Caminar por la arboleda fresca y luminosa, con murales de mil colores, en una ciudad enorme y nueva para mí en la compañía de nuevas almas unidas a la mía, me hizo pensar que quizás si tome la decisión correcta.

No voy a mentir, a veces me entra una saudade del llano extraordinaria. Sus rayos de sol tibios, sus lluvias torrenciales de cinco minutos, la paz, el aire fresco que se respira a las seis de la mañana. Pero sin dudarlo, lo que más extraño son las memorias atadas a las raíces de los altos árboles talados de casa de mi abuela, naciendo ahora en los retoños de semeruco: verdes, llenos de vida y esperanza.

Extraño las voces altas en los días de euforia.

Extraño las voces bajas, también. Voces suspiradas en las tardes silenciosas de la siesta.

Extraño el calor y los atardeceres de diciembre. Crepúsculos que me recuerdan a las caminatas vespertinas y los besos robados en campos de fútbol.

Siempre imaginé que al irme no querría volver jamás, pero ya es jueves y mi corazón bombea inquietud por todo mi cuerpo. Me enfermo de nostalgia y la soledad se mete entre mis huesos, entre mis tejidos, incrustándose y causando escalofríos llorosos.

Pero es aún peor ver la entrada al sol de verano infinito y darme cuenta de que todo lo que echo de menos, todo lo que hace a mi pecho llorar, son solo recuerdos, desvaneciéndose con la brisa decembrina.

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