Diálogo con Víctor Moreno

Víctor Moreno Bayona (Alesués-Villafranca) es licenciado en Filosofía y Letras. Doctor en Filología Hispánica, escritor y crítico literario, así como colaborador en prensa, radio, revistas de educación, literatura y opinión política. Ha publicado infinidad de artículos en revistas especializadas sobre enseñanza y aprendizaje de la literatura, lectura, escritura, oralidad y temas relacionados con el desarrollo de la competencia lingüístico-literaria en la adolescencia. Habitual conferenciante sobre temas específicos de literatura, escritura, lectura y crítica literaria. Profesor en activo desde 1972, en sus últimos años y hasta su reciente jubilación enseñó Lengua y Literatura (ESO) en el IES. P. Moret-Irubide (Pamplona). Durante más de treinta años ha impartido cursos de formación al profesorado de Primaria, Secundaria, Bachillerato y Graduados Universitarios en distintos organismos e instituciones oficiales, públicos y privados.

Estimado Víctor, es difícil realmente encontrar un ejemplo como el tuyo con una obra tan vasta, tan preocupado por dejar por escrito y con claridad tus reflexiones y renovarlas periódicamente. Una obra que se impone como un referente, cuando no como un plan de acción con un marchamo de urgencia, prorrogado penosamente en el tiempo: la necesidad de transformar la enseñanza de la lengua y la literatura en el aula.

Esta abundancia dificulta un tanto encontrar algo nuevo que preguntarte y que pueda estimular tus respuestas. Intentaremos no aburrirte y dejar de tu mano también lo que consideres indicar al hilo de nuestras preguntas, aunque no coincida con su objeto inmediato. Tienes plena libertad al respecto. Sí nos gustaría dejar aquí dos enlaces fundamentales para el conocimiento de tus reflexiones ahora que estas obras en pdf forman parte del dominio público (¡cuánto ha cambiado también el mundo de los derechos desde aquellos años 80!).

Una de esas obras breves o largos artículos es La formación literaria centrada en el encuentro de la Literatura con el aula, la otra se centra en los procesos de escritura en el aula.

Primera cuestión

Acostumbrados a encontrarnos con escritores que hacen del relato del nacimiento de su propia vocación literaria un obligado hito común, nos gustaría conocer cómo fueron tus primeros encuentros con la literatura, con su emoción privada, y con la oportunidad de enseñarla, de compartir su secreto.

Ya hemos leído que tus primeras experiencias como profesor de lengua y literatura te revelaron desde muy pronto la paradoja que sufre el arte cuando se convierte en asignatura: la literatura que lleva por bandera la desregularización, la huida del encasillamiento, acaba aquí sometida a la clasificación. Nosotros repetimos que el arte es fundamentalmente excepción, frente a la norma que adormece. Por eso creemos que tiene sentido volver a reflexionar sobre por qué nos gusta lo que nos gusta y por qué seguimos creyendo que tiene sentido enseñar a compartir ese placer. Todo esto si convenimos que una formación literaria tiene sentido dentro de nuestro sistema de enseñanza.

¿Cómo resolverías por tanto ese relato del origen en tu peripecia personal tanto como alumno como docente en relación con el amor a la literatura?

Vayamos por partes.

Primera

En cuanto a mi experiencia como niño y como alumno, diré que nunca entendí cómo pude hacerme lector y escritor. En mi infancia y adolescencia, todo a mi alrededor se confabuló para que esto no ocurriera. Ni la sociedad, ni la escuela, ni la familia -esa suma trinidad que tanto influye en estos procesos, según entendidos-, estaban por esa labor, sino lo contrario. En el pueblo, no había biblioteca pública. En la escuela no existían más libros que la Enciclopedia Álvarez. Nunca un maestro nos leyó un cuento, ni nos mandó escribirlos. En todo mi periplo como estudiante sucedió tal cosa. Ni en bachillerato, ni en la universidad. Jamás. En mi familia, no había libros. La lectura y la escritura entendidas como actividades creativas y conscientes jamás formaron parte del currículum. Solo leíamos los textos que aparecían en los libros académicos y lo era para responder preguntas que uno no se hacía, así que lo que conseguían era crearnos problemas que en aquel ambiente no podíamos resolver.

Vistos estos antecedentes, lo menos que podría pensarse es que un sujeto así se hiciera lector y escritor compulsivos.

Paradójicamente, se hizo.

Mi hipótesis es que el ambiente no influyó fatalmente en mi predisposición para que no cultivara ambas actividades. Y no quisiera caer de bruces en la tesis más o menos determinista de que es la base neurobiológica del cerebro la causa de ciertas inclinaciones intelectuales, como puedan ser la lectura y la escritura, mucho más influyente que los métodos de lectura y de escritura habidos y por haber. ¿Por qué quería leer y escribir un adolescente si nada de lo que sucedía a su alrededor le invitaba a ello? ¿Cómo dedicarme a leer y a escribir si eran dos actividades que no afirmaban mi yo frente al mundo, sino que, más bien, me ridiculizaban ante él?

Era bastante normal y lógico que leyera tebeos como la mayoría de mis amigos, pero ya no lo era que inventara, con siete y ocho años, historias y guiones para El Jabato y El Capitán Trueno. Lo mismo diría del descubrimiento de mi asombro ante las palabras que oía y cuyo significado ignoraba. Era posible que un niño de ocho años se quedara boquiaquieto al oír una palabra como vástago, pero no lo era pasarse horas otorgándole significados posibles. Cuando leía su significado en un diccionario, me daba cuenta de que la imaginación era más poderosa que cualquier otra facultad. Y, más importante, percibía que ese espacio de la fantasía me gustaba. Me sentía cómodo habitándolo.

¿Qué decir? Pues que el fenotipo, es decir, el ecosistema en el que nacemos y vivimos determina la configuración personal, pero no de modo fatal. Está, también, el genotipo, es decir, esa predisposición potencial que todas las personas albergan en su duramadre al nacer, y que, más tarde, será necesario poner en marcha o explotar.

En este panorama, hay personas que necesitan que alguien los motive para que pongan en marcha su reloj de la creatividad; otros lo mantienen sin estrenar durante toda la vida, y los hay quienes no necesitan a nadie para hacerlo. Lo ponen en marcha motu proprio.

No me considero un tipo raro, ni excepcional, pero soy consciente de que mi proceso lector y escritor no fue fruto de experiencia didáctica alguna, ni positiva ni negativa; ni derivada de una prohibición, ni de obligación alguna; tampoco, resultado de una influencia benefactora de una persona cercana o amiga. Este proceso nació, creció y se desarrolló en mis propias entretelas cordiales e intelectuales.

Sé que muchos itinerarios de lectores y de escritores nacieron gracias al concurso sine qua non de personas o de instituciones, como la familia, la escuela y la biblioteca. Suelen ser personas que llevan en su sistema neurobiológico una predisposición hacia esta actividad, centrípeta cien por cien, destinada al desarrollo de la autoconciencia y de la reflexión, pero, para que se encienda dicha chispa o explote dicha bomba potencial, necesitan que alguien o algo encienda o explote esa llama. Es la mayoría. Desgraciadamente, hay mucha gente valiosa que jamás encuentra esa chispa que incendie su potencial interior creativo.

Solemos decir que el maestro es una figura excepcional a la hora de despertar la autoconciencia lectora y escritora, clave en el desarrollo de la sensibilidad y de la ética. Eso es lo que afirmábamos hace unos años, pero ya no sé si en esta época dicho axioma mantiene su vigencia. Los valores que se cotizan en la bolsa de la lectura y de la escritura se dan de bruces con los valores que defiende la sociedad actual. ¿Quién quiere hacerse lector o escritor motu proprio al mismo nivel que fontanero, albañil o ingeniero? Cualquier padre se rebotaría ante el hijo que le manifestara que “cuando sea mayor, quiero ser escritor”. Oigo de aquí el reproche paterno: “¿Sí? ¿Y de qué vas a comer?”.

Leer y escribir son formas de ocio y no proyectos de realización personal insustituibles. No son esenciales. Son forma de felicidad tan válidas como jugar al parchís o al pádel. Solo que leer y escribir precisan de un aprendizaje complejo y arduo. Solo con pensar que tales actividades requieren silencio y soledad es más que suficiente para que un tanto por ciento elevadísimo de la gente se aleje de ellas.

Es difícil que las personas que no se llevan bien con el silencio y la soledad se lleven bien con la lectura y la escritura. Así que, ¿qué lugar privilegiado ocuparán la lectura y la escritura en una sociedad como la nuestra, donde prima el ruido, la prisa, la productividad, la inmediatez en la obtención de cualquier placer? Pues el lugar perteneciente a quienes aspiren a cultivar unos valores contrarios a los que la propia sociedad defiende como señas de una identidad líquida, por parafrasear a Bauman.

Segunda parte

En alguna ocasión, he dicho que aquello que toca la escuela, el instituto y la universidad se convierte en inutilidad sustancial. En cuanto al profesorado, es tópico afirmar que los transforma en taxidermistas del conocimiento. Y sea por la inercia, la rutina y el cansancio o estrés didáctico, termina por convertirnos en asalariados de la tiza curricular.

Una causa de esta deriva secular, tanto anímica como profesional, radica en que seguimos instalados en la percha de la enseñanza y no del aprendizaje. El profesorado aun sigue soñando que enseña algo y se empeña, además, en hacerlo. Si lo piensa honradamente, concluirá que no enseña nada. Nada que pueda decir “esto es parte de mí”, porque todo lo que enseña pertenece, no solo al Jurásico, sino a otros. Es difícil entusiasmarse con unos conocimientos que no son tuyos y que, incluso, no compartes. Es un mal pedagógico radical de consecuencias aún sin estudiar.

Después de cuarenta años impartiendo clases de lengua y de literatura, es una pregunta que aún suele producirme insomnio: “De aquello que enseñaste al alumnado, ¿qué crees que habrá permanecido en su mente y en su corazón?”. Y el espejo en el que me miro, me responde descojonándose: “¿El amor a la literatura? ¡Ja! ¿A la escritura? ¡Je! ¿A la gramática? ¡Ji! ¿A la poesía? ¡Ja, je, ji!”.

Estaría bien, aunque fuera solo por temporadas, que el profesorado aprendiera en el aula a guardar silencio, a dejar en cuarentena sus maravillosos comentarios y convertirse en un facilitador de aprendizajes e intercambios vigotskianos, en los que el sujeto más importante es el alumnado. Nuestras explicaciones mayormente entorpecen y alejan al alumnado de la curiosidad que es la base, no solo de la física cuántica, sino de cualquier experiencia que merezca la pena. La enseñanza mata la curiosidad a partir de los ocho años y ello porque si hay algo que sugiere es que más allá de lo que circula por el aula ya no quedan espacios por investigar. Los datos que circulan por el aula huelen a cloroformo, a formol, a acabado, dispuestos únicamente para ser devorados por una memoria a la que continuamente se desprecia considerándola un almacén de residuos, sin reparar en que su verdadera naturaleza es crítica, analógica y creativa.

Cuando el sistema educativo gira en torno a la enseñanza de palabras, conceptos y sistemas, el aprendizaje desaparece y es, entonces, cuando la lengua y de la literatura se convierten en tormento, también para el que la enseña. ¿Cómo es posible pasarse la vida enseñando lo mismo y del mismo modo? Hay que ser, como decía Terencio, verdugo de sí mismo.

Al final de este proceso donde prima la enseñanza, es muy probable que el alumnado sepa qué es una oración subordinada sustantiva de sujeto (saber declarativo), pero raro y excepcional será el caso de quien sepa qué hacer con oraciones de esa naturaleza (saber procedimental). Austin diría que es necesario hacer cosas con las palabras, lo que nos sitúa en un enfoque pragmático y comunicativo del aprendizaje lingüístico.

La experiencia me ha mostrado que para superar el tedio que produce una enseñanza autoritaria, verbalista y aburrida de la lengua y de la literatura, el mejor método consiste en sumergir al alumnado en unos aprendizajes cálidos, emotivos e intelectualmente complejos, donde sea el sujeto discente quien marque ritmos e, incluso, contenidos. Lo que no significa que el profesorado deba convertirse en un convidado de piedra o en un pasota, como dirían los detractores del enfoque lúdico y creativo de este aprendizaje. En realidad, sucede lo contrario. Nada más exigente el rol del maestro cuando se convierte en esa persona que sugiere, ofrece, plantea, señala, apunta, observa y diagnostica. Se olvida que para sugerir, ofrecer y apuntar es necesario estudiar, investigar y reflexionar día a día, año tras año, durante toda la vida. Pues el enriquecimiento personal del maestro, siempre inacabado, está en la base del enriquecimiento de los demás.

Resulta desazonador que exista aún profesorado de lengua y literatura que confunda el Oulipo con un emperador de la quinta dinastía Ming o a Alfred Jarry con un actor humorístico americano. O a Raymond Roussell con un fabricante de neumáticos para tractores diésel.

Dicen que el conocimiento no ocupa lugar, pero es evidente que dicha afirmación es falsa. El saber ocupa espacio y mucho tendría que decir el principio de Arquímedes aplicado a este tipo de conocimientos y de nombres que desplazan a otros mucho mejores, subiendo a la superficie de la fama a pesar de que son una mierda, con perdón.

Formación literaria

Yo no creo en la formación literaria, ni en la educación literaria, ni en la competencia literaria. Mentiría si dijera lo contrario, porque no sé qué alcance cognitivo y pragmático tienen tales expresiones. De hecho, no existe una concitación unánime en los teóricos a la hora de definir qué sea lo literario y qué valencias determinan que un texto sea literario o más literario que otro. ¿Es más literario Nabokov que H. James? ¿Más literario Muñoz Molina que Marías? ¿Quién de ellos, sus textos quiero decir, sabe más a literatura? ¿Marías y sus anacolutos o Muñoz Molina y su prosa con sabor a pescado sin sazonar?

Entiendo que los libros que leemos nos ofrecen una apuesta cognitiva, metafórica, lingüística, ética, cultural y psicológica, a la que nadie, por muy romo que sea intelectualmente, debería ser indiferente aunque comprendo que existan personas que no se dejen impresionar lo más mínimo por dichos aspectos. “Cuando un libro choca con una cabeza y suena a hueco, ¿se debe sólo al libro?”. Licthenberg dixit.

Desgraciadamente, el acercamiento a la literatura en el sistema educativo es desolador. Menos mal que no es causa definitiva, fatalista quiero decir, para dejar de leer en la vida, porque la literatura es en sí misma valiosa, independientemente de que se enseñe en el aula de un modo u otro, pues siempre habrá personas que la lean y la escriban, pero las personas que necesitan un apoyo para dar el salto a ese mundo fantástico, no solo no lo encontrarán, sino que se verán acompañados con razones más que convincentes para no hacerlo nunca. Y, para no volver a lo que un día nos hizo más tristes, hay siempre razones. Pues lo que entra en el cuerpo por vía emocional rara vez desalojará un argumento que lo hizo por la claraboya de la racionalidad.


Segunda cuestión

En tu artículo Escribir en el aula das un giro a la idea comúnmente aceptada de la preeminencia didáctica de la lectura sobre la escritura, indicas que si las escuelas e institutos enseñaran a escribir al alumnado muchos de los problemas de competencia lectora desaparecerían. Pero las producciones textuales de los propios profesores (alumnos que fueron de facultades de Filología) también brillan por su ausencia. Nuestra experiencia en educación de adultos y realización de talleres de escritura nos indica que la necesidad de explicarse, expresarse, escribirse, es real y palpable, muy generalizada incluso (un deseo que se impone socialmente como cualquier otro). Ese déficit de la escritura en la enseñanza que has denunciado y que afecta tanto a alumnos como a profesores les llevaría a muchas personas a renunciar o a no tomar en serio esa necesidad, ese deseo. Parafraseando al Vigotsky que citas, a renunciar a la vivencia de ese proceso imprescindible en nuestra maduración emocional, imaginativa y lingüística. Queremos apelar a tu experiencia en el doble papel de profesor de Lengua y Literatura en Institutos y formador de profesorado, ¿Cuál es a día de hoy el método que aconsejarías a un profesorado desanimado y sobrecargado por obligaciones didácticas y disciplinarias al tenérselas que ver con la enseñanza de la lengua y la literatura en las escuelas e institutos del presente? ¿Cuál ha sido, si ha existido, tu experiencia de diálogo con las administraciones autonómicas o estatales responsables de la educación de los jóvenes a la hora de incardinar nuevas fórmulas o mejoras?

Para un profesorado así no existe solución alguna. No hay una metodología posible que lo salve de semejante situación si, para colmo, pretende hacer compatibles sus obligaciones disciplinarias y didácticas. No es posible semejante milagro de correspondencia biunívoca. Y esto no significa que las palabras obligación, disciplina y didáctica me repugnen. Solo les aplico la semántica carcelaria que actualmente han adquirido en el sistema educativo.

Pero conviene recordar que las experiencias más significativas y más ricas, afectivas e intelectuales, relacionadas con el aprendizaje de la lengua y de la literatura, han sido siempre rupturistas con el orden dado. Para ello, ha sido necesario prescindir de libros de textos, de programas oficiales, de horarios rígidos y, por el contrario, adoptar/adaptar una organización escolar diferente, con un enfoque distinto y una metodología de aprendizaje diversa. Y con una concepción del tiempo escolar muy, pero que muy diversa a la lógica productiva del sistema, obsesionada por la titulitis y la rendición de cuentas. Y, probablemente, con unos contenidos de aprendizaje diferentes. Pues la concepción del mundo de hoy no es la misma que la de hace cien años.

¿Mi relación con la administración? Solamente, en los años 80, sufrí una denuncia tramitada por la administración, basada en que no utilizaba libro de lengua como texto, que leíamos tebeos en el aula, que lo único que hacíamos era leer y escribir cuentos y poesías -el que me denunció no hiló muy fino, porque, si en su informe hubiese añadido que al empezar las clases leía poemas de E. Lee Masters, autor de Spoon River, que atentaban contra el principio de autoridad y Cuentos de A. Bierce que era inmoral (sic) y cuentos eróticos de distintos autores italianos, el no-va-más de la insolencia, entonces, seguro que me habrían expulsado del cuerpo-, y, bueno, que en mis clases no se hablaba del sujeto, verbo y predicado…

Tuve la suerte de que el inspector de turno era más inteligente que el sátrapa que me denunció y, tras comprobar que los objetivos didácticos, que el departamento de lengua del centro tenía programados, se cumplían y que eso era lo importante para la Administración, archivó el caso. Con el tiempo, esta misma administración, tutelada con los mismos inspectores, me publicaría varios libros dedicados al desarrollo de la competencia lectora y de la competencia escrita y algunos materiales, un libro titulado Taller de cuentos, para lo que se llamó materias optativas. Y, bueno, comencé a impartir cursos de formación al profesorado siempre relacionados con el aprendizaje de la lectura y de la literatura; una actividad que he desarrollado en todas las Comunidades Autónomas del Estado en diversas instituciones públicas y privadas, y ello durante más de treinta y tantos años, así como en Portugal, en la UNAM de México y en la universidad de Michigan ( EE.UU).

Si el profesorado desea poner en marcha proyectos de enseñanza y aprendizaje rupturistas con el sistema, lo mejor es hacerlos, y no decir nada. La gente disciplinada y obsesionada por cubrir un programa -nunca descubrirlo-, no ha de entender por qué haces cosas fuera del currículum y, para colmo, te preguntará como quien se cae de un guindo: “Entonces, si haces eso, ¿cuándo das clase?”.

El panorama didáctico es pavoroso. Mucha disciplina y mucha didáctica, pero ¿cuántos centros habrá cuyo profesorado aplique al unísono democrático una teoría cognitiva del aprendizaje de la escritura; un método que articule dicho aprendizaje en las distintas etapas escolares; unas estrategias y momentos específicos de su abordaje y, finalmente, un sistema de evaluación que supervise su mejora?

No existe tal trabajo copulativo e interdisciplinar. Unos van por Antequera y otros por Babia. Así que, al final, lo que une de verdad al profesorado es el enfoque gramaticalista, historicista y retórico que es, al parecer, el único que se puede enseñar y evaluar. Porque, ¿cómo evaluar la creatividad, y la lectura y la escritura? ¡Como si hubiera que evaluarlas!

Es triste constatarlo, pero en muchas escuelas e institutos existe un profesorado tan desganado que, si se le pregunta, por qué los textos que escribe su alumnado están bien o mal escritos, no sabría responder.

Hay que decir una y otra vez que, si esa riqueza axiológica que la literatura lleva inserta en sus páginas, se aborda mediante un enfoque taxidermista, es evidente que quien lo sufra acabará odiándolo. Existen demasiados ejemplos ambulantes para confirmarlo.

La literatura está para leerla, no para sufrirla. Si se utiliza para saber si un alumno ha entendido la idea que contiene la página cuarenta y dos, entonces, la hemos clavado, Guillermo Tell. Hemos clavado la flecha en el corazón del lector, que, como decía Carson McCullers, es un cazador solitario.

Y, desde el punto de vista de la escritura, la mejor manera de acercarnos a la literatura, sea para sentirla como acicate de nuestra propia sensibilidad, como mecano para apropiarse de los procedimientos técnicos que la hacen posible, pues consiste en imitarla y transformarla -también, transcodificarla-, mediante prácticas textuales, lo que en eslogan podía formularse diciendo: “A la literatura por la escritura”.

Esta perspectiva evitará cualquier regularización de lo excepcional y lo divergente, porque en cada actividad los sujetos de este aprendizaje son siempre diferentes. Cada experiencia es única. Porque el sujeto que aprende, que trata de apropiarse de lo que considera escrito para él, también es singular, específico, único. Nadie lee de igual manera a Chéjov o a Cheever. Ni, por supuesto, imita o transforma sus técnicas de expresión, o estilemas de autor, de idéntico modo. Al ser un proceso singular y personal, por tanto, divergente, en el que cada persona desarrolla específicamente su ego, su vanidad, su autismo intelectual y emocional, será difícil encontrar una persona que renuncie a dicha apuesta. Nadie renuncia a quererse a sí mismo.

Otra cuestión es que el espíritu y la atmósfera de este aprendizaje perdure en el tiempo y que, quienes lo han vivido en el aula, lo mantengan a lo largo de su vida. Lo habitual es que sean muchos los llamados, pero muy pocos los elegidos. La literatura es así de caprichosa y, al mismo tiempo, rigurosa en sus predilecciones. Los dioses deben saberlo bien, porque eligen casi siempre a gente, si no especial, un tanto divergente.


Tercera cuestión

Nuestra experiencia (en buena parte constituye la misión de nuestra fundación), nos ha hecho apostar por la introducción en el sistema educativo del Taller de Escritura como dispositivo didáctico complementario o incluso alternativo para la enseñanza de la lengua y la literatura. El laboratorio ocupa el lugar de la clase e impone sus dinámicas de lectura, escritura y comentario en un ámbito menos jerarquizado, aunque guiado obviamente: el profesor que lo coordina es aún más importante en la mesa redonda de un taller de escritura que lo que lo fue en la tarima que tradicionalmente ha venido separando al docente de los discentes, se erige como motivador-coordinador en una situación donde se aprende mientras todos leen, todos escriben, todos comentan y argumentan. Habrá que conciliar este esquema con ciertas (las mínimas) exigencias curriculares y necesidades de la evaluación, además de contemplar el aspecto económico que implica dividir el aula masificada en grupos más pequeños que favorezcan una interacción real, trabajo sobre proyectos en común, etc. Nos gustaría saber cuál sería tu opinión sobre este a nuestro juicio necesario tránsito, sus posibles ventajas e inconvenientes.

Mi experiencia sobre talleres de escritura como alternativa a la enseñanza de la literatura no es poca, es nula. Pues nunca he caído en la tentación de poner en práctica un taller de esta naturaleza como alternativa a dicha asignatura aunque es verdad que muchas de las actividades realizadas guardan semejanzas con el utillaje y modelaje de un taller de escritura. Tampoco, he tenido intención de organizar “talleres literarios para hacer escritores”, pretensión que jamás entrará en mi agenda.

Podría contar y enumerar experiencias de escritura que tuvieron ese carácter de taller, pero siempre limitadas a tareas muy específicas. Por ejemplo, recuerdo dos actividades: la construcción de un personaje y escribir una novela colectiva.

Fueron tareas en las que invertimos el tiempo que duraba el curso escolar y en las que introducía y desarrollaba los principios claves de cualquier creación textual: selección, cronología, punto de vista y jerarquización. Todo ello acompañado por una variopinta alfombra de textos de distintos escritores de diferentes épocas sobre cada una de las cuestiones señaladas.

En otras, la tarea era menos ambiciosa, pero con las mismas exigencias de rigor. Elegía un determinado ámbito artístico de la literatura, por ejemplo, la descripción, que tan mal se da en la actual narrativa. Luego, seleccionaba una realidad concreta que fuera objeto descriptivo: persona, acción, hecho, espacio, tiempo meteorológico, mundo interior, sentimientos, ideas. El tercer paso se remataba buscando y encontrando textos de autores de distintas épocas que describieran el mismo dato descriptivo.

El trabajo de análisis y de comparación venía después; lo mismo que la recreación individual, imitando al autor que más había convencido a la hora de hacer tales descripciones. Imitándolo de forma seria o paródica.

Una experiencia inolvidable fue la dedicada a observar cómo utiliza un escritor cualquiera alguno de los aspectos que se consideran importantes a la hora de escribir. Por ejemplo, la adjetivación. Hagan la prueba y verificarán cómo este aprendizaje afina la agudeza de cualquier escritor en cierne. Y quien dice adjetivación, puede añadir puntuación o uso de las comas. Así, como suena.

En otras ocasiones, traficamos con los tópicos clásicos de la literatura. Un ejercicio con mucho humor y mucha sorna, sobre todo, cuando los aplicamos a la modernidad de nuestro tiempo. Fue una manera muy divertida de hacer un viaje fascinante a través del tiempo. Por clase, desfilaron escritores de todas las épocas y de todos los géneros, desde Horacio a Ronsard, Fray Luis de León, Manrique, Hita, pasando por Góngora, Quevedo y Cervantes, para llegar a Galdós, Clarín, Machado y aterrizar en Gil de Biedma, Cernuda, Vázquez Montalbán y la canción moderna. Y todo ello en un recorrido trasegado por la lectura y la escritura y, cuando era preceptivo, visitas a la biblioteca buscando libros.

El mismo tratamiento tuvieron las figuras retóricas. Ninguna de ellas se escapó a nuestra observación y recreación, aplicadas a las cosas más elementales de la vida cotidiana. La de metonimias, sinécdoques e hipálages que no salieron de aquellas aulas. ¡Para que luego digan que este alumnado no sale preparado para afrontar una selectividad!

Este enfoque sufre siempre la misma crítica, consistente en decir que tanto su proceso como su producto están determinados únicamente por la técnica y que nada tiene que ver en ella el talento o el ingenio personales. Y que si desaparece la técnica, se acabó el pistacho.

¿Qué decir? Pues nada. Que conteste Perec, el de La vida instrucciones de uso o a Ítalo Calvino, al menos el de Las Ciudades Invisibles o Si una noche de invierno un viajero

Para el alumnado que empieza a empalmarse con la escritura, la técnica es la mejor muleta disponible para dar los primeros pasos en su itinerario como escritor.

En mi caso, si no fuera por las técnicas, encontradas en Jarry, Roussel, Lewis Caroll, Oulipo, Cortázar, Cabrera Infante, Rodari, el aprendizaje se me habría venido abajo estrepitosamente.

Para la mayoría de la gente que no es un genio, es decir, para cada uno de nosotros, disponer de una batería de esos ingenios palabráticos es una riqueza inestimable. Nadie sabe, además, cuál es la razón de la grandeza de un texto, ni cuál fue su origen. Si un estornudo o una puesta de sol en la Antárdida. Repasen La Experiencia literaria, de Alfonso Reyes.

Para escribir sirve todo. El escritor es un caníbal de la realidad y de lo que que es su simulacro.

La técnica solo estorba a los inútiles. En ocasiones, lo mismo que el plagio, sirve de acicate para emborronar la primera línea, esa que es fundamental para escribir la segunda. A mi alumnado, le he dicho siempre que lo que se escribe basado en una técnica de creación ajena hay que tomarlo como borrador, porque es el talento, el toque personal, quien, finalmente, otorgará al texto la dimensión que le corresponde: ser una prolongación más o menos tamizada de nuestra sensibilidad y agudeza crítica.

Imitar y transformar los textos que leemos siguiendo orientaciones técnicas o artísticas, es una excelente metodología para desarrollar la agilidad mental creativa, pues de todos es sabido que expresar lo que sientes y piensas es una tarea ardua, pues la lengua nunca será capaz de plasmar con total exactitud aquello que el pensamiento y el sentimiento han ideado o sentido.


Cuarta cuestión

Contra la Solemnidad. Parte de ese miedo del alumno a la escritura parece residir en la sacralización de la literatura y de la palabra escrita. En tus libros apuestas por invitar al canon a aquellos autores y movimientos que han hecho de los recursos lúdicos y del juego vías de estimulación en la aproximación al lenguaje y su uso. Oulipo, Surrealistas, Rodari, etc. siguen teniendo algo que decir sobre el placer de la escritura. Suponemos que practicaste en su día estas experiencias y disparadores en el aula. También has trabajado repetidamente en propuestas que conectan el juego y la oralidad para integrar requerimientos orales (un déficit en la escuela similar al de la escritura) en la práctica del aula para darle y darle a la lengua.

¿Podrías hacernos un balance personal de las prácticas y resultados de las propuestas basadas en juego y oralidad en tus aulas y cómo crees que logran disparar la imaginación y la creatividad, esas capacidades inherentes en niños y jóvenes, siempre latentes a la espera de ser convocadas?

La sacralización del arte en todas sus ramas me produce repelús. No la soporto. En mis libros Metáforas de la lectura (Lengua de Trapo) y La manía de leer (Mondadori) arremetí en su día contra la sacralización de la lectura, y en Fuera de Lugar y Cómo sé que valgo para escritor (Editorial Pamiela), lo hice con el mismo propósito contra la excelsitud de la escritura. Sé que el fracaso de mis intenciones, ha sido clamoroso, pues basta leer las reseñas de libros en los periódicos para darse cuenta de que esta sacralización sigue pertinaz como las sequías del siglo XIX. Las melonadas sintagmáticas que siguen sosteniendo críticos y escritores son majestuosas.

¿Qué se puede hacer? Nos queda el humor, la parodia, el sarcasmo, la mordacidad, todas ellas formas incruentas de retórica, con las que podemos afrontar la estupidez que, cuando se alía con la fatuidad, el mal en el mundo aumenta exponencialmente.

En mis clases, he procurado introducir autores que hicieron del humor, fuera negro o blanco, una empalizada contra la estupidez, el pensamiento burocrático y el sonambulismo ético, las tres pestes seculares que amenazan el ecosistema de la especie inteligente.

Lamentablemente, se trata de unos escritores que no forman parte del canon académico, ese que algunas ilustres pendas, pésimos imitadores del orondo Bloom, pretenden vendernos por estos pagos como si fueran el no va más de la creación.

El humor debería convertirse en un eje fundamental de cualquier aprendizaje. No solo rebaja los humos autoritarios de cualquier Creonte curricular, sino que posibilita la creación de atmósferas cálidas y emocionales, fundamentales para desarrollar el deseo de aprender y el de escribir. El rigor mortis de la enseñanza, siempre vertical, no ayuda al desarrollo de ese aprendizaje que hemos calificado de cálido.

El niño no es creativo per se. Es espontáneo, pero la espontaneidad no es una valencia decisiva en el proceso creativo, más o menos irracional, como nos hicieron creer las corrientes surrealistas. La espontaneidad viene bien para hacer algún brainstorming; poca cosa más. La creatividad es mucho más exigente, pues se alimenta de procesos analógicos y divergentes que es necesario cultivar para que tales actividades, con el marchamo de creativas, se lleven a efecto. Y esto requiere tiempo.

Además, los primeros momentos no son fáciles. En mis clases, siempre existió un alumnado que no miraba con buenos ojos estas actividades que, a decir verdad, los descolocaba, toda vez que la educación que había recibido hasta ese momento era de naturaleza conductista y convergente, gramaticalista e historicista. Cambiar este chip no era fácil. Para colmo, este alumnado venía muy bien aprendido desde casa: “En la selectividad, no nos van a mandar hacer un acróstico o un lipograma. Esto es una pérdida de tiempo”.

Tenían razón. Pero yo no renuncié a mi manera de ser y de actuar. Entendí que ese alumnado lo que me exigía era desarrollar contenidos de enseñanza que le sirvieran tanto para adquirir un bagaje conceptual y académico con el que afrontar exitosamente un examen de selectividad, y al mismo tiempo, desarrollar su potencial creativo mediante la escritura. Ambas perspectivas no tenían por qué anularse, sino completarse.

Lo que hice fue conjugar el lado convergente y divergente del aprendizaje, pues ambos enfoques no están reñidos y no son incompatibles, sino todo lo contrario. Lograr que un alumnado adquiera aquellos conocimientos que suelen considerarse el signo elocuente del academicismo más puro y hacerlo mediante actividades creativas y lúdicas, ha sido, en realidad, lo que he venido haciendo a lo largo de mi periplo profesional.

La gente piensa que los saberes declarativos del sistema lingüístico solo se pueden aprender mediante el camino trillado de la explicación del profesorado, pero no es así. Piaget ya dijo que concepto que se explica, concepto que se olvida. Y Piaget no fue alguien que demostrara en sus escritos una pizca de humor siquiera, pero sabía mucho de qué iba el aprendizaje que permanece.

En este contexto, existen varias perspectivas metodológicas que no suelen fallar.

La primera consiste en convertir el yo en el centro de la escritura. En la adolescencia, esta argucia no falla. El ego es la mayor fuente de inspiración de quien comienza a escribir. Con el tiempo, este individuo ya se dará cuenta de que en la conjugación existen otras formas personales y otros puntos de vista narratológicos.

La segunda es hablar mucho antes de escribir lo que se va a escribir y cómo se va a hacer. La mayoría de las incertidumbres y miedos no es que desaparezcan -en cada comienzo de escritura se renuevan los miedos y las incertidumbres-, pero hablando con los otros se mitigan su influencia negativa en el proceso. Las zozobras a la hora de escribir existen antes, durante y después de iniciar dicha actividad. Cuando existe una planificación de la escritura, hecha con la aportación de todos, escribir ya no resultan tan difícil como se piensa antes de hacerlo.

La tercera consiste en hacer consciente al escritor del proceso en el que se sumerge. Cuando el alumnado escribe de forma consciente, se ahorran miles de explicaciones. Y, tarde o temprano, sabrá por sí mismo si lo que ha escrito se corresponde o no con sus intenciones. Si no es así, también será capaz de determinar las razones por las que no se dio tal correspondencia. Y si está dispuesto a escuchar críticas, los demás, también, se lo podrán señalar.

En un clima de esta naturaleza, la escritura sigue siendo lo que es, un acto consciente, fallido, recursivo, de idas y vueltas, y siempre mejorable aunque habrá un momento en que habrá que decir: “hasta aquí hemos llegado, Raymond Carver”.

Y cuarta y final. Ayuda mucho el modo que tiene el profesorado de afrontar estas creaciones, jamás con la mirada del corrector impasible, sino del lector como escritor que busca modos y maneras de mejorar lo que escriben los demás… Pero si hay que decir a alguien que lo que ha escrito es una patochada, pues habrá que decirlo aunque cueste la amistad.

Es bueno no confundir que algo está mal escrito con el hecho de que a ti no te guste. Hay muchos textos que están muy bien escritos y, sin embargo, no movilizan para nada tus emociones, ni tu inteligencia.

En ambos casos, aunque solo sea por educación lo importante es dar razones convincentes que muestren y demuestren que lo que alguien ha escrito es una patochada, lo mismo si se trata de una maravilla, porque justificar que un escrito es bueno también requiere sus razones específicas que lo justifiquen.

Sin olvidar que las razones por las que alguien dice que una novela es muy buena, pueden ser las mismas razones por las que a mí me parece que se trata de una novela muy mala.


Quinta cuestión

Pero lo cierto es que leer y escribir son ya procesos que se realizan de otra manera. La vida digital convoca ahora a una generación que habrá de lidiar con las máquinas a un nivel que las anteriores ni siquiera sospechábamos a su edad, cuando el futuro era metálico y fulgurante. Lo cierto es que los más jóvenes, en su contexto comunicativo y cotidiano intercambian (escriben y leen) texto junto con fotografía, videos, sonidos, emoticonos… Nos preocupa especialmente la relación que debería establecerse entre la enseñanza de la lengua y la literatura basada en la palabra, por una parte, y ese otro lenguaje audiovisual, cada vez más popular gracias a plataformas como WhatsApp y las redes sociales, donde conviven recursos de naturaleza fotográfica, audiovisual, sonora, y aún otras fuentes expresivas que hasta no hace mucho tiempo estaban solo al alcance de ser generados y difundidos en contextos altamente profesionalizados.

¿Crees que sería importante enseñar y aprender a leer y escribir con naturaleza propia los lenguajes audiovisuales en el aula y sus interacciones con el texto? ¿La mera ausencia de la fotografía y sobre todo del cine, artes ya veteranas, en los currículos escolares nos condena a la miopía eterna de nuestra mirada didáctica de la hibridación de los lenguajes contemporáneos?

Cuando empecé a impartir clases, allá por los setenta, los elementos fundamentales en los que basé el aprendizaje lingüístico del alumnado, una vez que desterré del aula el libro texto, fueron los tebeos, la publicidad, el periódico, los títeres, la poesía y los textos que el alumnado iba escribiendo en el aula, los cuales se integrarían en el periódico escolar que imprimíamos mediante la técnica de la cola de pescado o el uso de vietnamitas, pues entonces no disponíamos de multicopistas, de fotocopiadoras y de ordenadores.

Cuando a los años tuve que impartir una asignatura llamada literatura universal, no me lo pensé dos veces y nos dedicamos a ver adaptaciones cinematográficas de un sinfín de obras de literatura española, inglesa, francesa, china, italiana, rusa, egipcia, africana…

Hace ya mucho tiempo que en el sistema escolar los distintos lenguajes de las artes no se conjugan de forma interdisciplinar. Si en algo se ha mostrado tozudo el sistema es en ofrecer una enseñanza atomizada y estanca. Y no creo que esto vaya a cambiar de la noche a la mañana.

Los centros se han convertido en un archipiélago de islas pobladas por náufragos más o menos desesperados, cuya máxima aspiración es sobrevivir a toda costa, sin importarle mucho ni poco si el de la isla de al lado sigue vivo o se lo han comido ya los tiburones del aburrimiento.


Sexta cuestión

Ser un gran escritor, ¿no consiste en haber creado una manera de sentir y por consiguiente una manera de pensar? (Paul Léautaud).


Copiamos una cita de Léautaud que aparece en uno de tus escritos por dos razones oportunas. Por una parte, casualmente nuestra Fundación editó dentro de la colección El oficio de escritor un extracto de más de 900 páginas de su Diario Literario. Léautaud fue un escritor atípico, testigo extraordinario de las letras francesas, huraño y crítico con el oropel, sobre todo con el más inmerecido y escandaloso, que solo alcanzó cierta notoriedad pública a partir de un programa radiofónico (la palabra oral) en el que diseccionaba con muy avanzada edad y con acritud e ingenio cuestiones de vida y literatura. Pero la cita nos viene muy a cuento además en lo que respecta a ser un “gran escritor”. Tú has desgranado en libros como Fuera de Lugar una acerada crítica de lo que significa el ecosistema de crítica y literatura en nuestro país. La vida de la fama manriqueña es ahora inmediata y medible en likes para los más jóvenes. Esto choca con un aparente inutilidad de todo lo que no tenga de forma súbita un referente de éxito viral, por otra parte vivir de la literatura es cada vez más una quimera, se ha convertido en un ejercicio de equilibrio sobre la cuerda de la precariedad. A veces no es tan sencillo hacerles entender a nuestros alumnos que la escritura tiene sentido en sí misma con independencia de desarrollar o no una actividad dificultosamente profesional en el futuro, que perfeccionar sus discursos les ayudarán a pensar, ordenar, reflexionar, criticar, del modo más transversal posible, ser en definitiva ciudadanos más conscientes del dominio de las palabras (y del lenguaje en general, incluido el fotográfico y audiovisual, hace tiempo predominantes) y de lo que el poder hace con ellas.

Titulaba un escritor francés que dicta talleres de escritura a jóvenes en espacios desasistidos, suburbios o reformatorios, François Bon, su libro dedicado a relatar esta actividad con la frase “Todas las palabras son adultas”. Los talleres de escritura son plataformas de maduración del lenguaje y, más allá, equilibradores democráticos donde el respeto a la voz y la sensibilidad ajenas (y viceversa) es práctica cotidiana. El futuro de una educación más inclusiva y democrática, ¿no residirá en dejar de infantilizar o considerar irrelevantes los discursos de nuestros jóvenes?

Nos gustaría conocer tus opiniones al respecto.

Yo creo muy poco en lo que pueda hacer y deshacer el sistema educativo en mejorar la sociedad en que vivimos.

Tenemos la escuela que quiere la sociedad, no la sociedad que pretende crear la escuela. Además, se dan tantas contradicciones entre ambos estamentos que da hasta pereza indicarlos. Al estamento educativo se le pide prácticas democráticas, donde se respete al otro, se le escuche, no se le margine, y un largo blablaba educativo. ¿Y qué vemos en la calle, sobre todo, en quienes afirman los muy osados que son representantes de la ciudadanía en el Parlamento? Insultos, ofensas, vejaciones y humillaciones como formas de afirmación de sí mismos y descalificación de los otros. ¿Qué haría un juez si un ciudadano cualquiera lo llamara felón? No hace falta responder. ¿Y es esta gente, los futuros gobernantes del país, la que pide a las instituciones educativas que desarrollen en sus programas educativos valores como el respeto a la diferencia, el diálogo como forma más adecuada para solucionar los conflictos y así sucesivamente?

Ojalá que los modales democráticos e inclusivos que se pretenden con ciertas prácticas educativas llegaran a modelar al individuo y que este, finalmente, interviniera con tales bagajes en la sociedad que le ha tocado vivir.

Nadie es en la sociedad como se comporta en el aula. Los efectos saludables que se contienen en las experiencias rupturistas en el aula tienen siempre una fecha de caducidad. Son habas contadas las personas que dicen que lo que son se lo deben a la educación recibida en la escuela. Menos aún, que la manera que tienen de comportarse se debe a su hábito lector o escritor.

La literatura no resuelve, ni resolverá, los problemas que ella no ha creado.

Y, sí, es verdad, lo que hace que haya cambios profundos derivan de modos distintos de pensamiento. De hecho, los avances técnicos y estructurales de la literatura no se deben al cambio de su soporte retórico o técnico, sino al modo diferente de pensar del escritor.

En cuanto al utilitarismo que nos invade, no creo que haya posibilidad de hacerle frente más que de un modo individual que, en ocasiones, es la manera única y mejor de ser solidario con los otros.

Y, lamentándolo mucho por su autor, diré que esa cultura inútil que reivindica Nuccio Ordine, en su libro La cultura inútil, y con la que estoy muy de acuerdo, pues se trata de una cultura que podría salvarnos de esta mierda de mundo -y no apurarse por el exabrupto, porque la mierda escrita, como decía Roland Barthes, no huele-, es, precisamente, esa cultura que desprecian tanto los mayores y los jóvenes de hoy, porque, probablemente, nunca la han conocido, quizás, porque tampoco han sido lectores y escritores alguna vez siquiera en sus vidas.

Lo que no significa que por ser lector o escritor uno sea más demócrata, más bueno y más honrado que quien no es lector ni escritor.

De cometer cualquier felonía no nos librará haber hecho mil másteres, presenciales o no, incluso aunque versen sobre santa Teresa o san Juan de la Cruz o el sonambulismo ético en las novelas de H. Broch. Lo que la naturaleza no da, la literatura tampoco lo presta.



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