Elaine

Milford, Massachusetts

17 de noviembre de 2013

El sol casi ha acabado por hoy la interminable lucha con la nieve que amontonada a paladas a cada lado de la calle como una fila de blancas y enormes hormigas serpentea sinuosa por toda la ciudad. Y cuando algunas despistadas farolas de Maple Street, empiezan a encenderse en un fallido intento de sincronizarse con el atardecer, retrasado por dos minutos y cuarenta y tres segundos, llega por cuadragésima vez esta semana al número 50, el único autobús de la línea 14. Para Charles Feldman, es solo la decimoséptima, calcula Elaine. Cuatro mil cuatrocientas cincuenta y seis, ya que ha hecho la misma ruta en los treinta y cinco años cuatro meses y tres semanas que lleva trabajando como chofer. Elaine baraja otras treinta y cinco posibilidades, aplicando variables como el número de vacaciones asignadas para el gremio de choferes y conductores en el condado de Worcester, la media anual de absentismo laboral de una persona de su edad entre otros cientos de variables. Le tranquiliza saber que entre las treinta y cinco rotundos supuestos calculados se hallaba la certeza. Lejos de la curiosidad, esos cálculos tienen el propósito de mantener silenciado el insaciable rugido del poderoso motor que es su cerebro.

Como cada miércoles desde hace ya treinta y seis, Elaine disimula con maestría la incomodidad de formar parte del grupo de visitantes que apelotonados se reúnen en la puerta del Hospital Psiquiátrico Penitenciario Norwood. Incomodidad no exclusiva al variopinto grupo familiares, a pesar de sus victimistas conversaciones. La gente nunca le gustó y eso la ha convertido en una perfecta actriz.

A nueve segundos de las 18:00 el quebrado timbre de la puerta de seguridad confirma su apertura, a lo que el entreverado grupo de visitantes responde como ovejas a un redil. La estrecha sala que hace las veces de recibidor obliga a acercar sus cuerpos todo lo permitido por la incómoda impersonalidad de desconocidos en una lata de sardinas. Al liberarse dicha presión con la apertura de la segunda puerta, Elaine no tarda en sentir el peso de la lasciva mirada de Tom Itkins , el joven guarda que sin ningún disimulo altera el orden de la cola para ser quien la atienda cada vez en el rutinario registro personal. Ella sabe e utiliza el secreto placer sexual que siente en introducir las manos en su bolso y tocar sus objetos personales. El ignora que son solo objetos, objetos seleccionados concienzudamente para el propósito que cumplen en su plan. Plan que incluye demostrar ligera incomodidad y desvalía mientras revisa su bolso para fortalecer esa sensación de poder en el previsible subconsciente de Tom.

-Hola de nuevo señorita Keinborn , como cada miércoles , sin falta. — Dijo Tom, intercambiando el bolso que ella le cedía por el pase para visitantes, marcado con una gran v azul.

Elaine asiente, de una manera casi imperceptible sin levantar la mirada mientras engancha el clip del pase en la solapa de su vieja chaqueta de pana.

-Puedo irme ya? – pregunta tímidamente Elaine.

-Abrid la 12! – Grita el guarda, indicando el camino con un burlesco gesto de caballerosidad.

La puerta número 12 se encuentra a veintisiete metros y 35 centímetros, no más de cuarenta y tres pasos de las cortas piernas de Elaine. Apenas avanzado el primero de los veintisiete, la mano de Tom rodea brusca, pero disimuladamente el brazo de Elaine y le susurra al oído;

-He arreglado para que estés sola con él, como me pediste. ¿Me dejarás mirar algún día? – Ella no responde y continua con paso firme dirección a la 12.

Cuando el gran cerrojo automatizado se libera y el guarda del interior tira de la pesada puerta invitándola a entrar, un fuerte olor a lejía y baratos productos de limpieza sale del inmaculado blanco pasillo que con una hilera de fluorescentes dota de un engañoso aspecto esterilizado a la estancia. La puerta del meeting room se encuentra a dieciséis metros del pasillo que mide cuarenta y dos, diferenciándose de las celdas por la ausencia del acolchado blanco que cubre a estas.

Aturdido por la medicación, encadenado por las muñecas a la mesa y con un pequeño hilo de saliva resbalando sin permiso por la comisura derecha, Edward espera impaciente la única certeza que es capaz de albergar su confusa mente, viene Elaine el amor de su vida.

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Edward


Y duele, no consigo comprender. No puedo pensar con claridad. He vuelto a tener sueños feos. Me pregunto por qué esos sueños feos son tan claros, mientras que la realidad es tan confusa. Es como si mi mente pesara una tonelada. Duele, pero no sé el qué.

– ¿Qué?

-He dicho que tienes visita Edward, tienes que levantarte.

¿Eso es aquí? ¿quién habla? ¿por qué me pesa tanto la cabeza? Hay alguien aquí, se acerca a mí. Tengo miedo. Muévete Edward, muévete Edward, muévete Ed…

-Muévete Edward, no estoy para jueguecitos hoy.

– Te conozco ¿vas a hacerme daño otra vez?

-Eso lo decides tu Edward, anda levanta y ven conmigo. Está aquí de nuevo esa chica, sabe dios por que vendrá cada semana a ver a un tarado psicópata como tú.

La chica sí, eso lo sé. Esa chica es…, ¿es o no mi amor? Lo es, sí, ella me ama y yo la amo a ella. Eso no pesa en mi cabeza, ella, ella hace que pesen menos mis pies. El hombre malo me empuja, mis pies tropiezan, avanzo, a pesar de que pesan menos que mi cabeza.

¿Dónde estoy? Esta luz, es diferente, hay más luz. Molestan mis ojos. Tengo sueño.

-Hola Edward, soy Elaine. ¿Puedes oírme?

-Chica erez tu. Mi boca pesa, me cueezta hab-lar un poco.

-No necesito que hables tú, solo escucha. ¿Puedes oírme Edward? Quiero que te centres en el sonido de mi voz Edward.

-El… el..Elaine puedo oírte, zi.

-Edward , ahora que solo oyes mi voz , hay algo que quiero que oigas. Cuando oigas mi nombre entraras en un profundo sueño y solo existiremos tu y yo ¿de acuerdo?

-Si

-Elvira Doe.

Oír ese nombre ha sido como abrir una ventana que no sabía que existía, una ventana por la que mirar dentro de mí, mirar a la celda en la que se ha convertido mi mente. Solo un espectador del asesino que ahora soy.

– ¿Que sientes Edward?

-Dolor, arrepentimiento, culpa….

-El juego ha acabado Edward, hoy cerraremos la última puerta y pasarás el resto de tu vida aquí, es lo que quiero. Quiero que sufras, que pases el resto de tu vida añorando a los padres a los que mataste, los padres que yo nunca tuve y tú nunca mereciste. No volverás a verme, no volverás a pensar en mí, no volverás a nombrar a Elaine, ni lo que pasó esa noche. Pero no olvidarás jamás, el dolor. Cuando escuches la puerta cerrarse tras de mi despertarás y no volverás a saber de mí. Adiós Edward.

-Adiós El-Elaine.

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Elvira

Siete puertas te separan del final del plan. El juego acabará cuando subas a ese autobús que por fin alejará para siempre a la débil, estúpida e irreal Elaine. Ni siendo ella durante los últimos tres años ha calado un poco en ti. Der Dieb am Galgen und der Heilige am Altar, sagen beide an Stelle (El ladrón en la horca, y el santo en el altar, ambos en su lugar).

Hace veinticuatro años, siete meses y doce días que esa niña que eras murió por segunda vez. Y hoy vuelves a nacer, resarcida. Tu madre no pudo evitar marcharse de tu lado cuando la enfermedad se la llevó. Pero ellos decidieron mentirte, abandonarte. Prometieron cuidarte ser aquello que esa pequeña niña necesitaba, una familia. Una familia que como si fueras una camisa, te cambió por él. Sin una despedida, sin una explicación de por qué abandonarte en esa fría soledad. Nunca nadie volvió a entrar en tu corazón y no porque lo cerraras voluntariamente, más bien dejó de existir.

Tuviste que hacerlo, no había otra opción ellos debían morir y él conocer lo que se siente al no tener a nadie cuando más lo necesite.

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