Espresso y muerte

El encuentro de «El Interrogador»

y el Sr. S. Pervers

Un final soñado

I

“HD”. “HD”. Apenas dos letras. Tal vez un nombre o la sigla de una organización. “El Interrogador” no lo sabía y ninguno de los camaradas a los que consultó pudo o quiso hablarle del tema. Siempre las mismas respuestas, “en verdad no sé de quién me hablás” o largos silencios antes de repetir “no tengo información al respecto”.

En cierta oportunidad llamó a uno de los más veteranos sicarios conocido como “El FFW” por tres las iniciales por las que era conocido, a quien lo unía una cierta amistad. Lo hizo con la esperanza que le diera alguna pista segura sobre ese misterio de dos letras.

Le preguntó por “HD”.

—Blacrrod –le respondió.

—No, “HD”.

—Blacrrod –insistió «El FFW». Ahí terminó la comunicación.

Estaba seguro que la mención a Blacrrod era sólo una distracción. Estaba francamente decepcionado. El viejo sicario lo inducía deliberadamente a tomar un camino equivocado que no lo conduciría a donde él necesitaba llegar para poner fin a ese entuerto. Ya se ocuparía de revelar el vínculo de «FFW» con el misterio de “HD”.

“HD” no era Blacrrod, tenía entidad propia y era muy diferente al degenerado del camino negro. A esa conclusión llegó luego de meditar largamente los últimos sucesos incluidos los asesinatos de Juan de Dios y Bernarda. Cada detalle demostraba que “HD” y Blacrrod no podían ser la misma persona ni la misma entidad.

“HD”. Dos letras que daban vuelta por las circunvalaciones de su cerebro y que lo hacían con inusitada vehemencia luego del asesinato de los viejos hoteleros.

Ese misterio no alcanzó a transformarse en una obsesión, “El Interrogador” tenía exacto control de sus obsesiones y esa incógnita no entraba entre ellas, pero sí en una digna de ser despejada con algún arma de producción casera ya que sus amadas armas de fuego las tenía prohibidas.

Saber definitivamente quién o qué se escondía detrás de esas dos letras fue el verdadero motivo por el que aceptó el encuentro que le propuso el Sr. Pervers. ¿Curiosidad? Más que eso: necesidad.

El Sr. Pervers proponía una entrevista a solas para discutir algunos detalles vinculados a distintos asesinatos cometidos por cada uno de ellos.

La invitación llegó a “El Interrogador” por intermedio de un correveidile del Sindicato, un personaje extraño de aspecto perturbador que podía liarse con cualquier matón del mundo del crimen por encargo. Conocido como “Shazam”, apodo que le fue impuesto cuando era apenas un niño porque su padre era una fanático del comics que llevaba ese nombre, era lo más alejado de un superhéroe que se transformaba exclamando una palabra. Era un rufián de baja categoría, mentiroso y traicionero, aprovechaba sus conocimientos para obtener pequeños beneficios con los que podía solventar sus vicios que no eran ni pocos ni baratos. “Shazam” llevó el recado que le entregó el Sr. Pervers al Sindicato. Cómo “Shazam” conoció al Sr. Pervers, “El Interrogador” no lo sabía ni se preocupó en saberlo cuando “El Auditor” le comunicó la propuesta.

“Shazam” por ese servicio recibió un dinero que el “súper héroe” gastó de inmediato en unas líneas de cocaína y en una botella de whisky barato.

Cuando el Sindicato lo puso al tanto, “El Interrogador” no vaciló en aceptar la propuesta. Desde ese momento “El Auditor” actuó como intermediario para el encuentro. Sólo el Sindicato podía garantizar una reunión entre dos asesinos.

El sindicato impuso una condición al Sr. Pervers que se vio obligado a aceptar porque de lo contrario la reunión no se llevaría a cabo. Debía comprometerse a sostener una discusión verbal sin ningún tipo de violencia física. Ninguna.

Podría gritar si eso le hacía bien, incluso vehementemente si lo deseaba; hasta podría insultar sin excederse demasiado. Pero los insultos no debían hacer referencia a las mujeres del contrincante. Faltar el respeto a la madre, la esposa o la hermana de un miembro del Sindicato era un agravio muy mal visto en la organización y que no solía quedar impune. El respeto por las mujeres, en verdad por las mujeres de la familia, de la gran familia del Sindicato, era una obligación que todos sus miembros cumplían con total rigor.

Con las prostitutas otro era el asunto, ellas vivían demasiado al límite entre la vida y la muerte y las más de las veces no estaba del todo claro si eran muertas vivas que deambulaban por los burdeles en busca de la muerte definitiva.

De aquellas mujeres que no eran prostitutas o amantes de delincuentes condenados y que debían ser suprimidas, siempre eran motivo de complicadas negociaciones, no todos los sicarios asesinaban mujeres, menos niños, y los que los cometían esos crímenes exigían grandes sumas adicionales para alivianar la angustia de esos asesinatos.

“El Auditor” insistió ante los contendientes, debía tratarse de un reunión entre caballeros. Sin violencia física y, por supuesto, sin armas.

“El Interrogador” aceptó sin exponer ningún reparo, no estaba en capacidad de hacerlo. Portar armas lo tenía prohibido desde que fue sancionado por su alevoso crimen contra “El Intermediario” y que le valió su retiro de la actividad.

Por otra parte, no era un hombre habituado a insultar. El insulto para él era el resultado de una sobreexcitación del carácter o una irrupción fuera de tiempo de la ira; una desavenencia entre el estado de ánimo y la razón. Aunque reconocía que en algunas oportunidades, no demasiadas, insultar a quien debía suprimir le había facilitado la tarea. El hombre que pierde el control por un insulto y sólo piensa en retrucar con otro mucho peor, un hombre que se va por la boca y se deja arrastrar por las pasiones de la lengua era presa fácil de un sicario experto como era “El Interrogador”. El tiempo que le llevaba al cerebro de la víctima sintetizar los insultos adecuados y hacerlos llegar a la voz a través del sistema nervioso poniendo en movimiento pulmones, cuerdas vocales, lengua y labios para proferir sus maldiciones, era para un asesino como “El Interrogador” un tiempo necesario y suficiente para ajustar el tiro entre los ojos y pulverizar el cerebro por el impacto del plomo caliente de una bala explosiva. Un disparo, dos disparos, y a otra cosa.

El Sr. Pervers también aceptó sin discusión las restricciones que el Sindicato impuso para la reunión. Pero eso no lo hacía confiable. Nadie creía en su palabra. Para el Sindicato, el pequeño hombrecito resultaba poco confiable, sus métodos eran muy cuestionados por todos en el Sindicato. Se habían mostrado excesivamente cruel de manera sistemática con personas que no significaban ningún peligro verdadero para él.

La crueldad en exceso inspiraba la más que justificada desconfianza en todos los hombres del Sindicato. La organización nucleaba a verdaderos profesionales del crimen y no a psicópatas que se deleitaban con la flagelación de personas que debían ser suprimidas por la contratación de clientes millonarios. Solía imponer límites a los contratistas en cuanto al modo en que las víctimas debían ser suprimidas. Las torturas debían estar muy fundamentadas y tampoco se aceptaba cualquier método de tortura para satisfacer el sadismo potenciado por enormes fortunas. Se trataba de matar y no de atormentar. Una importante diferencia, y si ameritaba el tormento debía ser en su correcta proporción.

El rigor desmedido en las torturas era descartado no tanto por lo que pudieran sufrir las víctimas, que al cabo morirían en breve, sino por las secuelas psíquicas que dejaba en los ejecutores. El Sindicato velaba por la salud mental de sus miembros. Los quería sanos no sólo para que pudieran realizar sus trabajos de manera muy eficiente mientras estuvieran activos, sino para que, cuando se retiraran de la actividad, vivieran sin estados alterados ni alucinaciones escalofriantes. Que nada perturbara el bienestar de los socios ni en el presente ni en el futuro, esa era la decisión.

2

Las precauciones que tomaba el Sindicato para el encuentro solicitado por el Sr. Pervers estaban bien fundamentadas. Pervers resultaba un total desconocido. Hasta entonces, el Sindicato no había logrado reunir información abundante y segura de quién era realmente ese pequeño pero temible fanfarrón. De lo que había evidencia contundente es que se exhibía sin pudor como un asesino desprejuiciado. Eso lo hacía un provocador del que convenía prevenirse sin distracciones.

El propio Pervers alardeaba del crimen de Salomé y Eliel1 en venganza por el asesinato de “El Intermediario”2 cometido tiempo atrás por “El Interrogador”. Se jactaba de haber asesinado a esos dos jóvenes de manera cruel. A la muchacha, afirmaba haberla viviseccionado en fragmentos tan pequeños que el martirio duró largas y crueles horas. Al joven, dijo, lo había obligado a presenciar aquel horror por el sólo placer de oírlo clamar por la muchacha, lamento que duró hasta que lo asesinó de un modo espantoso que nadie pudo describir. Esos crímenes de los que el Sr. Pervers se vanagloriaba, obligaban al Sindicato a tomar todos los recaudos posibles para impedir un nuevo crimen.

Si “El Interrogador” era asesinado por el Sr. Pervers o por alguien a él asociado, el Sindicato se vería obligado a desatar una pequeña guerra de escarmiento contra todos aquellos que tuvieran algún vínculo con el Sr. Pervers. La represalia alcanzaría incluso a aquellos que apenas lo habían tratado en alguna oportunidad. Las guerras –bien sabían los miembros del Sindicato por experiencia–, siempre resultaban costosas y distraían a los sicarios de los trabajos a los que debían estar dedicados.

Y si, por el contrario, era el Sr. Pervers quien era asesinado por “El Interrogador”, cabía la casi segura posibilidad de que los laderos de Pervers, sus secuaces o mandantes, sus socios o amigos, también desencadenaran una guerra contra el Sindicato con sus indeseados costos en dinero, por lucro cesante y muertos que podían dejar viudas e hijos que atender de por vida.

El Sindicato, entonces, no escatimó esfuerzos para que todo transcurriera del modo deseado, una reunión donde se dirían cosas tremendas, donde abundarían las recriminaciones y faltarían explicaciones, y que, seguramente, o resultaría en algún tipo de acuerdo o daría lugar a una escalada violenta y mortal. No había en el mundo del crimen lugar para dos tipos como “El Interrogador” y el Sr. Pervers.

3

El lugar elegido era un pequeño y reservado salón en la zona norte de la ciudad. El Sr. Pervers ingresó por la puerta que daba al frente donde debió entregar su attaché y aceptar ser palpado de armas.

—Soy un hombre de palabra, no es necesario palparme de armas –el Sr. Pervers esbozó una queja pero sin demasiado ánimo.

—No dispuse las normas –se justificó el hombre que oficiaría de barman–, usted debe comprender que sólo me cabe obedecer.

—Obedecer, obedecer. A los que no pueden mandar solo les queda obedecer.

“El Interrogador” ingresó minutos después por la puerta que daba a la parte de atrás del salón. Él no fue palpado de armas, nadie ponía en duda su religioso respeto a las decisiones del Sindicato.

Los hombres se saludaron con leves movimientos de sus cabezas. No estrecharon sus manos. Se miraron como dos viejos desconocidos.

El Sr. Pervers vestía un ambo gris, de un gris perlado y brilloso, camisa celeste y un pequeño sombrerito azul que lo hacía más insignificante de lo que en realidad era. Sus mocasines eran de color marrón y o estaban debidamente lustrados. Parecía haber caminado durante un tiempo por un camino terroso.

“El Interrogador” vestía traje negro, camisa color salmón y una corbata al tono. Lucía zapatos negros apenas charolados. Quienes tuvieron la responsabilidad de trasladarlo repararon en su elegancia. Cuando le preguntaron a qué se debía su manera de vestir, dijo a través de un cínica sonrisa “nunca voy a un velorio mal entrazado”. Los custodios rieron por compromiso. Era un hombre que nunca decía algo porque sí.

El Sr. Pervers repasó nerviosamente varias veces el salón. Dio unos pasos en un sentido y otro revisando el lugar. Reparó en las dimensiones del recinto, las ventanas tapiadas, las puertas trabadas y el sicario que oficiaba de barman; palpó la mesa a la que debería sentarse y comprobó lo mullido del sillón que tenía reservado. Luego pareció distenderse.

— ¿Barrio de Belgrano, caserón de tejas? –preguntó citando el hermoso tango de Castillo y Piana.

—Núñez –lo corrigió “El Interrogador”. Conocía la capital como la palma de su mano. Por esos lados realizó varios trabajos y su memoria fotográfica almacenaba imágenes de los lugares que debió recorrer para planificar los crímenes.

—Núñez –repitió como un mal eco el Sr. Pervers–, se lo debemos a don Florencio Emeterio. Ese sabía cómo dar una bienvenida.

“El Interrogador” no prestó atención a lo que dijo el Sr. Pervers. Su inteligencia y atención estaban puestos en otras especulaciones.

En el salón sólo había una mesa no muy pequeña a la que se sentaron los dos hombres en cómodos sillones, el resto del mobiliario fue retirado. Un hogar tallado en piedra estaba detrás del asiento que ocupó el Sr. Pervers, “El Interrogador” podía ver la enorme boca de la estufa en la que había dispuesto unos leños de quebracho. Un atizador de hierro fundido pendía de un brazo trabajado en bronce y pulido a nuevo.

A la derecha del Sr. Pervers y la izquierda de “El interrogador”, la elegante barra de madera tallada y lustrada a mano exhibía distintas bebidas importadas. El barman observaba con tranquilidad a los contertulios. El hombre era el único que estaba armando en el salón, afuera varios francotiradores al servicio del Sindicato custodiaban el lugar. Era un experimentado guardaespaldas cuya orden era impedir que la conversación terminara en un asesinato no importaba de quien. De ese salón todos debían salir vivos. Una muerte hubiera dañado seriamente la reputación del Sindicato. Después, diría “El Auditor” “Dios dispondría”.

Lámparas de bronce distribuidas en distintos lugares del salón daban una luz agradable y serena al ambiente. Un perfume a tabaco cubano merodeaba delicadamente entre los tres hombres. Con seguridad alguien había fumado en el lugar antes de que los hombres llagaran para la reunión.

El barman-custodio se acercó a los contendientes. Preguntó cuidando las formas:

—¿Qué van a beber los señores?

—¿Qué me ofrece? –preguntó el Sr. Pervers sin dejar de mirar a los ojos de “El Interrogador”.

—Lo que usted apetezca, señor.

—Dudo que usted pueda darme lo que me apetece y por lo que en verdad estoy aquí –respondió señalándolo con el dedo índice de su mano derecha–. Me conformaré con un whisky.

El Sr. Pervers hizo una pausa y inhaló el aire muy delicadamente. El olor del tabaco llegó a su cerebro y la adrenalina detuvo por unas milésima su actividad excitadora.

Luego preguntó:

—¿Marca?

—Glen Grant, Talisker Storm, The Glenrothes 1998 Vintage, Ballantine´s 17 años, Ardberg Uigeadail.

—¿Glen Grant 10 años?

—Si señor.

—Ese quiero. Sin hielo, por supuesto.

Luego se dirigió a “El Interrogador”.

—No voy a beber –le dijo antes de que pudiera preguntar–. Tráigame un Montecristo número cuatro.

—De acuerdo señor.

—Y fósforos de madera, no de cera.

—Si señor –respondió el barman-custodio que se retiró para cumplir con los pedidos.

4

—William Chase –susurrando dijo el Sr. Pervers. “El Interrogador” escuchó perfectamente las dos palabras en perfecto inglés que pronunció Pervers, pero no respondió, eludió la provocación.

El Sr. Pervers adquirió un repentina actitud indiferente. Su voz viró a un tono celeste y melodioso y por momentos contrajo una inflexión infantil.

—¡Me gusta! –exclamó–. Este salón no me desagrada para nada, por el contrario ¡me gusta! Aquí podría hacer uno de mis laboriosas creaciones. No crea que soy vanidoso, señor, pero soy un artista en lo mío. El problema que se presenta siempre luego de mis creaciones, es la limpieza –miró en dirección al piso de delicada madera encerada–, la madera es demasiado absorbente, la sangre demasiado obstinada.

—La sangre nunca se lava con agua –dijo “El Interrogador” buscando el fondo de las pupilas de su enemigo.

—Tito Andrónico compartiría su apreciación –respondió el Sr. Pervers, luego sonrió despreocupado–. Violaciones, mutilaciones, canibalismo –agregó–. Shakespeare no ahorraba en muertes cuando deseaba revelar la esencia de un atávico sentimiento humano, el de la venganza. Todo lo que en este mundo se pone en marcha es de una manera u otra un acto nacido de la necesidad de la venganza. Dios es vengativo, el mismo lo dijo, y usted debe recordarlo, “Mía es la venganza y la retribución; a su tiempo su pie resbalará, porque el día de su aflicción está cercano, y lo que les está preparado se apresura”.

—Deuteronomio 32:35 –agregó “El Interrogador” sin abandonar la mirada del otro–. También se escribió “Dios es celoso y vengador; el Señor es vengador y lleno de indignación, se venga de sus adversarios, y guarda su enojo para sus enemigos”. Conviene recordarlo.

Pervers soltó una pequeña risa que pareció salir en realidad de la boca de un niño pequeño. El barman-custodio no pudo abstraerse de ella y debió esperar unos minutos para abandonar el estado de ánimo en la que lo sumió esa hiénida sonrisa.

—La venganza de Tito Andrónico es el ideal de toda venganza. La de Hamlet es… –el Sr. Pervers calló como si las palabras que necesitaba no llegaran a sus labios–, un atajo al suicidio. Largo y sustancioso atajo, pero la pasión de Hamlet es un río que desemboca en la penuria y no en el placer. El suicidio entrega un único y último placer que es dejar al sobreviviente con la mochila de la culpa. Poca cosa de la que un muerto no puede disfrutar. La venganza es un acto de disfrute, de los más puros y esenciales. El suicidio… no soy quien para adjetivarlo, pero no apruebo el suicidio, es un pecado que Dios castiga merecidamente. ¡Pero Tito Andrónico! ¡Esa cena! Trozar, cocinar, comer. Placeres irreemplazables. ¿No lo cree usted? Carne humana y William Chase.

—Con la carne prefiero el vino tinto –respondió “El Interrogador”.

El barman-custodio se acercó a la mesa donde departían los hombres. Al Sr. Pervers le sirvió su whisky y a “El Interrogador” su rico cigarro cubano.

5

“El Interrogador” atendía a dos preocupaciones diferentes. Una, y que extremaba su precaución, era el comportamiento distendido del Sr. Pervers, que se mostraba confiado y dueño de la situación.

La otra y derivada de la primera, era la mención a la ginebra William Chase, la estrafalaria arma de 700 centímetros cúbicos con la que acabó con la vida de Eln. Al introducir a Eln en la conversación, el crimen de “El Intermediario” dejaba de parecer el motivo de la persecución. Sabía perfectamente que entre Eln y “El Intermediario” no huboa ningún vínculo.

Mientras atendía estas dos preocupaciones, surgió desde un lugar imposible de su cerebro una tercera. Fue una revelación confusa pero contundente.

Sólo conocía a un hombre que unía su erudición al crimen organizado, “Dixi”, el oráculo. Hasta que llegó el Sr. Pervers esa tarde y con ínfulas de sabiondo comenzó a referenciarse en los crímenes de Tito Andrónico, el drama shakesperiano del que “El Interrogador” tenía un conocimiento muy superficial.

Sólo “Dixi” vincularía un asesinato al teatro de Shakespeare. ¿El Sr. Pervers conocía más de su vida, sus amistades, sus contactos de lo que él podía sospechar?

Si la mención a Tito Andrónico lo condujo al nombre del amigo, cuando el Sr. Pervers soltó sin ningún motivo d4 e6” e inmediatamente “Cf3 f5”, no tuvo más que concluir que el tipo y quienes actuaban con él, conocían demasiadas cosas de su pasado. No se trataba de un conocimiento casual o superficial. De ningún modo. Las dos jugadas de ajedrez mencionada por Pervers, “d4 e6” y luego “Cf3 f5” en el orden correcto de aquella última partida que sostuvo con Eln antes de asesinarlo, demostraba que habían hurgado en su pasado y que conocían detallas de los que muy pocas personas, por no afirmar ninguna, podían conocer de ese encuentro. Los brutos que lo acompañaron en esa oportunidad no tenían la menor idea del juego de ajedrez por lo que descartaba que alguno de ellos hubiera vendido esa información al grupo del Sr. Pervers para que pudieran tramar su venganza.

Ese conocimiento de su pasado, que el no tenía de la vida del Sr. Pervers y sus secuaces, lo hacía sentirse extremadamente vulnerable, una condición que no recordaba haber padecido en ninguna otra oportunidad. Ese estado de vulnerabilidad lo decidió por completo. No tenía otra opción que en algún lugar y en el momento oportuno, debía eliminar al Sr. Pervers. Lo tenía resuelto, asesinaría a Pervers con un arma novedosa, ni bala ni ginebra, algo tan brutal que a se vez sirviera de escarmiento para hacer desistir a sus secuaces de cualquier venganza. De ese modo pondría fin a aquella persecución a que era sometido supuestamente por el brutal asesinato de Eln.

La mirada dentro de las pupilas del Sr. Pervers lo abismó por completo. Apenas pudo salir de ellas escuchó la voz de su enemigo que sonriendo volvió sobre la historia de Tito Andrónico.

6

—Siempre me pregunté que pudo haber sentido Tito cuando sacrificó a Alarbo para celebrar su victoria. Siempre es importante saber qué sienten las personas cuando luego de acometer una nueva empresa y alcanzar el éxito en ella, tienen el derecho de exterminar a sus enemigos para celebrar con la sangre de los ajusticiados la victoria. Usted, un hombre exitoso y carente de escrúpulos como Tito Andrónico, tal vez pueda enseñarme sobre este asunto, ¿qué siente en cada asesinato?

El Sr. Pervers, luego de preguntar bebió un largo trago de whisky. Su tono intimista irritó a “El Interrogador”. ¿Esperaba ese hombre una confesión suya? No ocurriría. Nunca reveló a persona alguna ni el menor de los detalles sobre una ejecución; menos lo haría con alguien a quien desconocía casi por completo y de quien sabía sus verdaderas intenciones. No había ningún sentimiento que describir luego de cumplir con un encargo, porque eso era todo lo que era, un simple “encargo” cumplido con eficiencia.

No revelaría ningún dato que descubriera aunque más no fuera una minúscula porción de su verdadera naturaleza. La sustancia de un sicario no se expone ante nadie, no emerge a la luz de una conversación (es el lado más oscuro de la genética de un asesino) y menos ante un psicópata que esperaba su oportunidad para matarlo.

Se mantuvo en silencio, hostigando la mirada de su adversario. En un momento percibió un pequeño temblor en el fondo de sus pupilas, una reverberación casi imperceptible pero que él captó en el momento de su génesis.

—También me pregunto qué habrá sentido Tamora cuando le sirvieron por cena a sus dos hijos. La carne humana siempre es un misterio al paladar. La antropofagia tiene un atractivo indestructible desde el origen de los tiempos. Saborear al enemigo, disfrutar la ingesta de sus virtudes, calmar la sed de gloria al beber de su sangre los méritos.

“El Interrogador” pareció distraído por la conversación. Pitó su cigarro, saboreó el humo, lo exhaló sin apuro.

Luego dijo en voz baja, sin perder la calma:

—No creo que usted me haya citado para hablar de la obra de Shakespeare como tampoco de sus interrogantes sobre el canibalismo.

—Sin embargo, si usted pudiera retener aunque más no fuera una sinopsis del drama de Shakespeare encontraría muchos puntos en común con lo que estamos obligados a tratar en esta amena reunión, bajo la atenta supervisación del señor –dijo “señor” de manera despectiva, y señaló al barman-custodio quien sólo atinó a sonreír bobamente–, a quien no tengo el placer de conocer pero de quien sospecho su verdadera misión en este recinto.

“El Interrogador” volvió a pitar largamente su cigarro. Exhaló el humo muy lentamente y siguió hurgueteando en las pupilas del Sr. Pervers. Cada vez penetraba un poco más y podía medir las dimensiones exactas de sus dudas, odios y temores. Eso le daba una gran ventaja en ese momento en que él se mantenía inescrutable, como había aprendido a mantenerse a lo largo de su vida.

7

El Sr. Pervers se acomodó en su sillón. Estaba relajado, disfrutando a su manera del momento.

Luego, comenzó a hablar casi sin interrupción.

—Usted está evaluando si tiene posibilidades de asesinarme en este lugar –aseguró–. Reconozco su mirada, también el modo que adquiere su semblante cuando elucubra un crimen. Lo conozco más de lo que usted sospecha. Cada detalle suyo he estudiado con encomio. Nadie, le aseguro, nadie, lo conoce como yo.

—¿Y por qué tanto esfuerzo en investigarme? ¿Por la muerte de un alcahuete de Blacrrod?

—¿Black Road? ¿Black Road? No, Black Road no tiene nada que ver en este entredicho. Black Road es como una superstición o un fetiche. Una forma subsidiaria del submundo de la trama delincuencial. Hay política de Estado para todas las cosas. En la economía, en la educación, en la salud y también en la delincuencia. Cuando se necesita un grotesco, ahí aparece Black Road. Y no hay uno sólo, hay muchos Black Road porque una política de Estado se configura con múltiples aportes. Los vasos comunicantes del poder verdadero y el crimen por encargo son múltiples, diría innumerables. Tantos que hay un momento en que ese conjunto ya no puede ser desentrañado de un modo verdadero; la verdad desaparece lentamente hasta extinguirse por completo y sólo quedan restos de ella que hacen creer a las personas en cosas absolutamente falsas. Es el momento de la impunidad. Poder es dinero, delincuencia e impunidad.

El dinero, la delincuencia y la impunidad son los atributos del poder. Se erigen como una pirámide maya, escalón por escalón. La base de la pirámide es la persistencia de la miseria, la gran fuente de materia prima. Cuanta más miseria, más probabilidades de que la delincuencia se multiplique y acumule sus peores cualidades de bestiario. El bestiario de la delincuencia es un reino en el que abundan todo tipo de miserias. Cada miseria es un tigre al acecho que se libera por si mismo e impone las leyes del terror. El tigre mata a los más débiles, los tigres grandes a los pequeños y a todos, los cazadores. La cadena alimenticia de la delincuencia se retroalimenta en el gran hábitat de la sociedad desde los estratos más inferiores a los superiores. En la última terraza de la pirámide de la delincuencia disfrutan los verdaderos caníbales de todos los placeres. El placer mayor es saborear la carne humana en sus distintas presentaciones: bonos de deuda, acciones bancarias, plusvalías a raudales, cada una o todas juntas.

—Si lo que busca es sorprenderme sobre cómo funciona el mundo, debo decirle que no hay muchas personas que lo conozcan como yo. Conozco al monstruo por dentro, en cada detalle, sus recovecos, sus revueltas. Todo el drama de Tito Andrónico con el que quiere impresionarme aludiendo a violaciones, amputaciones, mujeres a las que se le arrancó la lengua, hijos cocinados en calderos monstruosos y servidos a la mesa en bandejas de plata para ser devorados por una elite que sólo disfruta del sabor de la carne humana, sólo puede alterar a un público que supone que la vida no transcurre de un modo muy diferente a una novela centroamericana. Pero no a mí, que cargo con el manual del buen sicario desde hace ya muchos años y he provisto en más de una oportunidad a esos banquetes. Nada de la muerte me es desconocido. Pero déjeme decirle que me haría realmente feliz que en vez de aleccionarme sobre cómo funciona el mundo, me explicara su relación con “El Intermediario”, un minúsculo engranaje en toda esa maquinaria a la que describió con tanto detalle.

El Sr. Pervers, con una seña, reclamó al barman-custodio más whisky. Diligente, el hombre se acercó a grandes pasos a la mesa y sirvió una generosa cantidad. Pervers la bebió de un trago y reclamó que su vaso volviera a ser llenado.

—Reconozco que el asunto de “El Intermediario” es insignificante, de poca trascendencia. Pero se trató de algo personal. Era un amigo, un amigo muy apreciado, muerto como una sirvienta, de un tiro en la cabeza, sin ninguna posibilidad de defensa. Horrible aunque inspirador. Reconozco que al saber de su muerte y, en especial por su manera de morir, sentí un profundo odio hacia usted, su homicida. Lo digo sin deseo de ofenderlo.

—No me ofende, he recolectado en mi vida más odios que nadie.

—Pero no es ni por asomo la razón principal de mi persecución. Se lo aseguro.

—Entonces el caso del que hizo referencia.

—¿El de la ginebra William Chase?

—Sí.

—¡Qué título para un cuento! “El extraño caso de la ginebra William Chase”. No voy a negar que fue una manera muy poco sutil de torturar y asesinar a un pobre tipo cuyo único pecado era jugar al ajedrez y proteger a una conocida con un nombre mitológico.

—Briseida.

—Briseida, usted lo dijo. Pero no, tampoco la muerte de Eln por la inoculación de 700 centímetros cúbicos de ginebra por el recto es el motivo de mi persecución. Tal vez un pretexto, pero no el motivo. No me obligue a citar a Antoine de Saint Exupery, lo detesto. Pero me decepciona que usted no logre comprender el verdadero propósito que persigo desde que se me contrató para actuar en su contra.

8

Lo esencial es invisible a los ojos”3 “El Interrogador” repasó esas palabras de Exupery una y otra vez. Descubrir lo esencial de esa invitación era su preocupación en ese momento. ¿qué buscaba el Sr. Pervers al citarlo y comportarse como un vulgar charlatán participando de una intrascendente tertulia?

—¿El altercado con Salomé fue provocado? –preguntó.

—Por supuesto, nada fue espontáneo –respondió el Sr. Pervers–. Lo disfruté, no tenga duda. Todo lo que le hice lo disfruté. Lamento si eso lo mal predispone aún más contra mí.

—No me provoca ningún sentimiento su relato.

—Mejor así. Como le dije, todo fue provocado tal y como lo planifiqué. Soy un hombre que gusta planificar sus crímenes. No actúo por emoción. Cuando asesino estoy vacío, carezco de emociones, mi sistema nervioso se repliega sobre sí mismo y anula todas las funciones que no son necesarias para el crimen. Los cinco sentidos pasan a funcionar de un modo muy diferente. Luego de completar mi trabajo, sobreviene un estado de epifanía, y más tarde, cuando hay tiempo para elaborar lo que ocurrió, vuelven los sentimientos. Entonces surgen sensaciones extrañas, el frío helado que en el momento del asesinato ocupa todo mi cuerpo, cede y deja que la adrenalina excite mis sentidos. Los sentidos recobran sus funciones habituales. Recobro el tacto y con él la textura de la piel de la víctima, la vista y con ella la mirada aterrorizada del condenado, el olor a muerte que brota de los poros de su piel, vuelvo a oír el último suspiro vital antes de la asfixia y el sabor ¡el sabor! de la sangre penetrando en cada papila gustativa. Mi lengua se abarquilla nerviosa y el paladar se aterciopela al degustar la muerte del desgraciado. Sólo en ese único y breve momento sé quien soy realmente y de ese encuentro conmigo mismo, surge la certeza de que yo vine a este mundo a completar un trabajo que Dios no se anima a realizar por pura cobardía.

—Matar a Salomé y a Elien no parece un acto dictado por ningún Dios; su muerte no afectó en lo más mínimo mi vida y tampoco la de otros. El villorrio siguió con su rutina y aquellos que los conocieron sólo atravesaron algún estado de zozobra que se diluyó con regulares medidas de whisky. La indiferencia siempre termina por ganar la partida.

—Tal vez. Pero que esas muertes no afectaron para nada su vida es un juicio por demás prematuro. Eso aún usted no está en condiciones de afirmarlo. Tiempo al tiempo. –El Sr. Pervers se inclinó hacia adelante, buscando el contacto más próximo de las miradas–. Le voy a hacer una petición.

—Lo escucho.

—A mi favor considere que les dí la oportunidad de que abandonaran el villorrio y se pusieran a salvo. No se los dije de la mejor manera, soy poco elegante para dar consejos. Tampoco lo hice por mí, sino porque mi contratista así lo estipuló en el contrato. Escribió de puño y letra: “debe dárseles una oportunidad”. Su caligrafía primorosa, casi femenina, perfecta, quedó estampada en el contrato, usted debería poder verla, lamento que no sea posible.

—Ha de tratarse de un hombre culto –especuló “El Interrogador”.

—Algo humanista, un ingenuo que cree que con esos gestos evitará el infierno. De ilusiones también se vive. Pero esos pruritos no lo volverán santo, se lo aseguro.

9

La descripción minuciosa de la disección de Salomé no produjo ningún sentimiento en “El Interrogador”. El Sr. Pervers insistió en repasar a viva voz cada detalle. El largo de cada incisión, la profundidad de cada una de ellas, el tiempo que insumió en realizar cada tormento. Obvió los gemidos porque no hallaba manera de imitarlos. El sonido de la verdadera muerte es inimitable, es único, proviene de los segmentos más atávicos de una persona. Ese lamento remonta a las víctimas a los inicios de la humanidad, cuando los pequeños homínidos apenas se atrevían a ponerse de pie e integraban el menú de los grandes depredadores que los devoraban para saciar su hambre.

—Tuve que ser muy violento. Temí que un simple asesinato no fuera lo suficientemente estimulante como para obligarlo a usted a abandonar su cómodo retiro.

Por eso decidí que ser extremadamente cruel. Ejercito la crueldad porque es un ejercicio definitorio. Sólo aquel que logra manipularla se elevará a la condición de especie dominante.

El dominio del odio es un don que Dios no otorga a cualquiera, porque si hay alguien cruel hasta los extremos son los dioses, cualquiera de ellos. Hasta los más pacíficos en algún momento sacan su odio del fondo de sus entrañas y someten a sus adoradores a los tormentos más espantosos. El odio es religión, es la leche negra de la madrugada. Pero sólo el que se cultiva es potente y se lo cultiva con los mismos cuidados que a una exótica flor. Sólo la crueldad que se cultiva es efectiva y satisfactoria.

La “ramera”, fue la primera. Con ella fui cruel hasta el extremo.

Como amaba la danza le amputé los pies; como ejecutaba un instrumento musical le corté los dedos. Luego la dejé sorda. Como recitaba poemas, le arranqué la lengua. Como sus ojos percibían la belleza, la dejé ciega.

Muerte en dosis perfectas. Ni grandes ni pequeñas, exactas. Disfruté cada instante, no se trata de un mero negocio y en eso establezco entre usted y yo una notable diferencia. Apagué sus sentidos uno por uno.

Al otro, al asno lo desposté. Ya no soportaba sus lamentos y maldiciones. Fue como faenar a un animal que luego repartí por el villorrio.

¿Sabe cómo decidí a quién ajusticiar en primer término?

“El Interrogador” no respondió la pregunta. Se mostró indiferente, distraído de la perorata del Sr. Pervers. Pitó su cigarro con fuerza y puso su mirada en el lustroso piso de madera absolutamente relajado.

A esa altura de la conversación las provocaciones del Sr. Pervers no lo habían excitado sino sumido en una modorra pegajosa que lo alejaba de todo sentimiento de incomodidad. Por el contrario, lo ayudaron a iniciar la reconciliación con algunos fantasmas del pasado.

El Sr. Pervers retomó su discurso.

—Decidí que debía ser un hombre justo. Dejaría la decisión al capricho de una moneda, a cara o cruz, lanzando al aire mí moneda de la suerte, una que tiene el símbolo del Espíritu Santo en una de sus caras, una rareza acuñada en Viterbo, durante el Cónclave que duró desde 1.268 a 1.271. Una reliquia.

La moneda giró en el aire con lentitud, le juro que pareció girar en cámara lenta, pero muy lentamente. En su giro dejó ver en una de sus caras el símbolo del Espíritu Santo y en la otra los ornamentos papales. La dejé caer al piso para que mi mano no interfiriera en su decisión. Eso me dio una sensación de gran imparcialidad.

Me dije “si queda expuesta la cara con la imagen del Espíritu Santo, la primera en ser castigada sería Salomé, la ramera. Si la de los ornamentos papales, el asno”.

La imagen del Espíritu Santo brilló con una luz que nunca antes había percibido.

Dije mientras recogía la moneda del piso:

—“Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin.” 4

Dónde completar mí trabajo ya estaba decidido.

Un recatado reducto en un pequeño monte a prudente distancia del villorrio. En medio de un descampado donde alguien sembró un montecito que lucía como una incrustación caprichosa de la naturaleza. Imposible de ver a la distancia, escondido tras la espesura resultaba el lugar ideal para el ajusticiamiento.

10

El barman-custodio no podía dejar de observar al Sr. Pervers. Sus sentimientos se habían definido a medida que el hombre avanzaba con su relato. A diferencia de “El Interrogador”, estaba sumido en una ira que amenazaba salirse de control.

Conocedor de la condición humana, “El Interrogador” le dedicó varias miradas para que comprendiera que no podía dejarse llevar por su enojo aunque este le pareciera justificado. Nadie debía violar el acuerdo que el Sindicato había negociado entre los dos hombres, mucho menos aquel que había sido destinado a garantizar el orden establecido de antemano.

El Sindicato era la ley suprema y “El Interrogador” sabía que quien faltara a la palabra sería inmediatamente condenado sin atenuantes. Una guerra, por pequeña que se supusiera, ya había sido rechazada por la organización. Nada de guerra, paz, serena paz entre asesinos que ya encontrarían el momento y el modo de satisfacer sus propósitos de muerte.

Las miradas de “El Interrogador” surtieron efecto. El barman-custodio les dio la espalda a los hombres y se abocó a repasar unos vasos y copas con una blanca servilleta de hilo.

El Sr. Pervers parecía frustrado. Pensó en seguir con su relato sobre las mutilaciones que propinó a los jóvenes y otros crímenes contra personas de alguna manera vinculadas a “El Interrogador”. Pero ni él se convencía de que eso surtiera efecto sobre el ánimo del veterano sicario.

Imaginó que si volvía sobre la muerte de “Ladilla”, tal vez lograría desestabilizar a su contrincante y terminar con esa frustrante compostura que alteraba sus planes iniciales.

—Sobre “Ladilla”, me gustaría decirle…

“El Interrogador” no lo dejó continuar.

—Señor, es inútil lo que intenta. Usted debería saber que nada de lo que me dice puede cambiar mi estado de ánimo. Soy un profesional, un verdadero profesional. He sido educado en la mejor escuela. Ningún relato, por más pormenorizado que sea sobre tormentos contra un infeliz o como fue asesinado un fulano hará que me comporte fuera de lo acordado.

—No importa lo que usted sienta o crea sentir. No tengo nada que ver con las sensaciones. No soy sensualista, como usted puede comprender. Soy un realista a ultranza. Los hechos son sagrados. Tampoco interesa lo que yo piense sobre esta conversación tregua mediante. Mi contratista me impuso como condición para esta reunión que además de interesarlo en los pormenores de la muerte de Salomé y Elian, lo pusiera al tanto de las de Juan de Dios y Bernarda. También del ladronzuelo aunque ese es un asunto menor del que yo me desentendí al momento de colgarlo del árbol frente a la casa de su madre. No soy vanidoso, no me gusta alardear con un crimen menor, pero mi contratista es puntilloso con esto de hacerlo saber cómo ocurrió cada asesinato.

“El Interrogador” suspiró desencantado. No tenía opción más que soportar otra larga cantinela sobre cómo asesinó a los dos viejos hoteleros.

Su fastidio exigía café.

—Si va a seguir con su relato sobre cómo mató a unos fualnos le propongo darnos tiempo para beber el mejor café.

¿Espresso? –el Sr. Pervers preguntó con entusiasmo infantil.

—Sí, el mejor que se sirve en Buenos Aires. Ese hombre –señaló al barman-custodio– es un experto en preparar el mejor espresso. Debería disfrutarlo, nunca se sabe cuando será el último café.

—¿Cómo se llama el barman?

—¿Qué importa?

—Cuando lo mate querré saber cuál es su nombre. Es una especie de trastorno que padezco desde hace años. No puedo matar a alguien de quien no sé su verdadero nombre.

El barman-custodio sonrió por odio. Observó el modesto balanceo del atizador en el hogar que era movido por un viento que entraba por la larga chimenea. El balanceo era hipnótico e inducía al hombre a imaginar a ese desgraciado del Sr. Pervers con el hierro atravesado de lado a lado de su pequeña cabeza.

—Bebamos del café exquisito que nuestro custodio prepara y que demuestra que Dios sabe elegir al mejor para demostrar su existencia.

—El último café y esta nostalgia de Julio Sosa cantando como nadie Llega tu recuerdo en torbellino, / vuelve en el otoño a atardecer / miro la garúa, y mientras miro, / gira la cuchara de café”.5

11

—¿No me dirá nada de sus apuntes? –“El Interrogador” preguntó al tiempo que con una seña le indicó al barman-custodio que sirviera dos espresso.

—No estaba previsto. Me aburre la mala literatura, ni siquiera supe su contenido.

—¿Su contratista? –preguntó “El Interrogador” sin poder disimular cierta sorpresa.

—De ninguna manera, él no soportaría ese insulto. Sólo fue un entretenimiento, un pasatiempo que un vulgar escritorzuelo produjo por encargo.

—¿Entonces?

—Usted sigue sin comprender y eso me llena de alegría. ¿Por qué le busca un sentido aritmético a cada cosa? Distienda su cerebro, deje de razonar apelando siempre al mismo método científico con el que planifica cada trabajo. Aquí no va a morir nadie, no podemos quebrar nuestro contrato con el Sindicato, ni usted ni yo. Nada es lo que parece y esta conversación es sólo la puerta de entrada a las verdades que no son evidentes. Le rogué que no me haga citar a Saint Exupery, le suplique que no me obligue a convocarlo.

—De todos modos me hubiera gustado oír algo sobre el libelo por el que murieron Juan de Dios y Bernarda.

—¡Ellos no murieron por ese panfleto! ¡Murieron por usted! ¡Usted los llevó a su muerte, fue el Caronte de esos infelices!

—No lo creo.

—No tengo manera de convencerlo. Pero si usted me tolera un tiempo más, podría explicarle cómo murieron Juan de Dios, Bernarda y el ladronzuelo. Escribí un detallado informe sobre esas muertes, su lectura tal vez sirva para que le dé credibilidad a mis palabras. Sólo que para ello, el señor –Pervers señaló al barman-custodio–, debería tomar de mí attaché un cuaderno de apuntes en el que escribí ese informe sobre esas muertes para mi contratista. Se va a entretener con mi lectura, se lo aseguro, soy un relator ameno. Concédame ese privilegio, eso me dará una gran satisfacción, un gesto suyo que sabré apreciar sinceramente por el resto de mi vida y que seguramente tendré en cuenta a la hora de ajustar cuentas con usted.

“El Interrogador” suspiró resignado. No alcanzaba a descubrir cuál era el cometido de esa conversación, tampoco qué dato interesante podía surgir de tanta charlatanería.

—Déjeme saborear este espresso antes de someterme a su lectura.

—Nada como el café italiano para un espresso.

El Sr. Pervers se dirigió al barman-custodio con una alegre expresión de colegial.

—¡Lo felicito! ¡Exquisito el cafecito! –el barman-custodio sonrió por compromiso.

12

—“Una oscura pradera me convida”3 –recitó en voz muy baja “El Interrogador”. Fue su manera de expresar resignación.

El barman-custodio le entregó el cuaderno en el que el Sr. Pervers redactó el informe sobre los tres asesinatos para su mandante, se acomodó en su sillón y se mostró muy satisfecho de poder dar comienzo a la lectura.

—Permítame comenzar a leerle mi informe sobre el asesinato del ladronzuelo.

—Sam Dimas. Tenga la deferencia de llamarlo por su nombre.

—Como guste, aunque no sé en qué cambiaría los hechos.

—Sólo le pido algo de respeto.

—Entonaré un villancico en su homenaje, ¿le parece? Es todo lo que se me ocurre para ese bribón.

“El Interrogador” ignoró la ironía del Sr. Pervers.

—Deberá prestar mucha atención a mí lectura. No estoy en capacidad de darle una orden pero sí de una sugerencia.

¿Ordenes, sugerencias? ¿Quién se cree este enano?”, dijo para sí “El Interrogador” sin demostrar el sentimiento de fastidio que le provocaba su parloteo. El asunto amenazaba volverse insolente; tal vez era el deseo del pequeño hombrecito, especuló “El Interrogador”.

A la crónica del crimen de San Dimas le seguiría el relato de los asesinatos de Juan de Dios y Bernarda, descripción que en nada apreciaba. Su paciencia se justificaba sólo por saber a dónde quería llevar las cosas el Sr. Pervers. Esperaba que entre tanta cháchara revelara algún dato que lo aproximara a “su contratista”, a “HD”, ya se tratare de un hombre o de una organización surgida para competir con el Sindicato o sólo una asociación decidida a tomarse revancha contra él por algún trabajo que realizó años atrás.

La mención a la ginebra William Chase no dejó de sorprenderlo, pero la atribuyó a un dato que el hombrecito poseía y decidió jugarlo para confundirlo. En lo que estaba interesado era en saber quién le había dado ese dato. No muchos conocían ese suceso y en su mayoría le eran bien conocidos. El Sindicato desde ya, Dixi, su oráculo amigo, y el grupo de matones que lo acompañó en esa oportunidad. Si hubiera sido conminado a decir de quienes desconfiaba, no hubiera titubeado en señalar al grupo de matones siempre dispuestos a vender información por una suma de dinero. El soborno es el verdadero lubricante del capitalismo, su presencia pone en marcha todas las vilezas imaginables. Él no estaría a salvo de ellas. Siempre se hallaría a alguien dispuesto a vender a su amigo o incluso a su familia por dinero. “El Interrogador” recordó que entre los suyos Judas era motivo de adoración, la controversia perfecta en un mundo imperfecto. Los matones lo veneraban porque en él se representaba la dicotomía que envuelve al mundo desde sus inicios, esa que trata de lo verdadero y lo falso, de la materia y el espíritu, de la traición y el heroísmo, de la verdad y la mentira.

13

La lectura de las primeras líneas la soportó como quien acepta un castigo que merece por una acción pasada que no llega a recordar. La memoria tiene sus propios mecanismos para ocultar recuerdos que no merecen ser recreados. Pero a la décima línea no lo soportó más.

San Dimas era muchas cosas menos un”pendejo”. Pendejo, una palabra que “El Interrogador” usaba muy rara vez y de manera muy justificada.

Nada de “pendejo”. Nadie conocía la verdadera historia del ladronzuelo conocido como San Dimas como él.

Mientras el Sr. Pervers leía sin reparar en si su contertulio le prestaba atención, “El Interrogador” empezó a repasar en su memoria la historia del muchacho.

Sam era Samuel. No le gustaba ese nombre. Su madre lo bautizó de ese modo porque, según ella, él nació como el profeta, por la gracia de Dios. La mujer creía que era estéril, como la bíblica Ana, y rezó todo lo que pudo y donde pudo para que Dios le concediera la gracia de un hijo. Pero el hijo no llegó por la gracia de dios, sino por un desgraciado de quien Sam no sabía ni el nombre. Él, pura intuición, lo bautizó “Elcana” y a veces, dependiendo de su estado de ánimo era “el que se tomó el piro”. “Elcana que se tomó el piro” era la suma de todas las maldiciones en boca de Sam.

Odiaba a ese hombre desconocido y amaba a su madre. Aunque a veces lo confundía su edad. Ella parecía demasiado grande para haberlo engendrado. Si hubiera sido un desconocido al que se le preguntaba por el vínculo entra la mujer y el muchacho, Sam habría dicho “es su abuela”. Pero Ana siempre se presentó como su madre y lo más importante, así se comportó incluso cuando empezó a descarriarse que fue a muy temprana edad.

Sam era pequeño y muy delgado. Mustio, de mediana altura, cabello castaño y rostro infantil. Parecía que el tiempo para él no transcurría. Ojos oscuros, de un tono extraño. Era el atardecer en los castaños el tono de sus pupilas. Mirada fogosa, inquieta. La nariz en su justa medida sobre unos labios perfectos.

—Quiero que usted lo aconseje, que le hable con seriedad de las cosas que espera de la vida. Él quiere imitarlo en todo.

Así le pidió la madre a “El Interrogador” cuando Sam le dijo que quería seguir sus pasos. La mujer no se atrevía a pronunciar la palabra “sicario” y cuando lo intentaba se persignaba compulsivamente sin poder detenerse.

—¿Ingeniero? ¿Médico? –dijo “El Interrogador” tratando de mencionar una profesión que satisficiera las ilusiones maternas. Pero lo hizo sin convencimiento, sólo por buscar un atajo para aliviar la angustia de la mujer.

—No tiene la suficiente fortalece física para hacer mi trabajo –le dijo para consolarla–, es demasiado pequeño, frágil. Tampoco parece tener el carácter para matar por encargo. Son ocurrencias de adolescente, no le dé tanta importancia.

La mujer lloró sin consuelo. Sabía que cuando a Sam se le metía una idea en la cabeza no había forma de hacerlo reflexionar. Esperaba que “El Interrogador” lo aconsejara como le había rogado y que la influencia sobre Sam fuera suficiente para hacerlo desistir de sus planes.

—No crié un hijo para que acabe sus días en la morgue judicial.

—Nadie quiere acabar sus días diseccionado por un carnicero.

Al “El Interrogador”, Sam lo apreciaba como a un padre. Y esto ponía de muy mal humor al sicario. “Nunca tendré hijos”, se juró mucho antes de vincularse al Sindicato y comenzar su ascendente carrera criminal. Mucho menos uno adoptado, condición que lo llenaba de prejuicios. “Vaya a saber de dónde salió este”, era su juicio sobre los niños adoptados.

Sam (Samuel) nació en Villa Crespo, en una calle que desembocaba frente al Museo de ciencias Naturales. Entonces la madre ocupaba en una vieja casa donde alquilaba dos habitaciones. En una, la más pequeña, había dispuesto una especie de comedor. Una mesa del tipo de las que son comunes en los bares y solo dos sillas, una estantería en la que reposaban sucios frascos de especias, yerba y azúcar y una alacena donde la madre guardaba alimentos secos y algunas latas de conservas de tomate y legumbres.

En la más amplia, dos camas de una plaza y un enorme ropero destartalado era todo el mobiliario. Sam no recordaba otro hogar desde que fuera pequeño aunque su madre insistía que cuando nació vivían en una casa en el barrio de Belgrano, en la calle Mendoza, casi llegando a la Avenida del Libertador. Tiempo después Sam descubriría que esa casa era donde su madre trabajaba como sirvienta y que, en efecto, tenía permiso para llevarlo con ella mientras hacía sus labores. Nunca le dijo a su madre que había descubierto su mentira porque Sam jamás hubiera hecho nada para angustiarla.

14

El encuentro con “El Interrogador” fue un accidente, de esos que marcan a las personas para siempre.

Sam diría: “No me gustaba el colegio, me resultaba insoportable. Odiaba a casi todos los maestros salvo a uno de apellido Medina que nos trataba muy diferente. Por eso me escapaba todos los días. Mamá descontaba que, mientras ella trabajaba limpiando la mugre de unos desgraciados, yo estaba en el colegio. Debía ingresar a las ocho y quince minutos y la jornada escolar terminaba a las diecisiete horas. ¡Casi ocho horas insoportables! Por eso empecé a pelear con quien fuera. De aburrimiento. Pelear me daba placer y era lo único que me entusiasmaba del colegio.

Las más de las veces llevaba la de perder pero el otro no la sacaba barata. Hasta ese día en que el matón del colegio me molió a palos y juré que lo mataría. Era un negro de Villa Domínico. Su madre era enfermera o algo así. Trabajaba en un hospital de la capital. Parece que alguien la ayudó a inscribir a su hijo en el mismo colegio en el que yo padecía largas horas de aburrimiento. El negro inspiraba desconfianza en todo el alumnado. La inmensa mayoría eran hijos de judíos que no veían con buenos ojos que un negro de la provincia se mezclara con sus hijos. A mí me toleraban porque si bien era “goi”, hijo de una sirvienta y madre soltera, era blanquito y tan poca cosa que en vez de desconfianza inspiraba lástima.

Pero el negro “Batata”, como lo bautizaron unos pibes que lo despreciaban en secreto, era mayor que todos los del curso. Por lo menos dos años, pero sospechábamos que la diferencia de edad era mayor.

El promedio de edad para el sexto grado era de once años y él parecía de quince. Nos llevaba más de una cabeza de altura. Y sus manos eran casi el doble de las nuestras, por lo menos de las mía que son muy pequeñas.

No recuerdo por qué peleamos. Cualquier pretexto era suficiente para trompearse. En la esquina del colegio se armó una ronda y boxeamos. En realidad él me boxeó, me pegó hasta que se cansó.

Caí al piso y me sangraba la nariz desde la primera trompada que me metió en la geta. Sentí el sabor de la sangre tibia y me agarró un temblor de odio. Desde el piso le grité:

—Estás muerto, negro de mierda, ¡te voy a matar! ¡Puto!’

Para “Batata” no había peor insulto que decirle ‘puto’. Puto era peor que decirle ‘tu madre es reputa’ y otras barbaridades contra la mujer a la que no conocíamos.

Regresó donde estaba caído y me dio otra paliza. Me rompió dos dientes, el labio, me dejó un ojo en compota y la nariz hecha un tomate. Me cagó a palos, esa es la verdad. Pero yo me juré que lo mataría a la primera de cambio. Sólo tenía que planificar bien cuándo y cómo lo asesinaría. Volví a gritarle ‘¡estás muerto, puto de mierda!’ Pero esa vez siguió su camino.

No pude esconder mi cara de mamá. Cuando llegué a casa y me vio en ese estado se armó un escándalo y me recriminó durante horas. Me mandó a bañarme y le pidió hielo a los patrones que se lo negaron. ‘Hace mucho calor para desperdiciar el hielo en este pendejito atorrante’. Así le respondieron.

Entonces pensé que también debería matar a esos dos viejos desgraciados. Yo era pequeño pero no estúpido, comprendía todo. A veces tartamudeaba o escupía cuando quería decir algo, pero me daba cuenta de todo lo que ocurría a mi alrededor.

El viejo asqueroso no perdía oportunidad de tocarle el culo a mamá cuando pasaba cerca suyo. Yo creo que la vieja se rajaba para que el tipo se diera el gusto. Después de tocarle el culo le manoseaba los pechos.

“Si me la chupás te hago un descuento del alquiler” le repetía cada vez que la vieja había salido a hacer algún mandado o donde sus amigas se reunían a jugar al buraco. Entonces la manoseaba hasta que mamá lograba zafarse.

Me pregunté varias veces cuál debía ser mi prioridad, ¿Batata o el viejo degenerado y la vieja cómplice? Pero mi orgullo había sido pisoteado por ese negro de mierda. El viejo baboso podía esperar. Mamá debía defenderse. En mi escala de venganza primero Batata, luego el viejo y por último la vieja.

Le dije a mamá:

¿Por qué no lo cagas a trompadas? O decile a la vieja para que se le arme quilombo.

Mamá me dijo:

Porque no tenemos donde vivir. ¿Querés ser ciruja?

No sabía que era ser ciruja.

Pero ¿eso era vivir? ¿En dos piezas roñosas en las que en invierno te morías de frío y en verano de calor? ¿Lavando los calzones de esos viejos de mierda? ¿Soportando que el viejo la manoseara cuando quedaban solos porque la vieja se iba a ventilar sus arrugas por ahí?

No importa el sacrificio –me dijo–. A vos no te voy a faltar en nada.

Fue cuando empecé a sospechar de porqué mamá me mandaba a jugar a la calle cuando la vieja salía de paseo.

15

Pero esa tarde todo cambió en mi vida. Bueno, tarde o noche, no recuerdo bien pero sí que había empezado a oscurecer.

Mamá y yo estábamos en nuestra covacha del piso superior. A las habitaciones se llegaba por una larga escalera de cemento que iba del patio a una especie de balcón. A ese balcón que se estiraba hasta la amplia terraza daban nuestras habitaciones.

Desde el balcón podíamos oír todo lo que decían los viejos. En más de una oportunidad los oímos hablar de una estafa. No sabíamos a qué estafa se referían, pero hablaban de muchos millones, muchos. También cuando el viejo la llamaba, ‘¡vení, viejita, vení!’ gritaba. Ella lo sacaba carpiendo. ‘¡Tomátelas, viejo asqueroso!’ y ahí terminaba el romance.

Esa tarde yo estaba en el balcón. Mamá repetía un discurso que tenía más o menos estudiado y que me recitaba cuando yo hacía alguna macana algo que ocurría a menudo. Ella nunca me pegó, jamás. Sólo me reprochaba. Tal vez hubiera aceptado que me diera alguna cachetada en vez de hablarme tanto. Pero ella decía que una madre jamás le pega a sus hijos.

No olvidé nunca ese sonido. Era un borboteo algo denso, casi pegajoso que ahogaba un grito o tal vez una palabra. Bajé corriendo las escaleras. El patio estaba a oscuras.

Al patio daban las habitaciones de los viejos, ellos dormían en camas separadas. Vi al viejo con la garganta abierta, tirado en el piso. Me pareció que temblaba y que quería gritar pero no podía.

La vieja lloraba sin hacer demasiado escándalo. Luego dejó de llorar. El hombre también le abrió la garganta como una fruta.

Nos miramos con el asesino. Sus ojos no tenían expresión alguna. Se comportaba como si estuviera paseando entre una arboleda asombrosa y no después de degollar a dos personas. Su extraña navaja goteaba todavía una sangre que se empecinaba en licuarse.

Pensé que si alguien degüella a dos personas ese crimen debería expresarse en su mirada. Pero no era así. El hombre siguió mirándome con tanta serenidad que me conmovió. Nunca nadie me había mirada con tanta compasión.

Luego llegó mamá quien sólo atinó a llevar sus manos a la boca.

El hombre cruzó con su dedo índice sus labios ordenando silencio y luego, sin dejar de observarnos, guardo su filosa navaja. Después supe que era una especie de pequeña cimitarra, una navaja anillo que destellaba una luz roja por la sangre que permanecía en estado líquido, sin coagularse.

Lo aplaudí, ¡bien!, exclamé pero sin alzar la voz.

¿Vas a matarnos? –le pregunté por preguntar, como quien desea saber por dónde pasa el colectivo para la próxima muerte.

No. –Fue todo lo que respondió.

¿No?

No. No me contrataron para matarlos a ustedes. ¿Por qué habría de hacerlo? No mato si no es por encargo.

Señaló a mamá que parecía paralizada. Le dijo sin emoción alguna:

Señora, ¿puede escucharme? –mamá asintió con un leve movimiento de su cabeza–. Vayan a sus habitaciones, arriba. Dentro de un hora baje, grite, llame a la policía. No vio nada, no sabe nada. Por estos viejos de mierda no vale la pena morir. Soy un hombre de bien, no me haga volver a esta casa.

Mamá, sin retirar las manos de su boca, sólo atinó a mover la cabeza afirmativamente.

El hombre me miró hasta con dulzura.

¿La vas a cuidar? –me preguntó.

¡Si, señor! –respondí.

¿No vas a decir nada cuando la policía venga?

No. ¿Por qué? Este viejo de mierda se la pasaba manoseando a mi mamá.

Lo sabía. Yo odio a los viejos degenerados que se aprovechan de mujeres indefensas.

¿Por eso lo mataste?

No exactamente.

¿Y la vieja?

Era peor que el viejo.

¿Viste, mamá? Yo te dije que eran dos hijos de puta.

Mamá me miró como quien regresa de un pozo lleno de oscuridad. Me apretó fuerte contra ella y entre lágrimas dijo:

¿A dónde vamos a ir a vivir ahora?

16

La policía nos dejó en la calle. Apenas si pudimos juntar los trapos para vestirnos.

A mamá la interrogaron durante horas pero ella hizo lo que le dijo el hombre. “No escuché nada, no vi nada, bajé para ver si necesitaban algo antes de dormir y los encontré así.”

Una y otra vez, una y otra vez, hasta que se cansaron. Le preguntaron dónde encontrarla y respondió que vivía en esa casa, conmigo.

Ahí no puede volver –le ordenaron.

¿Y a dónde voy a ir?

Ese es su problema, no el nuestro. La escena del crimen queda preservada. Haga lo que pueda.

De nada valieron los ruegos, las explicaciones, los pedidos. ¡A la calle!

Un gordo cara de mandril gritó:

¿Interrogaron al pendejo?

El fiscal dijo que él se va a ocupar del pibe. –Respondió un policía que tenía a Sam agarrado del cuello–. Es un pendejo y si hace falta va a la Gesell con un “piscóloga”, no sea que se traume y se haga trolo.

Fiscales de mierda –protestó el gordo–, psicólogas de mierda, no sirven para un carajo.

Me miró desde su gordura.

Seguro que los degollaste vos, te veo la cara de pendejo asesino.

Mamá me apretó contra ella y dijo alzando la voz:

¡Déjelo en paz!

El gordo se fue carajeando. Dije para mí ‘¡ojalá!’

Un policía nos acompañó hasta las piezas para que pudiéramos retirar algo de ropa. Mamá apenas pudo llenar una bolsa con las pocas pilchas rescatables.

Luego a la calle. No sabíamos a dónde dirigirnos. Una vieja que rezaba el rosario todos los días ante una imagen de la Virgen de Luján nos dijo que fuéramos hasta un albergue donde alojaban a personas sin techo.

Allí nos dirigimos. Era un albergue roñoso al que se entraba por un pasillo muy largo y también roñoso. El dibujo en las baldosas no se podía distinguir por la roña pegada desde hacía años. El pasillo desembocaba en un gran salón, inmenso, en el que unas cincuenta camas distribuidas en dos hileras enfrentadas albergaban a familias enteras. Aveces en una cama dormían dos o tres personas que se aferraban unas a otras para no caerse al piso por donde unas cucarachas del tamaño de una laucha se lanzaban frenéticas a la carrera por algunos mendrugos de pan que los desposeídos dejaban caer distraídos.

El tipo que oficiaba de coordinador nos mandó a la última cama del pasillo. No tenía colchón, sólo una manta raída sobre el elástico de madera. Nos acomodamos como pudimos. Ni mamá ni yo esperábamos dormir, tan solo pasar la noche hasta que se hiciera de día y entonces salir en busca de un mejor lugar.

Apenas mamá se acomodó en la cama se apagaron todas las luces. Algo me empujó haciéndome caer al piso. Con esfuerzo distinguí la silueta de un cuerpo encima del de mamá. No podía ver qué le estaba haciendo pero sí escuchar que mamá respiraba con dificultad. ¿La estaba ahorcando? La defendería con todas mis fuerzas. Palpé la cabeza buscando su oreja y la mordí con todas mis fuerzas.

Me golpeó varias veces para obligarme a abrir la boca; ni un perro rabioso lo hubiera mordido como yo lo hice. Cuando no soportó más el dolor se incorporó tratando de liberarse de mi mordida, pero, para su desgracia, sólo logró alzarme prendido a su oreja. Caí al piso con la oreja en mi boca. La mastique de bronca y la escupí lo más lejos que pude. La sangre sabía a tierra.

El tipo gemía dolorido y manoteaba en la oscuridad sin atinar a acertar un solo golpe. Después mamá le dio una tremenda patada en los testículos y se retiró tambaleando para perderse en la última oscuridad del pasillo.

Ahí nomas mamá me tomó del brazo y a los tumbos salimos de ese tugurio en dirección a la calle. A dos metros de la puerta del albergue, el hombre que degolló a los viejos estaba como esperándonos. Encendió un cigarrillo, dio un cabezazo para indicar la dirección en que debíamos seguirlo, y en voz muy baja nos dijo “vine a buscarlos, vamos aun lugar como la gente”.

17

Desde entonces Sam fue un protegido de “El Interrogador” quien lo hizo entrenar para transformarse en el mejor de los ladrones.

Por eso cuando el Sr. Pervers decía despectivamente “ese pendejo”, a “El Interrogador” lo asaltaba el deseo de arrancarle a mordiscos las orejas. Pero estaba establecido que no podía mediar ninguna violencia entre los hombres mientras durase la reunión en ese bonito salón de la zona norte de la ciudad capital.

El relato sobre los asesinatos de Juan de Dios y Bernarda fue un verdadero tormento.

—¿Quiere impresionarme? –preguntó “El Interrogador”.

—Sólo ponerlo al tanto de esos sucesos. Lo estoy pensado serenamente y usted debería hacer un esfuerzo por tomar en serio mis palabras.

—Lo intento, se lo juro.

—Usted nos condujo a los viejos hoteleros. Bueno, en realidad no fue sólo usted, fue “el pendejo” quien no tomó ningún recaudo cuando fue directo a usted a entregarle ese libelo ridículo que mezclaba citas bíblicas y otras patrañas increíbles. ¡Y usted dedicó esfuerzos en su lectura!

—Le causa gracia.

—No, placer. No puedo evitar tomarme en solfa todo aquello.

—Su risa es fácil.

—¿Le parece?

“El Interrogador” decidió no responder. Estaba harto del hombrecito. Tal vez ese fastidio empezaba a notarse en sus gestos. El Sr. Pervers pareció advertir la incipiente fatiga que parecía ganar la voluntad estoica del sicario.

—¿Sabía que el pendejo tenía una noviecita?

Esa fue una revelación que incomodó a “El Interrogador”. No lo sabía, ni lo sospechaba. ¿Por qué Sam no se lo había dicho? Tal vez no tuvo tiempo de hacerlo.

—¿Sabía?

“El Interrogador” no respondió.

—Se lo diré yo: no lo sabía. Sé que él no llegó a decírselo. Era bonita.

Era”. El sicario no esperaba explicación alguna sobre el uso del verbo en tiempo pasado. “Era”.

—De acuerdo. Ahora me dirá cómo la mató.

—¡No! Está viva. ¿Por qué cree que está muerta?

—Dijo “era”.

—Dije: “era bonita”. Parecía quinceañera, aunque era algo mayor. Pero no era virgen, se lo aseguro. El pendejo tenía buen gusto. No puedo decir lo mismo de la chica. Él era insignificante, escuálido, terroso, patético. En cambio ella…

El barman-custodio no pudo sustraerse de las palabras del Sr. Pervers. Él tenía una sobrina joven y bonita que bien podría haber sido la víctima ese hijo de puta. Apenas asoció la imagen de su sobrina con la muchacha de la que hablaba el Sr. Pervers, sintió el deseo de saltar la barra y tomar del cuello a ese degenerado hasta arrancarle las cuerdas vocales. Eso duró una infinitesimal fracción de tiempo, lo que tardo en recuperar la calma bajo la advocación de las órdenes del Sindicato.

18

—Para la pendeja convoqué a unos amigos.

“El Interrogador” se preparó para una nueva perorata sobre las brutalidades cometidas por Pervers.

—Curas pedófilos. Insuperables. Es increíble lo que se puede hacer en nombre de Dios –dijo y luego sonrió cínicamente–. Todo este asunto de los curas pedófilos es un sainete. ¿Usted cree que realmente a alguien le preocupa la pedofilia de la curia? Negocios, sólo es asunto de dinero, de poder, privilegios que la religión otorga sin prurito. ¿A quién le puede quitar el sueño que unos cuantos centenares de niñas o niños sirvan de rebaño sexual de unos curas llenos de esperma, atorados de testosterona que no pueden consumir sino en la clandestinidad de sus aberraciones?

Respóndame una pregunta –dijo exaltando la vos, exigiendo una respuesta satisfactoria, pregunta que “El Interrogador” ignoró olímpicamente–, ¿cuando los curas se privaron del sexo con los jóvenes? Niñas, niños, apenas púberes, cuerpos jóvenes para hombrunos deseos de sexo ilícito. Nada que ver con los griegos, que no eran hipócritas, hombres libres dedicados al homoerotismo sin escrúpulos. ¡Más de un cura habrá deseado el vínculo del erastés y el eromeno, para atender de un modo adecuado tanta lascivia reprimida!

–Mire amigo– el Sr. Pervers pretendió darle un tono de confidentes a la conversación– en nombre de Dios se puede hacer cualquier cosa. Se pueden cometer los crímenes más horrendos y andar por la vida como el más santo de los varones. Sublime. Los curas no tienen competencia. En nombre de Dios todo se perdona. Si la Biblia misma describe cómo madres engendraba con sus propios hijos y los hermanos varones con sus hermanas mujeres, todos con todos ¡y lo afirma alegremente! Adán y Eva, y luego la preproducción siguió incestuosa hasta que llegó la prohibición que cambió el destino de la humanidad definitivamente. Antes todo era más simple; unos con otros, todos con unos, un revoltijo de sexo bíblico. De la horda sexual a la familia incestuosa, ese fue el recorrido hasta que los curas pusieron todo en orden. Entonces ¿Por qué habrían de privarse los curitas de algunas eyaculaciones? No hay pecado en ello, es simple asunto de necesidades y negocios.

Por eso la Santa Iglesia sabe cómo resolver estos desvíos: un cura viola a una niña o a un niño, los gustos varían, usted lo sabe, y otro lo perdona. Diez padres nuestros, diez Ave María, y todo arreglado.

Si el cura excede el número de niñas que viola –debe ser siempre un número razonable–, o excede el número de niños que viola –porque para la apetencia sexual de un sacerdote no hay género despreciable–, sus superiores lo mandan de recreo a una bonita estancia donde otros curas pedófilos lo ayudan a serenar las inquietudes de su pene descontrolado. Uno o dos años de retiro forzoso. Cada tanto, alguna que otra escapadita a los burdeles clandestinos de la curia, que suelen ser muy sofisticados, verdaderas catedrales de la sodomía, y luego a dar misa. ¿Leyó La Roma de los Borgia, de Apollinaire? Borgia llegó a ser Papa. Tengo la misma inquietud que Borgia, ¿sabe de qué le hablo?

“El Interrogador” estaba algo desconcertado por la charlatanería del Sr. Pervers.

No sólo no había leído el libro de Apollinaire, sino que le importada un bledo la Roma de los Borgia. No tenía ni idea cuál era la preocupación de Borgia que compartía el Sr. Pervers. Tampoco estaba preocupado por la suerte de la novia de Sam, una total desconocida para él. Sí apenas podía experimentar alguna consideración por quienes conocía, el relato de las aberraciones que un par de curas pedófilos habían cometido contra esa ignota muchacha tenía, para él, el mismo efecto que saber el precio de la fruta en la verdulería donde Dixi se abastecía de verduras y frutas frescas para sus sabrosas elaboraciones culinarias.

A esa altura de la reunión estaba convencido que no lograría comprender qué buscaba su enemigo con todo aquello.

Giró para observar al barman-custodio a quien deseaba pedirle un vaso con agua. Vio al hombre mirando con obsesión el atizador que pendía a un lado de la gran boca de la chimenea y que pendulaba con energía empujado por el viento que entraba por el largo tiraje que salía por encima del techo a los cuatro vientos. No precisó ninguna explicación para comprender en qué estaba pensando el hombre. Si hubiese podido le habría sugerido que para que la ejecución fuera rápida y efectiva, debía entrar con el atizador por uno de los ojos con toda sus fuerzas y penetrar sin vacilaciones, con brutal energía, hasta romper el cráneo. El orificio de salida sería de tamaño regular. El atizador arrastraría a su paso algo de masa encefálica y algunas astillas de hueso y luego la sangre escaparía en breves borbotones de la bóveda craneana. En apenas segundos ese fanfarrón y charlatán estaría bien muerto.

¿Y “HD”? ¿Esa muerte no echaría a perder la posiblidad de saber quién era “HD”?

Ya eso no lo preocupaba. Los caminos de la verdad suelen ser sinuosos pero impredecibles. Ya llegaría a “HD”, si es qué existía o a quienes había organizado esa tramoya vaya a saber con qué fines.

19

El monólogo del Sr. Pervers empezó a descorazonarlo. No era lo que él esperaba le sucediera. No era que consideraba que estaba frente a un ser despreciable, un pelele ridículo o que la reunión era un verdadero fiasco. Si de eso se tratara el asunto ya lo habría resuelto sin vacilaciones.

Lo que lo descorazonaba –y esta era la definición a la que estaba arribando–, era la ambivalencia del Sr. Pervers que era, a esa altura de la conversación, lo que lo estaba incomodando.

Pocas veces en su vida atravesó por esa condición tan particular: descorazonar. En ese preciso momento recordaba una, cuando un trabajo. El hombre que ejecutó tenía un aspecto extraño. Cabeza rectangular, la nariz chata probablemente rota de una o varias trompadas, ojos pequeños, boca más insignificante que los ojos. Color borra vino las mejillas. No tenía cuello. La cabeza se depositaba directamente sobre los hombros. Un cuerpo rechoncho envuelto en una sábana negra. Un ser extraño que no dejaba de repetir “máteme, máteme, máteme”. Suponía que la gente no desea morir y menos a manos de un sicario.

—Máteme, que para eso le he pagado –dijo de un modo tan convincente que no le dejó margen a “El Interrogador”. Disparó dos veces, las dos a la cabeza, cada bala en cada ojo. Y luego lo invadió esa zozobra tan extrema que tuvo que tomar aire por varios minutos para poder manejar esa condición tan perturbadora. Comprendió que el anhelo suicida del adefesio lo había descorazonado por completo. El deseo de ese hombre de morir fue tan extremo que él mismo contrató a uno d ellos mejores sicarios para que se cumpliera su voluntad.

Desde entonces no había vuelto a atravesar por ese estado de desanimo hasta que la conversación con el Sr. Pervers alcanzo ese punto.

A lo largo de su vida, “El Interrogador”, conoció toda clase de personas. Para completar con éxito un encargo debía investigar a la víctima, y eso dio lugar a que descubriera la verdadera psicología de las personas, la naturaleza humana en sus aspectos más reveladores. Toda clase de personas asesinó en sus largos años de servicio. Fanáticos, codiciosos, imbéciles, arrogantes, pusilánimes, lujuriosos, ascéticos, amarretes, degenerados. Y ese adefesio que impedido de quitarse la vida por propia mano, lo contrató para ello. Toda la fauna humana conoció en sus años de servicio. Podía describir esas almas como si se tratara del más serio investigador de la condición humana.

Pero lo suyo no se limitaba al conocimiento de la psicología de las personas para asesinarlas con éxito. No. También disfrutaba, se enriquecía, descifrando la naturaleza real de cada individuo, sus luces y sombras. Y en muchas oportunidades sus descubrimientos fueron sorprendentes.

Todo lo que lo sorprendiera en esas circunstancias, lo complacía. Diría “enriquecía”, espiritualmente, aunque esto pudiera parecer extraño a otros.

Era un hombre bien dispuesto a aceptar novedades, incluso aquellas que jamás hubiera imaginado. El mundo se movía demasiado rápido y demasiado rápido las cosas mutaban. Los cambios sociales eran vertiginosos.

Hombres vestidos como mujeres transformados en ídolos, adoptando niños en matrimonio con otro hombre; mujeres deseosas de ser hombres y exhibiendo su masculinidad en ámbitos que otrora fueran vedados a ellas; otros que fu ni fa, que les daba lo mismo la chicha que la limonada. Ladrones encaramados en los gobiernos, guerreros sin banderas, sexos sin pudores, religiones sin destino, mercenarios sin escrúpulos. La Biblia y el calefón. Un mundo demasiado discepoliano. Extraño, sí, muy extraño. A veces apasionantes, otras tantas, patético.

Pero él había sabido adaptarse. La cualidad más trascendente del Hombre, reflexionaba, era su capacidad de adaptarse a todo para modificarlo todo. El Hombre es el gran sobreviviente, la única especie que se extinguirá por su propio capricho. El Hombre está hecho a su imagen y smeejanza. No podrá, nunca, achacarla a nadie su definitiva extinción. Será su propia obra.

Nada de todo eso sospechó cuando era pequeño y jamás alguno de sus adultos mayores le hablaron de asuntos vitales, de cuestiones propias de la naturaleza humana. Todo era tabú para sus mayores. Todo, menos la muerte.

La muerte era un sistema único y maravilloso que toda la familia había cultivado desde tiempo remotos. Un único y sofisticado sistema límbico producto de la particular evolución de su familia. Sus cerebros se habían adaptado para la extraordinaria función del sicariato.

Lo que aprendió de la vida lo sobre los mensajes que la sangre de sus víctimas imprimían al momento de su muerte. Aquí y allá, muerte tras muerte, a medida que perfeccionó su profesión e hizo de ella el medio y el fin de su vida, su sabiduría se acrecentó.

Pero el Sr. Pervers era una mezcla que lo decepcionaba. No era ni un extremo ni el otro de los sicarios. Porque él conocía quienes luego de terminar un trabajo corrían a las pequeñas capillitas que el Sindicato habilitaba para que los compungidos sicarios devotos rezaran durante horas esperando que su dios les diera alguna señal de perdón.

Mares de lágrimas, interminables rezos, padres nuestros y más padres nuestros y cada tanto “ave maría purísima”, por si acaso. “Yo pecador me arrepiento”, y me arrepiento y vuelvo a arrepentirme. Así hasta que, agotados, marchaban a sus casas a besar a los hijos, si los tenían, y acurrucarse a la esposa para que los consolara con sus lúbricos y humedecidos sexos. Pocas cosas resisten el encanto de las vulvas jugosas y las lenguas ardientes. Hasta el crimen más brutal un hombre olvida fácilmente entre caricias y eyaculaciones. Después de todo, ¿no quiso Dios que el sexo fuera el dominio humano que podía hacer del mundo un lugar más habitable?

Odios, rencores, envidias, maldades, venganzas, caprichos, placeres, todo resuelto con dos disparos de un pequeño calibre, por un profesional hecho y derecho, amoroso padre de familia las más de las veces, y fiel amante de su esposa y sus amantes, a quienes sabía satisfacer y cuidar primorosamente. ¿Qué más podía exigirse a un hombre de tal condición?

Y estaban los otros, como él, indiferentes a todo. No indiferentes en el sentido de la abulia de los holgazanes. Ascéticos, monásticos asesinos, perpetuos profesionales inmunes a todo sentimentalismo; racionales planificadores, ajedrecistas del crimen por encargo. Matar no era una religión y luego un consuelo en el espasmo pélvico como acto reflejo dentro de un sexo que el dinero lubricaba generosamente.

Matar era magia en estado puro, ciencia en su sentido más significante, matemática de la muerte. Matar, beber, buen comer, volver a beber, fumar y jugar ajedrez con Dixi. Eso era saber matar. Nada rebuscado, patético o perverso. Ciencia y arte.

Pero el Sr. Pervers no era ni un religioso converso a sicario, ni un profesional apartado de todo sentimentalismo. Era un perverso, un completo perverso. Hacía de su perversión su inteligencia, su condición religiosa, el prisma por donde apreciaba todas las cosas de la vida.

Para “El Interrogador”, el perverso disfruta y en el disfrute está la semilla del fracaso. El sicario no disfruta, ejecuta. Luego le adosa la razón, el justificativo que mejor le cabe. “Porque Dios así lo quiso”, se justificará, “porque de algo hay que vivir”, será más profano. Por lo que fuera. Pero no disfruta. Trabaja.

Se podrá decir que quien trabaja en una profesión es porque la disfruta. Bien. Pero no en el sentido del goce sensual. El sensualismo, el hedonismo, no tiene cabida en esa profesión.

El buen sicario se limita a completar el trabajo, para el que ha sido contratado, de manera satisfactoria. El fin no es el goce, el fin es la faena bien realizada. La muerte bien distribuida. Después llega el disfrute.

Hay sicarios que, luego de su trabajo, prefieren jugar a las escondidas con sus pequeños hijos y se sienten alegres y reconfortados de poder disfrutar su descendencia. Otros hacen el amor con su esposa, o con una amante, o con una prostituta que les agota hasta la última gota de semen. O con todas ellas al mismo tiempo. Y están los hombres como él, que disfrutan bebiendo buen vino, degustando una cena gurmet, fumando exquisitos cigarros.

Pero no los alienta la perversión. Lo dice la Biblia: “mas con el perverso eres adversario”. Adversario mortal, lo que no era un detalle.

20

“El Interrogador” interrumpió bruscamente el monólogo del Sr. Pervers. Estaba harto.

—¿Por qué no me dice quién es “HD”?

El Sr. Pervers sonrió realmente conmovido.

—¿Eso es todo lo que le interesa? ¿Solo le preocupa quien podría ser mi mandante?

—Si.

—¿Después de toda esta cháchara todavía no logra descubrir quién es mi mandante?

—Usted habla demasiado.

—¡Exactamente! Todo le he dicho. Le he dicho todo lo que pude para que usted descubra por sus propia inteligencia quién es “HD”. ¿Es Black Road? Le dije que no. He dicho más de los aconsejable. ¡Y usted sigue sin comprender! Le juro que me decepciona. Solo piensa en asesinarme.

—Se equivoca. Está vedado para mí. No podré hasta el día de mi muerte hacer una nueva ejecución. No está en mis manos acabar con usted.

—No dije que usted me asesinaría, dije que solo piensa en una cosa, matarme. Eso lo distrae, eso le quita concentración. No atiende a mi discurso. Cada vez que hablé le hice saber quien es mi contratista. Si desea volvemos a empezar, simulamos que recién llegamos. Volvemos a empezar, desde el saludo inicial.

—No creo que lo resista.

—Entonces apele a su memoria. No le diré más nada porque todo ya fue dicho. He dicho todo lo que debía aunque usted parece no haberme prestado verdadera atención. Le he dicho cómo mate a Salomé. He dicho cómo mate a Elien. He dicho cómo usted me llevó hasta esos dos viejos hoteleros. Le he dicho por qué los asesiné. Le he dicho que “los apuntes” no eran sino una humorada para hacerle gastar su tiempo. He dicho que asesiné a su protegido Sam. He dicho cómo mate a su noviecita. He dicho que usted sólo desea matarme. ¡He dicho tantas cosas que creo que ya no tengo más palabras para usted! Le he dicho todo. Usted me decepciona.

—Es algo que me resulta indiferente.

—Todo esto nos remite a la condición humana. O la deshumanización, como prefiera.

“El Interrogador” se mantuvo en silencio. No esperaba una respuesta semejante. ¿Humanización? ¿Deshumanización? No alcanzaba a descifrar a dónde deseaba llevarlo con esas palabras el Sr. Pervers.

—Explíquese. –Fue todo lo que atinó a decir.

—Le dije que ya no hablaría más. Soy un hombre de palabra. Además, nuestro tiempo ha terminado.

El Sr. Pervers observó su reloj. El tiempo pactado con el Sindicato estaba por completarse.

—No nos queda tiempo, estimado señor.

—Puedo pedir una prórroga –propuso “El Interrogador”.

—Pida lo que quiera, pero yo ya me doy por conforme. Tiempo cumplido, tiempo pactado, tiempo terminado.

El Sr. Pervers se puso de pie y en ningún momento dejó de sonreír. Caminó donde la barra.

—¿Usted sueña? –preguntó sin apartar la sonrisa de su boca y sin mirar a “El Interrogador”. El barman-custodio, en cambio, no pudo apartar su mirada de los ojos de Pervers.

“El Interrogador” estaba desconcertado por esas palabras. De su estado de descorazonamiento al desconcierto había pasado apenas en breve tiempo. La pregunta lo confundió. Él no sabía soñar.

—Nunca. ¿Es grave?

—No. Claro que no.

El Sr. Pervers se dirigió al el barman-custodio.

—Terminó la entrevista. Me retiro.

—Los hombres que van a trasladarlo deben estar por llegar.

El Sr. Pervers volteó para mirar por última vez a “El Interrogador”.

—No podré saber de su muerte. Es algo que lamento sinceramente. –La voz del Sr. Pervers había adquirido un tono premonitorio y aterciopelado.

—¿Qué le hace pensar que eso va a ocurrir?

Cuatro hombres fornidos ingresaron al salón; uno de ellos quien parecía el jefe, con un gesto lo invitó a acompañarlos. Dio unos pasos en dirección a la puerta y volteó para hablarle al barman-custodio.

—Trabaje seis días y en todos haga lo que tiene que hacer.

Fue lo último que dijo. Dejó el salón. El último custodio cerró la puerta tras de sí. Minutos después, el sonido del motor de un automóvil se oyó alejándose del lugar. El olor sabroso del tabaco embriagaba por igual al barman-custodio y al “El Interrogador” quien permaneció en su sillón en completo silencio. El único sonido que se escuchaba, era el pequeño roce del atizador contra la piedra del hogar, movido por el viento que llegaba de afuera por la larga chimenea de la estufa.

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1) Jóvenes secuestrados y asesinados por el Sr. Pervers.

2) “El Intermediario” se presentó ante “El Interrogador” como mensajero de Blacrrod. La exhibición del crimen de “Ladilla” vieja amiga y circunstancial amante de “El Interrogador”, decidió a este a ajusticiar al enviado. Lo mató sin advertencia disparando a la cabeza, con una escopeta calibre 12.70, con cartuchos con munición de acero.

3) “El principito”, de Antoine de Saint Exupery

4) Apocalipsis 21:6

5) «El último café», música de Héctor Stamponi y letra de Cátulo Castillo.

6)“Una oscura pradera me convida”, poema de José Lezama Lima

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