Te convertiste en mi amor imposible,
aquel que nunca me falla cuando sueño con otra vida,
cuando el frío amenaza más allá del universo de mis ventanas,
y mis horas se esconden asustadas de una rutina que desea devorarlas.
Clavaste en mi alma el eco de tu voz,
el brillo de tus ojos,
el baile de tus pasos
y el rubor inocente que incendia tu piel.
Me sonríes cada vez que cierro los ojos,
sin saberlo sostienes en tus manos mis segundos,
y llenas de contenido mis silencios con la simple visión de tu cuello desnudo.
Todo sin saberlo.
Sin sospechar que soy feliz cuando te miro en la distancia,
que para mí es imposible dejar de seguir tu estela cuando pasas a mi lado,
y que cuando me siento frente a ti y pregunto «¿Qué tal llevas el día?»
mi corazón se queda afónico gritándote todo aquello que de verdad te diría.
Muchos dicen que todo eso se nota.
Que las miradas son incapaces de guardar secretos cuando el brillo se instala en ellas.
Que no puedo apagar el color de mis mejillas cuando me golpeas con una sonrisa,
ni ocultar la piel erizada cuando mis dedos tocan tus manos siempre suaves,
porque es entonces cuando me digo: ¡Lo sabes!
Pero una y otra vez mi grito se pierde en el miedo,
en el frío de la distancia que se impone cuando separas tu mano
y el abismo que se abre me devuelve a mi lugar:
el del loco que mira en silencio a su amor imposible,
suspirando por cada paso que me pudiera llevar a tu lado,
y soñando con ese beso que aún no te he dado.
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