EL PRIMER VINO

EL PRIMER VINO

D Carles ML

19/03/2017

La Vieja desdentada recogió las bayas como todas las mañanas.

Esa temporada habían llegado a ese lado de la montaña buscando nuevo lugar de caza y ella reconoció de inmediato las hojas, plantas y frutos que eran comestibles; pero encontró otros que eran propios de esa zona y precavida como le enseñaran su madre y abuela, espero varios días para ver quién se las comía, antes de probarlas y determinar si servirían como alimento para el grupo.

Los hombres hallaron algunos roedores grandes con buena cantidad de carne y unos animales con dos pares de cuernos y pelo largo que andaban por las piedras más escarpadas en lo alto del peñasco, donde la vegetación era rala y espinosa, de esa que solo da pequeños frutos negros que no tienen gran valor comestible. Cazaron uno de esos animales y el cuero lo dejaron al sol con la pelambre hacia la sombra cubriéndolo con hojas carnosas que ella recogiera. Eso le daría flexibilidad y los insectos ni los gusanos se acercarían, o anidarían en él.

La Vieja se instaló en una cueva solitaria mientras que el resto prefirió una más grande donde se agruparon todos.

Era profunda y con poca humedad al fondo, con piedras que presentaban hoyos que el agua había hecho al caer por ciento de años y bastante limpia, como que ningún animal la hubiese habitado en los últimos meses. Utilizó los huecos para poner sus hojas y frutas de modo de clasificarlas para luego enseñarles a las jóvenes de la tribu como era su costumbre tras cada exploración; sentía en sus huesos que por mucho tiempo más no estaría dispuesta para seguir con la tarea y recordaba que su madre también delegó en ella la labor de la recolección cuando sus cabellos se volvieron blancos como los que ya cubrían su cabeza.

En su lar, el hombre mayor le ayudó con la leña gruesa y las chiquillas que siempre pululaban a su alrededor como moscas molestas, le llevaron las ramitas y el musgo seco con que encendió en primer fuego. Como toda vez que llegaba a un sitio, lo puso cerca de la entrada a resguardo del viento y la lluvia, pero lo suficientemente vivo y presente como para que ningún animal intruso se animase a entrar.

Con el caer del sol y antes de dormir volvió sobre las frutas nuevas que recogiese. La planta madre tenía un tronco áspero y su corteza no era agradable a la boca; sus hojas verdes intenso cubrían los frutos como resguardándolos del sol, pero a la vez permitiéndoles que la lluvia les llegara en abundancia. La tierra donde habían nacido no era buena, pura piedra y arena suelta entre espinos y plantas lechosas de las que hay en la aridez. Cuando tiró de una de las plantas observó que debía tener las raíces profundas o muy agarradas a las piedras, porque no pudo sacarla como pensaba, era evidente que estaba allí hacía varias temporadas o tan vieja como ella misma.

Hizo rodar uno de los frutos entre sus dedos marchitos; era blando, lustroso con una pátina cerosa que disimulaba su verdadero color morado intenso con reflejos dorados que el fuego le otorgaba desde la entrada. Le pareció muy apetecible, pero desconfiada decidió seguir su rutina de verificación en los próximos días.

Al amanecer hubo una nueva partida de caza y ella salió para observar su planta; buscó un lugar desde donde pudiese verla pero a la vez alejado como para no molestar o ahuyentar a los posibles clientes de los frutos.

Pasó la mañana y parte de la tarde, nadie se acercó.

Antes que el sol cayera, un grupo de seis roedores de los que los hombres cazaban, probablemente una familia, llegaron hasta las plantas y con sus manitas cortaban las frutas y se las comían con muy buen ánimo. Luego del banquete, con el mismo silencio corrieron a sus madrigueras.

La vieja reflexionó, “si ellos lo comen y nosotros les comemos a ellos, no deben ser malos alimentos”, pero antes también había visto esto y resultaron ser venenosos por lo que esperó ver al día siguiente.

Nuevamente al amanecer siguiente y aunque no había partida de caza, la vieja fue hasta donde la planta y volvió a sentarse en la piedra de su lugar de observación. Esta vez no tuvo mucho que esperar. Primero fueron unas aves las que les comieron, luegolos roedores del día anterior y después un animal que habían visto saltar entre las ramas de los árboles y al que no se le pudo cazar por lo ágil que era, pues cada vez que los hombres aparecían, él se encaramaba en el árbol más alto y subía a la última rama de la copa, desde donde les miraba hasta que ellos cansados se iban.

Parecía que se podían probar sin mayor cuidado, por lo que cogió una buena cantidad y se las llevó a su cueva. Una vez allí, dejó un par de racimos en un hueco tapándolos con una piedra plana y el resto los fue probando grano a grano.

Los halló dulces, frescos y agradables, con precaución solo comió unos cuantos dejando el resto para el día siguiente.

No llegaba aún el amanecer, cuando unos ruidos de ramas que se rompían por el peso de un animal y el ronco respirar de este, le despertó sobresaltada.

El resto del grupo salió rápidamente a la entrada de la caverna en común que habitaban y azorados miraban con los brazos extendidos hacia la profundidad del bosque aun oscuro, de donde provenían los cada vez más cercanos sonidos. No era uno, ya se percibían que era más los que se acercaban en una orquestada cacería con el primer halo de luz que aparecía en lo lejano de la montaña. Sin dudas que les atraía el olor humano y los restos de los animales que habían cazado en las últimas semanas que quedaran esparcidos por los alrededores de las cuevas; huesos, pieles secándose, restos de tripas, sangre putrefacta y renegrida, infinidad de insectos revoloteando en ellos y ese perfume acre que desprende la muerte que le hace tan atractivo a los carroñeros. Ya varias aves de grandes dimensiones trataron de aproximarse de día, pero fueron dispersadas a fuerza de gritos y lanzándoles piedras; además por la envergadura de sus alas y esqueleto, les resultaba difícil hacer tierra en esos espacios tan reducidos entre los árboles de gran altura, pero para los animales terrestres no era ningún impedimento llegar hasta el festín que se servía al pie de las rocas.

El grupo no dudó mucho, tomó lo que pudo entre sus manos, sobre todo los palos de matar, el fuego y los hijos que no podían correr; salieron a internarse en una quebrada estrecha por donde les resultaría complicado adentrarse a los animales por sus tamaños, que daba a un paso a otro territorio.

Tras un largo recorrido, este paso daba a un valle que ofrecía nueva oportunidad de recolección y otra zona de caza, aunque mucho menor en cantidad y calidad, casi insuficiente para la alimentación de la tribu pero deberían arreglarse por el momento hasta que el peligro pasase y que el lugar que dejaban fuese limpiado por los carroñeros.

El valle umbroso ofreció refugio temporal a todos en unas enramadas naturales y espinosas que a la vez daban bayas moradas y rojas comestibles. Este nuevo hogar casi impermeable a la lluvia, protector durante la noche solía ser utilizado también por manadas de lentos y enormes animales con piel muy peluda y cabezas grandes; sin embargo por la temporada que transcurría ellos habían migrado a la zona de pastos bajos donde pasaban todo el día comiendo y se encontraban lejos de estos refugios que preferían para cuando hacía frío.

La bosta que allí había les sirvió para encender rápidamente el fuego que llevaban y así se acomodaron esperando poder volver a sus cuevas mucho más seguras.

Entre ellos circulaba la experiencia que terminaban de pasar y de alguna manera nacía la necesidad de encontrar una solución para no verse nuevamente en la circunstancia de dejar sus lugares seguros a merced de los intrusos.

La Vieja fue la primera en hallar las bayas moradas y las recogió para que fuese la comida inmediata; ya los hombres se ocuparían de explorar buscando una buena caza de carne que les diera buena alimentación.

El azúcar de los frutos palió rápido las pérdidas de energía tras la corrida del día y la Vieja observó que aplastándolas se convertía en un zumo agradable que servía de bebida. De tal abundancia separó la cosecha en fruta y zumo que fue muy bien recibido por la comunidad.

Ella pensó que las bayas que encontrara en el lugar anterior también era posible convertir en un líquido bebible y se propuso que al regresar, lo haría.

Los días pasaron entre la caza de pequeños animales del valle, recolección de huevos de las aves, hojas de diversas plantas y bayas rojas y moradas que abundaban por doquier.

El fuego ardía todo el día ahumando con su residuo acre todo cuanto tocaba, hasta a piel se volvía amarilla a causa de la bosta que se quemaba. La comida se comenzó a agriar y no gustaba; la Vieja pensó y siguió al humo dentro de la enramada; vio como las hojas amarilleaban y los frutos se marchitaban con un color azufroso; los probó y dijo,

-“Basta de usar la mierda, a juntar ramas como antes niñas”-

No en vano era la que más se respetaba en el grupo, su experiencia y sapiencia supo salvar muchas veces a todos de situaciones extremas e inciertas.

Una mañana, la partida de caza se dividió; una parte iría a investigar si los animales grandes ya se habían saciado de los restos en las cuevas con sus alrededores y la otra a la búsqueda de carne fresca.

Tras franquear la estrecha quebrada, llegaron a su anterior lugar de asentamiento. No había nada, solo las heces de los saqueadores y trozos de huesos por todas partes. La mierda estaba seca y no olía, lo que indicaba que hacía tiempo ya que se habían ido de allí y eso alegró a los hombres que rápidamente fueron a inspeccionar las cuevas. Por dentro hallaron pocas pisadas de otros carroñeros pequeños y nada más; la de la Vieja incluso solo había sido visitada por algún reptil y las arañas tejían telas apuradas por atrapar insectos. Ni los restos del fuego fueron esparcidos.

Regresaron con la buena noticia y no llegó la tarde en que emprendieron la vuelta en grupo a sus refugios seguros. Los hombres llevaron unos troncos lisos y rectos que hallaron en la ribera de un curso de agua que recorría el valle; eran fuertes, flexibles, gruesos y se podían poner a modo de barrera precaria para evitar una primera embestida de un visitante indeseado. Esto lo pensaron viendo como la enramada los había cobijado durante la noche y la lluvia caída; comprendieron que las ramas entrecruzadas se volvían más fuertes unidas que si estaban solas, un principio que perfeccionarían luego en corrales durante la domesticación de animales.

El que pensó en esto fue uno de los más jóvenes de los que componían la partida de caza, un mancebo atrevido, vivaz, alegre que aún no tenía mujer pero que había llegado a la edad del deseo. Y por lógica que esta ansia ya tenía donde saciarse, era una de las niñas que ayudaban a la Vieja en las tareas diarias y quele igualaba en sus características joviales.

En ella, la Vieja quería volcar toda su ciencia ya que veía que su curiosidad le era natural y propicia para aprender la recolección a la que no muy tarde se debería hacer cargo.

Cada vez que se veían, la piel y las partes erógenas reaccionaban con crudeza natural; las mujeres de la tribu se reían tapándose la boca y los hombres hacían burlas inocentes al joven por las erecciones espontáneas.

Vivían en total libertad de expresión de sus emociones, eran felices entre ellos, temerosos de su entorno, cuidadosos de sus pequeños y sus días transcurrían entre la caza, la recolección, la comida, la manutención del fuego y el ocio fascinante de ser parte de la naturaleza que todo les daba.

La Vieja no había olvidado los frutos que encontrara en la parte medio alta de la montaña y ni bien salió a recolectar, tomó rumbo hacia el lugar conocido y recogió una buena cantidad que le dio a su discípula para que la llevara a la cueva.

Una vez de regreso en ella, con la misma rutina, separó la recolección y los nuevos frutos fueron a los huecos. Uno de ellos lo había dejado tapado con una piedra antes de la salida obligada por la invasión de los carroñeros y en su interior quedaron los frutos que quería examinar con detenimiento. Debido al tiempo transcurrido, a la humedad de la cueva, el agua aportada por las hojas en que estaban puestas y las condiciones de estar encerradas en un cuenco de piedra natural, estos se habían convertido en una gran parte en un líquido rojizo intenso y otra parte en una pasta amarronada. El olor, fuerte, le recordaba a las flores podridas en un día de lluvia profusa; le llenó la nariz apenas sacó la piedra plana.

Algo le inquietó, lo que allí se había producido era importante, por lo que volvió a taparlo y lo dejó para cuando estuviese a solas.

Al llegar la noche, cuando sus niñas ya dormían, destapó el hoyo y acercando la boca sorbió un poco de ese zumo extraño y perfumado. Poco tardó en sentirse ligera, como si hubiese perdido peso y años de vida; la cueva daba vueltas a su alrededor y el fuego se hizo una pira enorme como un incendio del mismo bosque. Fue el susto o el efecto del zumo, cayó al suelo como tocada por un rayo y allí mismo tras un sopor, se durmió.

Apenas amanecía y se incorporó, tomó un cuero grande y fue a por más frutos, sola; quería más bayas para experimentar ese líquido que la piedra le había dado. Estaba segura que algo en ella había y que al ponerle la recolección, le daba una savia como la de que dan algunos árboles.

Las niñas se despertaron y al no ver a la vieja se dispersaron por los alrededores.

Su discípula se quedó en la cueva avivando el fuego.

No era día de caza y el joven que la pretendía al ver que la Vieja no estaba, sus hormonas pudieron más que el recelo y se acercó a ella.

Estando solos la piel de ambos exudó el perfume del deseo y no fue necesario más mensaje para que de las caricias y el contacto, pasaran a las íntimas salutaciones de sus cuerpos.

La profundidad de la cueva era una invitación más que deseable para consumar el sentimiento que les abrasaba y consumía como los fuegos de un volcán; tenían la fuerza y el ímpetu de sus edades. Caminaron entrelazados hasta las piedras redondeadas por las aguas filtrantes de otras épocas y entre los huecos que formaran las eternas gotas, ella se brindó por entera a su macho. A su lado derecho, el hoyo con los frutos hecho zumo les dio un embriagante marco de lujurioso placer; y tanto fue el embrujo de aquellos vapores que ella extendió su mano y la hundió en el amarronado brebaje mojando sus labios y los de él, mientras se extasiaban en un prolongado beso.

Los efectos de la poción no tardaron en aparecer y el placer sexual se sumó a estos provocando una mezcla de explosión sensorial. Dos ebrios de sexo y bebida se entregaron por completo a una orgía total donde no había límite conocido, hasta quedar exhaustos uno sobre otro.

Así los halló la Vieja, dos sacos de piel, músculos y huesos, flácidos, inertes casi, desnudos y con las muestras de su travesía de sexo y placer. En los labios y manos de ambos aún chorreaba el brebaje del hueco de los frutos y el olor que inundaba la cueva era un excitante perfume de vida y frutas maduras.

La Vieja comprobó que respiraban, les tiró sobre sus cuerpos un cuero grande y se sentó al lado del fuego a pensar.

Pensó, ¿qué maravilla había ocurrido entre esos frutos y la piedra?, ¿cómo se había producido eso?, y lo más importante para ella ¿se podría volver a producir?

En su primitiva mente danzaban las frutas maduras hechas zumo, los vapores, el sopor que había sentido, la escena de los amantes, el hueco mágico en la piedra y el tiempo; el tiempo, algo indescifrable aún que no entendía completamente pero que asociaba con el transcurso de noches y días, con descanso y vigilia, con caza, recolección y descanso, con haber puesto los granos en el hueco y la huida por el ataque de los animales. El tiempo era un elemento que se repetía incesantemente en su mente mezclando sus imágenes.

Estuvo allí un largo período, la luna subió entre las ramas más altas de los árboles y pasó tras las montañas y ella seguía sentada al lado de su fuego.

El joven despertó aturdido de su primera experiencia amatoria y la imagen de ella contra el fuego le amilanó, al fin no era su cueva, estaba en territorio ajeno. Se puso de pie y se mostró como hombre altivo, intentando hacer prevalecer su hazaña que justificara estar en un lugar que no le correspondía.

La Vieja, le miró de reojo, sonrió a medias y con un gesto de la mano deshizo toda aquella ridícula postura; él agacho su cabeza y sus músculos se aflojaron; entonces le dijo:

-¿Quieres más?-

Él sin entender mucho, primero miró a su amada y luego al pozo del brebaje y respondió seco:

-Si.-

La Vieja se incorporó y con el cuenco enjuto de un fruto tomó un poco del zumo y se lo ofreció. Se quedó mirando con sus ojos lagañosos y entrecerrados, llena de curiosidad, por saber cómo reaccionaría una vez que bebiese.

El joven olió el cuenco y luego lo probó con la lengua; hizo un gesto de rechazo, pero de inmediato lo pasó a la boca. Sus ojos se agrandaron y sus labios se curvaron en una sonrisa, volviendo el recipiente a su boca varias veces hasta pasar la lengua nuevamente, lamiendo una y otra vez como sacando hasta la última partícula que allí quedara.

Se puso tonto al poco de terminar la bebida, su expresión delataba es estado en que se encontraba; al fin atinó a sentarse y allí miraba a la Vieja como si fuese ella algo gracioso.

Ella se contagió de su alegría y se animó a acompañarle con un par de sorbos del zumo; las ideas en su cabeza se acomodaron como por arte de magia, comprendió de un golpe como se producía ese maravilloso zumo y las consecuencias que traía. También entendió que era solo para ella y que podía interpretar y ver mejor las cosas con solo beber un poco de él.

Ese fruto que crecía solo, en las malas condiciones de la montaña solo podía ser un excepcional regalo de la naturaleza que estaba reservado para los más atrevidos, los más sabios y entendidos de las tribus.

El día nuevo nació con un llamado de la Vieja a todos los hombres y mujeres de la tribu.

Les explicó que la Madre Naturaleza le había hecho un regalo, a ella, la más vieja y la que llevaba la sabiduría del grupo; que esa ciencia pasaría a su elegida; que ese regalo era para poder comprender a la Madre Naturaleza y sus leyes y que no debía desperdiciarse ni tomarse sin respeto, porque pertenecía a Ella.

La Vieja elaboraría la bebida y la compartiría en momentos especiales.

La magia había nacido junto al primer vino.

………….

Cuando la Vieja partió para no volver más, la Elegida tomó su lugar a pesar de su juventud, pero llevaba toda la ciencia que supo aprender y también conservaba el rito del vino con su cuidado de la planta Madre.

La Tribu tuvo que mudar su lugar de hábitat y la Elegida quitó unas ramas de la Madre y la llevó consigo. Al llegar al nuevo hogar al pie de una gran montaña, ella eligió un lugar especial entre el más árido y alejado, donde plantó las ramas con sumo cuidado, cada una mirando a distinto norte y recostadas sobre la tierra. Al poco tiempo con la ayuda de alguna bruma y lluvia, las primeras yemas se volvieron verdes y las plantas crecieron.

El ciclo comenzó nuevamente y el vino regresó a los cuencos rituales.

Los hijos de la Elegida pululaban en la cueva junto a su hombre y el recuerdo de aquella tarde de pasión y de zumo embriagante no dejaba de ser parte de la conversación de los amantes.

Sabiduría, amor y pasión, junto a los misterios develados hicieron que el primer vino apareciese entre las piedras de una cueva hace miles de años entre nosotros.

Hoy sigue despertando los mismos sentimientos de aquellos primeros días.

DCarlesML

Enrique Mondaini Ludueña 2006

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