramos quedarnos así, que el momento no terminara.
“Te quiero.”
Ni siquiera tuve que esforzarme para contestar: “te quiero”.
Sus dedos comenzaron a hacer círculos en mi espalda, táctica que sin duda él sabía me haría quedarme dormida en cuestión de minutos. Pero no quería dormir, no estaba lista para dejar de verlo. Es cierto que estaba agotada, tanto física como emocionalmente. Es cierto que no quedaba más por decir, no quedaba más por hacer… pero no estaba lista. Siguiendo el ritmo de sus caricias me dije a mí misma no te duermas, no te duermas, no-te-duer-mas, no-te-duer-mas…
***
No tuve que abrir los ojos para darme cuenta de que solo la mitad del colchón estaba ahora ocupado. No tuve que abrir los ojos para darme cuenta de que ahora mi cabeza descansaba sobre una almohada. No tenía que abrir los ojos para saber que estaba sola. Sin embargo, lo hice, encontrando lo que desde el día anterior sabía sería mi nueva realidad: él ya no estaba.
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