I.

La ciudad podría muy bien ser Buenos Aires. La época, quizás cerca de la mitad del siglo veinte. Un motociclista que acaba de sufrir un accidente se recupera en un hospital, amorosamente atendido por el personal. Lógicamente aturdido y agotado por el choque, logra dormirse. Lo fantástico (o lo que nosotros en un principio interpretamos como fantástico) irrumpe cuando el protagonista despierta de su sueño en otro tiempo y lugar. Ahora se encuentra huyendo, de noche y en plena selva, de los aztecas, sabiendo, de alguna manera, que ellos son sus enemigos. Cuando parece que lo van a alcanzar y el terror se hace insoportable la escena retorna de un salto a la original placidez de la sala de hospital. Agitado, el motociclista cree haber despertado de una pesadilla debida simplemente a su estado febril. Momentáneamente se tranquiliza.

Pero luego, más aterrado aún por no poder evitarlo, el accidentado comienza a dormirse y a despertarse sucesivamente tanto en la habitación de la moderna ciudad como en los cenagosos pantanos. La secuencia se repite una y otra vez, hasta que el paciente, (el fugitivo), termina sujetado, boca arriba. Un sacrificador ensangrentado viene hacia él y empuña un cuchillo de piedra.

En un instante final de espantosa lucidez el motociclista comprenderá qué es lo real y qué ha sido solo un sueño.

“… ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños…”

Julio Cortázar. Su cuento: “La noche boca arriba”. (En “Final del Juego”, Parte III, 1956)

II

En algún lugar de la pampa argentina, a un sargento de la policía rural le adviene una epifanía. Sabe, (saber aquí significa darse cuenta, en un solo momento y sin más dudas ni dilaciones) quién es y quién ha sido siempre. Y quién, fatalmente, será, aún contra su propia voluntad, toda la vida.

Había vivido hasta ese momento sin saber quién era y qué quería pero ahora, sin entender muy bien cómo, tiene muy claro quién es y cuál es su lugar en el mundo.

En un solo instante comprende su destino de lobo y no de perro gregario. Abandona su uniforme y la vida que había llevado hasta ese momento y se dispone a internarse en el desierto, a vivir como un fugitivo.

“… Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario…”

Jorge Luis Borges. Su cuento: “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”. (En “El Aleph”, 1949)

III

A la noche P escribe un cuento.

Pone todo su empeño y cree que es el mejor. Agitado, febril, escribe. No sabe bien de donde surgen todas esas palabras, esas imágenes, pero le gusta. No lo revisa, lo hará al día siguiente, pero está casi convencido de que así como está, el cuento es invencible. Se va a dormir satisfecho, y hasta tiene la certeza de ser feliz.

Al amanecer del día siguiente y aún en la nebulosa del sueño, a P. lo asalta el recuerdo del cuento que escribió la noche anterior. Pero ahora ese relato le parece trivial, pueril, intrascendente, una verdadera tontería. No se explica cómo pudo llegar a escribir ese pretencioso y apresurado discurso teológico, esa especie de aparato doctrinario repleto de sentencias y admoniciones. El cuento es un adolescente imberbe gritándonos a nosotros, que venimos de la guerra, cómo hay que vivir.

Como si hubiera cometido un crimen y la inconsciencia del sueño lo hubiera rescatado por unas horas del agobio de la culpa, ahora, vuelto otra vez al estado consciente, lo invade una sensación de asco, de vergüenza, igual que si acabara de vomitar en público. Se siente culpable de haber cometido un acto indigno, de algo que debe ocultarse al mundo. Suerte que no tiene el cuento a mano en su mesita de luz porque si no lo hubiera roto en mil pedazos.

Se levanta, frustrado, se baña como todos los días, va a su trabajo, también como todos los días. La rutina y los problemas del trabajo lo hacen olvidar de lo sucedido la noche anterior y de la horrible sensación que tuvo al despertar. Incluso a la tarde ya podría decirse que está dispuesto a perdonarle la vida al cuento, a releerlo, y hasta recupera las ganas de revisarlo. Aunque ya no le parezca invencible, el relato al menos tiene uno o dos pasajes rescatables que habría que salvar para otros futuros intentos.

Como todos los días vuelve a la hora de siempre a su casa.

A la noche, después de cenar, temprano, como todas las noches, se anima a releer el cuento del día anterior. Aunque reconoce su propia escritura, se extraña de lo que escribió. Hay cierta ajenidad en el texto.

La relectura confirma la idea que tuvo al despertar. Borra, tacha, recorta, corrige. El texto, ahora más prolijo, disimula bastante su trasfondo alegórico teológico. Pero se le ven las costuras. Perdió la original espontaneidad e iracundia adolescente, pero se nota que se contiene, que no dice lo que quiere decir. Otra vez, el relato se ha convertido (aunque ahora por distintos motivos) en una aburrida sucesión de páginas de pésima literatura. Lo rompe, finalmente.

A la mañana siguiente amanece tranquilo, esta vez sin culpa, sin vergüenza, sin ese ahogo que lo oprimió la mañana anterior. Pero, de la misma manera en que se siente seguro y a salvo, también se siente vacío, redundante, inútil.

Su día transcurrirá como todos sus días.

A la noche de ese día, y luego de cenar, P. intentará escribir un cuento.

IV

P, el escribidor, ha leído y releído varias veces los dos cuentos fantásticos, el del motociclista y el del sargento de policía, y cree que si hay algo de maravilloso y ficcional en ambos es la certeza que acomete a los protagonistas en un determinado momento de sus vidas.

La vida de P, como una hoja que arrastra el viento, oscila entre dos mundos, el de un trabajo formal y el de muchas horas de empecinado escribir para nada y para nadie. Inquilino y propietario de ambos a la vez, su transcurrir, como un limbo, o un purgatorio, es un constante interregno, una perpetua sucesión de intentos que no se resuelven nunca, como un destino irrevocable.

En ese eterno vacilar entre dos universos hay un paso que conecta ambos mundos: la escritura. La escritura sería, para P, la llave que abre la puerta a un pasadizo que une dos realidades, o dos ficciones, según se mire. El pasadizo es secreto, y solo P lo conoce. Va y viene de ambas vidas, la pública, oficial, y la otra, la secreta e inconfesada, con una frecuencia que el tiempo ya convirtió en natural y acostumbrada.

P sabe que, para él, esa llave es la única, e intuye que si la pierde, los dos que hacen uno, el Dr. Jekyll y el Mr. Hyde que lleva adentro, serán disueltos en el acto y para siempre.

P, que vive como puede y como le sale, cree sentir algún rencor justificado hacia los protagonistas de ambos cuentos.

V

Estas reflexiones no nos tranquilizan, ni siquiera nos justifican, simplemente nos vuelven más piadosos. Las hemos rumiado durante infinitas noches e infinitos días. Intentamos asesinar el texto más de una vez hasta que nos dimos cuenta de que revivía con más fuerza luego de cada muerte. Vamos a escupirlas por fin a ver si la condena deja de ser eterna.

Buenos Aires, abril de 2019

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