El mejor día de reyes

El mejor día de reyes

Nicolás Falcón

14/06/2019

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El soldado germano se giró para matar a aquel hombre que momentos antes suplicaba que le dieran agua. Mi padre, con el dedo índice estirado en los labios y previo aviso de que aquello podía ser mi oportunidad, me descendió agarrándome por el brazo desde lo alto del vagón del tren al suelo. Me oculté como un conejo asustado bajo la máquina.

Sonó el disparo. Me puse las manos en las orejas y comencé a llorar en silencio, en el más estricto. Hacía un frío monstruoso. Respiré lo más despacio que pude. Tuve miedo que mi aliento caliente, convertido en humo delator, me matara aquella noche helada. Las voces violentas de los soldados no se detenían, a cuál de ellas peor. Los llantos de las mujeres con las que había compartido vagón, aullaban de la forma más desgarradora que haya oído nunca.

Supongo que mi padre estaría rezando como yo, porque el oficial o los soldados no se percataran de mi ausencia; ambos sabíamos que sucedería.

Un miedo descabellado e irracional hizo que me orinara en los pantalones.

Oí el cierre del portón del vagón, e incluso el bulón y la cadena que hacía imposible abrirlo desde dentro.

Cerré los ojos y me tiré al suelo como una momia. Me camuflé entre los hierros de los bajos, separando mi cuerpo del suelo. Sabía que «ellos» siempre miraban debajo.

La máquina se puso en movimiento y me solté. Tuve la impresión de que alguien me vio. Cerré los ojos.

El aire de aquel largo y pesado gusano de hierro me enfriaba la cara y me sacudía el pelo a su paso.

Me puse de pie cuando noté que el ruido comenzaba a ser un siseo apocado en la distancia.

Hice todo el trayecto entre las vías y encima del empedrado. Me acordé de que mi padre me decía: «no te preocupes Luisito, hijo, el hambre se va a acabar. En cuanto lleguemos a Francia, verás que Nochebuena».

Entonces recordé que fue justo todo lo contrario. Cuando llegamos a Bram (Francia) lo primero que hicieron fue intentar separarnos. Suerte que mi padre, no sé a quién conocía, que al final le dio algo de su bolsillo y nos dejaron estar juntos.

No paré de llorar recordando que estaba solo, sin mi padre. Las lágrimas formaban cristales en las mejillas y alrededor de los ojos.

No solo pasamos la Nochebuena, sino todo lo que quedaba de aquella Navidad de 1943, hasta ahora, casi Navidad de 1944, pasando hambre y frío: estaba muy enfadado con mi padre.

Al poco me tropecé con un cartel que ponía Mauthausen.

El frío arreciaba. Las ramas de los árboles y la vegetación en sí misma me daban un miedo atroz. Me desvié de la interminable vía, desesperado. Encontré un agujero en una valla metálica por el cual me introduje.

Oí unos jadeos en lo que parecía una garita de vigilancia. Aproveché que un soldado nazi estaba muy ocupado entregado al amor. Me colé en el interior de lo que poco después supe era una fábrica de munición.

Solo había algunas luces encendidas. De modo que todo el conjunto en sí estaba mal iluminado. En un cuarto vi una cesta de Navidad. No me dio tiempo a pensar; ya estaba comiendo. No sabía que me cabía tanta comida en la boca hasta ese momento.

Me escondí en un armario que albergaba documentos. Los sorteé como pude y me acomodé tras ellos y unos abrigos que colgaban de su percha.

Una noche abrieron las puertas del armario: era un oficial alemán.

Hizo un gesto de silencio y me tendió la mano. Salimos de la nave. Me llevó a un lugar apartado, sorteando todo registro humano. Abrió la puerta de una casa aislada en la campiña y con un buen acento español me dijo: «estate aquí, callado, ¿Entiendes? No hagas ruido. Yo te traeré comida y agua. ¿Te gustó la comida de la cesta?».

Cuando oí aquellas palabras dejé de temblar y entendí muchas cosas. Él siguió hablándome. Se puso a mi altura, en cuclillas.

—Hoy es el día de los Reyes Magos. Le prometí a tu madre que te encontraría.

—¡Pero si mi madre murió en un bombardeo! Me lo contó mi padre.

—Mira. —Me mostró una fotografía de una mujer con una cesta de Navidad— ¿No es esta tu madre?

Debió de comprender que me quedé bloqueado y confuso, de modo que siguió hablando.

—Verás, a tu madre la conocí en Carballo (Ourense) yo estaba encargándome de que el wolframio llegara a Alemania. Con él se revestían blindados o proyectiles por su extrema dureza…

—Albert, no hace falta que sigas.

—¡Teresa!

Aquella mujer que interrumpió la cháchara del oficial, se acercó a mí.

—¿Todavía sigues pensando que no soy tu madre? —su rostro se iluminó al pasar bajo la luz que colgaba del techo.

Corrí hacia ella como si no hubiera un mañana y la abracé, y me abrazó.

Desde entonces, hace ya cuarenta y ocho años, no dejo de celebrar con mis hijos cada Navidad, sin excepción.

En cuanto a mi padre, nunca le pregunté a mi madre; No me hizo falta. Comprendí que aquel oficial me devolvió «más» que el mejor día de Reyes.

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