Cuando recién entré al colegio me encantaba. Había tantos niños que me ponía un poco nerviosa frente a tanta variedad de amistades. No sabía a quién elegir. Era de las que corría de un grupito a otro tratando de compartir tiempo con todos, quisieran o no. El querer ya es cosa personal ¿no creen? Apenas pasó un año las cosas cambiaron. Los pequeños pueden ser crueles de talla grande y mi personalidad les empezó a fastidiar. Ya no les hacía gracia que corriera sin control todo el día. Tampoco es que pudiera evitarlo. Tenía hiperactividad crónica. De la antigua; de la verdadera. No de la que diagnostican hoy en día a los niños simplemente por eso, por ser niños. Sin medicamentos no dormía. Con medicamentos a veces tampoco. Mi pobre madre era la más afectada, aunque las profesoras se llevaban una buena tajada.

Cuando mis compañeros me empezaron a maltratar, luchaba contra mí misma. Tenía que encontrar la forma de dejar de ser yo. Tenía que ser fuerte y no ser más como era, pero lo pensaba un segundo y al otro estaba del otro lado de la sala, sobre una mesa o bajo de ella. Me era inevitable. No me estaba quieta. Me dolía mucho la actitud evasiva de mis compañeras y lo golpes de los que se animaban a llegar a eso. Entonces un día exploté. Corrí por la sala robándome piezas del rompecabezas de todos y arrojandolas por la ventana del segundo piso. En ese tiempo las clases consistían principalmente en aprender a trazar líneas y jugar un poco, pero yo ya sabía escribir. Como la profesora lo sabía, me castigó haciéndome escribir una carta breve de disculpa a cada uno de mis compañeros. Pasé todo el recreo sentada, escribiendo cartas sin ningún sentimiento de culpa. Todo el recreo sentada. ¿Pueden creerlo?

Entonces comencé a ser más traviesa. Era la forma de librarme del maltrato de mis compañeros, y tampoco es que me tomara demasiado esfuerzo. Yo misma le recomendé a la profesora castigarme haciéndome escribir. Creo que lo entendió, porque lloró un poco. Me dijo que no era bueno que me aislara, pero de todas formas me castigó cada vez que yo lo quería. A veces me preguntaba si quería ganarme un castigo, y en mi inocencia, decía que sí fingiendo molestia, como si no se notara que era un autocastigo. No era capaz de agradar a los demás; no podía quedar impune. La soledad no era castigo suficiente.

Muchos encuentran en la escritura una salida, un escape, un pasatiempo, una liberación del pensamiento… Para mí es como una isla, a la que puedo ir cada vez que me enfrento a una situación que me puede. Hoy ya soy adulta y he decidido volver a esta isla. Aquí empieza mi nueva temporada de autocastigo.

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