Como una musa entre el olivar,
te mueves.
Has dejado boquiabierto
al mochuelo
de ojos ambarinos
de la diosa Atenea.
Te mira desde un hueco
en la negra encina
que platea sus hojas con
efluvios de luna.
Ese rostro tuyo
ingenioso,
de embrujo moruno,
albura
y cabello sombrío.
¡Y yo que pensaba en este sin vivir
qué es vivir,
que jamás encontraría
sentidos con razón!
Son tus pasos entre
estas melenas alicaídas
de troncos retorcidos,
conspicuos;
comunión de pensamientos antiguos.
Entre pitas y ágoras se yergue
el filo del camino, Sofía.
Ilumíname
con tu alma inmarcesible.
Paséate
entre hileras de cipreses.
Erígete, epifanía…
en este éter ingrávido
que ahora soy.
¡Embriágame, catarsis!
Diva sonora que
acaricias los ríos
de iridiscencias sabias,
no me olvides
a la mirada de Heráclito;
¡Todavía no!
Aléjame
del enclaustrado sofismo.
Y llévame siempre, amor,
llévame… al:
«Sólo sé que no sé nada».
(Atenas)
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