Covid-19*

En homenaje Li Wenliang

En horda el coronavirus, de un extremo a otro de la tierra,
va hacia a las muchedumbres. Entre los pobres de Wuhan
sentó al principio su enajenado tributo,
y Li Wenliang fue el primero que lo dijo más no le creyeron.
Li Wenliang fue llamado a silencio, la policía le reclamó silencio,
fue una orden dictada desde la punta del látigo y que entró por la sangre
y amenazó arrancarle el corazón de un sólo intento.

Li Wenliang no calló y fue reprendido por propagar rumores.
La policía, en escarmiento, selló sus labios y le advirtió
de la extensión tenebrosa de los cementerios,
le recordó los toneles llenos de huesos del tamaño de un soplo
luego de Tienanmén, cuando aquella protesta contra los mandarines,
y lo confinó entre cocodrilos y alimañas para que aprendiera
a cerrar la boca cuando se le ordena. Lo trató como a orín,
a muñón del perro que desprecia la fragancia de las flores,
y cuando murió, celebró con un ágape su temprana muerte
porque con ella se cumplía la severa orden de los poderosos.

Los obreros y los campesinos que murieron luego de Li Wenliang
recorrieron los armarios de la burocracia de un anaquel al otro,
de un cajón a otro de los escritorios donde los escribas
redactan sentencias de muerte a cada instante.
No importó su dolor, tanto dolor justo en el pecho
donde el corazón late sus rojas consistencias,
ni sus toses resecas, carnívoras, ni sus fiebres ardientes.
Fueron no más que un expediente numerado con madejas de sellos
que no significaban nada, y fueron destinados a últimos los rincones
de la muerte donde unas sanguijuelas les chuparon
hasta la última gota del néctar de la plusvalía. Antes de cremarlos,
a muchos, les calcularon la renta de la tierra
y extendieron a sus descendientes
numerosos pagarés que serán la única herencia
de una generación a otra de harapientos.

Allí comenzó todo, entre los desposeídos de Wuhan,
entre el río Yangtsé y el río Han, tropezando de hambre en hambre,
de escalofrío en escalofrío, ateridos pulmones de color de musgos
sobre la pobre litera ante la incolora pared de la choza.

Luego, en sus lomos, los alacranes del capitalismo
–doctorando en sus ministerios de insalubridad pública–,
llevaron en andas al coronavirus de paseo de aquí para allá,
a donde las niñas rubias hacen dibujos en el aire
y no saben nada de Li Wenliang y de su muerte
y tampoco de su dolor cuando sellaron sus labios
por decir lo que a los poderosos no les gustó que se dijera.
Et les vieilles dames meurent dans leurs gilets jaunes1
protestando como el trueno por las amplias avenidas,
o con sus delantales rojos muriendo como mueren las flores,
marchitándose a saltos entre las toses negras
en las mañanas o durante las cenizas de las madrugadas.

Llegó donde la gente tropieza día a día con otra gente
que tose con alegría o gime con desparpajo mientras trota
como si la muerte, de lado a lado, no fuera sino un instante
en la sonrisa o en la lágrima y entona Bella ciao
entre estatuas romanas y magníficos Coliseos
pero no saben nada de las palabras de Li Wenliang
y mucho menos de su trágica muerte.
A la hora del llanto recitan un poco a Virgilio, menos al Dante
porque los aburre y mucho, y a veces entonan de Verdi
el glorioso himno con el que se lo honró a su muerte.

Entró en España, no como aquella del dieciocho,
pero entró luciendo su coronado desparpajo.
Jaló hombres, mujeres, entró por las puertas y las ventanas;
donde estaba el carnicero le tomó su cuchilla
y entró tajo a tajo de la montaña al mar;
donde el zapatero, la costurera, los anochecidos
del purísimo tabaco y la sidra caliente; donde el barbero
rasuraba al muerto para su repetido entierro
bajo la gruesa lápida que le regaló el ministerio
de la insalubridad hispana.

Es la pandemia, la reunión de los pueblos por la peste.
Viajó entre las babas del que tosió y tosió
hasta dejar en su pecho el color de un hueco irreparable,
en las lubricaciones del rouge de una muchacha encantadora
que no pudo estarse quieta mientras tosía sonriendo a todos lados.

Y llegó Sodoma y llegó a Gomorra.
Mr. Trump balbucea desde el atril su anilina rubia,
tuitea fanfarronadas (misóginos barbitúricos)
y convocaba a estrafalarios arsenales. Ha soltado las carroñas
del tintero de su inteligencia. La cabecita rota,
la cabecita rota, fría, sorda, radiofónica la voz,
blonda la tintura y negras las palabras fatales.
¡Órdenes! ¡Órdenes! Perros cojos, van tras las ojeras
de sus acojonados generales que alistan cañones
y misiles, mientras arrullan la destartalada
quimera americana entre y tantos respiradores
que la General Motors producirá para sacar ganancias
de la mismísima pandemia, antes de que la muerte
toque a la puerta del sueño americano.
¡New York! ¡New York! El mascarón.
¡El mascarón! ¡Cómo llega a New York
el mascarón mortuorio mientras Mr. Trump sonríe y te condena!
Nueva York de alambres y de muerte.2

Por donde anduvo Mr. Trump anduvo Mr. Johnson,
¡Ay, Boris! ¡Ay, Boris! De tu vertical retrato
cae la máscara de tu cinismo.
“A morir” recomendaste.
A la madre, al hijo, al nieto, a la recién nacida.
En un santiamén de dientes y sonrisas
llamaste a morir a los demás para la grandeza del reino.
La inmunidad rebaño su contagio sirvió a la mesa
de los empobrecidos sus dosis oportunas de moribundos.
“A morir” recomendaste para la estabilidad
de la libra esterlina e invitaste a los burócratas
de todos los ministerios, desde el número 10 de Downing Street,
a prepara la desnuda tierra para los desnudos cuerpos.
Y tras las sepulturas y los rezos, a renovar la fe
en la sagrada ley capitalista de la oferta y la demanda.
La niebla, el mar, el vaho de alcohol, la lámpara, la espada,
todo se disolvió en tu patética hipocresía de rebaño.
Ahora, del aquelarre de las viejas ratas,
resurge la antigua peste londinense. En la superficie
de los odios, de los rencores amargos de los muertos seguros,
saliste del abismo para llorar un tiempo de abstinencia.
Pero no serás Boris como Shakespeare,
no nos entregarás la duda de Hamlet, ni los celos de Otelo,
ni la locura de Lear o la ceguera de Gloucester,
tampoco a Macbeth ante el mortificado espectro de Banquo.
Serás la pantomima del bufón del reino, libra por libra,
trozo a trozo de tu propia carne, derramando la sangre,
la gruesa sangre que empapa las riberas del Támesis
mientras la reina madre toca la gaita a todos los difuntos.
¡Boris! ¡Boris!

¿E você, Sr. Bolsonaro? ¿Vocé que zomba de todos os pobres?
Los jinetes del Apocalipsis cabalgan en Ipanema
e você disfruta el estropicio. Ríe, ríe. La convulsión se presenta
en la inasible condición de un virus que ha venido a erigirse
en infección planetaria, que extiende su Mano Negra
por el mundo y luce la grotesca máscara de Sarajevo,
e você, ríe, ríe, a pesar del dolor, de tanta lágrima
que rueda en las favelas que ruedan de miseria en miseria
desde ahora y entonces, donde el hambre es también peste
y encadena a hombres y mujeres, a hermanos
tal esclavos que dejaban los pellejos en los extremos afilados
de los látigos de los ricos hacendados. ¿E você, Sr. Bolsonaro?
Quantos morrerão para deixar a careta, a zombaria vertical,
a característica boba de quem ri da morte do outro?3

Estamos aquí, aquí, donde tantos martirios
desde entonces y ahora. Está escrito en las piedras,
en los maderos de los crucificados, en ulceraciones de las pieles
de los azotados por días, por semanas, por meses, por años.
Hambre. Hambre. En la cabeza, en el estómago,
hambre de pan, de agua bendita, de leche pura de mañana
y de arroces y dulces momentos y también de palabras
a la hora del sueño o del amor deseado.
Estamos aquí de tantos martirios y nos llegó entre barros
esta coronación del Cristo que a cada cual ofrece su genocidio,
su cápsula de exterminio en el maridaje oscuro de la la sangre y la flema,
en la azarosa madrugada cuando abisman las noches más oscuras,
mientras el siempre verdugo de la sonrisa cruel
se divierte con su serpiente de cálidas pupilas rojas
y nos hace cavar la fosa cada vez más profunda, más profunda.

Al fondo de todo, donde la noche hurga las barbas de la tierra,
se abraza el hombre al hombre, el hermano al hermano,
y siente el mismo hambre y el mismo dolor aquí y allá,
donde la pira encendida de los muertos ilumina iridiscente
la larga noche de la prehistoria humana. Celebremos.
El hombre es el hombre y amanece de nuevo.
Démosle la bienvenida al viejo topo que sabe cavar la tierra,
démosle la bienvenida al viejo topo, al digno zapador de la historia,
es el futuro que se nos ofrece a manos llenas y nos invita.
¡Es todo lo que tenemos que hacer! ¡Bienvenido viejo topo!
¡Cava! ¡Cava! Esta será nuestra profética trinchera.

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