Había parado de lloviznar y hacía un poco de frio dentro del maspute. La tarde daba sus últimos pasos por la espesa selva y se retiraba poco a poco, dejando camino libre a la temible oscuridad.

Alberto puso una flecha en su arco, eran las ocasiones perfectas para que las perdices bajaran a comer las exquisitas semillas que solo ellas saben degustar.

Él era un cazador Ashéninka de mucha experiencia. Muy bueno con la cerbatana, con el arco y las flechas, muy bueno preparando horcaderas y masputes.

En su pueblito allá en las faldas de los cerros de Atalaya, la población estaba aumentando y la comida escaseaba. Por eso, los hombres tenían que caminar más lejos en el monte para buscar mitayo.

Alberto estaba preocupado por su esposa y sus dos pequeños hijos porque dentro de poco se acabarían sus víveres. Así que, necesitaba conseguir carne de monte para intercambiarlo con los regatones.

-Mujer, voy a ir a mi maspute más tarde. Prepara mi fiambre por favor-. Dijo Alberto.

-Ya amor. Tráeme tu morral para ponerte un pedazo de venado ahumado y tu yuquita asada- respondió su mujer.

El hombre le pasó su morral y se fue a prepararse. Alistó sus flechas y arco. Untó con veneno de rana a las agujas de la cerbatana y ya estaba listo para partir.

-Papito cuidate mucho-. le decía su hijita.
-Papito yo también quiero ir, yo también quiero ir – repetía el varoncito mientras sollozaba en los brazos de su madre.
Desde medio camino su papá les gritó:
-No estén llorando hijitos, les voy a traer coquito y uvilla
si se quedan tranquilitos-.
Dicho esto, los niños se calmaron porque les gustaba las frutas que su padre traía cada vez que iba al monte.

El bosque ya no era el mismo de hacía unos años atrás. Los animales habían huído más lejos, por los cerros. Todo eso por la llegada de empresas madereras que destruían su habitat y les quitaban espacio para reproducirse y frutos para alimentarse.

El hombre caminó como una hora por la trocha hasta llegar al lugar donde había hecho su maspute.
El sol se iba alejando poco a poco tras los inmensos cerros y ya se escuchaban el canto de aquellas aves por todos lados.

Alberto se acomodó nuy bien en su maspute y empezo a imitar el canto de la perdiz.

-Fiiiiiii fiii fiiiii- Silbaba.
No le respondían nada.
-Fiii fiiiiii -Repitió otra vez .

-Fiiiiiiiiiiiiiiiii fii fiiiiiiiiiii- Le respondieron esta vez, pero lejos .

Él siguió reparando y cada vez le respondía más cerca.

Las perdices tienen la costumbre de caminar varias veces por el mismo lugar los cuales dejan como trochas.
Había muchas asi que, Alberto las miraba atentamente para ver si por ahi venía una.

-Fiiiii fiii fii – se oyó muy cerca.
El hombre puso una flecha en el arco y escuchaba muy atento para ver de dónde provenía exactamente el sonido.

-Fi fii fiiiiiii- Cantó la supuesta ave otra vez.
Pero su canto sonaba muy extraño, muy gutural y tenebroso.

Alberto se sintió un poco incómodo y el ambiente empezó a ponerse tenso.
En ese momentos escuchó el ruido de las hojas secas pisadas por algo más grande que una perdiz.

El cazador pensó que tal vez sería un paujil. Se alegró y con mucha atención se puso a ver el sendero mientras escuchaba cómo este que hacía crujir las hojas se acercaba lentamente.

El hombre silbó una vez más y el «ave» le reparó a unos metros en frente de él.

Miró fijamente cuando de pronto, de entre la maleza salió caminando un horrible ser que silbó frente a él como la perdiz.

Era un ser pequeño, parecía salido del mismo infierno, su cara era horripiliante, tenía enormes garras, pelos por todo el cuerpo y pies de añuje.
Caminaba lentamente mirando hacia arriba y se dirigía a la entrada del maspute de Alberto.

En ese momento, bajó la cabeza y miró directamente a los ojos del pobre hombre que estaba como petrificado. Las piernas le comenzaron a temblar y el corazon le latía aceleradamente por el miedo.

-¡Dios líbrame de este demonio!- Exclamó Alberto y comenzó a correr de vuelta a casa gritando desesperado por la trocha.

Llegó al pueblo y se cayó en el patio de su casa botando espuma y temblando como un epiléptico.
Su mujer que estaba haciendo dormir a sus hijitos en la hamaca corrió asustada a verlo:
-!Shirampari¡ -Shirampari¡ -.
¡Alberto, Alberto¡ ¿qué te ha pasado? Dime ¡¿Qué tienes?! – le gritaba mientras le sobaba tratando de tranquilizarlo.

Los demás vecinos escucharon los gritos de la mujer y corrieron a ver lo que sucedía.

-¡¿Qué le ha pasado a mi compadre?-!. Preguntó sorprendida una vecina.
-Se había ido al monte a traer mitayo pero…-. La esposa no pudo continuar y se echó a llorar.
-Tráeme agua de azar y agua florida. Pidió la vecina.
Rápidamente le trajeron lo que pidió. Ella le dio de beber un poco de agua de azahar, rezó un padre nuestro y le roció el agua florida por todo el cuerpo a Alberto.
Esto le tranquilizó un poco, lo subieron a su emponado y ahí se quedó dormido…

Y asi estuvo postrado varios días.
Por las noches se levantaba desesperado tratando de huir de algo mientras gritaba;
-¡He visto al shapshico¡ ¡He visto al demonio!-. Y caía dormido nuevamente.

Sus paisanos venían a orar por él y ayudaban a su mujer hasta que logró recuperarse y nunca más quiso volver solo al monte.

Fernando Bartra

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