La plaza está llena, ha llegado por fin la hora de ingresar al ruedo, el momento para el que tanto me he preparado. Oigo a la multitud que habla, grita, ríe, está ansiosa por ver mi faena, impaciente por presenciar la danza mortal del toro y el torero, por ver y oler la sangre y el sudor. Suben los gritos, y de pronto surgen sorprendentes clarines y timbales acompañando las voces. ¡Olé, y olé!

Voy asomándome con cierta prudencia. Al verme, los gritos arrecian, levanto la cabeza y miro a todos y a cada uno a mi inmenso alrededor y entonces se enardecen, me saludan, me vivan y me estimulan, esperan de mí el mejor de los espectáculos (ya quisieran que deje la vida en aras de su diversión). Miles y miles de cabezas que son un solo grito de olé. Miles y miles de pañuelos, de abanicos, de boinas y sombreros.

La gran recepción me da valor, pero también temor: debo satisfacer los deseos de diversión de esa masa móvil y sonora que espera olvidar todas sus penas mundanas en manos del torero y del toro. Nada perdonarán a la dupla si no cumple con sus fantasías de esparcimiento, ellos han venido sólo para exigir lo mejor del hombre y del animal, de su eterna danza de capas y de rojos, de banderillas y cornadas. Ninguna otra cosa importa, sólo la fiesta de la lidia.

Todos los actores están ya en escena: toro y matador, peones y banderilleros, los caballos y el mozo de espadas, los areneros y la presencia de la muerte a tiempo cierto.

Comienzan los picadores su vil tarea: desde la seguridad de la montura de sus caballos se abalanzan y clavan sin piedad una y otra vez la puya por lo alto en la cruz del toro para medir su bravura. Y para menguarla. ¡Ay! Que sí duele… que me hace enfadar y odiar a jinetes y corceles, y arremeto furioso contra ellos, pero me esquivan y se apartan, ya han cumplido su trabajo y se van.

Y ahora son los peones quienes se acercan con las lacerantes banderillas que ocultan tras vivos colores su destino de crueldad. De a pares me clavan el cuello, ¡qué dolor insoportable!, ¿por qué, señores, por qué? ¿qué os habré hecho para merecer esto? Pero debo mantenerme erguido y feroz, fuerte y valiente, que para eso ha venido tanta gente a vernos, y no podemos defraudarlos. La sangre me corre por el cuerpo, se mezcla con los oleos y el sudor, y con la arena. El líquido cálido, tan rojo como la capa de la coreografía del torero, me brota sin pausa, pero debo continuar, el espectáculo lo necesita.

Y ahora viene el matador, mi brillosa pareja en el gran baile, nos lucimos con una veloz serpentina y el gentío ruge de placer, luego una audaz revolera, y un pase de pecho y un molinete, y enseguida una vistosa verónica que arranca aplausos y olés.

Escarbo la arena frenético con mi pezuña, el matador finge que se me acerca con valentía, y cuando amago enfrentarlo, se corre a un lado con premura, y así una y otra vez, y los olés bajan a la arena, ¡cómo están disfrutando!, estamos haciendo muy bien nuestro trabajo. Pero qué veo… el matador ya tiene su estoque y su muleta encapada en las manos, la fase final ha comenzado. Suenan con más fuerza clarines y timbales, anuncian la gran culminación.

La sangre en los ojos por momentos me impide ver con claridad la figura de mi esbelta pareja, sin embargo, su vistoso traje de vivos reflejos me ayuda a distinguirlo, se ha quedado primero rígido con su espada señalando hacia delante y abajo, hacia mí, y luego avanza con lentitud, apunta con convicción a mi testuz… es en este momento cuando debo actuar, el público lo espera, no puedo desfallecer justo ahora, aunque el cansancio y el dolor me apabullen, arranco con un inesperado brinco hacia él y cuando estoy casi encima me agacho para tomarlo bien de abajo, desde su vientre, ¡mis cuernos han ingresado en su cuerpo!, siento que lo ensarté con firmeza, me levanto, y con tremendo esfuerzo logro que permanezca clavado sobre mí, grita, pide ayuda, comienzo a correr feliz alrededor de todo el círculo con la pesada carga en mi cabeza, ¡cómo me cuesta sostenerlo!, estoy cansado pero debo continuar en bien de la fiesta, siento que su sangre se mezcla con la mía, ambos nos desangramos en nuestro mutuo ritual. Espero los olés y los gritos de alegría… pero el público ha dejado de vivar, los clarines ya no suenan, no oigo más que lamentos y llantos, ¿qué pasa con estos modernos césares? ¿Por qué no festejan mi faena? ¿O acaso no he sido yo el mejor de los dos?

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