¿Quién querría adelgazar?

¿Quién querría adelgazar?

Nicolás Falcón

14/06/2019

Del Eje, Ataúd, Cuadro, Tableros De La Bahía, Nicho

Hugo Quintana jamás pensó que pudiera descubrir lo que en realidad significaba la palabra infierno; hasta que no se vio enterrado vivo en un ataúd bajo tierra.

Las ventas de su libro de recetas “milagro” se habían multiplicado. Sí, ya saben… uno de esos libros, que tan de moda están; convierten a las personas en auténticos figurines.

Mientras Hugo compraba unos suvenir en una tienda de Acapulco, ni siquiera se le podía pasar por la cabeza, lo que estaba a punto de sucederle. Enfrente de él, en uno de los muchos bares de la zona, estaba sentado Alfonso Grimosa. Un cartel Mejicano: gordo como una ballena varada en la playa. Estaba rodeado de los suyos, comiendo y bebiendo. Se fijó en Quintana.

Salió de la tienda de artículos. No habría andado ni doscientos metros. En plena calle, de un coche, salieron unos fornidos matones que le cogieron en volandas. Cuando se vino a dar cuenta, ya estaba en el asiento de atrás apretujado entre las dos moles.

—Ehhh…, soltadme, soy ciudadano español. ¿Pero… que…? —las gordas manos de uno de aquellos mastodontes le oprimía los carrillos.

—¡Precisamente por eso! —Dijo el de su derecha— ¡Cállate!, hijo de la chingada.

Una vocecilla hizo aparición desde el asiento del copiloto. Era grimosa.

—¿Cómo está Dr. Quintana? Espero que Acapulco le esté gustando.

—Pero… ¿qué quiere de mí?, soy ciudadano español. ¿Cómo sabe mi nombre?

Se escucharon las risas de los orondos esbirros.

—¿He dicho yo, que podáis reíros? —Dijo con enfado Grimosa. Las carcajadas resultaron mudas.

Un gesto del mandamás hizo que le maniataran y le vendaran los ojos.

Hacía un tiempo que el secuestrado dejó de notar la suave carretera. Los baches eran protagonistas. Estaba oscureciendo y el vehículo se detuvo muy cerca de una imponente roca, a la que apodaban el Farallón: lugar predilecto para el salto en parapente o ala delta. Las puertas se abrieron y se cerraron. El sonido de la arena rozando las palas era todo lo que podía «ver» Hugo. Oscurecía.

—¡Quitadle la venda! —Farfulló Grimosa.

Un agujero hecho en las arenas del desierto y un ataúd sin tapa, abierto, se mostraba ante él.

Le quitaron todas sus pertenencias menos la ropa. Si algo quedó de bueno en la arena, fueron… las lágrimas del reo, a sabiendas de lo que le esperaba.

Aunque parezca mentira la víctima no dijo nada: se quedó inmóvil, impasible, temblando, rígido. Su estado de shock fue tal, que, tuvieron que meterlo en la caja los dos mofletudos soldados de Grimosa. Bajaron el cajón al hoyo de tierra, seca.

—Espero, que tú… sí que « adelgaces» ¡gringo! —le soltó Grimosa—. Y llévate ésta biblia tuya; que tengas que consultar. —le tiró su libro. Quintana, no hizo nada por remediar el fuerte golpe que se llevó en la cara.

El claveteo de los martillos sobre el cierre del espartano féretro se perdía en el vasto horizonte de arenas, sin percepción de eco alguno.

La camioneta se marchó. Dejando tras de sí, una polvareda hasta desaparecer.

Un golpe, encima de la escena del entierro despertó a Hugo de su estado catatónico.

—Ehhh…—chillando y pataleando dentro del cubículo—. ¡Por favor! Ehhhhhh… ¿me oye alguien ahí fuera? —gritó y pataleó con más fuerza.

Fuera, el hombre, dejó de enrollar el parapente. Le pareció escuchar algo.

Pensó que no era nada. Siguió enrollando la tela hasta acabar. La metió dentro de una bolsa, y, al levantarse, con la mochila sobre su espalda; volvió a oír algo, constante, débil, apocado en la distancia; quizá, de un metro de tierra por debajo de él.

Se puso a escarbar con ahínco hasta tropezar con la madera: ahora sabía que alguien estaba ahí, dentro. «¡Dios mío!». —exclamó el parapentista.

Sacó su cuchillo de monte y, haciendo palanca, fue soltando la madera pegada, que crujía. Ayudó a salir al “muerto” que estaba vivo: éste, se aferró al hombre, llorando, fundido en un abrazo imperecedero.

Después de llevar en su hogar varios meses y tras haber pasado por terapia postraumática. Un día de noviembre, al entrar de la calle a su casa. Encima de la mesa de la cocina, vio su libro. No recordó haberlo puesto ahí. Lo abrió. En la primera página, escrita a mano, destacaba esta frase: «Si estás leyendo esto, date por muerto».

Sonó el timbre de la puerta. Estrujó un revólver Remington sin sacarlo del cajón de la mesa.

—¿Hugo, estás ahí? —Era su hermana. Traía en una bolsa su medicación.

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