Cuando era joven escribía mucho y borraba poco, ahora de viejo escribo poco y borro mucho.

Elías Castelnuovo, fundador del grupo BOEDO

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Ciriaco

1

Casi en la esquina, a pocas cuadras del obelisco, estaba el contenedor frente al restaurante con nombre de niño. A la mano derecha de la avenida que se abría en la noche de este a oeste, del río en dirección a los barrios suburbanos, tan extensa como oscura. La luz caía de a ratos, perezosa, entregada por el rocío a la indiferencia del asfalto.
No era la misma avenida que años atrás; la mishiadura le quitó el esplendor que lucía cuando la gente despilfarraba el dinero de piringundín en piringundín y los hombres fumaban importados mintiendo sin ingenio a las prostitutas que esperaban hacer una buena noche para llevar el mango para los hijos.
En el contenedor estaba Ciriaco, medio cuerpo dentro del bote. Un sarcófago de mugre y comida que empezaba a descomponerse lentamente. El perfume ácido ascendía mansamente.
Ciriaco buscaba qué comer para calmar el hambre de varios días.
Rasgaba las bolsas de plástico negro donde la comida sobrante era descartada. Las desgarraba con la uña del dedo índice que había dejado crecer exageradamente. También usaba esa uña para defenderse. Directo al ojo del atacante. Muchos hombres intoxicados con alcohol puro que quisieron violarlo habían recibido la brutal estocada en un ojo y algunos les había picado los dos. Por eso, varios lo buscaban para vengarse.
Separaba los desperdicios a derecha y a izquierda. Solo él sabía por qué los seleccionaba de ese modo.
Buscaba carne. Sería fiesta si la encontraba. Era raro hallarla. Un viejo ciruja, experto en el rebusque de los tachos de basura, le dijo que se la quedaban los cocineros y los mozos. Los lavacopas, en cambio, ligaban poco y nada, porque eran “el último orejón del tarro”.
Los cocineros apartaban cortes enteros para ellos que tenían que compartir con los mozos, de lo contrario los alcahueteaban a los patrones que solían ser vengativos con los que robaban carne.
No estaba solo hurgando la basura. El hambre entregaba cada noche una legión de hambrientos que salían de los lugares más extraños. Todos Ciriaco con la misma hambre. O casi el mismo, día más, día menos.
Los había viejos y no tanto, pero la mayoría eran jóvenes. Muchos con niños pequeños. También había ratas que guardaban las raciones del día. Esas no faltaban nunca a la cita. Eran puntuales y tenaces.
Una legión esperaba agazapada para el ataque. Todas al mismo tiempo salían velozmente de las alcantarillas y de otros recovecos. Cuando las ratas se lanzaban sobre el contenedor, todas las personas se retiraban. Trabajaban como un ejército disciplinado y aguerrido. Ellas, a diferencia de los humanos, estaban gordas. Orinaban y defecaban por todo el contenedor; era su manera de marcar el territorio. Con sus heces enviaban señales a otras ratas para que supieran que allí había comida para saciarse. Cuando se retiraban, volvían las personas. Los niños eran introducidos en el contenedor y buscaban hábilmente aquello que las ratas no habían devorado.

2

Lo de los niños era todo un asunto. Siempre había peleas por la comida. Niñas contra niños. No se trataba de simples empujones.
Empezaban a darse golpes sin escatimar fuerzas.
Las niñas sí que eran bravas. No solo golpeaban. Sabían morder como ratas y arañar como gatas que no están en celo y que repudian a esos gatos cargosos, que lanzan sus chillidos insoportables.
Los varones llevaban casi siempre las de perder, salvo que fueran mucho más grandes. Cuando los más pequeños eran derrotados por las mujercitas, iban en busca de sus hermanos mayores. Venían con ellos a cuestas como quien lleva el matón a cualquier parte.
Los grandulones golpeaban a las niñas hasta sangrarlas. Ellas largaban su rosario de puteadas.
—¿Alguien escucha a esas pendejas? –Algún viejo preguntaba con indignación.
Nadie insultaba como ellas. Su repertorio era completo.
—¿De dónde aprenden esas cosas?
Mejor era no preguntar.
Cuando una niña sangraba por los golpes de los grandulones, intervenían los mayores.
Los hombres se trompeaban salvajemente y las mujeres hacían lo mismo. Los que defendían a las niñas contra los que apañaban a los grandulones.
Todos lloraban, en especial las niñas que sabían llorar mientras puteaban. Los viejos maldecían y echaban gargajos. Las ratas curioseaban desde sus escondites.
El escándalo solía acabar cuando alguno quedaba tendido con la cabeza rota y su grupo se retiraba vencido, o cuando la policía de la ciudad los corría a todos liberando el contenedor que de inmediato era vaciado en un camión recolector. Allí acababa todo. Ciriaco sabía que, si no comía en su contenedor, no lo haría en otro. Cada uno al suyo. Los hambrientos se multiplicaban aquí y allá salidos de la noche espesa que los lanzaba a deambular.
Volvía a hacia Fidelia.
—¿Trajiste comida?
—Nada mama.
—No soy tu mama.
—Eso ya me lo dijiste.
—¿Comida?
—Nada.
Esa vez se ahorraba de llamarla “mama”.
—¡Estuviste boludeando! Voy a morir de hambre por tu culpa.
Todo era culpa de Ciriaco. Por su culpa, por su culpa, por su gran culpa.
El cura le rezaba de su grandísima culpa cada tanto. Le hacía la señal de la cruz y murmuraba algo que no entendía.
El cura no sabía lo que era estar en el contenedor. Sobraban los puñetazos de las niñas, sus mordidas y sus arañazos hasta que llegaban los grandotes y sacaba de los pelos a todos, y empezaban a repartir golpes como limosnas redondas que hacían sangrar las narices a borbotones.
—¡Por mí, culpa!
Se perdonaba Ciriaco a sí mismo.
Había que dormir. Hambre habrá hasta el fin de los días.
Fidelia guardaba la acera donde dormían bajo la autopista. Lo cuidaba de la manera en que no cuidaba a Ciriaco. Si otros ocupaban el puente había que deambular hasta hallar un agujero donde echarse y desde hacía meses no era tan sencillo encontrar uno para ellos dos.
Bajo la autopista se podía colgar algún nylon del alambrado y hacer una ranchada. Duraba hasta que llegaban los del 108 y los sacaban con la policía.

3

¡Qué vida tan desgraciada! -gritaba Fidelia mientras un policía la arrastraba hasta el patrullero. Ciriaco huyó, apenas vio venir a los del 108 con la policía. Era demasiado veloz y los captores, que merodeaban en nombre de la beneficencia, no tenían ningún interés en perseguirlo. No iban a correr a todos los niños que vagaban por la ciudad de aquí para allá porque no había pies que lo soportara ni pulmones que abastecieran de oxígeno suficiente para tanta persecución.
¿Cuántos niños abandonados rodaban por la ciudad? Nadie sabía cuántos. Nadie los censaba, salvo Desgracia, que no deja a nadie afuera cuando de atribular a los pobres se trata.
Desgracia se las arreglaba y muy bien para empeorar todas las cosas.
Ciriaco la conocía muy bien. Desgracia llegaba por la mañana y había que estar atento a que no se robara la frazadita que una doña la regaló para que se tapara durante las noches.
Frío o calor había que taparse de los pelos a los pies con la frazada. La cucaracha podía pasearte por encima de la manta, pero no podía meterse dentro del envoltorio en el que se refugiaba Ciriaco. Hecho un bulto parecía un cascarudo de dimensiones extraordinarias. También protegía contra las lauchas que eran muchas y muy curiosas.
Las ratas se ocupaban demasiado en atender sus asuntos, así que rara vez se entrometían con el niño.
Vestía cuatro o cinco mudas de ropas al mismo tiempo. Ciriaco era como una cebolla, capa a capa, de la más gruesa a la más fina. No se podía dejar la ropa en ningún lugar porque siempre se la robaba Desgracia. Donde fuera. Tenía la rara habilidad de encontrar cualquier cosa que se deseara ocultar.
Así que había que llevar las prendas todas puestas. Eso lo hacía parecer más robusto. De todos modos, era de contextura pequeña, casi endeble, como un tallito que el viento sur doblaba fácilmente. Ese día se distrajo. Tontamente. Miraba el cielo. Desgracia llegó por detrás. Le había echado el ojo hacía rato. Lo tomó tan desprevenido que cuando quiso manotearla para zafar de su abrazo era demasiado tarde.
—¡Dejame! – gritó.
—¿A dónde cree que va usted?
Le dijo mientras lo aprisionaba cada vez con más fuerza. Palpó las mudas de ropa y entonces ajustó el abrazo.
—¡Me está lastimando!
—Calle, mariquita. ¿Quién lo lastima?
—¡Soltame!
Luego gritó “gato”, “puto”, “gato puto”, “gato hijo de puta”.
—No soy gato, pendejo.
Desgracia sonreía satisfecha.
—Usted se me escapó muchas veces.
Ciriaco volvió a sus gritos.
—¡Gato! ¡Puto!, ¡Gato puto! ¡Gato hijo de puta!
—¿Conoce usted el “Hogar”? – preguntó Desgracia sonriendo -. Ahí lo van a poner en regla.
—¡Regla la concha de tu hermana! – gritó Ciriaco, que ya se había rendido a la fuerza del abrazo.
Desgracia lo alzó varios centímetros del suelo y lo llevó hasta el patrullero.
Los policías reían y Ciriaco los puteaba. Era buen puteador porque aprendió de las niñas que recitaban sus rosarios cuando peleaban rascando comida del contenedor de donde se alimentaban.

4

Era feo el encarcelamiento. Para nada bonito. Paredes altas, descascaradas y sucias. Mugre aquí y mugre allá. Mugre, como Desgracia, anda por todos lados.
—¿Nombre?
Silencio.
—¿¡Nombre!?
Debería haber dicho “no tengo”. O me llamo “mierda”. Pero el hombre que le preguntaba tenía cara de pocos amigos.
“Mudo”, escribió en una imaginaria gran hoja blanca que salía de la pantalla.
—¿Padres?
“¿Padres?”, él también se preguntó.
—¡Padre! ¡Madre! –gritó el hombre que se puso más gordo y colorado como a punto de reventar de la hinchazón. Rojo. Color de la sangre cuando se espesa.
Se asomó por encima de la pantalla.
—¿Usted es sordo?
Ciriaco miró hacia otro lado. No soportaba los ojos vidriosos del interrogador.
—¿Usted es sordo o idiota?
Buscaba con los ojos alguna ventana, al menos un boquete en la pared. Pero no encontraba ningún lugar por donde podría escapar. Esa no era una buena noticia.
Si respondía “sordo” lo echaba todo a perder. Si respondía “idiota” tal vez se compadeciera. Al no responder podía pasar tanto por sordo como por lelo.
Fidelia le hubiera hablado de alguna Virgen, de esas que llevaba en estampitas, escondidas en el gran corpiño para guardar sus enormes senos. Las Vírgenes de Fidelia, según ella, eran milagrosas. Justo cuando necesitaba de alguna no las tenía a mano y no recordaba el nombre de ninguna.
El hombre dictó en voz alta una orden. Alguien salió de entre las sombras y lo tomó del hombro. Lo llevó a otro cuarto donde otras personas simulaban trabajar y no se preocupaban de su presencia. Le tomaron fotos e impresiones digitales. Sus dedos quedaron negros en tinta. Se tocó la cara y también la ensució.
—Que lo aseen – dijo el hombre de color bordó asomado a la puerta del pequeño cuarto – es una mugre. Este idiota huele a meo.
—¿Es idiota? – preguntó una mujer que se pintaba las uñas.
—Parece -respondió el gordo.
—Si es idiota va al instituto donde van los tarados. No quiero lío. Después me cagan a pedos.
—Primero que se bañe.
—¿Si es idiota sabrá bañarse solo?
La mujer preguntó sin dejar de esparcir con su pincelito la espesa pintura para uñas, se pintaba con el mismo color bordó de la piel del interrogador.
Alguien lo llevó a un baño donde había muchas duchas separadas por paredes azulejadas y por puerta una gruesa lona verde hasta el piso.
—Quítese la ropa -le ordenó.
Ciriaco hizo como que no lo escuchó. El hombre dudó si era sordo, o si simplemente era idiota. O ambas cosas. Él no era un experto en reconocer a sordos e idiotas.
La hizo una seña para que se dirigiera a las duchas. Lo empujó dentro de una. Le indicó la canilla de agua caliente y tiró de su ropa para que se la quitase. El hombre se marchó. Cerró tras de sí la cortina.
Quedó dentro del cubículo blanco y dudó un buen rato hasta que empezó a quitarse una a una las cinco mudas de ropa que llevaba puestas.

5

Se quitó la ropa.
Una voz de mujer dijo:
—Tirá la ropa afuera. Voy a buscar un toallón. Ojo con el agua que sale muy caliente. Mezclala.
Ciriaco dudó, no quería desprenderse de sus ropas. Pero la voz de mujer no le dio opción.
—¡Sacate la ropa sucia!
Se desvistió obediente y echó echas un bollo las ropas por debajo de la cortina. La mujer sabía que no era ni sordo ni idiota. Solo desconfiado. Todos los niños abandonados eran desconfiados.
Fue a dejar la ropa sucia en el lavadero y a retirar un toallón del ropero. El hombre color bordó preguntó por el recién llegado.
—¿El pendejo que trajeron?
—Ordenó que se bañe.
—¿Sabe bañarse? Parece que es menos inteligente de lo que es un perro.
—Sabe bañarse y hasta nueve la cola.
—¿Es sordo o idiota? Solo pregunto. Porque no habla. No puede ni decir su nombre.
—No nos habla porque no tiene nada que decirnos –le respondió– ¿De qué va a hablarnos?
—Por lo menos que diga su nombre, carajo.
La voz de mujer suspiró muy hondo.
—Pirulo. Se llama Pirulo. A veces le dicen Pirulín o Pirulote. ¿Usted qué cree?
—¿Me toma por boludo?
—Lo que usted decida –dijo y le dio la espalda para que no viera cómo se mofaba de él.
Dejó al hombre mirándose la punta de sus zapatos y se metió a los baños. El agua caía y hacía un ruido de redoblante. Plas plas plas. En un charco que se hizo alrededor de la rejilla. Plas plas plas. El vapor neblineaba entre gris y blanco. Cuando entraba en los ojos todo se veía a través de una nube.
La luz caí en forma de cabriolas. Era extraño verla dibujar circulitos en el vapor. Luego pasaba por dentro del círculo y caía redonda al piso de baldosa colorada.
—¡Nene! -gritó.
Ciriaco, asustado, contestó “¿qué?”.
—Te dejo el toallón.
Lo colgó del caño que sostenía la cortina de lona.
—En el banco de madera tenés la ropa limpia.
“¿Ropa limpia?”, se preguntó Ciriaco para sí.
—¡Sí! ¡Rompa limpia! ¡Buena ropa!
Ciriaco no entendía cómo la mujer había escuchado su pregunta. La hizo para él. No abrió la boca. “La dije para mis adentro”. “La dije para mis adentro” se repitió para convencerse de que no había abierto la boca.
—Adentro, afuera, da lo mismo –explicó la voz de mujer.
Ciriaco no sabía qué creer. Debería espiar para saber cómo era esa voz de mujer. Bastaría correr un poco, muy poco, la cortina para observarla. Pero no se animó.
¿Sería alto o baja? ¿Gorda, tal vez? “No”, se desdijo. Delgada. Muy delgada. O no tanto. Y de seguro, alta. Morocha, como él. De eso no tenía dudas. Delgada, alta y morocha. Fue su descripción.
Se enjabonó tantas veces que se descubrió distinto bajo la mugre que se perdía por la rejilla.
—¿Quién te corta el pelo? – preguntó la voz.
¿Debería responder? Dudó Ciriaco.
—¡Cómo no vas a responder lo que te pregunto!

6

—Hay que despiojarte –dijo la voz de mujer con mucho convencimiento.
—No tengo piojos –respondió ofendido Ciriaco.
—Seguro. Seguro.
—No tengo piojos –insistió– mi mama me pela para que no crezcan.
—¿Quién es tu “mama”?
—Fidelia.
—¿Y dónde anda?
—La llevaron presa antes que a mí.
“Puta yuta, puta yuta”. Canturreó con mucho ritmo.
—¿Rapeás?
Ciriaco se avergonzó. “Yuta puta, Yuta puta. Yuta hija de puta”. Murmuró.
—No, ni ahí –respondió.
—Cantá que nadie te escucha –dijo la mujer.
—“Yuta puta, Yuta puta. Yuta hija de puta”- Ciriaco rapeó con ganas.
—No te conviene cantarle ese rap al Juez

“Yuta puta, Yuta puta. Yuta hija de puta”.
“Yuta puta, Yuta puta. Yuta hija de puta”.

—¡¿Para cuándo ese pendejo?! –gritó el hombre color bordó.
—Ya está casi listo –la suavizada voz de una mujer se calmó.
—Está la asistente social que vino por orden del Juez.
—¿Quién es su “señoría”?
—Matusalén.
—¡Matusalén! –exclamó la mujer.
Ciriaco lo conocía bien. Varias veces lo mandó a Hogares de los que escapó. Salió del baño, buscó a la voz de la mujer, pero ella ya no estaba por ningún lado. Solo quedaban sus cadencias flotando en el ambiente.
Sí, el hombre color bordó estaba aún más enrojecido e hinchado que de costumbre.
—¡Cómo me rompen las pelotas estos pendejos callejeros! – y miró a Ciriaco con entusiasta desprecio.
El hombre estaba tan hinchado que Ciriaco apostó a que explotaría. En cualquier momento, explotaría.

7

—Soy del Juzgado, niño.
La mujer le hablaba a Ciriaco, subida en sus zapatos de taco aguja exageradamente altos. Lo miraba fijamente desde esa altura solo para hacerlo sentir más insignificante de lo que ya se sentía.
El rostro del hombre se había hinchado tanto, tanto, tanto, que estaba desfigurado. Sus ojos atrapados entre tanta hinchazón quedaron reducidos a dos rayitas negras insignificantes. No podía saberse si lograba ver algo por entre los párpados, tan reventones que habían adquirido un tono bordó muy intenso.
Su nariz tenía aspecto de tomate rugoso y sus labios, forma y color de morcilla. Cuando pasó por ellos su lengua también inflamada, Ciriaco sintió deseos de vomitar, pero supo dominar su asco.
—Soy del Juzgado, niño –repitió la mujer.
Ciriaco esperó que volviera a decirlo, la mujer repetía todo como loro. Pero se limitó a observarlo subida a la altura de sus zapatos. Era delgada, anoréxica se diría. Transparente. La luz parecía salirle por las costillas, el cogote, las articulaciones. Las trasparencias descubrían pequeñas venas que reptaban alocadamente. Un tatuaje extraño asomaba por su pescuezo. A Ciriaco le distraía el dibujo. El tatuaje subía por la prominencia de la arteria carótida hacia el rostro y se detenía justo en la curvatura del hueso del maxilar inferior.
Su rostro era completamente indefinido. Su mentón era pequeño como sus labios, algo exangües. Su nariz respingada, sus ojos almendrados bajo dos pálidas cejas que se adelgazaban hacia adentro. Las orejas afiladas, de laucha. Y un cabello que brillaba falsamente bajo la tenue luz de la oficina.
Si alguien miraba ese rostro de frente le parecería una máscara, si de perfil, una esfinge. Si de abajo, infantil, si de arriba, robótico.
Ese rostro hasta podría decirse que lo amedrentaba más que el del gordo de color borravino.
Ciriaco pensó en lo bien que le vendrían en ese instante el ejército de Vírgenes que solía invocar Fidelia cada vez que lo reprendía. Imploraba una protección divina porque todo lo humano estaba ausente en esa mujer.
—El señor Juez te conoce bien. ¡Las veces que te escapaste de los Hogares en que te recluyó! Pero esta vez no podrás fugarte. ¡Ja, ja, ja! –rio descangallada–. A donde te vamos a mandar no se ha escapado nadie, nunca. ¡Fuiste, pendejo!
Fue lo último que Ciriaco le escuchó decir antes de que la mujer saliera por la puertecita de la oficina hacia un patio interior. Sus tacos aguja repiqueteaban en el parquet y las baldosas, dejando pequeños sonidos repartidos a su paso.
Tiqui-tiqui, sonaban los taquitos y cada tanto ¡tac! Que se perdía bajo la suela del zapato.
—¡Fuiste, pendejo! –Tiqui-tiqui, sonaron los taquitos.
—¡Fuiste, pendejo! –¡Tac!
Su voz subió por las paredes hasta el borde de las terrazas donde quedó colgada, vacilante.
—¡Ja, ja, ja! –rio por última vez.
Luego Ciriaco, con todas sus fuerzas, le pateó un tobillo.

8

Ciriaco era pequeño, pero pateaba como una mula mala. Tantas veces debió defenderse de avivados y abusadores que, al filo de su larga uña del índice derecho, le sumó la precisión y potencia de sus patadas.
La que le propinó a la mujer fue brutal. Ella se precipitó desde la altura de sus zapatos. Fue una caída ruidosa, por cierto. Golpeó la cabeza contra las baldosas. Si no estaba muerta, lo parecía.
El gordo color bordó, ya espantado, vio caer a la esquelética mujer, así como muerta. Él estaba de pie, tomado del marco de la puerta que daba al patio donde el niño propinó su patada al huesudo tobillo de la asistente social.
Espantado, deseaba gritar, pero no podía hacerlo. “¡Asesino! ¡Asesino!”, era lo que deseaba gritar. Pero su cuello estaba tan hinchado que no dejaba espacio para que pudieran vibrar sus cuerdas vocales. Solo era capaz de hacer un chillido casi inaudible, pero que, de todos modos, en algo perturbó a Ciriaco, que miró embobado tanto a la mujer como al gordo color bordó sin saber cómo reaccionar.
Vio como el hombrón se deslizó lentamente, se sostuvo sosteniéndose del marco de la puerta, y quedó sentado sobre el gastado mármol blanco del umbral.
Lo hizo con malicia porque creyó que de ese modo el niño nunca podría esquivar su inmensa humanidad inflada como un globo a punto de estallar. Cuando intentara pasar sobre él lo atraparía.
Ciriaco, absorto en aquella escena, vaciló confundido, hasta que la voz de la mujer le dijo maternalmente casi al oído:
—Esto sí que es una cagada. Yo que vos, pibe, me tomo el raje antes de que llamen a la cana.
Y obedeció. No necesitó un gran impulso para superar al gordo color bordó sentado en el umbral de la puerta. Saltó sobre él como si el obstáculo fuera insignificante. En realidad, el hombre no podía levantar sus brazos, así de ahogado estaba. Si la esquelética mujer no estuviera inconsciente, también hubiera huido para ponerse a salvo del hombre a punto de estallar.
Ciriaco pasó delante de los empleados que simulaban trabajar. Ellos apenas levantaron la vista para verlo pasar en dirección a la entrada. La que se pintaba las uñas lo miró, sonrió y le guiñó un ojo.
—¿Te gusta? –Pero Ciriaco no estaba para uñas y boquitas pintadas.
Saliendo a la calle, volteó para tratar de ver el rostro de la voz de la mujer. Ella había dado el mejor consejo posible para ese apuro. Pero ella, como la vez anterior, en el baño, había desaparecido. Con seguridad se había refugiado en el lavadero para quedar al margen del incidente de la raquítica y el gordo que yacían moribundos en el pequeño patio de la repartición.
Ciriaco corrió como solo los niños pueden.

9

¿Qué le hubiera pasado si “Matusalén”, juez de menores, ¿le hubiera echado mano? Ciriaco no quería pensarlo.
—¡Al Hogar! ¡Ahora mismo! –Hubiera gritado y lo hubiera señalado con su huesudo dedo índice. Al Hogar del que nadie había escapado nunca.
Mandaría a Desgracia para encerrarlo hasta que fuera mayor de edad. Era todo lo que deseaba Desgracia para Ciriaco y todos los niños que atrapaba por orden de “Matusalén”.
Pero sospechaba que, seguro en ese momento, Desgracia atendía a la esquelética mujer caída y al hombre hinchado a morir.
La Asistente Social, amante ocasional de “Matusalén”, Juez de menores, salvó su vida, aunque no quedó con muchas luces. Nadie lo notaría. En cambio, el gordo color bordó murió de un infarto masivo.
—No me sorprende –dijo “Matusalén”– era tan gordo como asqueroso.
Y ese fue el responso que le echó, cuando cargado por ocho morgueros, el inmenso cadáver desfiló delante de él directo al camión que lo depositaría en la Morgue Judicial.
Ciriaco nunca se enteró de todo eso.
Pero se enteró y muy bien de su hambre. Tenía más hambre que nunca. Era un hambre diferente a todas. Tal vez el baño, o la caída de la mujer raquítica, o la muerte del gordo. No podía precisarlo.
A la carrera, sin detenerse, se dirigió al gran contenedor donde el restaurante con nombre de niño arrojaba comida noche a noche.
Llegó agitado, sin aire suficiente. Si debía pelear estaba en franca desventaja. Las niñas lo molerían a golpes y no se libraría de mordidas y arañazos. Pero el contenedor no estaba. El gobierno de la ciudad lo había retirado, vaya a saber por qué.
Fue una gran decepción. Hambre habría hasta el fin de los días. Esa noche no encontraría qué comer en todo el trayecto hasta la autopista donde esperaba reencontrarse con Fidelia. ¿La habrían liberado los policías?
Llegó sin aliento. Como pudo gritó:
—¡Mama! ¡Mama!
—¡No soy tu mama! ¡Ya te lo dije! Te crio de lástima. –Fue la respuesta de Fidelia.
—Sí, mama, ya me lo dijo.
—¿Qué hacés acá, mocoso de porquería? –gritó la vieja envuelta en su manta roñosa.
—Me dejaron ir.
—Mentiroso de mierda… ¿Cómo que te dejaron ir? “Matusalén” no deja ir a ninguno. Al que agarra lo encierra.
Ciriaco optó por no dar más explicaciones, de qué serviría.
—Tengo frío, mama.
—Vendí tu frazada a un ciruja que no me dejaba en paz.
—¿Con qué me tapo?
—Buscate cartones y arreglate.
Fidelia sacó su cabeza por un gran agujero de la manta.
—¿Trajiste comida?
—Nada mama.
—¡Dale con “mama”! ¡No soy tu mama!
—Eso ya me lo dijiste, mama.
—¿Trajiste comida? ¡Tengo hambre! –aulló Fidelia.
—¡Yo también tengo hambre!
–Mocoso de mierda.
—El contenedor no estaba, se lo llevaron.
—¡Pendejo mentiroso! ¿Quién se va a llevar un contenedor de basura? Seguro estuviste boludeando. ¡Voy a morir de hambre por tu culpa!
—Pero se llevaron el contenedor.
—¡Voy a morir de hambre por tu culpa!
–Mama, no se enoje. Tengo frío.
—¡Bah! ¡Qué me importa! ¡Mentiroso! ¡Egoísta! Mucho “mama, mama” y después te importa un carajo si me muero de hambre.
Ciriaco suspiró resignado. Tenía hambre, frío y sueño. Calladito salió en busca de algunos cartones para improvisar un abrigo.

10

Durmió en otro recoveco cubierto con papeles y cartones. El de Fidelia no le daba confianza. Desgracia sabía dónde paraba y de seguro iría a buscarlo para encerrarlo por homicida.
—¡Pendejo asesino! –le gritaría para que todo el mundo lo oyera.
Si eres pobre niño de la calle y Desgracia te grita a viva voz “¡Asesino!” nadie te defenderá. La gente te mirará horrorizada y se abrazará a sus perros vestidos con mantitas escocesas, temerán que te los comas o algo peor.
Estás condenado de antemano. Al patrullero de los pelos. De ahí a la Alcaldía donde te esperará “Matusalén” y se frotará las manos de placer.
Le achacarían la muerte del gordo color bordó y hasta la patética caída desde la altura de los zapatos de la esquelética asistente social. Eso sí, la mujer que se pintaba las uñas no agregaba algunos crímenes más. Tenían montones de crímenes en carpetas de color gris que esperaban a cualquier desgraciado para cargárselos. El pobre siempre está a la mano a la hora de acusar. Si es niño con más razón.
Luego a la cárcel, aunque a la cárcel la llamaran con nombres menos escabrosos. Hogar, reformatorio, correccional. Daba lo mismo. ¡Cárcel! Hasta la mayoría de edad, algo que Ciriaco no sabía exactamente cuándo comenzaría.
Desgracia bailaría de la mano de “Matusalén” felices los dos por la condena. Nadie lo defendería.
Tal vez lo defendería la voz aquella que acarició su alma entre el vapor del baño y lo aconsejó para que huyera. Pero ya se sabe que a las voces se las lleva el viento tanto como se lleva a las hojas.
Así que era mejor huir para no ser sorprendido por el abrazo de Desgracia. Las manos en los bolsillos y el sol de frente. Todo lo que tenía. Atrás quedó Fidelia. No era que no la quería. A su modo la quería. Pero había llegado el momento de atender sus propios asuntos. Fidelia se las compondría sola. Siempre lo había hecho.
No podía recordar cómo y cuándo terminó a su lado. Sabía que lo vendieron. Lo que no sabía es quién lo vendió. Los niños se compran y se venden como baratijas. Hay muchos en el mercado. Los hay costosos y baratos como él.
Los blanquitos son más caros. Las niñas blancas para desvirgar, ¡ni hablar! Mercancía escasa y bien paga. Gringos se amontonan por esa mercadería en los prostíbulos disfrazados de hoteles cinco estrellas.
Negros chirucientos como él, abundan y el precio es a la baja. Fidelia nunca se lo dijo. En eso fue amable. Pero Ciriaco estaba seguro de que lo vendieron.
Nadie elige su suerte, a todos les llega sin aviso, como la muerte súbita. No te da tiempo a nada. Te elige y a otra cosa. A atender viejos viciosos o a fregar mugre para toda la vida.
Fidelia nunca lo mimó, jamás le hizo una caricia, pero nunca le puso la mano encima. Gruñía como perra mala pero no mordía. ¡Puteadora! Cómo las niñas. Pero nunca le puso la mano encima.

11

Fidelia se murió. Hay que saber morirse a tiempo. No desperdiciar la oportunidad. La Parca anda por aquí y por allá y si la agarrás de buen humor hasta podés morir sin mayores padecimientos.
Así murió Fidelia.
Un patrullero pasó cerca de su refugio y vio el bulto inmóvil que era su cuerpo envuelto en las mantas roñosas. La cubrían dos mantas. ¡Vieja mentirosa! Le robó la suya a Ciriaco. No la vendió a un ciruja que no la dejaba en paz. Mintió porque tenía mucho frío esa noche. Dicen que la muerte llega del frío.
Lo del infierno caliente es otro asunto. Allí te cueces cuando pasaste la perra vida de embustero. Así que el infierno debe estar abarrotado de tipos que solo hicieron porquerías.
Pero la muerte siempre llega del frío.
—Se murió sin darse cuenta –dijo Desgracia, apenas la desenrolló de su envoltorio.
—¿Y vos cómo sabés? –le hubiera preguntado Fidelia de haber podido hablar.
–¿Acaso ya te moriste alguna vez?
—Son chismes –respondería Desgracia que para el chisme era mandado.
—¡Chismes! ¡Manera de hablar de la muerte!
Se dio cuenta de que se moría. ¡Claro que se dio cuenta! La muerte se le puso encima. Sintió su peso, le resultó difícil respirar. La apretó contra el piso y algo le dijo al oído para que no se asustara demasiado.
Murió aferrando una fotito que algunos dijeron que era de Ciriaco y otros de un hijo muerto hacía mucho tiempo.
Tal vez la foto era mitad Ciriaco y mitad hijo muerto. Los infelices tienden a confundirse el uno con el otro.
Al que estaba estampado en la fotografía se le había borrado el rostro, así que era imposible saber de quién se trataba.
—¿Y usted cree que esta mujer tuvo hijos?
Desgracia oyó la pregunta como si oyera llover.
—Y a mí qué me importa. Ya está muerta. ¿Hay alguien aquí que la llore? –dijo sin mirar al preguntón.
El de la pregunta dio media vuelta y se marchó a su agujero.
—¿Alguien sabe dónde se metió ese pendejo quilombero? –Preguntó Desgracia.
La pregunta era inútil. Nadie le diría nada. Si los agarraba a bastonazos tampoco sabrían qué decirle, ya que nadie vio partir a Ciriaco. Si había algo de recompensa podían alcahuetearlo, apenas supieran de él. Si no, callarían.
Desgracia insistió:
—¿Alguien sabe dónde se metió ese pendejo quilombero? Es mejor que hablen porque ha hecho cosas tremendas.
¿Y qué podía ser tan tremendo?
—Es responsable de la muerte de un funcionario público y de haber hecho caer a una asistente social desde una altura importante. Por ese golpe quedó bastante idiota.
¿Y acaso eso es tan tremendo?
Nadie lo creía. Los funcionarios públicos eran para ellos como la mala hierba. Crecían por aquí y por allá y no servían para mucho. Las asistentes sociales que los visitaban eran como muñecas de rostros artificiales. No había nada extraordinario en el crimen que achacaban a Ciriaco.

12

Ciriaco rumbeó sin norte. Buscó comida, pero no encontró ni un pan viejo.
Fue para un lado y para otro. Así se enteró lo de Fidelia. Los de la calle, en las calles, de todo se enteran.
—¿Vos sos el hijo de la Fidelia, la de la autopista? –le dijo un desconocido que hurgaba en la basura.
—Si –dijo sabiendo que la propia Fidelia lo desmentiría si estuviera.
—Se murió. La encontró la policía. Quería verte, pero no te encontró.
Después de decir esto corrió con dirección al río y se perdió en la oscuridad de la orilla.
Ciriaco quedó pasmado. Quiso llorar, pero no recordaba cómo. La llamó muchas veces. Ante una imagen del Gauchito Gil imploró como pudo. Ella se le presentó una noche en un escondrijo del Paseo del Bajo.
—¡Mama! ¿Escuchó mi reclamo?
Ella le mostraba la foto con que la encontraron y él trataba de ver quién estaba retratado en ella.
—Todo esto es culpa tuya –le dijo.
—¡Pero mama! ¿Yo qué hice?
—¡Qué mama ni mama! Cuántas veces te dije que yo no te parí. Te crie de lástima. Como a perrito te crie.
—Me lo dijiste, mama.
—¡Y ahora estoy muerta y vos no estabas ni para rezarme!
—Es que Desgracia me buscaba y vos sabés lo que me iba a hacer.
—Me morí solita, agarradita a esta foto.
—¿Y quién está en la foto?
Fidelia no respondió. La guardó en su corpiño, como hacía con todas las cosas que quería esconder.
—Uno se muere de a poco todos los días y nadie se da cuenta.
—¡Qué ocurrencia morirse, mama!
—No fue mi ocurrencia. La muerte vino del frío y me heló la sangre.
—Te hubiera dado mi manta para que te taparas.
—De nada hubiera servido.
—¿Y a qué viniste? ¿A llevarme con vos?
—¡No! Para qué me servirías ahora que estoy muerta.
—No sé, pa’ que no estés sola.
—Sola anduve bien, sola sigo bien. Tengo algo de nostalgia y algo de frío. Hasta a los perros se extrañan. Cuidate.
—¿De la muerte? Si viene me voy con ella, no quiero estar solo.
—Cuidate de Desgracia que ese es peor que la muerte. Anda diciendo que mataste a un tipo y empujaste a una mujer que del golpe quedó idiota.
Ciriaco negó las acusaciones. La primera, con vehemencia, la segunda, vacilando.
—El hombre se murió solo, sin ayuda. Reventó por dentro, le salía sangre por la boca. La mujer se subió a un lugar muy alto y se cayó solita. Ya era tarada, vio.
—Desgracia dice que cuando te agarre te va a colgar de las patas y a degollar como a una gallina.
—¿Y por qué haría eso? –Ciriaco preguntó desorientado.
—¿Algo para comer?
—¡Qué joder, mama! Si está muerta.
Fidelia desapareció sin responder. Nunca volvió a visitarlo. ¿Se habría olvidado de él? No lo creía. Ciriaco no se olvidó de ella. Tomó en serio su consejo sobre Desgracia, ese siempre quería lo peor para los guachos como él. Mejor evitarlo.

13

Desde que Fidelia lo abandonó, por su ocurrencia de morirse, Ciriaco anduvo triste. Solía acurrucarse con otros niños que aparecían y desaparecían como por arte de magia. Los niños solitarios andan como las mariposas de noche. Vuelan en círculos ante el menor destello que se les presenta. Salen de lugares increíbles donde nadie estuvo ni estará nunca. Allí se refugiaba Ciriaco de vez en cuando. Y también salía de noche para dar vueltas donde las luces multicolores se presentaban a sus increíbles ojos.
Todos niños de colores apagados y terrosos de día dormitaban entre ramas resecas y tierra alfombrada de hojas muertas. Allí nadie los veía, pasaban a su lado sin notar su presencia. Luego, a la nueva noche, bajo la misma luna, se juntaban a hurgar comida en los tachos de basura. A manotear a algún viejo que parecía platudo. A fumar paco, cuando había. A limpiar los vidrios de los autos para que los automovilistas los espantaran a bocinazos para que no los molestaran.
Ciriaco anduvo triste.
Era difícil saber hasta dónde se podía estar triste, porque la tristeza parecía siempre no tener fin.
Extrañaba a Fidelia. Tanto la extrañaba que se había casi olvidado de su consejo, “cuidate de Desgracia”. Andaba desprevenido. Recordaba la advertencia de que el tipo lo colgaría de las patas y lo degollaría como a una gallina. Morir no podía ser tan malo si hasta Fidelia lo había hecho. Pero morir degollado, eso lo espantaba.
Una noche una niña le llamó la atención. Lo zamarreó por el hombro. Parecía ido.
—Alguien te busca.
—¿Alguien? ¡Quién sino Desgracia que viene a cogotearme!
—No, bobo. No es Desgracia.
—¿Quién es, carajo?
—Un tipo. Dice que quiere hablarte. Allá te espera.
—Que se vaya a la mierda.
El hombre oyó a la distancia.
—¿Qué manera de hablarme es esa, pendejo? –gritó desde la lejanía
—¡Andate a la mierda! –insistió Ciriaco.
El hombre se abalanzó sobre él.
—¡Más respeto! ¿Con quién te creés que hablás?
—¿Cómo mierda voy a saber quién sos vos?
—No me tutiés, pendejo, no somos parientes.
—¿Entonces qué venís a joderme?
—Traigo un mensaje de tu padre.
—¿De quién?
—De tu padre. ¿Sos sordo o idiota?
—¡Andate a la mierda! ¡No tengo padres!
—Qué naciste, ¿De un repollo, boludo?
Ciriaco se incorporó y se echó a correr. El hombre no lo persiguió. Se quedó de pie junto a la niña.
—¿Sos amiga de él?
—No tengo amigos.
—¿Tu nombre?
Ella no le respondió.
—¿Sabe leer?
—No; yo sí.
—Entonces leele este papel –le entregó un pedazo de papel blanco.
La niña lo tomó. Tenía escrita una anotación.
—Decile que no sea boludo. Más vale padre en mano que Desgracia merodeando.
—No soy amiga, capaz no vuelve.
—Va a volver, te lo aseguro.
—¿Usted qué sabe?
—Sé muchas cosas, pero aprendí a callarme la boca.
—¿Y usted quién es?
—Pirulo. En casa me dicen Tito. Leele el papelito, haceme el favor.

14

El hombre se fue. Se perdió detrás de los árboles hirsutos. La luz de la luna salpicada en el asfalto se hacía más blanca a medida que el viento húmedo la tocaba.
Ciriaco dejó de correr y volteó para mirar hacia la niña. Quiti lo llamó mientras agitaba su pequeña mano. La niña reía con ganas.
—¿De qué te reís, boluda?
—Saliste cagando, nene –le dijo sin dejar de reír.– Tomá, el tipo ese te dejó este papel.
—¿Quién carajo era el tipo?
—Yo qué sé, boludo. Dijo que se llama Tito.
—¿Tito? ¿Tito?
—Sí, Tito. Sore… Tito –y Quiti soltó su carcajada.
Ciriaco tomó el papel con desconfianza.
—Con este papelito me limpio el culo.
—Muy chiquito, no te alcanza.
—Qué me importa. Me limpio igual.
—Mejor sabé qué dice.
—Yo no sé leer, así que tiralo a la mierda.
—Yo tampoco sé leer. Pero Araña sabe porque trabaja en el kiosco de diarios.
—¡Tiralo a la mierda ese papel! ¿Pa’ qué lo quiero, decime?
—¡Yo qué sé, boludo! El tipo te quería a vos no a mí. Vení –Quiti lo tomó de la mano– vamos con el Araña.
Araña los saludó y sonrió. Quiti le pidió que les leyera el papel.
—Es una dirección. Dice que acá vive un tipo que es tu papá.
—¿Papá? Papá un carajo. Nunca tuve papá.
Quiti lo codeó tan fuerte que lo hizo doblar del dolor.
—¿Qué te pasa, boluda? ¿Por qué me pegás?
—¡Ojo! –exclamó– acá hay mucho tipo que busca pendejos para coger.
—¿Y a mí qué? Yo no soy puto.
Araña aprobó lo que Quiti le dijo a Ciriaco.
—Yo que vos no voy. Mirá si te agarran y no volvés más. Sabés los pibes que desaparecieron de acá. Si no me creés hablá con la Pete, ella sabe todo de acá.
—¿La Pete? ¿Quién es la Pete?
—¡La petera! –gritó Quiti– aquella, la gorda que camina todo el tiempo mirando chabones.
Araña explicó:
—Ella conoce a todos los “busca” esos. Pero no va con ninguno. No quiere que la cojan para no quedar embarazada. Te hace el pete allá, atrás de los chapones esos, los canas se hacen los boludos porque cada tanto les limpia el caño a ellos también. Vienen tipos de todos lados. Cobra cincuenta por pete y hace más de veinte al día. La vieja junta la guita y quiere que labure más porque tiene como mil pendejos para criar. Pero la Pete cuando la invitan a alguna casa no va, aunque le ofrezcan LA guita. ¿Escuchaste, pibe? LA guita. Si va no vuelve, no la sueltan más. Está reavivada.
Ciriaco permaneció en silencio. Miró a Quiti directo a los ojos, le ordenó:
—Tirá el papel a la mierda –Quiti se lo llevó a la boca, lo masticó y lo tragó.
—Ahora se va a la mierda seguro –le dijo– y no paró de reírse mientras caminaban tomados de la mano. Llegaron donde la madre de Quiti lidiaba con una bandada de pibes. Desde su bronca miró a los niños.

15

—¿Y este pendejo quién es?
La madre de Quiti la interrogó a los gritos.
—¡Un amigo! ¡Un amigo! ¿No puedo tener un amigo?
—¿Acá no sobran pendejos que me traés otro? Andás boludeando por ahí y nunca me ayudás con los críos.
—Son tuyos, no míos. Pa’ qué los tuviste.
—¡Pendeja de mierda! Te voy a enseñar.
La mujer la abofeteó con furia. Quiti se tocó la cara con su mano donde el golpe, pero no lloró.
—¿Este pendejo también va a comer acá?
—Está solo, tiene hambre.
—Todos tienen hambre. ¿No fueron al contenedor a buscar morfi?
—No.
—No sirven par aún carajo –chilló la mujer–. Yo también tengo hambre y mirá todos los pendejos que tengo que alimentar.
—Si no hay nada voy al hotel a buscar algo.
—Ya fueron tus hermanos. Si fuera por vos estarían muertos de hambre. Siempre vagueando. ¿Fuiste al colegio?
Quiti ignoró la pregunta.
—Te pregunté si fuiste al colegio.
—¡Si! – mintió–. ¿Hay algo para comer o no? –preguntó desafiante.
—Guiso en la lata. Arreglate con tu amigo. Más no hay.
Quiti tomó la lata y se sentó junto a Ciriaco.
—¿También va a dormir acá?
—No tiene dónde estar.
—¿Y dónde va a dormir?
—Al lado mío.
—No te hagás la trolita conmigo, nena. Sos muy pendeja para empezar a tener críos. Con los míos alcanza.
—Es un amigo, no pasa nada.
—Si los agarro manoseándose los cago a rebencazos. ¿Me oíste vo’?
—Sí.
—¿Si qué?
—Si mamá.
—¿Me oíste, nene?
—¡Si, señora! –gritó espantado Ciriaco.
—A vos no te voy a dar de rebencazos, a vos te corto el pito –le dijo mientras blandía una enorme cuchilla oxidad–. Así no jodés nunca más a ninguna mina en tu puta vida.
—¡Si, señora! –repitió. Ciriaco trataba de esquivar la mirada de la mujerona que esgrimía amenazante la enorme cuchilla.
Quiti y Ciriaco comieron poco. Tenían hambre, pero el guiso era asqueroso. Un menjunje imposible. Y eso que Ciriaco los había probado de la basura, pero ese le resultó incomible.
La ranchada era pobre. Grandes plásticos de color negro hacían de techo y luego caían como si simularan una cortina. En un espacio más amplio dormía la madre con todos los críos. Quiti y Ciriaco se acomodaron en el más pequeño, salían del techo precario.
El estómago de Ciriaco chillaba y el fingía no oírlo. Quiti apoyó la cabeza en su panza para escuchar los gruñidos del hambre. Ciriaco estaba tieso, pensaba en el enorme cuchillo de la mujer que lo dejó a la vista. Cada tanto palpaba su miembro solo por comprobar que siguiera unido al cuerpo.
La mujer se durmió, recién había tocado el almohadón. Roncaba atrapada entre una maraña de brazos y piernas de niños pequeños.
Quiti miró a los ojos a Ciriaco, luego le tomó las manos. Lo hizo girar sobre su costado. Lo abrazó. Ciriaco nunca había besado. Cuando la pequeña lengua de la niña entró en su boca sintió un estremecimiento desconocido, extraordinario. La sangre la subió hasta la cabeza y un calor imposible infló sus venas.

16

Desgracia lo miraba con desprecio.
—¿Quién dice que es usted? –le preguntó al hombre que parecía a punto de soltar las lágrimas.
—El padre.
Desgracia reía cínico, como siempre que alguien lagrimeaba delante de él.
—Lindo prontuario el tuyo –le dijo mientras abría y cerraba una carpetita azul llena de hojas mecanografiadas.
—Hice muchas macanas.
—Ni que lo digas.
—Pero me recuperé. En la cárcel me hice evangelista, y ahora predico la palabra de Dios.
—¿Y quién te dijo que ese pendejo es tu hijo?
—Nadie. Yo lo sé. Se lo dejé a mi mama cuando nació. La madre desapareció en el hospital y no volvió más.
—Vamos a cantar “hay madres que abandonan a sus hijos ciegamente”.i
—Fue muy triste, señor. Muy triste.
—¿Y a quién decís que le dejaste el chico?
—A Fidelia.
—¿La Fidelia era tu madre? –exclamó sorprendido Desgracia.
—Sí. Fidelia. Sé que murió.
Desgracia sentía una necesidad incontenible de burlarse del hombre.
—¿Vos sos el de la fotito que tenía la vieja cuando murió?
—Era la única foto que conservó de mí.
—¡Qué tristeza! “Si cuando me acuerdo me pongo a llorar”ii.
—Quiero recuperar a mi hijo, señor. ¡Ayúdeme!
—Tarde piaste, viejo. Ese pendejo, Ciriaco, está metido en un quilombo grande. Lo acusan de asesinar a un funcionario público y de arruinar a una anoréxica que se cayó desde la altura de sus zapatos.
—No se llama Ciriaco.
—¿A no? ¿Y cómo se llama?
—Espartaco.
—¡Espartaco! No me jodás… ¿De dónde saliste comunista?
—¿Comunista? ¡No señor! ¡Se lo juro! ¡Soy evangelista!
—¿Y entonces?
—Vi la película de Quir Duglas.
—Mirá vos qué boludez.
—Estaba muy consumido por las drogas y el alcohol no supe decir su nombre de manera correcta.
—Le hubieras puesto “Quir Duglas”, así nadie te confunde con los comunistas.
—No sé nada de política, señor.
—¡Así que de Espartaco quedó Ciriaco! ¡Una jodita para Tinelli! La chingaste fulero, negro. Ni pedo tendrías para que de Espartaco te quedara Ciriaco.
—Pero yo cambié, señor. Dios me dice que busque a mi hijo, lo recupere, le dé amor y felicidad, toda la que no le di estos años de cárcel.
—Si fuera mi hijo le daría una buena patada en el culo antes de meterlo en cana. Pero como no soy el padre, vos sabrás.
—Ayúdeme a encontrarlo. Un amigo lo encontró por Retiro, pero se escapó.
—¿Retiro, dijo? ¿Está seguro?
—En la Estación Retiro, seguro.
—Ese sí que es un buen dato. Ahí hasta las ratas te venden por dos mangos. Si no lo agarró alguna banda de pedófilos para culeárselo hasta matarlo, yo te aseguro que lo voy a agarrar antes de que se dé cuenta.
—¡Sálvelo, señor! ¡Sálvenos, por Dios!
—Yo no metería a Dios en este asunto, pero si vos lo decís…
—¡Sálvelo, señor!
—Vení mañana que te lo llevás envuelto para regalo. Te lo prometo. Soy hombre de palabra.
—¡Gracias, señor! ¡Dios lo bendiga!

17

“¿Para qué meter a Dios en todo eso?” Desgracia estaba convencido de que no era buena señal llamarlo. Dios tiene sus asuntos que atender. ¿No era demasiado pedirle que se ocupara de los deseos de un borracho y drogadicto arrepentido?, si es que estaba realmente arrepentido. Pensaba Desgracia que los drogadictos y los borrachos eran capaces de cualquier mentira con tal de conseguir un gramito de merca o una botella de alcohol.
Si fuera por él saldría ahí mismo a buscar a Ciriaco, ahora renombrado Espartaco, “o cómo carajo se llame”, dijo mientras otros policías lo miraban extrañados del aspecto perturbado que tenía, los ojos desorbitados, la lengua hinchada y despeinado como si lo hubiera agarrado un ventarrón de aquellos, de los que no dejan nada a su paso.
—Voy a buscar al pendejo –dijo para sorpresa de los otros que solo deseaban dormitar mientras las putas canturreaban en los calabozos.
—¿Ahora? –se animó a preguntar uno que depositaba su vientre en el escritorio cansado de llevarlo a cuestas todo el tiempo.
—¿Y qué? –gruñó Desgracia– ¿Desde cuándo hay horas para cumplir con el deber?
¡Cumplir con el deber! ¡Cumplir con el deber! Palabras que los hicieron reír a carcajadas.
—¿Cumplir el deber? ¿De qué me hablás?
El gordo fumaba y fumaba sentado al escritorio. Echaba humo y palabras que ponían a Desgracia al borde de un ataque de ira.
—¿Tanto asunto por un pendejo que se fugó de un Hogar? ¡Está lleno de pendejos vagabundos! –gritó.
Y ese, en particular, no parecía tener nada fuera de lo común, nada diferente a todos los otros. Era raquítico, como todos, sucio, como todos, morocho como todos, no sabía leer ni escribir, era indocumentado. Como todos, como cientos. ¿Miles?
—¡Sobran los hijos de nadie! Gritó otro flaco y narigón que se rascaba la sarnilla que lo tenía a maltraer desde hacía semanas.
¿Qué podía cambiar en el mundo que ese “pendejo” anduviera suelto o estuviera con las putas canturreando en el calabozo hasta que lo llamara “Matusalén” a rendir cuentas?
—Todos esos pendejos están muertos desde el día que nacieron –le gritó a Desgracia una sombra larga casi hasta el techo. Desgracia salió a la calle sin escucharlo.
Luego volvió sobre sus pasos y respondió:
—Los muertos no caminan por el mundo.
—Sí, caminan –le dijo la sombra que llegaba al techo y por eso debió encogerse para entrar a lo alto–. Está lleno de muertos que deambulan en vida. ¡Lleno! ¿A qué meterse con ellos? Andan por ahí, no sirven de mucho. No estorban.
—Me importa un carajo. Yo voy por él.
—¿Cuánto pueden vivir esos pendejos? ¿Doce años? ¿Quince? Ninguno pasa de veinte. O los mata el paco o los matamos nosotros. Qué tanto joder. Vamos a tomarnos unas birras y fumar porros hasta el amanecer. Nos llevamos unas putas de estas y nos olvidamos de todo.
Pero a Desgracia aquel discurso no lo convenció para nada. ¿Por qué tanto empeño en echarle mano a Ciriaco?

18

Porque no había nada como cazar. Cazador y presa. Dialéctica del poder y de la muerte en exactas proporciones. Dominio, potestad, mandato. Para que el cazador exista debe darle vida la presa y para que esta se manifieste debe existir quien quiera cazarla. Cazador y presa. Anverso y reverso; dos opuestos unidos y en lucha permanente. Cazar era su modo de existencia. Esa era la exclusiva razón por la que esperaba echarle mano a Ciriaco o Espartaco o “cómo mierda se llame”. La satisfacción de la caza. La victoria.
¿Matar? A veces. Matar era una exageración del oficio y una oportunidad que había que saber elegir correctamente. Cada tanto la sangre convocaba a la sangre y no tenía por qué negarse. Pero era prudente en eso de ofrendar sacrificios.
La orden era exterminar la esperanza, vaciar de porvenir a las víctimas. Despojarlas de su humanidad. A Ciriaco: encerrarlo, ¡quebrarlo! Suficiente para su vanidad. Si le faltaba un estímulo llegó el hombre que se presentó invocando la paternidad. Le provocó náuseas sus falsos sentimientos paternales, su acartonado arrepentimiento de teleteatro.
“Nada peor que un converso”. Repetía siempre que se topaba con alguien que de delincuente pasaba a soplón y de soplón a falso santo. Fanáticos que vociferaba por las calles, en las plazas, captaban la atención de humildes desprevenidos, incapaces de advertir su falso amor cristiano. Recitadores de versículos de falsas biblias, prometiendo reinos apócrifos y milagros inexistentes.
Para Desgracia, solo se trataba de odiosos personajes salidos de los cloacales de las milagrerías, con sus santas vestidas con ropas multicolores. Solo zangoloteaban y movían zangoloteando las caderas al son de timbaleras y repetían cantos erotizantes de la mano de santurrones de largas barbas y de abigarradas cabelleras, echaban humitos de marihuana por los ojos. Luz de velas de colores alucinógenos inmersos en el vaho de inciensos que impregnaban el aire con sus raros y excitantes dulzores. Conversos, energúmenos, hipócritas. Merecían su odio. Los odiaba casi tanto como a esos niños que capturaba por orden de su señoría, el juez de menores al que todos llamaban “Matusalén”, porque era más viejo que la injusticia. Ya sabía dónde buscarlo, el hipócrita padre se lo dijo.
Retiro, trenes y micros. Rieles, asfalto y más allá el río.
A un paso la Villa 31, la de modos altiplanos con sus arquitecturas y vibrantes colores incrustados en la llanura rioplatense. El Padre Mujica estaba mirando desde un pequeño busto a la entrada del barrio. Solo era cuestión de tiempo. Paciencia, buen ojo, alguna alcahueteada. Hurgar los recovecos donde estacionan sus miserias los cirujas. Palpar las amarguras de las prostitutas. Fastidiar los travestis. Alguien terminaría por decir dónde y cuándo encontrar a Ciriaco. No hacía falta mucho más para echarle mano a Ciriaco, Espartaco “o como mierda se llame”.
La noche de la cacería repetía su laberinto. Daba vueltas en círculos sobre sí misma. La luna languidecía en las olas del río que la traían hasta la orilla para desvanecerse. Ciriaco dormía abrazado a Quiti. El amor no lo advertía del peligro cercano.

19

Fidelia estaba muy angustiada.
—Esto va a ser un dolor de alma –dijo y enjugó una lágrima.
Corrió artrítica, rengueaba, se alejaba de Ciriaco. Ciriaco la llamaba y agitaba la mano.
—¡Mama! ¡Mama! ¿Qué hace acá? ¿A dónde va?
Fidelia eligió no responder. ¿Qué le podía decir? “¿No te expliqué bien las cosas?”
—¡Apenas sos un niño! –gritó, pero Ciriaco no podía oírla.
—No la dejan a una morirse con tranquilidad. –Se quejó.
Quiti la observaba también a la distancia. Sonreía. Quiti siempre sonreía. Tenía una alegría a mano para la ocasión que fuera. Estaba llena de risas su pequeña boca. A Fidelia le pareció bonita y entonces le dolió el alma otra vez. Fidelia escuchó la risa de Quiti y se detuvo para escucharla.
—¡Vaya, vaya! –exclamó para disimular sus sentimientos–. ¿Y esa quién es que ríe con ganas?
Su voz llegaba como un eco que cruzaba de un lado al otro hasta apagarse.
—¿Ella? –Ciriaco señaló a Quiti avergonzado.
—Amiga, mama. Amiga.
—¿Amiga?
—Si, amiga, mama. Amiga.
Los amigos no se manosean de noche. Los enamorados, sí. –Ciriaco se encendió de bochorno. Quiti sonrió con más picardía.
—Es que hace frío de noche. Todo está lleno de frío, mama.
—¿Ahora me tomás por zonza?
—No, mama. Eso nunca.
—Si tenés frío cubrite con manta. ¿Qué pasó con mi frazada?
—La habrá llevado Desgracia.
—¿No te expliqué bien las cosas?
—Me quedé solo y a veces no sé qué hacer. Corro, mama. Corro. Pero no llego a ningún lado.
Fidelia suspiró resignada. No había donde ir cuando llegaba la noche con su Desgracia.
—¿Y cómo se llama la niña? –dijo por cambiar de tema y salir del sufrimiento por un rato.
—Quiti, mama. Quiti se llama.
—Pero ¡Qué quiti ni Quiti, niño! ¿No sabés ni cómo se llama y estás enamorado?
Ciriaco se ruborizó nuevamente.
—Ya te lo digo y que no se te olvide: Natividad, se llama, ¡Natividad! Decile nena cómo te llamás.
—Natividad, doña. –Ciriaco pareció sorprendido.
—Natividad María, me llamo, doña.
—¿No te dije yo? Tengo que estar atrás de todas tus necesidades. ¿Cómo no vas a saber el nombre de la niña?
Ciriaco sintió algo de pena por su ignorancia. Quiti le tomó la mano para tranquilizarlo.
—¿No tiene hambre, mama?
—Acá no. Si fuera por vos ya me hubiera muerto de hambre.
—Ahora le traigo de comer, voy al contenedor, capaz volvió como antes.
Fidelia suspiró sin entusiasmo. “Esto de morirme me ha ablandado”, lloró. Se alejó aún más de los niños.
—¿A dónde va, mama? ¿Por qué se aleja de nosotros?
—Ustedes acomódense por ahí, donde la sombra toca una canción de novias para pasar el rato. Aquí el tiempo sobra y pasa por al lado de uno como una vieja carreta que no tiene los ejes engrasaos, como supo cantar el Tata.
—¿Estamos todos muertos?
—Solo asustados –respondió Fidelia solo por disimular y desapareció en una sombra.
—Tengo algo de frío.
—Natividad te abriga. El amor quita el frío.

20

—¿Ahora llorás? –Desgracia lo recriminó.
—¡Pobrecito m’hijo! ¡Pobrecito! –se lamentaba el hombre que alzaba sus manos. Imploraba al pequeño dios del caño de la lámpara. Pero allí solo pendían viejas telas de arañas que no fueron limpiadas en años.
Desgracia suspiró fastidiado. Estaba desanimado. No era lo que esperaba. Escuchaba al hombre llorisquear. “Mojigato”, pensó, pero guardó silencio. No por respeto. No sentía ningún respeto por ese hombre. Solo que no estaba para conversar de ningún asunto, ni del más trivial. Era un mal día.
—¡M´hijito! ¡M´hijito!
—¡M´hijito! ¡M´hijito! – repitió cínico.
Acomodó unos papeles en una carpeta gris, una de tantas que se apilaban en el escritorio.
—En confianza te digo que esto de traer pendejos al mundo y largarlos a la calle como perros tiene sus consecuencias. Viven como perros, mueren como perros. No hay de qué extrañarse.
—Yo me entregué a Dios, me arrepentí de todos mis pecados.
—Qué tierno.
—Dios me envió a él para cumplir con mi deber de padre.
—Dios no es tan hijo de puta. No pide milagros, los hace. Jamás te hubiera pedido algo de lo que sos completamente incapaz. Podés ser muchas cosas, menos un padre.
Es como si me lo pidiera a mí. ¿Alguien cree que yo puedo ser un verdadero padre? Por eso no tengo hijos. Apenas mujer para pasar el rato. Soy cazador. Nada más. Y hoy se me piantó la oportunidad.
—¡Pobrecito m’hijo! ¡Pobrecito!
Desgracia bufó molesto.
—También murió la nena, llorala un poquito…
—¡Pobrecito m’hijo! ¡Pobrecito!
—La nena no te saca una lágrima…
—Voy a rezar por ella –juntó las manos para rezar.
—¡Pará! –gritó Desgracia–. Rezá cuando quieras. Rezá con rabia, de pie, arrodillado, como se te cante, pero hacelo en otro lado. Acá no hay olor a iglesia, solo a meo que viene de esa letrina asquerosa.
Ahí nadie rezaba. Un Cristo pendía de un clavo que atravesaba la mano izquierda y estaba al caer al primer soplido del vientito del río. Nadie rezaba. La muerte era asunto cotidiano.
Todos los días entraba un muerto por la puerta y se arrojaba sobre algún escritorio para que le hicieran la autopsia mientras los hombres fumaban sus porros y tomaban whisky de una botella hasta vaciarla. Muertos de toda laya. Nada nuevo en Buenos Aires. Desde Pedro de Mendoza solo cadáveres pudriéndose a la vera del río. Disparos. Navajazos. Golpes. Cuando llegaba el frío, venía con él el monóxido de carbono, un asesino silencioso. Matar en silencio, como le gustaba a Desgracia. Bracero mal prendido y la muerte entrando por el costado del sueño.
—Pudo ser peor –dijo–. Se hubieran quedado en la taperita con nylon y estarían todos vivos. Pero, se fueron a esa covacha de la villa con diez pendejos y esa mina que todavía no se repuso del pedo que tenía. La sacaron barata. Murieron apenas dos, poca cosa para semejante cagada.
Hoy te tocó a tu pendejo y la nenita, mañana le toca a otros. Lástima la nenita, estaba para madurarla. Dios nos quita siempre lo que más nos gusta. No hay de qué quejarse.
—¡Murió mi pobre hijito! –desgracia sintió deseos de golpearlo, pero se ahorró la paliza.
—¡Murió mi hijito!
El hombre dejó de lamentarse, apoyó su frente en el escritorio y quedó como dormido. Desgracia lo imitó solo por saber qué se sentía compartir ese momento con otro muerto en vida.

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1) “El huérfano”, vals. Letra y música: Pardo Castro

2) “Tiempos viejos, Francisco Canaro y Manuel Romero

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