In temptationem…

In temptationem…

MëRäK

06/01/2020

01 – in nomine Patris…

Nunca, desde que se uniera a la hermandad de Caballeros Templarios, el manto blanco que cubría su cuerpo le había parecido tan sofocante, la cota de malla por debajo tan pesada, o la espada ceñida a su cintura tan incómoda como desde su llegada a tierras chipriotas.

Siente como un calor abrasador le recorrer el cuerpo. Un calor inesperado, involuntario, inoportuno.

Calor que poco tiene que ver con el imperante sol que abrasa la isla donde se encuentra.

Calor que más bien es fiel reflejo de su propio infierno personal que arde por dentro y le quema las entrañas: que le escoce en el pecho porque se sabe pecador, que le corroe la conciencia… pero que sobre todo le hace hervir la sangre en las pelotas, porque ya no es capaz de mantener el deseo a raya.

Y es, irónicamente, la fresca penumbra de la pequeña capilla del pueblo, el mismo lugar de su inclemente martirio, la que le ofrece un leve consuelo en su alma al permitirle confesar sus pecados.

Mas no en su cuerpo.

Porque esa pequeña capilla del pueblo es la misma que también pone a prueba su estoicismo cada vez que la espigada figura del muchacho, de aquel rústico monaguillo, se encuentra frente a sus ojos y hace tambalear todas sus convicciones.

El tintineo que produce su cota de malla al andar llama la atención del muchacho, quien por un instante desvía la atención de la vela que está encendiendo y enfoca brevemente su atención en él antes de finalizar su tarea sobre el altar y soplar suavemente la varita con las que enciende los pabilos y envolverse en una vaporosa nube de humo.

-Señor Irwin… – le dice cuando desciende del único escalón que lo separa del hombre, agachando apenas la cabeza y bajando su mirada, observando sus propias manos cruzadas por delante de su cuerpo, apretándolas pudorosamente entre ellas.

Valentinos es joven todavía, diecisiete años quizás, no más. El cabello más largo que la norma, la incipiente pelusa sobre sus mejillas y el rozagante carmín que las colorea, así lo delatan.

Y a Irwin ese juvenil candor no hace más que inflamarle el deseo que le carcome bajo la piel: tiene unas morbosas ganas de empujarlo sobre el altar, levantarle la túnica y abrirse paso entre sus nalgas…

Igual que lo hizo ayer.

Y la noche anterior también.

-El padre lo verá ahora…

La voz de Valentinos le llega como un susurro cuando pasa a su lado, apenas rozándolo, como una sutil invitación, con la manga de su túnica cuando se acomoda el pelo detrás de la oreja y espera unos pasos más allá a que Irwin lo siga para acompañarlo al interior de la sacristía.

Irwin gruñe por lo bajo y frunce el entrecejo crispando aún más sus pobladas cejas, molesto porque sus impuros deseos se manifiesten a plena luz del día en tan sacrosanto lugar.

Acompaña al monaguillo a prudencial distancia para no caer en la tentación y espera a que Valentinos cierre la puerta antes de arrodillarse sobre el reclinatorio de madera y dirigirse al viejo padre que paciente espera a que se arme de coraje para hablar.

-Perdóname padre, porque he pecado…

02 – …et Filii…

La capilla tiene aroma a incienso: perfumada y misteriosa.

Pero por detrás de esas notas fragantes, Irwin solo logra percibir olores mucho más mundanos en Valentinos: el heno de la caballeriza en su cabello cuando le muerde la nuca y aprieta contra la pared mientras le alza la túnica blanca hasta la altura de las caderas, el caldo de la cena en el aliento que le golpea la cara cada vez que Valentinos gime bajito cuando le frota su propia entrepierna entre las nalgas, el sudor que le corre por el vientre y que desliza con su pulgar hasta su ombligo cuando empieza a tocarlo obligándolo a hacer hacia atrás el culo, el semen que se escurre entre sus dedos porque Valentinos acaba demasiado rápido e Irwin usa para volver a masturbarlo, a pesar de las débiles quejas del otro.

Porque Valentinos hace que la lujuria le cosquillee bajo la piel cada vez que lo tiene entre sus brazos y el pecado le devora el alma. Igual de hambriento que él cuando se arrodilla a espaldas del monaguillo y le abre las nalgas para lamerle el culo con devoción.

Lo atormenta ahí, en el ano, con su lengua, metiendo la punta. Y con el dedo también, haciendo uso de la saliva que se escurre hacia sus pelotas y que junta para poder meterlo más fácilmente.

Cuando la lengua se le cansa, lo tumba en el suelo e Irwin cae en la cuenta de su grave error.

Y no porque estuvieran en la capilla.

Tampoco porque desde lo alto el redentor clavado en la cruz lo mirara con reproche en sus ojos por su transgresión.

Sino porque el cuerpo de Valentinos, con sus muslos flacuchos al descubierto, se le antoja voluptuoso y terriblemente obsceno: su bajo vientre surcado por rastros de sudor y semen, su pene sacudido todavía por los espasmos del último orgasmo que Irwin le proporcionó, y su culo enrojecido, dilatado, invitándolo a penetrarlo y quemarse en la hoguera del pecado que el interior de Valentinos le ofrece entre sus piernas abiertas.

Deja de pensar con la cabeza y se desata con premura los hilos que sujetan su pantalón y saca su erección de dentro de la tela para meterla en el interior de Valentinos, entregándose desquiciadamente a la pasión carnal, esa mezcla de deseo y dolor, que le hace palpitar la pija y le nubla los sentidos.

Irwin gruñe, resopla, se le dilatan las fosas nasales y se le ensanchan las venas del cuello cuando le levanta las caderas, lo obliga a sostenerse del escalón que forma el altar y lo penetra como si en ello se le fuera la vida hasta que las uñas de Valentinos clavándose en sus brazos porque no puede sujetarse más lo hacen volver a la realidad como si se tratasen de azotes en su carne.

Mira a su alrededor. El desconcierto se le nota en la cara y la excitación en el cuerpo.

En la soledad de la celda que ocupa en la Encomienda de Chipre, solo una dolorosa erección lo acompaña en la noche y decide saciarla masturbándose sin notar la figura del monaguillo que lo espía desde la puerta entreabierta.

03 – …et Spiritus Sancti

Irwin se aproxima al altar como cordero camino al matadero: desahuciado por haber buscado la redención que nunca llegó en la confesión que le hiciera al padre en la sacristía días atrás. Y a pesar de eso no lleva la cabeza gacha, ni mucho menos se cree un mártir, pero tiene la conciencia sucia y el corazón pesado, culpa de un arrepentimiento que no siente y que el cilicio que lastima su carne firmemente atado a su muslo derecho le recuerda, con cada paso, que debería de sentir.

Irwin se aproxima al altar como cordero camino al matadero: a paso lento pero firme, y no porque quiera dilatar lo inevitable, sino porque quiere grabar a fuego la silueta del monaguillo que lo despojó de todo: de la compostura, del honor, del temor al altísimo, al caer en la lasciva del pecado original, en la lasciva de ese rojo sacrílego que le coloreaba el culo a Valentinos con sus embistes.

Porque en cada una de sus fantasías, Irwin mancilló de todas las formas posibles el cuerpo y el alma de Valentinos.

Y cuando por fin lo tiene en frente y clava su aguda mirada en los ojos del monaguillo, dispuesto a aceptar su voluntaria penitencia, no puede hacer más que fruncir el ceño confundido, porque ahora no encuentra ni el candor ni la inocencia que antes veía en ellos.

Solo un brillo perspicaz que le hace entender que Valentinos sabe.

Que sabe de las veces que se masturba en sus noches solitarias.

Que sabe que se castiga el cuerpo en busca de perdón.

Que sabe que lleva en silencio su culpabilidad.

Y que sobre todo sabe que el causante de su acuciante tortura no es otro más que él mismo.

Valentinos le sonríe piadoso y comprensivo e Irwin suspira aliviado. Luego el monaguillo baja la mirada, toma una hostia de un pequeño platito que sostiene en una mano y extiende el brazo hacia el caballero, ofreciéndosela.

Irwin abre la boca y acepta con ella la salvación que el muchacho le brinda con sus propias manos.

Y ese momento también acepta la oferta tácita que Valentinos le hace cuando su beatífica sonrisa se vuelve sensualmente tentadora y le roza con sus dedos los labios: ser el brazo ejecutor de su penitencia física, ser quien finalmente lave sus pecados.

-Amén…

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