Bolivia
(Aparta de mí ese cáliz)
Y le bajaba el sudor a goterones, como de sangre, hasta el suelo.
1
Ordenó Washington. Mr. Trump le dijo
“acaba con los indios”. Macho Camacho
Biblia en mano cargó el garrote vil
y partió de Santa Cruz con su patota.
Llevó el veneno verde en la punta de la lengua,
la promesa del dólar hizo gerente
a la casta de uniformes cobardones
siempre dispuestos a matar al pueblo.
En la mano de Macho Camacho la estampita
negra de Luis Almagro, Judas de la OEA,
las manos tintas en sangre y esa sonrisa
de haberte apuñalado por la espalda.
Llegó Macho Camacho a La Paz;
besando los evangelios la rubia botella
ungida presidenta de las pestilencias dijo:
“Morirán los que daban morir”,
así prometió como Videla, la señora, antes de la matanza.
Afuera los tormentos de la nueva tiranía
recorrieron las casas de los ajusticiados
por ser indios que no merecen nada.
Quemaron la Wiphala, pero antes de ello
los mercenarios la escupieron y orinaron.
“¡Nada de Wiphala! ¡Esa no es mi bandera!”
Gritó Macho Camacho desde los balcones
del Palacio Quemado. Cruz y espada,
el retorno de la carnicería montada
en unas motos importadas. Quinientos años
de cadenas trajeron en sus ataúdes 4×4
los ricos terratenientes de la medialuna,
calculadores de las cuotas de sangre
que cobrarán gota a gota hasta el desangre.
2
Empezó la cacería. Macho Camacho dio la orden
y la rubia botella sonrió bien satisfecha.
“Logia de los Caballeros del Oriente:
Hágase tu voluntad así en el llano como en El Alto.
Quien debe morir, muera, y eso será suficiente”.
(“Es justo y necesario”, el falso sacerdote
gritó desde su púlpito amarillo).
Entonces la cacería se llenó de colmillos negros.
De entre los sobornos surgieron los estampas
de los nuevos conquistadores. Sacrosanta
Glock nueve milímetros, bala de teflón
modernidad de las matanzas, varillas aceradas
para el azote, grillos, cadenas, sogas
para algún linchamiento. Pavonearon
su añejado odio de la peor manera.
Tras el Macho Camacho y la rubia botella
llegaron los escribanos de largos dedos blancos
a levantar actas de la muerte. Dijeron solemnes,
babeando sus hipócritas sonrisas:
“Aquí no hubo un golpe de Estado,
somos la democracia, bien lo dijo la OEA;
sólo hemos venido a poner la casa en orden.”
Entraron los esbirros a los hogares donde el pueblo
molía el maíz y tostaba el pan de ayer, a comprobar
que los cholitos no fueran a defenderse.
“¿A qué mejores salarios? ¿A qué escuelas?
¿A qué hospitales? ¿A quién le gusta el teleférico
trayendo indios que hieden a esclavos descarriados?”
Hicieron sus actas y marcharon a embriagarse,
a vejar a unas niñas porque apetecen carne joven
en la noche paceña de la ciudad ocupada.
…
También llegaron los evangélicos contadores,
fumando sus habanos negros,
fosforescentes rosarios en las manos
echando humos que apestaban a déspota y cochambre.
Cuando oyeron ¡Trump! Corrieron atolondrados
mientras se santiguaban como poseídos.
“Debe y haber” –así oraban al dios dinero–
deben los indios desde hace siglos,
deben los indios, siempre deben,
desde sus ancestros deben oro, plata,
estaño, litio. Deben muchachas
para nuestros prostíbulos” y fueron
a hurgar bajo las polleras, a rociar
con su pútrido esperma las jóvenes entrepiernas,
a cobrar las deudas a la vista de todos.
…
Los evangélicos contadores sumaron cadáveres
a sus cuentas offshore. Hicieron cálculos
estrafalarios en sus magníficas calculadoras.
Los muertos aumentaron el valor de sus acciones.
Fue su consejo: hacer cumplir la ley de los terratenientes
bala a bala. Así la tropa asesinó al pueblo rebelado en Senkata
mientras los generales bebían la leche negra de la madrugada.
…
Llegaron también los extranjeros ingenieros del lito
a enseñar cómo robar el blanco petróleo del futuro.
Llegaron yanquis en sus lustrosas limusinas negras.
“La prosperidad está en la extracción” aconsejaron,
y rieron cuando le hablaron de la industria.
“Son inferiores, cholos borrachos, seres primitivos,
¿cómo podrían comprender el universo misterioso
de la ciencia y la industria?” Volvamos a la mita
(pidieron), a la encomienda (clamaron),
al yanaconazgo (ordenaron).
¡Volvamos! al orden natural de las cosas.
Industrializar, explicaron en sus extraños idiomas,
es para pueblos superiores, no para cholos.
Para eso lo escogieron a Macho Camacho,
blanco bajo la luz de la rica medialuna,
jefe de la Logia de los Caballeros del Oriente,
conductor de los racistas. Espada y cruz
de los tribunales de la nueva inquisición.
“Él sabrá poner la casa en orden”, aseguraron
les dijo Luis Almagro antes de apuñalar
a Bolivia en las entrañas. Será el Goyeneche
del siglo XXI. Trump lo ascenderá
y le obsequiará medallitas milagrosas en secreto
y llegará el FMI con sus recetas de hambre.
3
Bolivia no caerá, eso fue escrito
hace siglos con la sangre de Túpac Katari
en las mismas profundidades donde yació
hasta germinar en Tumusla definitivamente.
Recuerden: Bartolina Sisa enarbola
la wiphala multicolor y lanza sus resplandores
en señal de victoria. Bartolina Sisa
está en las wiphalas del pueblo,
están en sus manos, todas. Ahí perpetúa
la verdadera historia su sentido.
Ella, Bartolina, es la medida de todas las cosas,
lista su kuraway para la certera piedra
en tanto la muerte cae sobre el pueblo
como una mancha roja gota a gota.
Donde La Paz anochece su lámpara de hielo
rondan entre crímenes impunes los asesinos
de Áñez Chávez y de Macho Camacho
abrazados a los apócrifos evangelios de la muerte,
y en la profundidad de las noches dejan oír
su oratorio salvaje de puñales y cadenas,
el fusil en las manos, la cruz negra pendiendo
del cuello, el Cristo descuartizado como Amaru
y el vaho de un minué en la recámara
del Palacio del Quemado donde dictan cada sentencia
hasta bien entrada la húmedas madrugadas de la muerte.
….
Muchas Bartolinas bajaran de El Alto, kuraway en mano.
Macho Camacho (y también Áñez), dijo “serán condenadas”
todas y cada una condenadas y serán,
como aquella, de pena ordinaria de suplicia.
Como a aquella, Macho Camacho sacará de sus casas
a las mujeres hasta donde el paisaje se vuelva descampado,
donde la luna pace sobre sus preferidos montículos de tierra,
o a una plaza mayor, o a otra plaza, por su circunferencia
atada a la lunática cola de un caballo torvo soga de esparto
al cuello bien ceñida, una coroza de cuero y plumas negras
y aspa afianzada sobre un bastón de palo, en la mano,
y a voz de un pregonero que vocifere maligno entre sonrisas
sus condenas para ser conducidas a la horca y se pondrá
pendiente a todas ellas del árbol mayor que se contemple
hasta que naturalmente mueran y después se claven
sus cabezas y manos en picotas con el rótulo correspondiente,
y se fijen para el público escarmiento en los lugares
donde vociferaban sus juntas sediciosas,
y hecho después de días se conduzcan las cabezas
a todos los pueblos para que sean de escarmiento
y se quemen después de tiempo suficiente
y se arrojen sus cenizas al viento para siempre.
Pero Bolivia no caerá, eso fue escrito
hace siglos con la sangre de Túpac Katari
aun sigue flameando la wiphala en las manos
curtidas de todas las Bartolinas de la patria.
4
El pueblo se ha reunido en Senkata. Llegaron
de todas las provincias. Llegaron miles
y miles marchan la patria al hombro. Alta
la wiphala y también la tricolor.
Raíces hasta donde empezó el martirio,
el árbol surge entre las piedras y señala
el camino a pesar de la metalurgia verde
que todo lo machaca al paso de los hombres.
Los helicópteros suceden en el cielo
y dejan caer sus aullidos de fuego
sobre las cabezas de los manifestantes.
Las tanquetas, implacables, desintegran
la humanidad y hasta la palabra ha sido triturada.
La metralla suena entre los prisioneros,
caen de la muchedumbre los ensangrentados
y desde la hondura de las mismas cicatrices
surge la cólera del combate centenario
contra mismos los intrusos como entonces.
La tierra fue dividida por la espada,
un crepúsculo lacrimógeno se expande
mientras los ponchos rojos prometen
a los verdugos su propia justicia.
La muchedumbre corre la voz
de cómo empezó la sangre a derramarse.
Está Camacho, lo señalan. Los verdugos lo animan
a escupir la wiphala y darle fuego.
En su evangelio, las antiguas vísceras
penden de nuevo en el crucifijo del clavo
y coronan la cabeza del cacique
una de espinas como arañas.
La harpía autoproclamada ríe
y anuncia que la sangre será ignorada definitivamente.
«¡Matad!», proclama. «El Dios del dinero
será la recompensa de los asesinos».
La multitud no se detiene pese a todo,
corre al encuentro de su propia huella.
También lleva los muertos a su destino
donde la paz imposible les dé su sepultura
ante la vista del mundo que observa
los sacrificios del pueblo que Katari diseñó
con su propio martirio.
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