Los fantasmas de mis padres

Los fantasmas de mis padres

Desde niña, mi madre me enseñó que la mañana del sábado le debe un culto inexcusable a la impoluta causa de la lucha contra la suciedad inmortal y busco pelusas —que ya barrió María Yésica el miércoles anterior— debajo de las camas, restriego las estanterías de los muebles de la cocina e intento que la pared del fondo del comedor pierda ese punto lardoso que le dejan los fantasmas de mis padres cuando vienen a verme. Es como una humedad blanca, algo resbalosa, resistente a todos los esfuerzos de María Yésica.

—Mire, señora Clara, esto solo se puede arreglar dándole una capa nueva de pintura. Mi marido da un gotelé fino como el mejor de los pintores. Le hace un presupuesto en cuantico usted me lo diga.

Pero me da miedo que el gotelé arañe a mis padres. No me faltaba más que eso, que se hicieran daño por venir a estar conmigo y que dejásemos de tener la buena relación que tenemos desde que están muertos.

Porque la cosa es que mis padres se murieron los dos a la vez y el caso es que desde entonces me llevo mucho mejor con ellos. Mi padre siempre dijo que quería morirse antes que mi madre, porque no podría soportar que fuera al revés y mi madre le contestaba que, en realidad, era un egoísta, que lo que de verdad quería era morirse bien cuidado.

No sé cuántas veces tuve que soportar ese diálogo de supuesta declaración incondicional de amor seguida de irónico reproche entre bromas y veras. No hay más que verme la cara para darse cuenta de que a mí ese diálogo me rompía los nervios, porque quien los tenía bien cuidados era yo, yo, que mi buen tiempo me costaba. Los últimos años hasta me obsesioné con cuánto me quedaba para jubilarme y así no estar en vilo desde que me iba al colegio a la otra punta de la ciudad por las mañanas hasta que regresaba por la tarde (sí, mi colegio era el único que quedaba con jornada partida, hasta justo la semana pasada, cuando ya no lo necesito, cómo no). Hablé con dos sindicatos, tres abogados, la inspección, la directora del colegio, media docena de amigas y un vecino con buenos asideros, pero no hubo forma de estirar ni el tiempo ni las cotizaciones. Para hacerlo todo más llevadero intenté contratar a alguien que me echase una mano —así conocí a María Yésica—, pero no, mi madre decía que no quería extraños en casa, que ella podía cuidar de mi padre, como si hiciera falta cuidar de él, que no se había vuelto una inútil y terminaba, entre hipos, pidiendo al techo un final misericordioso para los dos, que ya no había más por lo que seguir respirando así, sin más ni más. Nunca tuvo vocación de actriz, pero madera tenía más que todo el monte de su pueblo.

Cuando, por fin, me hice a la idea de que mi vida iba a ser así por un buen montón de días apremiantes y fines de semana cortos, fue como si ellos dos hubieran acordado que su partida sería paso a paso y, por supuesto, simultánea. Primero, se quedaron revenidos junto al ventanal un otoño entero; luego vinieron las pruebas y los diagnósticos, que aceptaron con una tranquilidad que me destrozó por dentro y me calmó por fuera; y, por último, tuve que vivir dos adioses gemelos en la misma habitación del hospital universitario.

Las semanas siguientes, ir y venir al colegio siguió siendo lo mismo de siempre, pero no era igual, porque ya no tenía que salir corriendo justo al entregar los niños alborotados a sus padres. Aun así, estuve muchos días repitiendo la urgencia tan bien aprendida como la tabla de multiplicar, hasta que fui creando otras costumbres. Me involucré en proyectos pedagógicos del colegio que me daban algo de preocupación de lunes a viernes. Contraté a María Yésica para que me hiciera la mayor parte de la limpieza y de la plancha los miércoles por la tarde, charlando un poco de esto y aquello. Recuperé amigas de sábado por la tarde y cine. Sin embargo, los domingos eran tres cosas: un paseo por la mañana, otro por la tarde y una masa de tiempo sin levadura.

Así que, cuando los vi aparecer un domingo de invierno a través de la pared del fondo del comedor, di un salto de alegría y quise abrazar el vapor de sus imágenes mientras les decía entre lloros:

– ¡Qué bueno que hayáis venido!

Y nos sentamos juntos alrededor de la mesa camilla.

Y mi madre me dijo:

– Clara, hija, ¡qué guapa estás!

Y mi padre:

– Clarita, cada día estás más delgada. Tienes que cuidarte tú, que nadie lo va a hacer por ti.

Esas frases se han convertido en nuestro ritual, cariñoso, deseado. No como antes, que ella no hacía más que criticar mi forma de vestir y mi padre no paraba de preguntar si no iba llegando el día de tener siquiera un novio.

Ya desde la primera vez que me visitaron aprendí que lo que se ve de ellos no es un cuerpo y no se puede abrazar. Es lo único frustrante de sus visitas. Bueno, eso y que siempre tienen frío. Al parecer, en el más allá nunca encienden las estufas, porque no hay enchufes o porque son muy tacaños, según mi padre. A veces, me dan ganas de preguntarles por su vida allí, cómo pasan el tiempo entre semana, cómo y por qué se decidieron a volver. En ocasiones, he pensado que tal vez sepan lo que va a pasar, que conozcan por qué sucedieron algunas cosas en nuestra vida o si tengo yo que hacer algo para que vayan a otro lado, no sé, al cielo en el que creía mi madre y al que mi padre ignoraba todos los domingos de forma educada y tozuda.

Sin embargo, como están muertos de manera indiscutible (yo los vi en sus cajas modestas del seguro de decesos pagado sin falta durante media vida) me sabe mal preguntarles algo de eso, porque lo único que me importa es que allí traten bien a mis padres y que, sea quien sea el que está al cargo de aquello, les deje venir a visitarme de tanto en tanto. Así que, si ellos no sacan el tema, yo no pienso preguntarles nunca nada del otro lado; porque son mis padres y yo solo quiero verlos felices y más ahora que gastamos las tardes de los domingos charlando sobre el pasado, de cuando estaban vivos de la misma forma que yo. Es lo que más nos gusta a los tres.

Este relato se publicó en el número de noviembre de 2019 del periódico digital «Salamanca al Día» (página 21). Enlace al periódico (fichero en formato pdf): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1036524_20191109.pdf#_blank

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