Algunos jóvenes escritores me piden consejo. Les digo que uno de los puntos fundamentales es no creerse un artista. No hay que tomárselo demasiado en serio ni creer que uno está inspirado. Diez por ciento de genialidad, noventa por ciento de transpiración».

Umberto Eco

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Mate Cocido 

1

—¡Este chico está descalzo! –gritó Delia.
El niño la miró extrañado mientras quitaba del labio sus mocos con la mano. Pero los mocos eran pertinaces y volvían sobre el labio superior donde parecían sentirse cómodos. Allí quedaban insinuando un bigote.
—¡Este chico está descalzo! –repitió Delia.
—¡Dejá de gritar! –Juana le reclamó.
—Mirale las patas.
Juana las miró sin ninguna expresión.
—¿Recién te diste cuenta? –se extrañó del descubrimiento de la otra mujer.
—No lo había visto antes. Acá siempre está lleno de chicos –se justificó.
—Viene descalzo hace una semana.
—¿Cómo una semana? ¿No tiene madre?
—Sí tiene. Lo que no tiene es zapatillas.
—¿Cuánto calzás, nene?
Imposible saberlo. Un pie pequeño para un niño que parecía pequeño.
—No quedan zapatillas, las dimos todas –dijo Juana.
Delia se lo quedó mirando. El niño también la miraba sin temor. Esperaba con su jarro en la mano.
—¿Qué querés? –Delia le preguntó.
—Quiere mate cocido –explicó Juana.
—Que vaya al merendero que está por su casa. Allá le van a dar.
—Quiere con azúcar. En lo de la Tota no hay azúcar hace una semana.
—¿No le bajaron?
—Nada.
—Dame tu jarro, nene –Delia le ordenó enérgica. El chico se lo acercó y dibujó una sonrisa muy pequeña.
—¿Leche?
—¡Leche! –exclamó Juana–. No hay hace una semana.
—Una semana, una semana. Todo pasa en una semana.
—Y lo que va a pasar en un mes.
—¿Querías leche, nene?
—No toma leche porque se agarra diarrea. La caga como la toma. Sólo mate cocido con mucha azúcar.
—Dulce –dijo el chico.
—¿Tu nombre?
No respondió.
—¿Sos sordo? ¿Cómo te llamás? –Delia le hablaba mientras llenaba el jarro con el mate.
—Pato.
—¿Pato o gallareta? –el niño sólo atendía cuántas cucharadas de azúcar Delia volcaba en su jarro.
—Otra –dijo.
—¿Otra qué?
—De azúcar.
—Te falta algo –pero Pato no entendía.
—Te falta decir “por favor”… decí “por-fa-vor”.
—Por favor.
—Te puse cinco.
Al nene el número no le interesaba, sólo otra cucharada de azúcar.
—Otra –reclamó.
Delia agregó otra cucharada de azúcar.
—¿Pan? –le preguntó. El chico movió la cabeza afirmativamente.
Pato salió del comedor y se sentó sobre un cajón a tomar el mate cocido. El pan lo guardó para la noche.
Juana barría. Delia guardaba el azúcar en una vieja lata y la lata en una vieja despensa. En realidad, un mueble que se usaba como despensa. No evitaba ni lauchas ni cucarachas. Las latas ayudaban a que las lauchas no se comieran todo y los bichos infectaran la comida con sus eses.
Delia salió al patio de tierra. La tierra estaba reseca. No había llovido en una semana y el calor era intenso. Desde allí podía observar la calle y al niño sentado tomando su mate cocido.
—¿Qué edad tiene ese nene? –preguntó.
—Creo que doce. Creo, no sé bien –respondió Juana.
—Qué chiquito que es, qué flaquito.
—Bajo peso.
—Parece de ocho.
—El hambre te hace chiquito.
—A mí me hace gorda.
—De tanto fideo. 

2

Las moscas danzaban alrededor del niño; Pato era indiferente a su vuelo. Tomaba el mate cocido y lo revolvía con un palito. Una ramita seca que recogió del piso. Lo revolvía con indiferencia, como quien no quiere la cosa, pero sucede de todos modos. Mirando a cualquier lugar como ausente.
El pan para la noche. Dormir con el estómago vacío era difícil. Chillaba el estómago. Crujían las tripas. Se retorcían. A esa desgracia no se acostumbraba.
Llevar una desgracia a cuestas se puede, pero no crea hábito, crea una corteza sangre adentro. De niño a hombre, la desgracia lo hace áspero por dentro, rugoso como la cáscara de los árboles, pero no es que al hombre le gusta, para nada. Fastidia y cansa. Otras veces, mata. O lleva unas muertes de regalo como recordatorios y las esparce por todos lados y al que le toca le toca. Así es la desgracia.
Los últimos meses el hambre estaba por todos lados. A donde se iba había hambre. El hambre no cedía y tampoco el calor menguaba. El hambre y el calor son mala yunta, resecan a la gente por dentro y la ponen nerviosa por fuera.
Pato terminó el mate cocido y salió disparado en dirección a su casilla. No iba a entrar. El calor allí era insoportable. La chapa recalentada por el sol disecaba hasta las moscas que volaban atontadas chocándose entre ellas.
—¡Dios mío! ¡Qué calor que hace! –se quejaban las viejas sentadas a la puerta de las casillas.
—Rece para que llueva –dijo una que no tenía ningún diente y la saliva se le escapaba sin darse cuenta.
—Rezo para tantas cosas que no hay santo que alcance. ¿Hay agua?
—Yo no bebería.
—¿Voy a morir de sed?
—Yo no bebería –la vieja desdentada miraba la botellita como si viera al diablo.
El agua limpia siempre escaseaba. La que había abundaba en parásitos que esperaban eternos su oportunidad de infectar a la gente.
Los hombres no tomaban agua, tomaban cerveza fría. En la esquina del boliche que también vendía merca. En grupo o a solas, tras un árbol o el fondo de una casucha, mirando a la calle donde el calor subía dibujando una espiral deforme.
La cerveza era motivo de buenas grescas. Las mujeres chillaban porque había prioridades.
La madre de Pato, Gladys, chillaba como ninguna. Su voz aguda se oía a varios metros de distancia. Cuando Pato la oía enfilaba para otro lado. Al lado del grito llegaba el coscorrón siempre certero.
Discutía con el hombre con el que convivía. Lo conocían por “Román” porque según él era igual a Riquelme. Pero no se parecía en nada. No era el padre de Pato, pero sí de los otros.
Ella le recriminaba:
—¿Tené plata pa’ cerveza, pero no pa’la leche de los chicos?
—Y qué hay… –gritaba el hombre que siempre tenía una excusa a mano.
—¿Cómo y que hay? ¿Los chicos no toman leche y vo’ tomá cerveza?
Así empezaba la gresca que terminaba mal. Palabras, palabrotas, gritos, golpes y a la calle a empujones.
—¡No vuelvas más, hijo de puta! –gritaba la mujer indignada. Pero el hombre regresaba a la madrugada. Meterse en la cama era asunto difícil, pero solía lograrlo a empujones.
—¿Y ahora qué queré? –la mujer despatarrada preguntaba al quinto empujón.
—Dormir, qué va’cer.
—Dormí y no jodás con tu coso que los chicos escuchan.
El hombre se resignó y se durmió al instante. Roncaba como un animal moribundo. 

3

En la noche el calor se condensaba sobre los cuerpos y cada uno se revolcaba para algún lado buscando el sosiego de un fresco imposible. El sudor tampoco los dejaba en paz, se juntaba en todos los pliegues y con la mugre se pegaba como la sombra al cuerpo.
¡Los mosquitos, madre santa! ¡Los mosquitos! Estaban rezongando toda la noche con sus cornetas dale dar vueltas a los pabellones de las orejas que se hinchaban de los manotazos que se daban tratando de matar a algunos de esos infernales insectos chupasangres.
Ya estaba amanecido. La luz entraba por todos los agujeros de las chapas. Se veía la claridad entrando por los hoyos en línea recta al piso de tierra que se llenaba de lunares.
—¡Levantate che! –Gladys sacudía al falso Riquelme, pero el falso Riquelme estaba en el mejor de los sueños.
Los niños empezaban a llorar en orden, de menor a mayor. El coro final era estrepitoso. Cada uno gritaba pidiendo algo que Gladys no quería ni oír.
Pato estaba afuera desde hacía un buen rato. Afuera había algo de aire todavía porque el sol no se había alzado por encima del chaperio recalentando la casucha y resecando la tierra.
Gladys gritó malhumorada:
—Por amor de Dios, levantate vago e’mierda. Hace algo útil, queré.
“Román” roncaba como si no hubiera nadie a su alrededor o como si el llanto de los críos sólo fuera cumbia. O cuarteto, porque eran cuatro los mocosos que lloraban a los gritos con la misma energía que la Mona.
¡Leche! ¡Leche! ¡Leche! ¡Leche! Gritaban de a uno y luego todos juntos cosas que nadie entendía.
Gladys hacía como que ya no los escuchaba y sólo sacudía a “Román” para que se levantara y fuera por la jarra de mate cocido que la Tota preparaba muy de madrugada.
—Andá a buscar el mate lo de Tota.
—¡Decile al Pato que vaya! ¡Ejá e’joder, che! ¡No podé ver a alguien descansar!
—De qué mierda descansá si no hacé un carajo en todo el día.
—Que vaya el Pato a buscar el mate, que vaya.
—E’ muy pesada la jarra.
—Que se haga macho o te va a salir maricón.
—Maricón será tu hermano.
—A él le gusta ir y venir de la vieja esa. La vieja le da galleta que el desgraciado se come mientras se llega con la jarra.
—Pero no seas jodido, che. El otro día se quemó con el mate. La jarra no tiene manija.
—Se la volcó por comerse galleta el sólo. De jodido se quemó. Dios le dio castigo por angurria.
—Qué sabé vo’, qué sabé… está todo roto el camino, no queda calle buena y el chico viene con el jarro sin manija que quema y por eso se lo volcó y quemó la barriga.
—Las bolas se quemó el boludo, te va a quedar inútil.
—Se va a parecer a vo’.
—Yo no soy el padre. Ni vos sabés con quién lo hiciste a ese pendejo.
—No empecés porque te saco del forro del culo a la calle y no te dejo volver más.
Riquelme se revolcó en la cama y no volvió a hablar, conocía esa queja desde hacía años. Él siempre volvía.
Siguió durmiendo y Pato fue a buscar la jarra con el mate cocido. 

4

Pato aborrecía a “Román”. Pero en silencio.
Era de hablar poco. Aprendió a estar callado y andar como si en realidad fuera mudo y no estuviera nunca presente.
El falso Riquelme quería que le diga padre, para humillarlo. Quería que le dijera “papá”. Pero no había forma de que Paco accediera a ese capricho.
—Qué va’ser padre este borracho –murmuraba entre dientes.
Que “Román” no era el padre lo sabía. O se había enterado un día en que los reproches revoloteaban la casilla dándose contra las chapas golpes que dejaban una extraña mancha oscura. Eran negros, como los heraldos de las malas noticias.
Cuando “Román” le ponía la mano encima Pato le gritaba con odio:
—¡Qué pegá! ¡Qué pegá! ¡No so’ mi padre, vo’!
Entonces lo garroteaba Gladys.
—¡Yo soy tu madre, pendejo! Y te pego lo que se me da la gana.
Y lo azotaba con ganas. A mano limpia le daba o usaba una varita fina que dejaba su marca por las piernas.
Así que Pato sabía cuidarse de expresar su odio contra el falso Riquelme.
No era negocio desafiar a Gladys. Cuando lo hacía, cuando la desafiaba por ese o por otro asunto, le tocaba una porción de la bronca que ella acumulaba desde hacía tiempo. Broncas de todo tipo que salían cada tanto por los puños. Y cuando salían por su boca lo hacían como las malas palabras que pronuncian las ánimas de condenados ardiendo en el infierno de la furia. Gladys, en el momento de insultar, no se olvidaba de nada ni de nadie. Y puteaba con esa voz chillona que podía ensordecer a cualquiera.
—¡Porquería! –le gritaba a Pato señalándolo con su dedo índice–. ¡Porquería! ¡Ni Dios te quiere a vo’ hijo de la desgracia!
Las viejas le reprochaban ese grito.
—¡Dios quiere a todos sus hijos! –la corregían–. Incluso a este borrego. –Y lo acariciaban como a un becerro antes del degüello.
—Dios quiere a todos sus hijos, Gladys. –Pero a Gladys eso no la conmovía.
—¡Si yo hablara! –amenazaba confesarse– ¡si yo hablara!, este pendejo desaparecería de mi vista para siempre. ¡El regalo que me hicieron! –Y ahí quedaba el asunto. Nadie quería que ella hablara del “regalo que me hicieron”.
Pato veía que, cuando Gladys gritaba “el regalo que me hicieron”, se tomaba el vientre con las dos manos. Y a pesar de que estaba flaca, piel y hueso, hueso y cuero porque la piel se le puso oscura y dura y los tejidos no tenían capacidad de ponerse flácidos, mientras apretaba las piernas con rabia se le inflaba el bajo vientre, pero era hinchazón de bronca, si hasta parecía que se había tragado un globito que se le alojó por encima de la vejiga.
Eso ocurría cuando gritaba “el regalo que me hicieron”. Luego se daba vuelta llorando y se iba para cualquier lugar.
Él aprendió a mirar a Gladys y a reconocer cuando un recuerdo se le metía entre el pellejo y los huesos. Y ahí se encontraba él, acurrucado, desprotegido. Siempre entre el pellejo y el hueso como un suceso que no debe ser revelado. 

5

Pasó tanto tiempo (o no tanto, pero eso parecía) que a Gladys le llegaba el recuerdo desde el fondo de un sueño o de una ilusión. A veces se le presentaba la madre muerta y le agarraba el corazón con una mano y lo estrujaba hasta aplastarlo. Y detrás de la madre el viejo asqueroso siempre riendo como un pelele.
Entonces recordaba:
—Ma, “el viejo asqueroso me mira cuando me baño”. Pero la madre no prestaba atención a lo que su hija decía.
—Han de ser pretensiones tuyas, que va andar el abuelo mirando.
—Cuando veo su ojo me quedo dura. Me tapo como puedo. Él me mira la cosa, lo veo.
—¿Y por dónde te mira el viejo?
—Por la hendija de la puerta del baño, la de la puerta ¿vio?, la que hizo el hermano jodiendo con la lezna, del lado de la manija.
—¿Y por ese aujerito de nada qué te mira?
—Me mira mi cosa.
—¿Te mira la cosa?
—Y se está tieso, no respira, está como el que tiene fiebre, suda.
—¿Y por ese aujero de mierda vos le ves la sudada?
—La huelo. Es hediondo. Se huele. Yo le huelo el olor que le sale de la entrepierna. Vos no me crees, pero el abuelo me mira la cosa, todo el tiempo. Se relame como los perros.
—Sos la nieta, te mirará de cariño.
—No me mira como abuelo, me mira como hombre.
—Ejá’e joder, mi’ja. Imaginás cosas porque vos debés de andar caliente con algún macho y ves todo con ojos de hembra en celo. Vo’menstruaste demasiado pronto. Eso pasa. De seguro que eso pasa. Y con la sangre que te sale por la cosa te vienen las ganas de que te entre por ahí mismo el diablo.
—¡Vos no me crees!
—¡Pobre viejo! Decís barbaridades de él porque vo’no querés familia, querés machito. Si habré visto pendejas como vos. Si habré visto…
—A mí me da miedo.
—Andan calentando tipos y después se hacen las santas.
—Yo no caliento a nadie.
—Todas dicen lo mismo.
La mirada del viejo la despertaba en la medianoche. Llegaba de algún lado que Gladys no sabía descifrar. Pero llegaba y se le metía entre las sábanas. Sudaba junto a ella, le pasaba su olor por el cuerpito y la dejaba envuelta en ese perfume a roña y esperma.
Olor a letrina donde el aire se abomba y el ruido de unas burbujas asciende desde el pozo ciego echando una espuma negra que deja su marca a medida que sube.
Si iba de compras, ahí estaba la mirada, siguiéndole el movimiento a los glúteos hasta el tobillo donde se estacionaba un rato y volvía ascender buscando la entrepierna.
A todos lados, la mirada. A todos lados ese mismo olor de la piel vieja que chorreaba sudor desde el vientre a las rodillas.
Cuando la agarró esa noche Gladys no pudo ni moverse, quedó paralizada. Él viejo le lamió el cuello y le apretó los pequeños senos con violencia. La penetró mientras bisbiseaba unas asquerosidades que se desprendían de su lengua llena de pasta de tabaco y vino tinto.
Ese murmullo lúbrico no se lo pudo despegar de su oreja ni en años. “Amor”, le decía “ternurita: mi regalo te lo dejo adentro” y repitió esas mismas palabras hasta que eyaculó un jugo negro, espeso y caliente. 

6

Se apretó el embarazo hasta que no pudo más. No podía ni respirar de lo que ajustó la faja para disimular el vientre que crecía. Hasta que no pudo más.
Cuando se hizo evidente la madre posó por sorprendida.
—¿Y de qué te ha crecido la panza de ese modo? –le dijo cínica y provocadora–. ¿Está al parir o me engaña su apariencia?
—Es el regalo que me hizo ese viejo de mierda.
—Ya te dije que no mientas de tu abuelo. Él es buen hombre y te ha criado a falta de padre.
—Es un degenerado y no quiero este coso que tengo dentro.
—Haberlo pensado antes. Te gustó que te hicieran la cosa y ahora chillás como chancha al parir. Joderse m’hijita. Joderse.
—¡No quiero esta porquería! Me lo quiero sacar.
—¡Crimen! Eso es cosa del diablo, ¿so’ asesina vo’? Dios no lo permita. En mi casa no vive abortera. Si es abortera, de patitas a la calle. ¿Por qué ha de matar criaturita? ¿Para seguir putaneando por’ai?
—De tu casa echás a tu hija porque no quiere tener esta porquería adentro, pero vive un viejo degenerado, un violador y vo’le haces la comidita.
—¡No quiero oír más del asunto! –le gritó y la sacó carpiendo de un empujón–. No voy a escuchar más mentiras de abortera. Y ni sueñes che que te voy a criar el pendejo. ¡Joderse! Antes de hacer la cosa hubiera pensado. Buscá al padre y que te lo cuide el que te lo hizo.
—¡Ya te dije que fue ese viejo asqueroso!
—¡Acabáramos! O se calla o se va. A la calle. No quiero volver a oír sus mentiras.
—Acá no me voy a quedar.
—Tonce’agarrá la puerta y a la calle. ¡Afuera! ¡No quiero puta en la casa! Y dejá todo porque todo lo que tenés lo compró el “viejo asqueroso” con su platita. Vamo’a ver cómo te la arreglás cuando tengas que andar sola por el mundo
A la calle. Sin otra propiedad que la soledad.
A la calle. Una mano atrás, otra adelante y el sol de frente. Nada que ponerse, nada que comer.
Se las arregló como pudo. Trabajó hasta el parto cuidando una anciana. Techo, comida y algún pesito de vez en cuando.
Parió en la Sardá. “Varón”, le dijeron. “Trestrescientos”, le dijeron. “Lindo niño”, le dijeron.
Lo pusieron al pecho para que succionara la teta. Resistió sin explicar, pero el mundo tiene sus mandatos y se lo hicieron cumplir sin preguntar razones.
Cuando amamantaba miraba para otro lado. Dejaba que la mirada se fuera de ahí para allá buscando un santo al que rezarle, pero los santos se escabullían entre las iridiscencias multicolores de un árbol con forma de libro abierto que se dejaba ver por la ventana de la sala.
Cuando salió del hospital estuvo más sola que nunca. Cargando un niño que a veces odiaba y otras lo ignoraba. ¿Amarlo? Era preferible esperar la muerte. “Cómo voy a querer este coso”, se repetía y no por consolarse. 

7

“A todo se acostumbra, una”, pensaba. A lo bueno y a lo maldito. A lo que es un tanto bueno y un tanto maldito, como ese niño.
“Pato”, se dijo para sí, los labios tiesos. “Se va a llamar Pato”. Un animalito.
Cuando pronunciaba ese nombre le temblaban los huesos. Es raro el temblor de huesos. Los viejos tiemblan sus huesos, pero no se dan cuenta porque están atentos a la muerte y la esquivan entre gemidos de viejos. “Ay, ay, ay”, gimen y luego se dormitan cansados de escuchar siempre la misma musiquita con que se presenta la muerte.
—¿Patricio? –preguntó el empleado del registro sin quitarle la vista de encima al niño recién nacido.
—No Patricio, Pato.
—No existe el nombre “Pato”. ¿Quiere llamarle “Patricio”?
—No. Quiero llamarlo Pato.
—Puede llamarlo como quiera, pero tiene que anotarlo con un nombre de verdad.
¿Acaso “Pato” no era un nombre de verdad?
—No existe el nombre Pato –el empleado se mostraba molesto por la discusión. Gladys hacía como que no lo oía e insistía con el nombre.
El empleado le pidió sus documentos. ¿Los tenía? No estaba segura. Revolvió como pudo una bolsita llena de papeles. Su boca apretó las palabras y los ojos las lágrimas. El empleado murmuró “lo único que me falta”. Lo dijo por las lágrimas que asomaban en los ojos de Gladys.
Si una madre lloraba era culpa del empleado. Ya vendría su jefe a gritarle “¡hay que tratar muy bien a las mamás!” para luego marcharse por donde vino bien satisfecho de haber gritado por lo menos una vez al día.
Pero sólo se trataba de un nombre equivocado y una muchacha que no tenía documentos.
—Mamá, ¿tiene documentos? –preguntó el empleado disimulando su enojo.
—Cómo no he de tener –mintió–. Lo olvidé en la mesita al lado de la cama.
—Vaya y vuelva. Y en el camino piense otro nombre.
No tenía por qué pensar en otro nombre. Ya estaba elegido. No iba a llamarlo “Patricio”, sólo “Pato”. “Pato” era más apropiado. No iba a llamarlo como quería ese empleado flacucho y desgarbado que la miraba peor que el viejo asqueroso (maldito viejo), porque no la miraba con deseo sino con bronca.
Además, estaba segura, al empleado no le gustaban los bebés y de seguro odiaba a los patos. O peor aún.
Gladys dijo que iría a buscar sus documentos y que volvería. Pero no regresó. Salió de la oficina y se fue a la calle sin rumbo. ¿Y a dónde podría ir? Suspiró entre asustada y resignada.
Volvió donde la anciana. Allí estuvo un tiempito sin que la vieja mujer se percatara del todo de la presencia de Gladys y de Pato. Cada tanto preguntaba “¿quién sos vos?” y Gladys le explicaba con paciencia quién era y por qué cuidaba de ella. Del bebé no decía ni media palabra, la anciana lo tomaba por un muñeco que hacía morisquetas al que no quería tocar por ninguna razón.
Cuando Gladys conoció a “Riquelme” (decía el hombre de su parecido con Riquelme, pero Gladys no podía ubicar ese rostro en otro cuerpo que no fuera de aquel hombre pobre y algo desarrapado), se fue a vivir con él a un rancho que tenía por González Catán.

González Catán a veces era verde, otras veces gris y también podía ser negro como si echaran un manto negro sobre la pobreza.
Algo de celeste siempre se subía a los árboles raleados a la vera de la tres que rugía cruzada por una jauría metálicamente enloquecida.
Al fondo, a la derecha de la ruta, pero bien al fondo, donde el viento cambiaba todas las cosas de color y de perfumes estaba la casilla. Donde la infancia transcurría sin necesidad de alzar la vista al cielo buscando mensajes; ahí estaba la casilla erigida sin remordimiento, escuálida como sus dueños.
Chapa y madera y algo de pintura. La construyó “Román” hacía unos años cuando aún permanecía soltero.
Poco de pintura. Ralas pinceladas, ocasionales, de un color y otro, alejadas unas de otras para dar el aspecto de que no se quería pintar, pero no quedó más remedio.
Un número en la puerta suponía la dirección exacta.
En las noches lucía una luz al frente para avisar que adentro había gente. Hombre. Mujer. Niños. Y Pato, al que se trataba como a un animalito, una mascota de colores terrosos con cierto aire infantil por el que a veces se sentía alguna consideración y otras no.
Pato era la excepción a todas las cosas que se nombraban en la casilla.
La palabra “niños” no incluía a Pato que era el acertijo de una sombra, de una ceniza, o un costal famélico que se podía dejar a un lado sin demasiadas preocupaciones.
Cada tanto, cuando él se quería hacer notar por algo, fuera por hambre, por sueño o sólo por berrinche, volvía Gladys con su recitado “el regalo que me hicieron”, se tomaba el bajo vientre con las dos manos, y dentro de la casilla volaba un murciélago de color acerado que golpeaba la cabecita de Pato con el borde afilado de una uña invisible.
Pato y dos medios hermanos dormían en una especie de catre. Se trataba de maderas apoyadas en una estructura de metal oxidado. Cáscaras de chatarras abrazadas con alambre y que soportaban el peso de esos tres cuerpitos enclenques.
La cabeza de Pato estaba en dirección a la puerta de entrada. Los dos medios hermanos descansaban sus cabezas del lado opuesto. El pobrecito soportaba los pies de los niños metidos casi en sus narices.
El chapón por encima que hacía de techo, descubría unas perforaciones por donde entraba la luna que se quedaba blanca en la cama gris donde dormían los tres cubiertos con unos harapos de manta vieja.
La cama estaba llena de olores agrios. Casi los mismos que inundaban la casa.
Los olores maduraban en un basural a algunos cientos de metros de la casilla. Allí, cuando el calor se hacía sentir, el hedor se metía hasta bajo las uñas y no había muchas maneras de quitarlo del cuerpo. Y mucho menos de la cama donde se estacionaba para quedarse y sólo la helada del invierno precipitada sobre ese mismo chapón agujereado, dispersaba el mal olor expulsándolo por una minúscula ventanita que daba al terreno vecino donde los malos olores pasaban desapercibidos. 

8

Pero había un olor que a Pato lo desesperaba. Era un olor baldío y ruinoso.
No era el olor del basural ni el perfume agrio madurado en los sueños de los tres niños entra la manta y el cotín roñoso. Era el olor del vino en la boca sucia de “Román”.
Saliva bordó y pasta de cigarrito barato producían ese perfume hediondo que entraba por la nariz de Pato directo a las emociones en su cerebro. Podía hasta oír ese olor que sonaba como el quejido de un ave moribunda a la que pelaban pluma a pluma sólo por darle tormento antes de cortarle las alas desesperadamente.
Los olores del tabaco y del vino maridaban en la casa y se hacían una trenza de dura corteza rugosa. Áspera y quemante envolvía a Pato de pies a cabeza sin que él niño pudiera desprenderse de ella.
Luchaba contra ese olor que lo embrollaba como luchan los ángeles contra los demonios. Pero la suerte le escaseaba en esas oportunidades y quedaba atrapado, como lisiado quedaba esperando que el olor cerrara sus nudos y lo dejara amortajado e indefenso.
Pato sabía que, cuando “Román” tomaba cerveza se ponía alegre, pero cuando tomaba vino se ponía maldito.
No siempre cualquiera se acostumbra a las cosas malas. Gladys así lo creía, pero Pato, no. Él esperaba que las cosas malas desaparecieran de alguna manera de su vida. Tal vez un santo rojo como el Gauchito o uno azul como el del rayo azul que le enseñó una vieja, o uno invisible. Si no fuera santo que fuera diablo, no importaba.
Diablo rojo, diablo blanco, diablo negro, importaba menos que color tuviera, pero quitarse la maldad esa que lo envolvía hasta asfixiarlo era lo que deseaba.
Todas las desgracias eran cosas del alcohol barato. Gladys vio que “Román” hasta podía tomarse el alcohol puro. Como estaban más pobres que de costumbre hacía mucho que no llevaba una botellita de alcohol puro a la casa. Pero si había, “Román” podía beberla como agua.
Con el alcohol puro llegaban unos monstruos que rodeaban la casilla durante horas y el hombre hasta se orinaba encima del espanto. Pero con el tetra, a “Román” se le llenaban los puños de golpes y la boca de insultos.
—¡Pendejo de mierda! ¡Andá buscá un tetra! –así empezaba siempre la cosa. Y nada de repetir la orden. “¡Pendejo de mierda! ¡Andá buscá un tetra!” Era suficiente para que Pato saliera maldiciendo en dirección al kiosco donde el dueño se quejaba porque “Román” tardaba en pagarla lo que le debía.
Mientras Pato iba y venía con el tetra de tinto, “Román” se quedaba sentado a una mesa roñosa y destartalada que soportaba como podía sus golpes.
¡Tetra! ¡Tetra! ¡Tetra! Se oía a repetición desde la casilla hacia los lindes del terreno.
Aveces, Pato, apenas empezaba a llenarse la casilla con ese tufo, estaba a tiempo de escabullirse, aunque no siempre tenía esa suerte.
Escapaba aprovechando que Gladys salía a arrojar agua sucia al terreno. Cuando quedaba atrapado porque la misma Gladys le cerraba el camino o porque “Román” se paraba justo en la puerta para impedir que huyera, venía la golpiza.
El aliento del hombre se hacía más espeso, la mirada fría e indiferente de alguien que pega con oficio de golpeador de niños y mujeres. De su boca sucia salían muchos insultos que el niño no alcanzaba a comprender. Pato se acurrucaba donde podía.
Debió haber gritado esa y otras muchas veces mientras el falso Riquelme lo castigaba. Pero no le salía ni un gritito cuando lo azotaba. Quedaba mudo, paralítico de pies a cabeza. Pequeña momia indefensa.
Quería alzar los brazos para protegerse, pero los brazos hacían lo que les venía en ganas. O se quedaban tiesos o revoloteaban como pajarracos inútilmente.
Sólo cerraba los ojos como si al no ver los golpes hicieran menos estragos en su cuerpito.
Luego de la paliza al “pendejo de mierda”, de recriminarle que nunca “quiere padre porque es guacho nacido de mujer puta”, la golpiza llegaba a Gladys. “Román” estaba convencido que ella se lo merecía.
La última vez que golpeó a Gladys fue que Pato se juró que mataría a “Román” de alguna manera.
Y Pato no era niño de jurar en vano. 

9

—¿Otra vez ese pobre chico cargando la olla de mate cocido? –una vieja larga y flaca dijo mezclando pregunta y protesta. Seguía con la mirada el paso de Pato tambaleando con su jarra de mate cocido bien caliente.
—Mireló doña, ¡se va a volve’a quemar! –exclamó.
—Castigo de Dios será –dijo enojada otra vieja petisa que daba pequeños saltitos para hablarle al oído a la comadre.
—¡Pobrecito! No le desee maldad que es niño todavía.
—¿Pobrecito? No crea, doña. Anda con mala yunta. ¿No ve que se junta con el “Piraña”?
—Cosa e’chicos, seguramente –lo justificó la vieja flaca.
—Si fuera mi’jo yo ya lo hubiera enderezado. Hay que corregirlos antes de que se echen a perder. Yo le dije a la Gladys “mira querida que la fruta podrida echa a perder la cosecha”.
La vieja petisa no le mezquinaba la mirada a Pato que se alejaba lentamente.
Luego agregó:
—Va a terminar mal porque los que andan torcidos terminan torcidos. Dios le va a echar castigo.
—¡No tiene padre el pobrecito! ¿No es bastante castigo?
—¿Vio? Ese chico tiene el pecado encima. Dicen que es hijo de violación.
—Así dicen las de allá –señaló la vieja flaca a ninguna parte porque “allá” no había nadie que conociera a Gladys. –Un viejo degenerado que dicen era el propio abuelo.
—¡Se da cuenta, doña! El hombre huele una cosita joven y ya ni sabe cómo comportarse. No respeta ni a la nieta. Es como el perro, vio. Tocándose todo el día. Solo anda pensando en eso –la petisa se persignó varias veces–. El hombre agarra la mujer que quiere y la echa a perder. Todos son iguales, doña. Le agarra ganas con una y va y la manosea y luego le hace un hijo y se va atrás de otra. De siempre esto ha sido así. La mujer no tiene de qué quejarse si encuentra uno que la mantenga.
—Como es hijo ajeno el “Román” no quiere al chico que nació de un degeneramiento. Por eso le pega seguido, porque es un degeneramiento.
—Pero el “Román” chupa. Chupa y es muy mano larga.
—Sí, pega, Gladys me lo ha dicho llorando.
—No hace ni falta que lo diga. ¿No escucha usté’ los gritos? Al niño le da con cinto y trompada. Yo le he visto.
—Un día va a morir alguien por tanto golpe.
—El vino hace malo hasta al hombre más bueno –la vieja petisa se lamentó.
—Si lo sabrá usté’que lo tuvo al Cholo tanto tiempo de borracho.
—Hasta que murió de cirrosis, pobrecito. Lo maldije tantas veces, pero cuando se murió lo lloré muchos días. Una se acostumbra a todo y después extraña hasta las cosas malas. ¿No le pasó?
—Para nada. Desde que murió mi marido ando bien solita –dijo la vieja flaca.
—Yo extrañaba. Hasta que una noche el tipo se me apareció en la cama. Estaba frío y quería tocarme. Yo ya no estoy para eso. Estoy vieja y no busco consuelo. Entonces lo eché. Le dije “no vengas más” pero él me pedía por favor, me rogaba y ponía carita de santo. Me decía “quereme un poquito, dejame otro rato”, como cuando estaba vivo. Cuando estaba sin trabajo siempre quería “otro rato” para meterse en la cama, no importaba la hora.
—El hombre que no trabaja no tiene obligación. No cocina. No lava. Así que piensa en eso o se hace borracho.
—El hombre disfruta y la mujer trabaja. A una le tocan todos los trabajos. Encima te llenan de hijos. Después andá a hacer que te limpien un plato. Vagos de mierda.
—Ellos mandan. ¿Qué puede hacer una? Siempre sola y tan pobre. El hombre siempre hace lo que quiere y una, lo que puede. 

10

El “Piraña” era cosa seria. Petiso, dientudo y patizambo. Resbaloso como “peje en el agua”, diría la vieja flaca y larga. Ella nunca se entrometía con él porque le temía. Prefería creerlo niño antes que enano. Pero no era ni tan grande como se creía ni tan niño como él se presentaba. Estaba a mitad camino entre una infancia tardía y una adolescencia precoz.
La vieja petisa lo conocía de sobra. “Viscoso, viscoso”. Así lo creía.
—Es un diablo escondido en un cuerpo de niño –decía y creía en lo que afirmaba.
Lo tenía a la vista y no le dejaba de echar el ojo cuando podía. Le desconfiaba sinceramente.
Por la ventana de su casilla veía el patio donde el “Piraña” apilaba la mugre que juntaba con un carrito. Pero su negocio no era el cartoneo. Cirujeaba, por supuesto. Siempre se pescaba algo que se podía vender y un peso nunca estaba de más.
Él vendía armas que le pasaba la yuta. El choreo necesitaba “fierro y munición”. Choreo pequeño, nada grande. La yuta, la pesada la reservaba para banda organizada. Pero el pequeño ladrón se podía abastecer con el “Piraña” quien siempre estaba bien provisto. Y el precio no era exagerado.
Pato le pidió un veintidós.
—¿Y pa’ qué queré vo’ un veintidó?
—Pa’ matar al “Román”.
—¿De enserio?
—Claro. De enserio. Me tiene podrido ese hijo de puta.
“Piraña” lo pensó muchas veces. Muchas.
—¿Y por qué le querés matar?
—Porque le pega a mi vieja. Le da cada viaraza que la deja arruinada.
—¿Y a vo’no te pega?
—Me caga a palos. Siempre. Un día me va a romper los huesos y me voy a morir de tanto golpe. Pero antes lo mato yo. Hijo de puta.
“Piraña” pensaba que el castigo era merecido. ¡Si le habían pegado hasta dejarlo chueco! Pero él se rajó, no mató al “chabón de mierda ese” que andaba con su madre.
“Piraña” y Pato se hicieron un tanto compinche.
—¿Sabé’ cómo te dicen a vo’ en el barrio? –“Piraña” le preguntó con picardía.
—Pato.
—No. “Mate Cocido” te dicen.
—¡Qué boludos!
—Que siempre andas con la jarra de mate cocido. Y te cagá quemando.
—¿Y sabé cómo te dicen a vo’ las viejas? “Chuqui” te dicen, como el muñeco maldito.
“Piraña” soltó una carcajada.
—¡Chuqui! Ta’ güeno. Pero soy “Piraña” porque ando pirañeando. Vo’ tendría que venir a pirañear un poco un día. Dejá ese boludo de “Román” que te caga a palos. Si ni siquiera es tu viejo. ¿Por qué no te va’ a la mierda? Capa’ que lo matás y terminás en el reformatorio.
—¿Y qué tiene?
—Y que ahí te van a culear desde que entrá hasta que te vas. Mejor vamo’ a chorear un par de día y te la rebuscá por ahí.
—¿Y mi vieja? ¿Queré que la deje para que la siga cagando a palos?
—Y si a vo’ tu vieja ni te cuida. Deja que el chabón te dé con el cinto.
—Y trompada.
—Es el macho de tu vieja. ¿Qué tiene que ver con vo’?
Pato se quedó pensando. “Piraña” lo miraba de costado.
—¿Qué pensá boludo?
—¿Y mis hermanos?
“Piraña” no había pensado en ese asunto. 

11

El arma era pequeña. Hasta pasaba por un juguete. En la mano de Pato parecía enorme. Pero no lo era.
Pequeña, algo oxidada, apenas pavonada, no infundía temor. Por lo menos no a él.
Un revólver calibre 22 con su carga completa. Seis lustrosas balas que parecían tan pequeñas.
Cobre y zinc.
Base, reborde, garganta.
Cuerpo.
Garganta, cuello, boca.
Pólvora y plomo. Bala.
Cobre y zinc y plomo.
Muerte. Así de simple.
Y todo parecía tan pequeño y tan fácil. Una minúscula muerte en un pedacito de plomo casi insignificante.
Óxido de hierro negro sobre la mano sucia. Bien aferrada para que no se escabulle.
El “Piraña” le dijo mirándolo a los ojos:
—Si sacá el arma es pa’ usarla. Si no, no saqué nada.
Pato la escondió entre su ropa. ¿Por qué no habría de usarla?
Llegó a casilla. Los medio hermanos lloraban a coro. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Lágrimas. Mocos. Lágrimas. Mocos.
Gladys amasaba sobre una tabla. Haría pan, seguramente.
“Román” estaba sentado a la vieja y destartalada mesa. El tetrabrik estaba medio lleno. O medio vacío. El hombre estaba algo borracho. O lo suficiente. Pato no podía saberlo. ¿Ese tetra era el primero, el segundo, el tercero?
Junto al tetra, un fragmento de un caño galvanizado se aplastaba orondo sobre la vieja mesa. Cada tanto, “Román” lo acariciaba como si en vez de fierro fuera un animal sereno que esperaba esos mimos.
—¿De dónde vení, pendejo? –preguntó sin mirarlo, como si le preguntara a alguien que estaba ausente desde hacía mucho.
Pato guardó silencio.
Pensó: “qué carajo te importa, gato”. Pero no lo dijo. Mantuvo su boca cerrada.
—Te pregunté de dónde vení, pendejo.
Gladys miró donde “Román”. Dejó de amasar. Se apoyó en la tabla, las manos blancas de harina.
—¡Dejá en paz al chico! –gritó.
“Román” volteó y la miró a los ojos. Tenía los suyos rojos de ira.
—¿A quién le gritá, puta?
—No insulté, no insulté que están los chicos.
—Entonces callate –le ordenó “Román” que volvió la vista donde Pato.
—Callate vo’, guarango, callete vo’ –replicó Gladys dispuesta discutir con el hombre.
—Que so’ahora, ¿la defensora de pendejos?
—¡Soy la madre! ¿Qué decí?
—Qué madre ni qué madre. Este pendejo me mira con odio y vo’ nunca le decí nada.
—Es que vo’ no lo dejá en paz, nunca. Por eso te tomó bronca.
“Román” bebió un largo trago de tinto. Miró a Gladys y dijo:
—Debería agradecé que lo trato como si fuera mío. Porque este no es mío, te lo hicieron a vo; no e’mi sangre.
—Vo’ no tené sangre, tené vino.
“Román” señaló a Pato y le dijo:
—Vo’ debería decirme “papi”. Darme respeto. Vo’ no tené respeto por nadie. Te crees mejor que tu’ermanos, te creés.
Pato se mantuvo en silencio. Bajó la vista para esquivar la mirada roja del hombre.
“Román” se puso de pie de un brinco. Parecía que iba a abalanzarse sobre el muchacho, pero se quedó detrás de la mesa.
—¿Y? ¿Qué perá? –reclamó.
Gladys dejó de amasar y le gritó con fuerza:
—¡Te dije que dejé’ en paz al chico! ¡No te hace nada!
—¿Y yo qué le hago? ¿Qué tené que defendé? Maricón de mierda, siempre esperando que la mami lo defienda.
—No le dejá en paz. ¡Ya estás borracho y te la agarrá con el chico!
—¿Qué borracho? ¡Yegua! ¿Qué decí? Yo no me pongo borracho. Yo tomo y no me hace nada. Qué te creés.
—Borracho de mierda…
—Callate, callate. ¿Qué decí? No ve que están lo’ chico… En ve’ de gritarme a mí decile a este pendejo que trate con respeto, que sea familia, encima que no e’mi hijo me tengo que aguantar todo esto.
Gladys golpeó la masa y un polvillo de harina voló libremente.
Pato llevó su mano al bolsillo, donde guardaba el arma. La rozó como si estuviera viva, latiendo al compás de sus propios latidos. Tal vez se distrajo por esa simbiosis de la sangre y la muerte girando dentro del alma del cañón del revólver.
O tal vez una sombra le nubló la vista.
Pero no vio venir el golpe. ¡El hombre parecía estar tan alejado! Parado tras la mesita con su tetra de tinto a la distancia de un reproche mezclado con vino.
El caño galvanizado lo impactó lleno de odio. Erizó unas virutas que se incrustaron profundo. Crujió como si rompiera una multitud de espejos que se reflejaban unos a otros.
El golpe lo derribó. Se sintió menos que un papel que arrastra el viento.
Cayó de bruces. Golpeó la boca contra el piso y se partieron sus labios. La sangre bajó desde el cabello y se juntó con la que brotaba de los labios rotos, entró en la boca, le empapó la lengua, le mojó el mentón y se escurrió por el cuello hasta el pecho.
Aferró el arma con todas sus fuerzas.
“Si sacá elarma es pa’ usarla. Si no, no saqué nada”. Piraña se lo repetía cada vez con mayor intensidad desde un recuerdo. “Si sacá el arma es pa’ usarla. Si no, no saqué nada”.
Disparar era cosa de segundos. Una fracción de tiempo insignificante. Tictac, tictac. Fuego.
Sólo tenía que tomar el arma firmemente. Con sus dos pequeñas manos. Apuntar con frialdad, jalar con fuerza el gatillo, disfrutar el vuelo helicoidal del plomo directo a un punto prefijado de ese cuerpo humano que hedía a vino barato y mugre vieja. Pero no tuvo tiempo.
Los cuatro niños que lloraban y moqueaban callaron de repente. Pato vio ese silencio que salió de un momento exacto entre dos palabras, y no pudo hacer nada. (El arma se escurrió de entre sus dedos como si fuera apenas fría arena negra mezclada con agua).
A los niños los salpicó una sangre que no supieron de dónde les llegaba. Se hicieron cuatro esfinges de un material demasiado humano y miraron absortos el nuevo golpe caer desde la altura masculina de un brazo embrutecido.
Gladys cayó entonces, la cabeza abierta de lado a lado, sobre la vieja mesa destartalada que se quebró con la consistencia de un cartón corrugado.
El caño galvanizado se volvió rojo, adquirió el color de los tejidos rotos.
Luego del golpe no hubo otro sonido; ya no se oyó ni una voz ni el dolor de un lamento. Quedó fluyendo el eco del hueso astillado.
Pato arrastró su propia sangre hasta el terreno que daba a la noche que se hacía profunda. Sintió un breve temblor que recorrió su cuerpo. Una tristeza de esas no alcanzó a distraerlo del perfume a basura que llegaba hasta él.
Un perro ladró, pero del susto, y huyó a la carrera.
Hurgó desesperadamente en su bolsillo, murmuró algo con sangre, y dejó de temblar.

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