La guerra contra la Triple Alianza

La guerra contra la Triple Alianza

La guerra de la Triple Alianza

1864 – 1870


“…En veinticuatro horas a los cuarteles,

en quince días en Corrientes,

¡en tres meses en Asunción!”

Bartolomé Mitre

I

Antes del hierro fue la selva.

El agua, la arcilla, el viento,

la piedra secular, la lámpara del sol.

Los árboles ascendían prodigiosos

y el cielo descansaba sobre ellos

en la latitud de sus ramajes rumorosos.

Las aves lucían sus plumajes

y los animales cruzaban los crepúsculos

con la inocencia del arcoíris

luego de la lluvia torrencial.

Luego fue la conquista.

La esclavitud llegó en una lengua extraña.

La patria fue arrasada. La patria entera

conoció el peso del yelmo y de la espada

y la sangre veloz cedió a la garra.

La cruz llegó en la espada cabalgando

la vasta desolación del evangelio.

La independencia fue la revolución,

la chispa que encendió Fulgencio Yegros.

Las campanadas de la catedral

anunciaron el nacimiento de la patria nueva.

Bailaron hombres y mujeres en eróticas noches

el testimonio de la libertad ganada a tiempo

en toda la geografía paraguaya.

Llego el Supremo. Voltaire, Montesquieu y Diderot

lo aleccionaron y floreció la economía

con la sangre de sus martirizados.

La agricultura y la industria

fueran la fiesta de la raíz secreta

de los progresos. Diseminaron sus logros

y tutelaron el porvenir antes de la carnicería.

Fue el tabaco, el maíz, el pálido algodón,

la madera asombrosa y el hierro azul

sudando azul su fuerza portentosa.

Llegó el metal chocando el yunque

golpe a golpe. La prodigiosa metalurgia

en guaraní fue la voz de los progresos,

la nueva semilla, la fecundación

de la máquina y el hombre

Paraguay fue la mejor promesa.

Luego de la industria fue la envidia.

La envidia no llegó sola.

La mano del odio la condujo,

el temor, la imperial perfidia

fueron sus consejeros.

Entonces, la guerra sangrienta

se agazapó esperando su momento.

El inglés miró de reojo. Como el tuerto aquel

que ocupó Buenos Aires y su almirante

de oros salvajes sonando su bolsita de monedas robadas.

Nacieron los piojos imperiales

incubados en los primores de la sangre enferma,

y víboras de sombras se esparcieron

en todas las latitudes. La tierra fermentó

una matanza de magnitud imposible.

II

Cabalgando en la tierra Amazona de piedra

corona su cruz y diecinueve estrellas

rodeadas de laureles falsos. Es el imperio

parido en Europa donde se baila

una música de conquistadores.

Valses de sangre de muertos inocentes.

Es el Imperio en América, el de los matanceros

que afilan sus conquistas.

Espada encarnizada. Sanguinario hierro.

Pólvora negra. Escudo y martirio.

Prepara el barro de sangre,

músculos rotos, huesos quebrados.

Inglaterra le afila las garras.

Le susurra ambiciones, echa odio en su sangre,

hiel en sus suspiros, un alimento oscuro

en su vientre agita una tormenta roja.

Aguarda. Su arquitectura de muerte

espera amenazante en dirección precisa.

Estatuas de piedra negra miran

desde la estatura de sus tormentas el futuro.

Miran el progreso del vecino

y temen sus aritméticas, sus puras geometrías,

el alimento de sus ingenierías prodigiosas,

hasta temen sus verbos y sus selvas,

su manera de hablar la propia lengua.

Temen sus ríos, sus murallas de vientos

en las cúspides tórridas de sus vastas arboledas.

Temen y esperan la carnicería.

Buenos Aires, ciudad de La Trinidad,

de fiesta en fiesta fecunda su traición

en el frío fango extraído de la carne podrida

de los primeros muertos cuando la conquista.

Regurgita los restos de los usurpadores,

aquellos que cayeron de rodillas

en el modesto reducto de Pedro de Mendoza.

Una sífilis nueva pudre sus viejos tejidos.

Cortan a cuchillos sus promesas

como hicieron antes cuando nacía la patria.

Se los conoce siempre de rodillas

alabando las cruzadas de los exterminadores.

Son los mismos que renegaron de Belgrano,

los mismos que dieron la espalda a San Martín,

los mismos que celebraron la muerte de Güemes,

los mismos que traicionaron a Artigas.

Están atentos a la carnicería

y añoran el estandarte de Pizarro

y saludan el oro del Imperio Británico.

Afilan sus cuchillos contra una piedra

que supo beber una sangre extranjera

cuando las invasiones inglesas,

cuando se alzó Chuquisaca hasta Tumusla,

de Rincón a Punta Lara, cuando los treinta y tres

fueron una cruzada libertaria.

Traición sobre traición,

mentira sobre mentira,

sangre en el hoyo negro de una tumba

decidida en las lejanas capitales imperiales

cruzando el inmenso mar de las desdichas.

Y tras el río portentoso, secretea Uruguay

una insurgencia sombría,

flamea la guerra un estandarte amargo,

algo de pan viejo ya probado

y harapos temblando entre unas lágrimas

salobres. La invasión es una convulsión

oscura, un trueno rojo entre tambores rotos

y Paysandú resiste heroica el áspero hierro

de sus verdugos. Los colorados golpean

las puertas de la muerte y levantan un polvo turbio

entre los vítores de los martirizadores.

III

Edward Thornton

Thornton, el intrigante, el instigador,

serpentea en nombre de su majestad

la reina Victoria. Abomina al Paraguay,

alhaja su muerte, la promete bella.

Maldice sus árboles, sus cúspides verdes,

sus gruesas raíces que se hunden en la tierra

hasta el humus primordial que les dio origen.

Maldice sus ríos. Sus palpitantes orillas

tocadas por las olas que mecen una espuma

blanqueada por la luna plena.

Maldice sus cálidas noches entre sones de arpas

noches de fuegos oscuros, misteriosos,

en la que derraman las estrellas sus hogueras

y alumbran los amores y pasiones.

Maldice a sus hombres, a sus mujeres que se aman,

maldice a los niños que morirán en guerra.

Él habla el mismo idioma que Venancio,

comparten el lenguaje del degüello

y lo alienta a la matanza. El hierro acerbo

prepara sus condenas y Paysandú

será el ejemplo de lo que les espera.

Ladran los puñales sus augurios siniestros,

son perros de presa que se afilan las garras

para cortar la carne cuando lo ordene la reina,

Paysandú será el ensayo de los matadores.

La guerra devorará a la patria americana,

acabará sus nidos, desangrará hasta las piedras.

La guerra fratricida reunirá todos los crímenes,

arrojará el veneno de todas las muertes,

y Thornton, el intrigante, el instigador,

reirá satisfecho. La reina Victoria celebrará su risa.

IV

La heroica Paysandú


Venancio el degollador

cabalga su matanza.

Lleva la muerte a caballo.

De Cañada de Gómez

luce trescientas cabezas.

Mitre aplaude

el saqueo y el degolladero

y llama exterminadora

a la cruzada.

Mitre, el unitario,

el celebrador de la muerte.

Thornton, el intrigante, el instigador,

se da por satisfecho.

Su sonrisa de sangre

lo dice todo.

Venancio el matarife

hurga en la tierra

los huesos de Bicudo,

el primer defensor

cuando empezó la patria,

para arderlos en fuegos

de venganza.

Es su ofrenda al Imperio

a cambio de las treinta monedas.

El aire está caliente y abrasa.

Los defensores

tocan su espada,

y sus rosarios.

Esperan la muerte de a pie,

puro coraje,

besan de uno

la bandera sagrada.

Gómez es Paysandú,

la pequeña y heroica forma

de la gloria uruguaya.

Piriz es Paysandú,

estandarte y aullido

y todo valentía.

Son la patria inicial,

la que predijo Artigas.

Venancio y Tamandaré

se abrazan conquistadores

y prometen aniquilar

a los patriotas,

prometen escalofríos

extraídos de las mazmorras porteñas

que Mitre ha ofrendado

para la conquista.

Prometen amarrarlos

al árbol de la muerte,

cortarlos uno a uno

hasta deshacerlos

en un trozo, otro trozo

y dejar de ellos

tan sólo una ceniza,

una pasta de muerte,

un excremento negro

de los calabozos

del Imperio,

allí donde sus esclavos

soportan las cadenas

hasta despellejarse.

Paysandú resiste

hasta la muerte.

Toca el infierno

con su lengua la villa

y arden los hombres

como si fueran teas,

pequeñas teas humanas

que en humo se elevan

hasta hacer una noche oscura

en la clara mañana.

Los defensores mueren

de una manera heroica,

la única que saben

por defender la patria.

Es un azote nuevo,

un desamparo único,

una nueva conquista.

La libertad es arrasada.

Venancio, el verdugo,

Tamandaré y sus navíos,

Mitre con sus puñales,

miran hacia Montevideo.

La patria americana

observa su martirio.

Los matadores

afilan sus cuchillos.

Un luto extraordinario

envuelve la tierra

hasta desaparecerla.

V

Justo José de Urquiza

¿Por qué no se oye tu voz, Justo José de Urquiza?

¿Por qué no dices una sola palabra?

¿En qué lugar de tu hermoso palacio

la muerte pasa inadvertida a tus urgencias?

¿No es la muerte de tantos paisanos

la que se presenta ante ti, el coágulo abierto

como una flor de luto, el hueso astillado

donde el puñal llegó como una tiara negra,

el músculo roto, ardido, desdichado?

¿América ya no es América, entrerriano?

¿No oyes clamor alguno? ¿No comprendes las lágrimas

de todas las madres, todas las esposas,

todas las hijas que la muerte con su gangrena las condena?

¿Las novias que llegan hasta ti con su ramo de muerte

entre sus pálidas manos son sólo espectros

que despachas con una sonrisa cínica?

¿Tu galope aventurero no te conduce

hasta los que te llaman mientras el fuego los cultiva

en diminutas teas de color naranja?

¿Por qué no estás allí, donde las tropas

del Imperio ejercitan coléricas sus matanzas?

¿Paysandú, la del martirio imperial no te conmueve?

¿Paysandú la heroica, la desdichada joya de la Banda Oriental

es sólo polvo, memoria del subsuelo de la pampa uruguaya

desangrándose a manos de los degolladores?

¿Por qué le das la espalda hasta tu propio hijo?

¿La patria americana vale lo que una caballada?

¿Por qué no se oye tu voz, Justo José de Urquiza?

¿Por qué pactas con Mitre la muerte de la Patria Grande?

VI

Arrogante el metal entre fuegos y brillos

en Ibicuy tomó la forma del arma.

El espeso brillo de la espada corva,

el fusil rabioso con su salvaje boca,

el puñal ritual que espera huraño

cumplir con su faena.

Dieciocho mil soldados

llegan como surgidos de una invasión de patria

que dioses de la tierra ofrendan

generosos a la próxima guerra.

El fratricidio se acerca en grandes naves

o en trenes fabulosos o a pie,

descalzo, harapiento, lastimado,

y con ojos de niños, las manos apretadas,

los dientes apretados, mordiéndose los labios

escuchando palabras que nunca antes

habían sido oídas en boca de sus jefes.

El Imperio devora todo lo que toca,

dicen los hombres con voz ronca.

Es el Imperio caimán, es el Imperio cuervo,

es el Imperio rapaz que quiere las riquezas

y las fronteras nuevas y la tierra vigorosa

para llevarla en sus naves a donde un rey

desconocido dice que todo le pertenece.

Tabaco y yerba y madera y semillas

y el blanco algodón y los dorados peces,

el mismo ferrocarril a Trinidad y el telégrafo

que se estira en eléctricos hilos

más allá de la patria verde y calurosa.

Todo quiere ese rey de quien nadie sabe el nombre.

Los demonios pactan los repartos

en una eucaristía sanguinaria.

El demonio extranjero prepara sus empréstitos

que todos pagarán con generosa sangre.

Desde las cunas, las piedras bautismales,

las mesas mal servidas, las tumbas repetidas,

todos pagaran en moneda de oro

sus propias muertes hasta el exterminio.

VII

Venancio el degollador

cabalga sus degolladuras hasta Montevideo.

La flota Imperial se derrama en fuego,

sobre al agua, veloz, escupe la guerra

hasta las viejas murallas.

Mitre provee el fratricidio desde la otra orilla

del Río de la Plata. En Buenos Aires celebran

las muertes de los otros. Ya llegarán las propias

entre las rebeliones de los desobedientes.

Los aparaguayados no se rendirán nunca

y la insurrección será el verbo aprendido

desde los nacimientos de la patria.

El mitrismo feroz empuñará la muerte

contra todos los hermanos, el fratricidio es su manera

de arrodillarse al designio de los poderosos.

La guerra contra Aguirre en Yaguarón tuvo un sueño breve,

sólo un destello roto entre tantas matanzas.

Los Imperiales disfrutan su venganza,

el nombre de Ituzaingó les parece lejano

y entran a tambor batiente a izar sus banderas.

Guerreros extraños deshacen las fronteras,

desgarran los estandartes de la pequeña patria

y exhiben la muerte entre gritos de victoria.

El pueblo silencioso llora la patria de Artigas.

VIII

El río se abre como una reverencia,

se desliza entre láminas de pura espuma

y la luna nupcial, entre unos velos,

derrama su condición de novia enamorada.

Son salpicaduras plateadas de inocencia

las que llegan a las costas donde la guerra

se agazapa sudada, sanguinaria.

Desde la quilla de un barco de maderas férreas

un pez sin territorio hunde su aleta

en el brebaje espeso de una pequeña muerte

que se alista. El nombre que se grita no impresiona.

¿Quién es, después de todo, el Marqués de Olinda?

¿Un trueno rojo entre las olas rojas?

¿Un rayo verde entre misteriosos verdes?

¿La morada de fuego de un dios impredecible?

Un simple nombre para un simple barco,

lleno de niebla y noche y pocas vestiduras

y hasta algo de arcilla entre sus rudas vetas.

Los que navegan miran la noche desde sus distancias

y los que elucubran un abordaje entre banderas

suspiran añoranzas, esperando un milagro

que llegue desde un lugar inesperado.

La noche se hace una permanencia deslumbrante,

entre ruidos de golpes y acertijos de filos

el tumulto de un relámpago sale de entre la pólvora

y la guerra comienza casi sin mediar palabras.

Los navegantes, en silencio, las manos alzadas,

rinden sus esfuerzos a los guerreros

que rezan en voz baja a la selva de dioses

y se alistan para seguir su marcha.

IX

La guerra llega del tamaño de un abismo,

sus magnitudes no pueden ser medidas

porque los ojos no alcanzan su horizonte.

Al llegar encendida en pólvoras y sangres

el aire se caliente y se espesa,

tronca los árboles magníficos,

seca los ríos portentosos,

derrama en la naturaleza sus atroces trampas

y los hombres mueren tocados

por el curare que toda guerra lleva ligera

en sus entrañas. Mueren de un lado y del otro

con ligereza, como muere una hoja en el otoño

o se apaga una lámpara en el viento.

Mueren por días, por meses, por años.

Ascienden los soldados por el río Paraguay

a donde el recinto del Mato Grosso

espera en selva de colores tejidos por arañas

olvidadas en el tumulto de los vientos.

Hebra a hebra tejen altas noches

y enmarañan los cielos entre azules y estrellas

y el roció cae eterno sobre la tierra oscura,

sobre las pequeñas cordilleras de hierba

que son la morada de todos los insectos

que duermen los secretos de la selva.

Selva espesa, hierba grande de la muerte,

los paraguayos tocan el Mato Grosso

como si fuera sólo una espuma verde,

una herida de agua, un cielo borroso

entre las espesuras. Por el camino del Nioaque

suben de uno en uno la copa verde

de la selva hasta el secreto de las enramadas

que muestran sus cuchillas rojas

como se muestra un relámpago de sangre.

Coimbra cae en una noche enrarecida

y Albuquerque se rinde en la misma confusión;

luego serán Corumbá, Miranda, Dourados.

Mato Grosso parece una victoria

de sonidos verdes, rápida como el relámpago

repartido en todas direcciones,

el golpe del trueno en las enredadas nubes.

Parece un final, pero es sólo un comienzo.

X

“Este es mi ejército” dice el Emperador.

Hierro en la piedra, mineral de serpiente,

selvática nave, noche y muralla.

Hacia el Atlántico entre olas

lanzará el fuego del afilado trueno

echado amenazante a navegar la conquista.

Hacia la cordillera, delira, donde el Amazonas

trepa por las terrazas verdes de la selva,

empujará la tempestad de sus guerreros

hasta el manantial de cuarzo de las altas cumbres

para conquistar el cinturón de nieves

que corona la tierra como un granito blanco.

Bajará hasta Bolivia de la solemne piedra

y sus ráfagas de sangre libertaria.

Allí auscultará las murallas que emergen

como enredaderas de espadas y fusiles,

justo donde la Generala fue luz en la noche de piedra.

En los techos del Plata se promete las naciones

que supieron vencerlo en tierras y aguas.

Las pampas uruguayas todavía conservan

el rumor del Rincón, el fuego de Sarandí,

la piedra rota en Bacacay,

el temblor de sangre en el Ombú,

la radiante lanza en Ituzaingó.

El Emperador quiere venganza

y avanzará sobre la pampa uruguaya

para coronar el sueño cisplatino.

Lo ha prometido, dominará la geometría del estuario rioplatense

y extenderá más allá de las atlánticas tormentas

su dominio sangriento. Así lo jura ante las ásperas estatuas

de aquellos que conquistaron la patria americana.

El Emperador no duda de su félida argucia,

su garra portentosa y de su oscura arquitectura fratricida.

“Seré el imperio en Suramérica”, dice y rasca las tripas

de los muertos para encontrar un augurio que le dé certeza.

La reina Victoria, en su trono de sangre,

ríe y aplaude la matanza americana.

Ella se burla de esas ambiciones.

Sabe de imponer fronteras y deshacer naciones

y masacrar los pueblos al son de sus tambores.

La libra esterlina lanzará su tormenta

en todas direcciones. La mercancía encarnizada

gobernará los pueblos en nombre de su majestad la reina

y el odio del oro corroerá los gobiernos genuflexos.

Mucho antes que se supieran los secretos de las minas,

de la mita, la encomienda y el yanaconazgo,

su majestad de los mares preparó su propia conquista

entre el olor oscuro del hoyo de sus turbios patíbulos.

“Este es mi ejército” dice el Emperador

desde la altura sangrienta de sus dominios.

La leva es forzosa. Hombre sobre hombre,

cada uno su sueño roto, imposible,

arrastrando las cadenas que le impusieron

desde que llegaron aquellos que lo precedieron.

Muerto sobre muerto, sangre sobre sangre,

se hacen cálculos de vida y de muerte

en el ábaco de todas las miserias,

se hacen cuentas de guerras

en la que los hombres se descartan de a trozos

como unas nanas de cebollas viejas.

Los esclavos no tienen nombre,

son apenas un número contable en el Imperio,

una sospecha aritmética o sólo un intestino,

una marca de fuego en el pellejo negro,

un cuerpo, otro cuerpo y otro cuerpo.

No tienen apellidos. Sólo sonidos que recuerdan

la dicha que perdieron, el amor arrebatado,

la humanidad secreta y sumergida.

Son unas libras de carne,

unos ramos de piel curtidos al sol quemante,

una porción de sangre arreada a pedazos

desde los hoyos de la selva prisionera.

Son las dentaduras rotas y los labios quebrados,

los ojos desorbitados, la saliva salada,

el torrencial barro entre las uñas muertas.

El Emperador los junta como se apila el polen ciego

y los despide moribundos hacia la próxima muerte.

XI

Cuando la patria de Artigas fue sometida,

sonó la voz de Solano López

en todos los recintos tutelares de la patria paraguaya.

Las catedrales desafiaron el verbo del Imperio,

se irguieron mastodónticas y azulinas

soltaron los antiguos dolores para devolverlos

de su pasado de labios sellados.

La libertad crucificada sangró los siglos latigados

y los muertos gloriosos rompieron sus cadenas.

América fue un rayo, un cielo de garras,

una tormenta áspera de luna negra.

El mitrismo, la lengua muerta de patria,

consagró su traición y habló por la muerte

de la patria americana. Afilaron los carniceros

sus cuchillas, almacenaron martirios,

urdieron fuegos y agruparon escalofríos

para cortar la pálida carne arrebatada.

El hambre centenaria se presentó desnuda

cargando pestes y piojeras ancestrales.

El pan fue piedra, la piedra, piedra,

el agua, barro; la sangre, mugre.

Un escorbuto frío tocó las puertas de todos los hogares.

La triple infamia llegó en el filo de las bayonetas

montada como una madrastra odiosa.

XII

“En veinticuatro horas en los cuarteles,

en quince días en campaña,

en tres meses en Asunción”.

Promete la palabra quemadora del general

que dicta alegre su próxima matanza.

El extermino del Paraguay, su estirpe rota,

la destrucción de sus sabidurías,

el abrupto fin de sus aritméticas,

el destierro de toda geometría,

la quema de los libros, de todas las palabras,

se pacta en abril, en Buenos Aires,

en secreto mitrista para la felonía.

La cobardía es un traje a medida,

medallas de lata ganadas en batallas falsas.

Mitre, alza su mano de guerra

y promete matanzas, tierras y beneficios

que correrán a raudales entre la sangre joven

de todos los martirizados.

Lleva un puñal bajo la lengua

y su pluma excrementa las glorias del pasado.

No quiere hablar de independencia,

es una palabra ajena, una ilusión perversa.

¿Ni amo viejo ni amo nuevo? ¿Ningún amo?

El hidrópico enfermizo fue desechado,

su historia contada inofensiva.

¿Libres de toda dominación extranjera?

La caliente garganta de Medrano

fue echada al estercolero de la historia.

Mitre reescribirá las mentiras una a una.

Desacerá a Belgrano, desacerá a San Martín,

execrará a Güemes, abominará a Artigas.

Alabará la gloria de su majestad británica

y el patrimonio de su colonialismo,

se apareará nupcial a sus conquistas,

sus caudales, sus codicias, su quehacer clandestino,

y la ponzoña del Imperio será el néctar

que beberá en la calavera de los asesinados.

XIII

Paraguay se alza como un solo filo.

Sus muertos se alistan sangre a sangre

y tantean la historia a punta de cuchillos.

Son el tajo erguido a diestra y siniestra

y van a defender la tierra madre, la primera,

por la que se avalanchan los ríos verdes

que buscan sus desembocaduras

entre la sabiduría de las arboledas seculares

y el magma de las noches estrelladas.

Matacos bailan sobre los augurios de las viejas serpientes

que lucen sus escamas de pétalos de piedra.

Ellos prometen el combate paraguayo

en el que toda la naturaleza de las cosas

será lanza, cuchillo, fragante espada, muerte.

Predicen los guacurúes una constelación de aullidos

hasta el último instante de la guerra.

Macá, Nivacle, chorote, wichi,

suena la risa y la lágrima ancestral,

suena como un simple mensaje

y el pabellón originario en las alturas

se llena de ruidos de la acechante guerra.

A sus sombras se reúne el delicado temblor

de los yaguaretés sigilosos, dientes listos

para cortar la carne invasora,

garras afiladas rodando por las arterias.

El abipón extiende la lanza;

pueblo toba carga el río ancestral en sus espaldas

y el espacio del cuchillo en las alforjas.

El mocoví regresa desde la flecha del viento,

y entre las estocadas de las llamaradas verdes

que distribuyen sus aventuras hasta los árboles más altos

se agazapa para asestar su certera estocada.

El secreto de los mascoyanos

llega en las palpitaciones de la espesa selva

desde el recinto de la noche eterna,

en su justiciera cólera, en su odio cultivado.

Avá guaraníes, luna y cultivos

donde la tierra vertió sus secretos,

alzan en torres verdes todos los vientos,

los arroyos copiosos con sus dorados peces,

la unanimidad de las luces del cielo,

y tocan un himno indomable

que llega hasta las profundidades del silencio.

La libertad saca pecho y es una catedral

a donde van los hombres a dar sus últimos rezos.

Todo se conmueve en la patria paraguaya,

todos los muertos salen del subsuelo arcilloso

donde pace la raíz primordial de la historia

y se alistan hijos y padres que enarbolan sus puños.

La estrategia de las manos rudas

elabora todas las astucias de la guerra.

Hombres del reino verde,

de la lluvia copiosa sobre las cabezas,

de los vientos al galope oliendo a ráfaga

del color de la tierra espesa.

Hombres del reino de la luna jugosa,

de los archipiélagos de sus perfumes,

de los innumerables minerales rojos,

del fermento de sus barros empavonados,

de los rumores rituales de los matorrales,

de los hilos de selva, de los fuegos azules,

de sus pájaros lunáticos sobrevolando al relámpago.

XIV

Madre de las ciudades recuerda a sus comuneros.

Ellos le dan su estatura guerrera.

Entre el ramaje rojo saludan religiosos

al mariscal Solano López. Le dan un pabellón

fosforescente. Un caimán lo protege,

uña y colmillo son la defensa

y flamea lleno de luz encandilando.

Es el mismo Antequera y Castro quien bate el tambor

de la revolución temprana. Él le dicta letra a letra

las consignas de la soberanía. Su panameño ardor contagia,

le tatúa el coraje rebelde hasta las entrañas

y lleva a la cintura espada y pistola

para que el verbo de la independencia no nazca huérfano.

Será el mismo verbo, la misma constelación de palabras

que miles de bocas repetirán durante las batallas.

Fernando Mompox también asiste a los guerreros

del Mariscal. Su estampa es iracunda,

siembra patriarcal su salvaje patria verde

en las húmedas materias paraguayas.

Él es la misma Venezuela floreciente,

de venas verdes y de venas rojas,

ardiendo de sol desde la altura azul de las arboledas,

la antigua patria tropical donde nació

entre vientos multicolores y sonámbulas arenas.

La trae como una ofrenda a los guerreros

que soportaran la triple infamia de los perseguidores.

El pasado sale de su abismo y escribe

señales planetarias en la tierra paraguaya,

es una advertencia de sables y fusiles.

Es una advertencia de flores marchitadas,

una argamasa rota, una mancha de sangre,

una yerba terrible, un tabaco podrido.

Dice: “el Imperio disemina la muerte

en todas las latitudes y el mitrismo rastrero

suelta sus pústulas de la alforja podrida

de Venancio el degollador de la libertad americana”.

Dice: “Paraguay será invadido por la fusilería

de los regimientos con sus presidios a cuestas

y sus cadenas disciplinadoras”.

Solano López escucha cómo se esparce la guerra

palpando los confines subtropicales de su patria.

Reza bajo la cúpula del cielo y Dios lo escucha.

Recibe la guerra germinal de la independencia,

la primera de todas luego de la conquista española,

el primer filo, la chispa iniciadora, el germen de los fuegos

libertarios que el río Tebicuary preserva cascarudo

en minúsculas olas esculpidas a golpe de mareas.

La batalla de la muchedumbre primordial

estará en sus alforjas hasta el día que lo alcance

las tinieblas de la muerte definitiva.

XV

América desembarca en Corrientes.

La Patria Grande exhibe su alma entera.

Lleva los estandartes de otras contiendas,

las lanzas, el sobresalto de las espadas,

el estruendo de las pólvoras nuevas.

El entusiasmo de los jóvenes soldados

es ingenuo, como la luz de la tarde en la alameda.

La guerra sólo parece el espacio entre proclamas

y el diablo extranjero tiene lista todas las trampas.

Las armas paraguayas son aún un susurro,

un aliento caliente por la patria de Artigas

humillada por los cinco tratados de la entrega.

Los matadores de América enarbolan la guerra premeditada.

El exterminio comienza su macabra tarea,

la algara será el músculo muerto, el hueso triturado,

la sangre dispersada, el torbellino de la muerte,

lámina a lámina hasta que no queda nada. Nada.

Venancio el degollador cuenta la sangre

goteando de su espada. Su puñal desbordado

lanza hacia adelante su mortal puñalada

y espera, sólo espera, el momento preciso

de las decapitaciones. Él quiere en las picas las cabezas

de todos aquellos que enfrentan al Imperio

en cada polvoriento crepúsculo de la tierra correntina

en cada revuelta de la tierra uruguaya.

La muerte entra a la batalla pisoteando a los hombres

que marchan a la patria de Artigas a deshacer la afrenta.

La codicia devora la tierra, las infanterías

enarbolan sus sangrientas llamaradas

y escupen el caliente acero entre el sulfuro de la pólvora.

Las lenguas entrecruzan sus lenguajes,

se atolondran de órdenes de muerte.

Habla el Imperio en su idioma heredado

y muerde las palabras entre sus dientes.

Habla el mitrismo por la sangre,

por las uñas partidas, las lenguas resecadas.

Habla Venancio, el degollador,

habla por cada crimen, bandido impúdico.

La suerte ya está echada.

La sangre de América será extraviada,

será piedra consumida en la selva,

será agua podrida en la pampa arenosa,

será la rabia entre las barbas y salivas.

La destrucción es la hostia diaria,

el sacramento rabioso para cada soldado degollado.

El cielo es un cuervo que despliega sus alas

y vuela sus agonías en el temblor del viento.

XVI

Riachuelo

Aguas de bocas muertas, el río es ciego.

Los gritos llegan desde ninguna parte

y los fuegos derraman su rocío de muerte.

Las pequeñas olas baten la sangre que se espesa

a cada barro que asoma desde la hondura

del légamo de esa ceguera espesa.

Huele a azufre podrido, a algas muertas.

El Tacuarí surge desde una sombra que las lunas esparcen

por las rendijas del viento azul de madrugada;

navega en el silencio con su derrota a cuestas.

Pedro Ignacio Meza lo comanda. Él nada sabe que la muerte

lo ha apuntado en su furia. Parnahyba será su modo de morir

cuando exhale en Humaitá el último suspiro.

Va el Ygurerí como un olvido tras su espesada estela

y poco más atrás deja el Paraguarí un agrio perfume

que recuerda el instante del pánico del pez despedazado.

Yporá exhala su vapor caliente y el incendio del carbón

guarda la geología de los socavones de las antiguas minas.

Es un vapor que predice la catástrofe,

pero pocos, o ninguno, pueden descifrar su mensaje.

Se oyen sonidos venidos de la confusión de las sombras.

Mutilaciones. Quejas. Heridas. Muertes.

El río se desampara cuando el hierro lo atraviesa,

la noche es una tumba inmensa.

El Salto de Guairá sin su amuleto recibe el maleficio,

Ñaña Yaú, verdugo del Imperio, maldad infinita,

lo arrolla contras las piedras erizadas

y el abismo de la batalla devora en un instante

el pequeño fruto a manos del verdugo.

Salto Oriental junto al Marqués de Olinda

se deslizan entre palpitaciones, lejos, muy lejos,

de los puertos verdes de los ríos verdes,

justo frente a la Barranquera donde aguarda

la jauría de plomo de las cañoneras.

Pirabebé, y alguno más, cierran la marcha

hacia la derrota. Lunas ribereñas se acomodan

a cada lado de la herida y aprecian las embestidas.

Las lunas brincan de la Isla Noguera a la Palomera

y amortajan con sus brillos a los héroes muertos.

La patria es mutilada. No se oye una luz en ningún lado

y pequeños trozos de soldados

forman el último archipiélago de la derrota.

XVII

Yatay

Al Yatay lo abraza Kuruz Puku,

donde nace el Herrera y se hace aroma verde

y el beso de su espuma bruñe implacable cada orilla.

Yatay es también la altura y el esplendor

de la nube donde construye el cielo

su descanso azul. Alta palmera, torre verde,

terraza vegetal donde las aves lucen el arcoíris de sus plumajes

y el trino delicado de sus cantos se escucha desde las copas

sincopando las oraciones y las canciones de los vagabundos.

Por sus largas hojas baja el rocío en pequeñas escamas.

Una gota, otra gota, otra gota.

Ruedan como monedas de vidrio,

extienden una iridiscente lámina en la tierra

y dispersan en todos lados un légamo brilloso.

El Yatay desborda y empapa las espesuras,

y el Despedida también derrama lentamente

su materia al este de las cuchillas

que ondulan entrerrianas. Lomadas pequeñas, fortines

que la Mesopotamia irguió con rocas primigenias,

donde el ñandubay aparasolado deja su sombra mansa

y el algarrobo hace sonar el ruido de sus vainas.

El agua se extiende en el baluarte del espejo

como un abanico oscuro a cada lado de la tropa

y los soldados del Mariscal Solano López

se atrincheran zanja a zanja, árbol a árbol

y el lodazal al frente es una alfombra lúgubre

que se estira hasta la fortaleza de los enemigos.

Los aliados urden lanzas y pistolas, afilan sus odios.

Hablan en lenguas extranjeras sus demonios

que traman las muertes a punta de bayonetas.

Urquiza llama a defender la patria.

Acuden los paisanos de todas las regiones

entrerrianas. Llegan cabalgando los potros de la guerra.

Sable, lanza, fusil y cuchillo es toda su carga;

un mendrugo de pan y una buena mateada

consuelan las tripas ateridas de frío

en esas largas mañanas de agosto.

Esa caballería pregunta por la patria

y Urquiza les dibuja una mentira en el aire.

Pero el paisano no reconoce a su patria

en las palabras del jefe. Oye una tormenta de cuchillos,

una furia de fuego entre los filos de las bayonetas.

la pesadilla de la matanza americana.

Ve al Imperio soberbio vengar Ituzaingó a sus anchas.

¿Y el Imperio es la patria?

¿Sus barcos amarrados a los muertos gloriosos

del Riachuelo son la patria?

¿Los degolladores de Paysandú son la patria?

¿Los portadores de martirios

llegados de Buenos Aires, son la patria?

¿Cuál es tu patria, Urquiza? Se pregunta el paisano.

Urquiza dibuja otra mentira en el aire

pero la patria de la que habla se la va de odillas.

La paisana contempla el fratricidio que navega soberbio

y rompe la soberanía de las aguas.

La paisanada contempla al fratricidio

que amarra en la tierra sus desgracias

y las reparte como un fuego en todas direcciones.

O fratricídio fala em português,

promete entre dientes la matanza de Tiradentes.

El fratricidio habla con acento porteño.

El paisano reconoce ese voceo orillero

que acuchilló en Cepeda y Pavón

con tan distinta suerte.

El paisano reconoce el griterío.

Son los mitristas que vienen con sus azotes,

con sus pestes, con las pústulas

de sus traiciones bajo las pilchas remendadas.

Los comanda Venancio, el degollador,

el gran comandante de la carnicería

que espera carnear a los paisanos

para limpiar la patria de sus genuinos orígenes.

Y las mentiras que Urquiza les convida

entre mate y mate no pueden esconder la verdad

de la próxima desgracia americana.

Los paisanos huyen de la mentira de Urquiza,

lo dejan sólo con sus treinta monedas de oro.

Los aparaguayados se alejan de la traición

en todas las direcciones.

No renuncian a la América común, la patria grande

que se coció en fuego y ceniza

desde la muerte de Atahualpa hasta Ahui,

el último reducto de la conquista.

La mañana luce como una antigua joya,

brilla azul y el oro rojo del sol, deslumbra

molécula a molécula, iridiscente, una magnitud dorada

que alumbra a los hombres antes de la sepultura.

Abajo, el barro adivina la sangre

y se prepara para la eucaristía de los despedazados.

A cada lado de la batalla las tropas organizan sus matanzas,

alistan sus pudriciones, rezan entre los estiércoles

y el zumbido del mosquerío, gota a gota,

esparce el sonido del coágulo golpeando la tierra.

Avanza León Palleja al mando de los aliados,

la infantería a cara descubierta descarga su fusilería.

La caballada de Duarte, el paraguayo, a trote le responde

y sus caballos golpean la tierra hasta las raíces.

Lanza a lanza los hombres se matan unos a los otros

y el escalofrío de las bayonetas completa las muertes

desesperadamente. Hilos de sangre corren

y estiran una mancha roja por el barro inmóvil

que guarda en un subsuelo la extensión de la muerte.

América se desangra bajo los pabellones de la desdicha.

Duarte cae. Su revolver lo abandona en la rodada.

La espada lo acompaña. Lucha a cada lado de la muerte,

lucha, la espada rota y dos bayonetazos le abren la carne

como dos bocas rojas. Unos pocos infantes

cruzan el Yatay, heroicos y bravíos,

y las estocadas de las espadas

les asestan la muerte entre las tripas.

La derrota llega como un ave rapaz

y devora a los últimos que combaten.

Paraguay ha sido vencido.

Los prisioneros deambulan como sombras vacías.

Venancio reclama su porción de muerte

y fusila a los Blancos que caen en sus manos.

Los que huyen miran a la patria desde Yatay

y sólo ven la selva ardiendo un fuego verde

que todo lo consume hasta no dejar

más que una ceniza negra y una ceniza roja.

La muerte unánime esparce su genocidio como un manto

y hace cantar al urutaú su lúgubre melodía del espanto.

XVIII

Sitio de Uruguayana

Va a morir, no lo sabe el soldado,

donde la guerra de los farrapos,

donde acabó la ilusión republicana

en el arrebato verde de las planicies

extensas del Río Grande del Sur.

Toca el soldado las aguas del río

con sus curtidos dedos. Del agua al agua

pasa la espuma y dibuja una turbulencia

en el silencio de la arena blanca

y el soldado se mira en el espejo del río

justo antes de beber el agua por última vez.

Oye, indiferente, el tumulto de gritos que desembocan

en la orilla que se alarga en una línea clara

hasta perderse entre las resurrecciones de las plantas.

Es la caballería de Canabarro que relincha impotente

a una breve distancia y no puede llegar

a ningún lado donde las tropas del Mariscal

defienden sus fortalezas.

La dimensión de otras muertes llega desde Yatay.

Llega O centauro de Luvas, pero él no lo escucha.

Llega Venancio, el degollador,

llena de filos las manos sangrientas.

Llega Paunero, el de Cepeda y Pavón, el unitario.

Pero el soldado no escucha el asedio del cuchillo,

no escucha la embestida de la lanza,

y tampoco las pequeñas muertes

que en las balas de la fusilería llegan a Uruguayana

en manos de las infanterías

de los ejércitos de la Triple Alianza.

Él, simplemente, bebe el agua

y tal vez añora la casa, el árbol, la sombra,

el sonido de las lágrimas de quienes lo aman y lo esperan.

De la guarida de la muerte sale la bala,

es un granizo tan rojo y tan caliente

que entra en su corazón como un pequeño

galope rojo de la muerte.

Cae de tanta muerte, cae en el río, cae

y lo amortaja el agua que se vuelve roja

cuando la sangre se mezcla con la greda.

Allí queda inerte como tantos otros.

Estigarribia se rinde y hace desfilar la hambruna

frente a los vencedores. Hambre y harapos

por todo patrimonio y luego la esclavitud

en las fazendas del Imperio

y en los latifundios de la oligarquía porteña.

XIX


Pehuajó

La muerte es cosa menuda para el General Mitre.

Su té de las cinco le preocupa. El té negro

humedece sus labios y alaba su lengua.

Desde la poltrona cómoda de su cómoda carpa

observa el cielo como si fuera una sublime pintura

y el batifondo de la matanza no altera su calma.

Es un general bucólico, pluma y espada,

de canóniga sonrisa entre los labios

mientras los hombres se matan

a pocas leguas de distancia.

Los que mueren están lejos, después de todo.

Son gauchos de a pie que calzan botas caras

que un singular inglés le vendió al general

mientras bebían el té negro de las cinco.

Una bicoca del libre comercio

que sólo costará unas cuantas libras de carne

a cada condenado por la leva forzosa.

El general bebe su té y oye la balacera.

Escucha la sangre rota y ríe,

escucha a la multitud que astilla sus osamentas

a cada golpe de las bayonetas,

escucha el silencio hacerse harapos entre los fuegos

que se lanzan los hombres parapetados

a cada lado de la línea roja de la guerra.

Conessa cuenta las bajas una a una.

Son decenas los muertos y luego son centenas

que se apilan en una fracción de patria incinerada.

Novecientos soldados caen por la metralla

y Conessa, como puede, junta los fragmentos dispersos

de su tropa diezmada. Junta los huesos rotos,

los músculos partidos, la sangre entre el estiércol,

las dentaduras muertas, los nombres destrozados.

Reza lo poco que recuerda y no distingue

la espada de la cruz ni a dioses de demonios.

El Arroyo Pehuajó, que deslumbrara verde de sus hierbas,

se tiñe de rojo de matar y matar;

la geografía sangrienta de la batalla

lo coloreó del material humano necesario

para la despiadada matanza.

Ante el dominio absoluto de la muerte

Conessa clama por un auxilio que no llega.

Es la última esperanza ante la carnicería.

Sabe que Hornos está a caballo a la distancia de una legua

pero no lo oye llegar por ningún sendero.

Espera rabioso que Mitre ordene la ayuda,

pero es el té de las cinco, ¡cómo pretende!

Al general no le preocupa otro asunto

más que el sabor y el buqué de su brebaje.

La última pólvora detona su cólera incendiaria

y se apropia de la retirada de la tropa.

Todo está preñado de muerte; desventurados

los últimos soldados caen entre barros y sangres

y la noche los envuelve en su mortaja negra.

XX

Preparativos para la invasión


En Mercedes se reúnen los carniceros,

juntan sus crímenes y planifican

las muertes con especial esmero.

Sobre el cuero de un mapa Mitre dibuja

cada perfidia con su sangrante espada

y especula la aniquilación del pueblo paraguayo.

El Emperador repasa sus propios exterminios,

es experto en martirios. Ha roto esclavos

en toda la dimensión del Amazonas.

Los ha encadenado. Los ha amarrado.

Ha mordido sus carnes y probado sus sangres.

Ha dispersado sus huesos como astillas

para escarmiento de los rebelados.

A la distancia de una matanza espera Venancio

el degollador con sus banderas empapadas de sangre.

En su alforja de muerte lleva las decapitaciones

y la tibia sangre de los ejecutados

moja la tierra y eleva mogotes rojos de advertencia.

Espada a espada, pólvora a pólvora,

fuego a fuego, garra a garra, los usurpadores

alistan todos los azotes y parten decididos a la nueva matanza.

Es noviembre. El aire caliente de noviembre sopla

una pudrición de selva y carne muerta.

El río Corrientes, a donde llegan los inquisidores

con sus torturas al hombro, se revuelve furioso.

El río los mira matando a cada paso.

Matan las flores, las hierbas mueren,

matan las piedras y al viento matan,

matan a caballo, a pie, matan rezando,

matan riendo hasta agarrotarse.

El río tiene pena a cada espuma. Tiene pena de pez,

dorado pez que migra donde no estén los matadores,

tiene pena de ave huyendo de los esclavizadores.

El río tiene pena y no tiene consuelo.

El río, aparaguayado se subleva.

Las bayonetas, en venganza, cortan sus costas,

despellejan sus perfumes hasta la esencia viva

y liberan las ratas de las bodegas

que hunden sus hocicos saboreando

la eucaristía de sangres y excrementos.

Ante el río muerto desfilan los capitanes

con sus sangres al viento.

En Paso Lucero embarcan verdugos y puñales

y se juramentan agotar el filo de sus bayonetas

en las carnes curtidas de los paraguayos.

El viento sopla una luz muerta cuando los invasores

de la triple infamia atraviesan sus aguas.

Apretados en los barcos van hombres y piojos

y hambres y pestes y desgracias.

Venancio el degollador pide su propia matanza

y desde la orilla anegada del Corrientes

marcha hacia Yaguareté Corá y San Miguel

donde alistará sus próximas carnicerías.

El resto de las tropas machan a Bella Vista,

franqueando el río Batel donde el Paso Cerrito.

Es diciembre. Arriban las jaurías

a Rincón de Zeballos. Los invasores fatigados

hacen un alto. El calor huele a inmundicia,

a porvenir de un crimen perfectamente organizado.

Acampan entre vapores surgidos de las gredas,

y miran al cielo que les da una oscuridad de muerte.

Relámpagos verdes devoran sonámbulos la luna

y derraman torrenciales un silencio ancho y misterioso.

El descanso es demasiado breve.

La tropa tiene hambre y tiene diarrea;

un estiércol negro se mezcla con el barro

y enjambres azules de moscas azules

buscan los húmedos intestinos de los desgraciados.

El soldado quiere una carne asada,

un pan aireado, dulce aguardiente

y una miel de frutería nueva.

Volver a su ranchada, a la familia,

a quedarse entre las piernas de la mujer abandonada.

Pero los generales no tienen tiempo para las nostalgias

y mucho menos para las agonías;

apuran la marcha, gritan serpentinos los fusilamientos

que reparten a culatazos, para cada uno el suyo.

La tropa carga sus cicatrices e inmundicias

y vuelve a la guerra desde sus propias desgracias.

De Rincón de Zeballos marchan, unos hasta Ensenada,

al nordeste de la ciudad de Corrientes,

otros a Laguna Brava (Osorio, el brasileño los comanda)

y Venancio el degollador hasta San Cosme.

La caballada correntina desensilla frente a Paso de la Patria.

Una muchedumbre de espectros celebra:

la invasión anuncia el genocidio.

Los capitanes reparten degollamientos

a cada uno como hostias de sangre

y el dios perturbado del fratricidio

enarbola la mortaja para la patria asesinada.

XXI

Los comandantes preparan la invasión.

El extermino no será improvisado,

se toman su tiempo decidiendo la muerte.

Planifican los infiernos, las desgracias,

el hambre mortal, el odio sangriento,

los martirios matadores, la tempestad de la ira.

La patria será desmantelada azote a azote,

piedra a piedra, tierra a tierra,

río a río, selva a selva,

rancho a rancho, hombre a hombre.

Cuando no queden sino niños y madres

se repartirán su soberanía en pedazos

y harán una celebración extraordinaria.

Mitre será el agasajador y servirá

odios y mentiras en una larga mesa

donde el cuerpo de la patria será descuartizado

en todas direcciones. Repartirán sus frutos,

sus níveos copos de algodón, sus maíces rojos,

las alturas de los árboles centenarios,

los subsuelos de los minerales,

las esperanzas verdes sembradas

en cada estancia de la patria.

Los pocos que sobrevivan será esclavizados

en el Imperio atroz o en las estancias

de los oligarcas porteños.

Venancio el degollador, reclamará decapitaciones

pica a pica y el rumor de los degollados

sonará en la festividad la música de muerte

para celebración de las tropas invasoras.

El Emperador entrará en su caballo

blandiendo el exterminio como un estandarte negro

y hablará en portugués de la muerte

de la patria grande americana.

Los comandantes preparan la invasión.

Está Osorio cargado de invasiones,

lleva en su alforja el fracaso cisplatino

cuando soberbias y arrogancias

cayeron en Ituzaingó a manos de los bravos

de las Provincias Unidas.

Volvió a la patria de Artigas entre puñales y ladridos

a entronizar a Venancio en la matanza.

Pide verdugos nuevos para sus viejos crímenes

pero sólo hay esclavos para cargar con la guerra.

Los esclavos mataran a los hombres libres

y jaurías imperiales de rabias y colmillos

devorarán a esos muertos de la patria invadida.

Los esclavos volverán a sus cadenas

y morirán de hambre o de pestes, dará lo mismo.

A punta de bayoneta Mitre reúne otras tropas

que se aparaguayan sin remedio y huyen

de la traición mitrista como pueden.

Venancio completa de odio su falange asesina.

Cincuenta mil hombres miran a Paraguay

desde las costas argentinas y escuchan absortos

las arengas sanguinarias de los capitanes.

Tamandaré gobierna los ríos con su escuadra

y va y viene de Itapirú e Itatí decidiendo

dónde desembarcará la muerte

Fortaleza de Itapirú imperio de la roca

sobre el agua la luna sumergida en la espuma

delega su capitanía blanca en Purutué

isla de gallos ruidosos que alborotan el aire

con sus cantos oscuros y redentores

la sangre joven desembarca poseída y ojerosa

en la majestad de las orillas que descubren las olas

empujadas por los grandes navíos

que trascienden la oscuridad con sus vapores

que se elevan hasta la cavidad del cielo

donde las estrellas derraman sus espesos brillos blancos

e iluminan la guerra en las cabezas de los combatientes

dibujan una corona blanca a cada uno

para que se vean los unos a los otros

cuando la metralla baja con su carnicería a cuestas

para romper la carne en trozos los huesos en astillas

los hombres mueren entre el temblor del río

mueren pálidos de cuchillos de ardientes plomos

mueren de bayonetas que cortan todo a su paso

mueren en cada arruga del río mueren sin predecirlo

y un humo rojo señala como un colmillo la derrota

de los reunidos en Purutué donde cantos los gallos

la heroica muerte de los defensores de la patria ultrajada

XXII

La invasión

Bajo el antiguo cielo de la patria

llora el Urutaú su triste canto, llora.

Los invasores llegan con sus horcas,

sus degüellos a cuestas, su avalancha

de matanzas. Desfilan sus saqueos

y despliegan los pabellones de la destrucción.

Vienen a no dejar piedra, viento, lluvias,

selvas, arroyos, ríos, manantiales.

A exterminar los caimanes silenciosos,

a despojar de colores al guacamayo,

a silenciar al pájaro campana,

desollar los aullidos del mono saraguato,

ahogar el gruñido del jaguareté,

a cortar los perfumes a bayonetazos,

a destrozar las arpas para que ya no canten

y sepultar los encantos de sus melodías,

a exterminar las voces familiares,

el idioma, la memoria, la alegría.

Por donde ellos pasen no quedará otra cosa

que la fatiga del fermento de la muerte,

una cruel gangrena tenebrosa

brotada de sus armas invasoras.

El Mariscal Osorio comanda la avanzada

de la venganza Imperial contra la patria americana.

Su espada luce sangres que ruedan con el agua,

son gotones rojos, desventurados gotones

que llevan el nombre de los muertos

hasta mezclarlos en las raíces

subterráneas de la tierra negra.

Tamandaré, almirante de la carnicería,

navega la muerte a sus anchas;

navega el Paraná y el Paraguay

que se conmueven en sus profundidades.

Exterminan sus cañones las costas

que lucen rotos sus murales verdes.

Roto el lapacho, roto el quebracho,

muerto el guayacán, el palo santo,

destrozadas las enredaderas,

la hoguera de la guerra invasora

quema sus savias hasta evaporarlas.

Las aves abandonan sus nidos,

los árboles han muertos desde sus alturas verdes

y no hay rama donde reposar el vuelo.

Huyen de los invasores, de sus garras,

sus garfios, sus avalanchas de martirios,

huyen donde la patria todavía es segura.

Hasta la tierra huye cuando el hierro caliente

de las bombas la golpean como un oscuro puño.

Tamandaré, el almirante verdugo

ordena sus ráfagas de muerte a bordo de un navío

y destroza la geografía hasta agonizarla

en minúsculos trozos de la patria.

Luego del bombardeo rabioso

pisa Paunero el sagrado territorio.

Paunero el unitario, el de Cepeda y Pavón,

las barbas tintas en sangre

va al mando de las próximas rapiñas,

y a su lado el degollador Venancio

repasa los próximos saqueos. Sangre a sangre

el verdugo celebra el exterminio por venir

y sonríe satisfecho, el corazón lleno de odio.

Los invasores se reúnen y preparan el asalto

a Itapirú, la fortaleza reducida a ruinas.

Itapirú se vacía de patria por orden del Mariscal,

y la patria se repliega hacia los territorios

de sombras familiares, de vientos sabidos,

donde reside el movimiento de las raíces vigorosas

y el agua corre en secreto por los pliegues

de las tierras salpicadas de piedras,

donde se oye todavía claramente

la extensión azul de los amaneceres.

XXIII


Estero Bellaco


Estero Bellaco al sur tiene un perfume oscuro.

Los árboles en fragmentos azules reparten

sus sombras lentamente y el barro permanece

salvaje entre unas hierbas de color muerto.

Un golpe de viento llega desde Paso de la Patria,

carga aún la húmeda presencia de los suburbios del Paraná

donde los muertos deambulan náufragos

a la intemperie sin llegar a dónde sepultarse.

Ya pisa Osorio la patria paraguaya, soberbio

su pendón imperial se alza carnívoro, maldito,

en el pestilente mástil de los conquistadores.

Su avanzada llega a Estero Bellaco al galope rabioso

de la caballería y hunden su huella machacando

la tierra donde se funde hierro y estiércol de sus herraduras.

Venancio, el degollador, descansa sus decapitaciones

donde termina el día y empieza la sombra espesa

de la noche. Palleja, el mercenario, repasa sus crímenes

y con dedicado esmero cuenta el dinero de la muerte.

Los brasileños acampan detrás de una suave cuchilla

que repta azuleja a cada lado de la soledad del cielo

con la dulzura de un ademán divino.

Más adelante, donde avanza la guerra en su dominio,

donde cadáveres y fuego se harán una sola materia,

la soldadesca se abraza a la artillería como a la cruz,

y en la retaguardia se confían matanzas

los orientales que comanda Palleja.

En Estero Bellaco al norte, aguarda la patria su momento.

En la noche el viento busca su ráfaga plateada

y la luna cruza como una sortija blanca.

Diaz espera con la tropa que duerme con los ojos abiertos

la próxima mañana de la guerra. Los invasores confían

en sus cargamentos de muertes. Confían en sus crímenes

prolijamente almacenados en las bodegas

de sus naves invasoras. Los llevan con sus números,

con sus nombres, con el color del luto que derramarán

hasta el exterminio, los llevan como un elixir nefasto

que beberán en las lustrosas calaveras de los martirizados.

Díaz aguarda paciente el nuevo día, el nuevo sol,

su luz hilando cada nube a su paso, descubriendo

el sur del Estero Bellaco donde el territorio se estira

en una pradera a los gritos, hundida la espuela

en el barro y el estiércol que siembran las caballadas,

donde la infantería suda y la metalurgia de la artillería

agobia el suelo con su próxima pólvora.

Por Piris, Sidra y Carreta cabalgará la patria su sorpresa,

cuando la noche abandone su burbuja oscura

y salga la luz del alba como una espiga dorada,

se alistará el combate del acero, el trueno cabalgando

a través de la zozobra de la tierra machacada

en la esplendorosa geografía de las arboledas.

Cuatro batallones de infantería y cuatro de caballería

irán al frente, donde llega la nutrida muerte

cara a cara, cuerpo a cuerpo subida al filo de las bayonetas,

en el vuelo salitroso de la bala fundida con la pólvora,

en el golpe decapitador de las espadas,

donde es matar o morir y los puñales aturden

desollando a los hombres hasta sus blancas osamentas.

Tres batallones de infantería y uno de caballería

serán la retaguardia, agazapados en las arboledas

esperarán su turno para vencer las armas invasoras.

Los ramajes verdes serán sus escudos,

el viento arcilloso su máscara secreta

que ocultará el palpitante corazón de patria

combatiente para aplastar a los portadores de la infamia.

Díaz reza a Dios y Dios lo escucha,

a Él encomienda su destino guerrero.

El sol está en la cúspide del cielo

y su incendio verde toca la copa de los árboles.

Ha llegado la hora, desde el Estero al norte

por los tres pasos y a la voz del jefe,

entra la tropa al galope, rabia y relámpago,

suplicio del sable, aguijón de la lanza

para la herida voraz hasta la médula.

Las tropas imperiales huyen en desbandada

y detrás de ellas los orientales salen del combate

a refugiarse donde las piedras, donde los árboles,

donde las sombras, donde Venancio ve pasar

la peregrina muerte a su lado y la contempla

desamparado, balbuceando una orden

que nadie escucha entre las mutilaciones

que unos y otros se asestan desde el acero

de las bayonetas y los estallidos

de metales y pólvoras de la fusilería.

Toda la guerra se hace un solo momento,

un único movimiento del tiempo y del espacio

donde cabe la patria en un vapor oscuro

que sale de los heridos que arrastran sus dolores

más allá del límite de la resurrección.

Díaz no sabe detenerse, o ya no puede hacerlo.

Estira, implacable, la guerra por la geografía

arrasada del Estero, e infantes y jinetes

cubiertos de Paraguay sacan coraje

no se sabe de dónde. Chocan con la fusilería

del Imperio, con la caballería de los invasores

y el campo de batalla es un tendal de muertos.

Un sonido de acero llama a la retirada,

la patria invadida se repliega a sí misma

para cuidar a los hijos que empuñan la victoria.

Los caballos sudan muerte y sus cueros

negros gotean las sombras degolladas

por donde pasó la espesura de las espadas

y el escalofrío de las sangrantes bayonetas.

Cesa el combate. Se respira el acero del cuchillo

y en la piedra y el árbol quedan trozos de guerra.

Hay un montón de cielo roto en el Estero,

húmeda geografía de la sangre fresca

que en procesión deambula ebria

entre las cenizas muertas de los abandonados

a su suerte. Los invasores vuelven a sus carpas

a repasar los nombres de los muertos

y una jauría de espectros lame la muerte

estampada en la tierra como una oscura mancha.

XXIV


Camino a Tuyutí

Poderoso el enemigo se abre camino

con sus muertos a cuestas por el Estero Bellaco.

Por Piris, Sidra y Carreta lo ven avanzar

al invasor repartiendo matanzas como hostias

en dirección al norte donde acampa el cielo

el privilegio de sus luces macizas.

Los aliados apuran el paso sin descansar la espada,

avanzan entre espectros donde el barro

es un ataúd podrido. El viento llega en procesión

desde las latitudes de los campamentos

y el sol recalienta las llagas que hunden

sus hocicos en las carnes partidas de los hombres.

Los gritos militares suenan a cantos en las frías sacristías

donde recalan los muertos para el último sacramento.

En Sidra, donde las fortificaciones son apenas

pasta liviana de piedras y mendrugos,

estanca la derrota su linaje y la patria retrocede

descalza por el empinado camino de la espina.

Venancio, el degollador, empuja a los defensores

más allá de las cicatrices de los próximos combates

y en Paso Gómez, por el camino de Humaitá,

los patriotas reorganizan sus defensas.

El invasor acampa. Campo de Tuyutí,

campo hirsuto, aciago, ágil arruga de la pedrería,

ascético Estero de Bellaco al norte,

el invasor acampa a la breve distancia

de un soldado del otro, de un brazo a otro,

de una pierna a otra, cada mirada mortal,

cada palabra dicha, cada bandera izada

se palpan la muerte y se respiran boca a boca

la sangre en la saliva ante de la brutal batalla.

XXV

Primera batalla de Tuyutí


Tuyutí, barro blanco,

Tuyutí nuestro,

blanco campo

al galope la mañana,

el sol azul

se abre paso

entre las enramadas,

desciende serpentino

y espera.

Todo suena a guerra

encarnizada,

rabiosa,

sangran las voces,

las mordeduras sangran,

se hunde la palmada

en la espalda,

aturde el paso de las ratas,

los gritos de las bocas ardidas

de tanta dentellada negra,

aturde la lengua resecada

de mascar el coágulo,

de ahogarse

en la leche negra

de la madrugada.

A donde se mire

arrecian los fierros

implacables,

se predice

la turbulencia del sable,

el rencor de la espada,

la sangrienta estrategia

de la bayoneta,

donde la luz

se desgarra,

se descuartiza,

se desangra.

Tuyutí, barro blanco,

muerte roja,

golpe de sangre

en el blanco barro

paraguayo.

América se mata

rabiosa,

hostil,

ciega de porvenir

hasta que no queda

nada.

Marcó cabalga y empuña su espada ciega;

Díaz, desde el monte del Sauce,

por donde El Boquerón de Piris se hace rumbo,

alza una bandera que parece un pañuelo muerto;

Barrios asoma a los destrozos de la artillería

por el potrero de Piris donde no quedan esperanzas,

y Resquín, por los palmares de Yatayty Corá,

llega a la carnicería en su impotente galope.

Los golpes del combate no desmoronan

la Babel de las defensas aliadas

asidas a la tierra como brutas raíces.

Los invasores gritan entre la cruz y las espadas

y comulgan la levadura de su odio.

Luego, la multitud de sus rifles aturde

y el filo de sus bayonetas vuela

hasta la humedad de las entrañas.

Los suplicios están hechos de espadas,

de cuchillos odiosos salpicados de sangre.

Las infanterías de la patria sucumben al golpe hostil

de los cañones, cuando la pólvora establece

su soberanía y el incendio del hierro azul

rechaza el galope audaz de los caballos

que sudan la sangre negra de las tumbas.

Los aliados desuellan la ofensiva tajo a tajo,

bala a bala, muerto a muerto. Paraguay muere

por centenares, por miles a cada instante.

Y a cada soldado la muerte matutina le llega

con su copa de llagas, llenos los labios

de pus cuando la sangre se unge barro

y rompe los huesos que arrebatan

a los moribundos los perros hambreados

que aúllan entre los estampidos de la guerra.

La patria cae vencida, devorada, rota.

Los aliados tumban tus gloriosos estandartes,

aquellos que te dieron tus héroes primogénitos

entre las carcajadas de las campanadas

de la gran catedral cuando la independencia.

Tuyutí, barro blanco, barro rojo de sangre,

lúgubre mojón de la derrota,

quién llorará tu suerte, en esta hora aciaga.

XXVI

Yatayty Corá

Recorre la infantería paraguaya

la pequeña distancia entre matar y morir

donde los palmares se alzan inmutables.

Sombras de lejanos tiempos

encubren sus pisadas en el barro roto,

en la geografía hostil de interminables

y delgadas trincheras donde almacenan la muerte

los invasores. La ruda caballería troncha

el aire que apesta de martirios

y a cada flanco de las tropas enemigas

cae la patria como un torrente de guerra

donde se lucha cuerpo a cuerpo

hasta que la noche llega sin regocijo.

Cesa el combate sin ninguna suerte.

Entonces los hombres duermen a la luz de la luna,

abrazados a sus dolores, lamiendo sus quemaduras,

repasando sus redondas pústulas

bajo la línea irreconocible de la daga;

beben luz de los charcos y mascan tabaco

entre la greda y las raíces cenagosas

de los airosos mástiles de los palmares,

tabaco que brota de sus insignificantes bolsitas

como pequeños escorpiones negros.

Noche de julio, fría noche de julio.

El invierno muerde insoportable

hasta las osamentas cuando llega

en el rocío que cae sobre las menudas

cabezas de los hombres.

La soldadesca aliada suda a barro

y huele a mineral, a sulfúrica mugre gris

que surge de los rincones de la arcilla y la hierba.

Mitre, akã’ohára, carnicero,

pomposo general de las catástrofes

llama a la muerte a conferencia

esa noche de jugosa luna helada

subida a las copas de las palmeras taciturnas.

La invita a beber su té negro,

le convida verdugos codiciosos

que llenan sus fazendas con jóvenes esclavos

de ojos claros y de tez bronceada.

Le ofrenda las muchachas

que ya fueron violadas una vez

y otra vez y otra vez y otra vez.

Le pide un holocausto, uno por ahora,

(la muerte sabe muy bien de esas peticiones).

Quiere Yatayty Corá, la breve isleta

de rítmico nombre donde la patria

descansa entre matanza y matanza

y resiste a más no poder a los conquistadores.

La muerte sonríe satisfecha, acepta,

le ha prometido el cuerpo de la patria

americana abandonado a su suerte.

A la mañana, volverá la guerra bala a bala,

sable por sable sobre la carne floja

y brotará la sangre de todas maneras.

Y la mañana llega. En el cielo paraguayo

vuelan los colmillos rapaces de alas negras

que se hunden desordenados

en el cuerpo amoroso de la patria entregada.

Brota la heroica sangre hecha bandera.

La sangre azul, la sangre roja, la sangre blanca,

la sangre tricolor de Yegros, Caballero y Mora,

inunda donde se mire los arrugados esteros.

El fuego rodea el campo de batalla

y el humo ahoga las voces de los defensores.

Mueren luchando (saben morir),

mueren diez veces, mueren cien,

mueren hasta más no poder,

mueren hasta que acude el sonido

de un clarín sombrío y llama a la retirada.

Mitre, akã’ohára, carnicero, festeja

subido a la lujuria de los exterminios.

XXVII

Boquerón

Coronel Elizardo Aquino

Mitre convoca a la próxima carnicería.

Flores se presenta con su collar de muertos

colgando de su rudo cuello, y tras la hirsuta barba

luce las heroicas cabezas de los combatientes,

joyas mutiladas de la patria heroica

de las que aún todavía un goterón

de sangre corre fresco buscando la tierra.

Son los trescientos decapitados de Cañada de Gómez

y de muchos otros que no se sabe el nombre,

los que luce augurando la nueva matanza.

León de Pallejas, mercenario hijo de Pizarro,

lo sigue a la distancia de su sombra

y agita una mortaja como cruel bandera.

Es el renovado estandarte de Pizarro,

cruz, espada y calaveras, pestilente

presidio de los cadáveres de los sometidos

al yugo de la nueva esclavitud de los imperios.

Venancio y Pallejas dicen de mil condenas,

de todas las bocas silenciadas y los ojos

perdidos en la negritud de las mayores sombras.

Guilherme, Mariscal del Imperio,

llega de Villa Concordia, donde acampó entre ríos,

entre racimos de víboras hambrientas.

Allí la traición no solo fue sangre y fue puñales.

Mena Barreto, Potrero de Piris a su espalda,

lo recibe al mando de la Quinta Brigada brasileña.

Guilherme de Souza escucha lo que Mitre ordena;

el comandante en jefe despliega su mapa de muertes,

cuero y estiércol, y a punta de pistola,

los ojos desahuciados, ciegos, la voz rabiosa,

la palabra turbia, ordena a cada uno su matanza.

Espera triturar las aguas, las arenas, las tierras,

las raíces de piedra, la luz de los palmares,

desollar las velas de los navíos patrios,

agonizar los hombres, las mujeres, los niños.

Boquerón al norte, Boquerón al Sur,

dice Mitre, Boquerón debe ser la tumba de los resistentes.

Al frente del combate, con el puñal dispuesto,

Venancio comanda el ataque donde van a morir

los que no saben la corta distancia que hay

entre su humanidad y las tumbas que esperan

pacientes a la maquinaria invasora.

Argentinos y brasileños caen a la velocidad

de la pólvora y la metalurgia de la fusilería.

Aturden los cañones la extensión del territorio,

escupen racimos de metal y fuego

e iluminan las sombras con sus trozos de muerte.

Al flanco, el mercenario, lanza, iracundo,

a los degolladores. Van a los gritos, de cacería,

y exhiben verdugos sus puñales

que llevan las manchas de Paysandú la heroica

en sus mellados y fatigados filos.

Guilherme pisotea la tierra americana,

machaca enfurecido la greda pestilente

y una lluvia verde cae en el barro

para sembrar un porvenir tras otro

para que el pueblo no muera esclavo

de los imperiales, de la traición de Mitre,

de las decapitaciones de Venancio.

Guilherme ordena sus ráfagas de muerte

en dirección a Aquino, que espera valiente

como siempre, hasta que encuentra la muerte

en la vanguardia de la patria, como siempre,

el primero en la defensa de los sagrados territorios,

la muerte entre las tripas, a caballo,

como siempre valiente, como siempre.

Acuden innumerables cohetes y cañones

desde Boquerón al Sur a Carapá,

de Boquerón al Norte a Potrero de Sauce,

son los estampidos de la patria combatiente,

caen como granizos rojos, ardientes piedras

que cortan los gritos y hacen pedazos

las palabras de Palleja, el mercenario,

envilecidas palabras que le enseñó Mitre

contra la libertad y contra la independencia

de la nación paraguaya. Los invasores

se repliegan y juntas sus fragmentos,

sombras muertas, palabras destruidas,

cenizas y calaveras es todo que llevan

en el segundo día de batalla.

Palleja muere y los gusanos de Pizarro

lo devoran hasta dejar solo un hollejo,

una huella muerta de los depredadores

de la Patria Grande americana.

Punta Ñaro, Boquerón del Sauce,

encarnizada la batalla huele a machetes

durante el tercer día del helado julio.

Marañas de fuego saltan por la picada

de la Isla Carapá en dirección a la matanza.

Sables terribles, brutales bayonetas,

delirio de las fusilerías, maldiciones

en todos los idiomas, la lengua se llena

de carnicerías y escupe un veneno

insoportable. Desde Boquerón al Sur

a Carapá, de Boquerón al Norte

a Potrero de Sauce, los hombres

se arrojan martirios de una trinchera a otra,

se matan de un lado y del otro,

dados vuelta los párpados sangrantes

caen entre congojas y metales ardientes

hasta que la tierra es una ciénaga de muertos.

Al tercer día la patria es victoriosa,

resucita de las cenizas, de los puñales,

del filo helado de las bayonetas,

de la bala encarnizada, del fuego temerario,

de los crucifijos de las lanzas.

Resucita victoriosa, a caballo, a pie,

resucita entre lágrimas y entre martirios.

Recita su poema de fuego y de tormenta,

alaba a Dios en las alturas

y a sus héroes en la verde tierra prometida.

XXVIII

La entrevista de Yatayty Corá

Aquí viene el Mariscal,

viene a caballo.

Trae la patria a cuestas.

Lleva la arquitectura

del cielo en la montura,

lleva los árboles hirsutos,

lleva los vientos invisibles,

las raíces de sangre,

los pétalos azules,

también los violetas,

lleva a sus muertos

en todas sus dimensiones,

el hambre, los horrores,

lleva a los niños inocentes,

a las mujeres heroicas,

lleva un libro de Historia

y su bandera, la tricolor,

la libertad en cada mano

y en cada una la independencia.

Aquí viene

el Mariscal de América,

la Patria Grande

lo contempla.

Es pan,

es maíz,

es yerba,

es el acero nuevo,

la blancura del algodón

donde los campos

se extienden infinitos.

Este es Mariscal

de los hombres libres.

El que la da la espalda

al Imperio,

a Pedro el conquistador,

el matador de esclavos,

usurpador de tierras

y de ríos.

Es quien enfrenta

a la soberbia,

al odio mitrista,

a las degolladuras

de los invasores,

a los mercenarios

del dinero,

a los mercaderes

de la muerte.

Lleva levita

de paño oscuro,

sin charreteras,

sin charreteras.

Calza sus bellas botas

bien granaderas,

bien granaderas.

Espolines de plata pura,

brillan color de plata

como una estrella,

como una estrella.

Kepi también bordado

que le corona

la cabellera,

la cabellera.

Poncho redondo,

redondo poncho,

vicuña y pana,

algo bordado,

vicuña y pana,

algo bordado,

y unos flecos de oro

a cada lado.

Aquí viene

el Mariscal,

viene a caballo,

monta el noble

“Mandiyú”,

su preferido.

Allí viene Mitre,

el Comandante en Jefe

de la tropa invasora.

Casaca negra,

como su alma.

Chamberguito negro

de filtro negro

y negra pluma,

adorno negro,

como su alma.

Los presidentes

hablaron a solas

Árboles de testigos

y el humo de sus cigarros,

sin otra compañía.

Palabras y cenizas,

la suerte está echada.

El pacto secreto

de los aliados

lleva la sangre

del fratricidio.

Paraguay

fue sentenciado,

Mitre un verdugo,

Venancio otro,

el Emperador

quiere las tierras,

quiere los ríos,

quiere la muerte

del Mariscal,

quiere el fin

de la patria paraguaya.

La suerte está echada.

Allende los mares,

Su Majestad la Reina

celebra la matanza.

XXIX

Fuerte de Curuzú

Fuerte de Curuzú, camino a Humaitá,

donde las costas del río Paraguay

se reparten de espumas y reflejos

y se diseminan en las rumorosas olas

que ruedan como estrellas en sus aguas.

Fuerte de Curuzú, camino a Asunción,

la muy noble y leal ciudad

donde Pedro Juan Cavallero

sublevó las tropas para la independencia.

Fuerte de Curuzú, donde crecieron

altas las murallas y fornidos los terraplenes

para la defensa de la patria de los invasores.

Los conquistadores navegan el río Paraguay

llenos de muerte sus vapores. Sus humos furiosos

ascienden en nubes de hilado negro

hacia la bóveda de cristal azul del cielo.

Llueve ceniza oscura sobre los defensores

que huelen el oloroso odio de los conquistadores.

Navega el “Rio de Janeiro”, acorazado,

navega el “Lima Barros”, acorazado,

salen de sus guaridas infernales

y ensayan arrasadores sus cañones

los próximos suplicios contra la tierra.

Las bombarderas llegadas en la noche taciturna,

presumen de sus crímenes imperiales

y escupen su poderío barriendo las orillas.

Tamandaré espera que el reloj agazapado

marque la hora de la muerte.

A Itapirú llega el barón de Porto Alegre

portando las últimas matanzas.

Trae ruidos de aceros en sus alforjas,

su mensaje nefasto se oye más allá

de las murallas y los terraplenes

de la fortaleza de Curuzú, que espera.

Trae la pólvora implacable en sus alforjas,

las brillantes bayonetas con sus filos exactos

y reparte una procesión de tajos

que abrirán las gargantas como una roja granada.

Septiembre se carga de ataúdes.

Ocho mil espectros descienden con sus cruces

y reparten sus pústulas forzando la marcha.

Recorren el camino a la fortaleza de Curuzú

alabando al tenebroso mercader del Imperio.

Van a pie, van a caballo, hablan a los gritos,

observan la extensión de las trincheras

que sucumben de a una a cada bombardeo

de los acorazados. Saltan gusanos por el aire,

las piedras rotas, las astillas del árbol de la vida,

la húmeda frazada que cobija al soldado,

el mismo soldado salta por el aire

y cae dando tumbos y tumbos en la muerte.

Curuzú resiste hasta la muerte y cae,

caen sus murallas abigarradas de sangres,

los terraplenes con sus fosfóricos huesos sepultados,

arenas que se desangran tras la derrota.

XXX

Curupayty

Ataca Tamandaré la patria. Siempre la furia,

el odio del fuego imperial, la carnicería

por toda bandera al tope de los mástiles.

El buque hundido cuando Curuzú les duele

en el costado, como una herida larga, roja,

fresca. Los bandoleros agrupados en las proas

claman venganza y atruenan con sus gritos

la mañana azul llena de vientos en la que el pueblo

heroico se agrupa en sus hondas trincheras.

Dentro del acero va la pólvora quemante,

una burbuja de fuego el estampido

que abre, en la tierra machacada, surcos

del tamaño de la muerte voraz.

Los invasores no distinguen hombres, sólo huellas.

Las hay combatientes por doquier, amontonadas

en los escalofríos que entrega la metralla a borbotones,

palpitantes, innumerables, imborrables.

Huellas en el barro primordial donde fueron

sepultados los primeros ancestros, huellas

en las arenas rojas por la sangre vertida,

huellas verdes del humus verde que surge de la tierra

al golpe de las bombas. Van y vienen heroicas,

atraviesan la guerra como simples fantasmas.

Son huellas desnudas, huellas descalzas,

tocan la materia levemente bajo el fuego granado

de los acorazados invasores y esperan

su momento las manos llenas de fusiles,

las ametralladoras listas, el dedo en el gatillo,

las esquirlas granadas para cortar la carne

cuando se dé la orden. Los combatientes

aprietan sus dientes, furiosos muerden

sus labios, rezan, recuerdan a los hijos,

las madres, las esposas, agazapan sus ternuras

para mejores momentos cuando acabe la guerra.

La atmósfera es crucial, definitiva.

Tamandaré y sus cien cañones, el esplendor hostil

de sus metrallas desde el borde del río roto

entregan como último azote del verdugo.

El mediodía es un infierno rojo. El sol expectante

cuelga en la copa de los árboles. Las naves imperiales

se alejan entre gritos; han dado su cuota de muerte

a la velocidad del humo de las cañoneras.

Mitre ordena el ataque de la ignorante infantería

mientras bebe, sereno, de su exquisita tacita

el té negro traído de su amada Inglaterra,

la soldadesca aliada se asoma a la matanza

la muerte es una horda que ríe a carcajadas.

Barro carnicero, en el lodo de guerra la infantería

arrastra sus muertes a lo largo del más estrecho

corredor del fuego. La metralla aparece

y su metalurgia corta a su paso lo que encuentra,

pechos, racimos de ojos, labios azules del hielo de la muerte,

lustrosas calaveras a la azul intemperie, espaldas.

La artillería patria rompe las formaciones

y astillas de hombres descuartizados vuelan por el aire

entre el sonido aturdidor de los lamentos.

Los que van al frente en el combate

no pueden volver atrás, ya no hay camino;

rabiosos, los que vienen detrás, empujan

a los primeros hasta morir sacrificados

en minúsculos fragmentos rojos.

Unos sobre otros, cuerpos sobre cuerpos,

la sangre se propaga desde ellos en una mancha

única, un paño rojo que envuelve los despojos

y una humana substancia se evapora desde los fuegos

que la pólvora enciende en el frenesí de sus hogueras.

Paunero escucha el repetido grito de los hombres

diseminados por la fusilería que cae

sobre el légamo vidrioso de las trincheras;

los pocos que a ellas se atreven caen

en la brutal congregación de las estacas

que atraviesan los pechos y los vientres

como si fueran apenas pedazos de papeles rotos.

Emilio Mitre balbucea una orden, un salmo,

un espanto, una desesperanza

bajo los harapos de una bandera muerta.

O centauro de Luvas quiere escapar del holocausto

pero la muerte lo aferra a la guerra con sus garras.

En el cuartel general, la mañana pasa hasta la tarde,

y mientras los hombres mueren a cada instante,

Mitre toma su té negro en su delicada tacita

de fina porcelana inglesa.

Curupayty fue la matanza. La patria castigó

a los invasores, propagó sus muertes

a lo largo del camino donde solo cupo

la retirada abandonando a los heridos

a su suerte. Olor a sangre, a sudor,

a barro, a fuego, a batalla perdida

irremediablemente, se extendió

en los campamentos donde la tropa

repasa sus dolores y sus cicatrices.

Esos sobrevivientes miran al cielo

que luce su sombrero de nubes de copa ancha,

tan hambrientos, tan perdidos,

ciegos de sitio en sitio, los dedos amarrados,

hechos un nudo en la garganta,

mudos de voz en voz, los labios un cerrojo

en el torbellino amargo de la derrota.

Se preguntan del sol fosforescente

que baja con la tarde hasta sus pálidos rostros,

se preguntan en el amasijo de la muerte,

si ese sol será la promesa de otra suerte.

Quisieran lluvia, fresca, dulce, azul, serena,

y un lugar espacioso donde el pan del hogar,

la mesa tendida, el amor al alcance de la mano

les devuelva la humanidad que se les arrebató

cuando se pactó la muerte, en secreto,

en Buenos Aires. No saben que fue en mayo,

justo el mes de la patria, cuando llegaba

el frío por las rendijas de los escondites.

El pacto de la muerte se firmó en Buenos Aires,

allí se estampó en un crudo cuero rojo de sangre

el exterminio del Paraguay, de todos sus hombres,

de sus niños, de sus árboles hirsutos,

de la substancia lunática del río,

de sus vertiginosos cielos al viento,

de sus imprentas, sus libros, de todos sus sosiegos,

de sus misas y conventos, de los livianos

tejidos de las patricias arañas que tejían

y tejían en silencio, y el desgarro de la tierra

que nunca volvería a serla misma.

Curupayty es la derrota y el castigo,

los invasores juntan sus heridas en bolsitas

donde no cabe la cólera ni un instante,

sólo lágrimas, algo de polvo seco, y algo de sangre.

Lloran, lloran, como el Urutaú,

en la rama del Yatay, mientras Mitre bebe su té negro

en su exquisita tacita de fina porcelana inglesa.

XXXI

Los aparaguayados

Entonces los soldados comprendieron

que la muerte sería eterna, cósmica,

planetaria. Curupayty entregaría

sus cuotas de plomo y pólvora,

más allá de los días, los meses, los años,

en pequeñas cuotas diarias salidas

de las redondas boquitas de la fusilería,

a veces con calma, lentamente,

caliente, esporádica y hasta lúdica,

y en otras brutales, enfurecidas muertes

en un movimiento mortuorio irreparable.

Desde Curupayty, los cementerios

se repetirán en la geografía impredecible

de la guerra fratricida, y en cada latitud

donde los ojos miren, se repetirán abrumadoras

las miserables tumbas sin cruces,

sin nombres, sin si quiera una pequeña flor

que dibuje un cariño entre tanta oscuridad.

El soldado desconocido, el muerto sin nombre,

poblará la greda pestilente y será el abono

con que la vida y la muerte alterarán

su bíblico significado definitivamente.

¿No dijo el comandante en jefe

“en veinticuatro horas en los cuarteles”?

Y los cuarteles se llenaron de hombres

que no sabían que les depararía la guerra

fratricida con su pacto secreto, en Buenos Aires,

ese día de mayo cuando se elevó la traición

a política de Estado. ¿No dijo el presidente

“en quince días en Corrientes”?

Así fueron llevados como se arrean los hombres

cuando se los mete en la guerra de otros,

en las guerras ajenas, las de los poderosos,

de los que roban el patrimonio de otros pueblos,

los que quieren su geografía, sus ríos,

sus bosques, sus palmares, sus mujeres

para sus orgías, sus hombres para la esclavitud

en los violentos latifundios del señorío feudal.

Fueron llevados como se arrean los hombres

engañados, subvertidos, obnubilados,

el yugo al cuello, las anteojeras,

el frenético azote en dirección al abismo,

caminando a culatazos como los condenados,

extraños deambuladores que no podían

siquiera reconocer su propia patria

que resultaba completamente ajena,

ni comprender las palabras que se decían

como si sólo se tratara de salmos gloriosos

que se derramaban sobre sus jóvenes cabezas varoniles.

¿No dijo el comandante en jefe;

“en tres meses en Asunción? Sólo tres meses,

dijo el hombre con su tacita de porcelana inglesa,

y tocaron los tambores de guerra,

sonaron metálicas las oscuras trompetas

y la guerra se hizo una carnicería. Venancio,

el degollador se puso al mando y empezó

sus degüellos con la voluptuosidad de los cuchillos,

sin la menor fatiga en sus filos matanceros,

y toda la guerra se manchó de Paraguay

porque la sangre imprime para siempre

los horrores de los martirios de los verdugos.

Tamandaré mató los ríos, sus orillas,

sus desembocaduras, y le llevó sus trozos

de lunática substancia al emperador

para rendirle honores salpicados de sangre paraguaya.

Ahora los soldados invasores van y vienen

sin palabras, sin ademanes, atrapados en la oscuridad

esteparia del fracaso, dibujando con sus dedos

en la encrucijada del viento y el crepúsculo,

las siluetas emocionadas de las amadas mujeres,

próximas temblorosas y silenciosas viudas

a las que nadie consolará cuando les informen

la muerte del esposo querido. Recrean en su imaginación

la estatura de sus hijos, el color de sus ojos,

la sensación de sus caricias, sus pequeñas voces

correteando a cada lado del rancho donde hicieron

familia hasta que llegó la muerte entre banderas

al son de himnos imperiales y mentiras oligarcas

pronunciadas con la dureza de la losa

y la tragedia de la mentira gobernante.

Todo está lleno de muerte, de codicia, de traición

celebrada en las capitales donde la guerra

es apenas un comentario de charlatanes

que beben el té negro en sus delicadas

tacitas de porcelana inglesa. «No trate de economizar

sangre de gauchos” dijo Sarmiento,

el odio al mando y la voz tenebrosa,

“éste es un abono que es preciso hacer útil al país.

La sangre de esta chusma criolla, incivil,

bárbara y ruda es lo único que tienen de seres humanos».

Yo soy tu hermano, hermano paraguayo,

yo soy tu hermano, no tu verdugo,

tu homicida, tu exterminador.

Yo, como vos, soy también río que pasa por el mar,

agua de tu agua establecida,

hijo de las orillas del río coronado

donde gobierna el yacaré invencible.

Soy tu hermano en las agrias arcillas verdes,

en la purpurada copa del lapacho sagrado

y en la vereda azul que teje el cielo

entre los altos palmares orilleros.

Soy tu raíz silvestre en la profundidad

del barro milenario, donde pisa el yaguareté

acechando a la líquida luna derramada

desde la profunda noche paraguaya.

Soy la estirpe selvática del Kururú Chiní

de acorazado verde en su redondo lomo,

y las iridiscencias rojas del gua’a pytã.

Yo soy tu hermano y por ello me rebelo.

Soy la revolución de los aparaguayados,

en la latitud insurreccional de los paisanos.

Soy el desbande de Basualdo, la deserción

de aquellos que no traicionan a los americanos;

la revolución de los colorados mendocinos,

¡basta de guerra a los hermanos paraguayos!

el masculino grito de los rebelados.

Soy el manifiesto de Felipe Varela,

y sus principios de la sagrada unidad americana.

Yo soy tu hermano, hermano paraguayo,

no tu verdugo, tu homicida, tu exterminador,

somos la misma patria, la de los gauchos,

la patria mancillada a culatazos,

la patria grande de los libertadores,

de Micaela Bastidas y Tupac Amaru,

la de los martirizados del Cuzco,

los azotados de los corregidores,

los sepultados en las minas,

los esclavos de la mita y la encomienda,

somos las muchedumbres en Chuquisaca,

los hijos de la esplendorosa tea de Murillo,

herederos de Azurduy, la generala,

y de Manuel Ascencio, el padre patria,

los combatientes de Belgrano, de Artigas,

de Fulgencio Yegros, de Pedro Caballero,

de Andresito, de San Martin y Bolívar.

Somos hermanos, hermano paraguayo,

desde hace tiempo, cuando el principio de la Historia,

cuando la primera luz, la primera lámpara

iluminó los nacimientos deslumbrantes

de las naciones ancestrales con sus raíces arenarias,

invisibles, impalpables, primordiales.

Desde que la libertad entró unánime

a la casa de cada uno de nosotros.

Y bajo los mismos estandartes

vengo a morir con vos,

por nuestra patria común,

por nuestra historia común,

por la esperanza común,

porque la libertad es la palabra común,

la eterna palabra que recitan los pueblos

en cada revuelta de la historia.

XXXII

Tuyú Cué


Somos el árbol, los árboles, sus hojas,

somos su ruda corteza y su raíz arenaria.

Árbol y hombres la misma substancia

prodigiosa de la patria en armas.

Árbol de cielo, árbol azul y árboles rojos

de los gua’a pytã arcoirisados que descansan

sobre las ramas vigilantes, árboles de patria,

airosos, de ramas gruesas y follajes rumorosos.

Sus hojas somos, hijos invisibles de su savia,

Caballero nos preparó entre aquellas

humedades vestidas de hojas y ramajes

justo en el escondite de la noche silenciosa

donde la luna ejerce su vapor plateado

y nadie la descubre porque escapan sus reflejos

por cada nervadura a su nocturno destino.

Pasto somos, tierra somos, rumbo de sombra

en el momento rojo del quebracho altivo.

Somos ese instante de oscuridad perfecta,

somos los mismos árboles esperando a los invasores

que llega caminando hostiles, soberbios,

cargando sus mutilaciones en las pesadas alforjas

de la guerra y sus furias en el borde de las bayonetas.

Pasan a nuestro lado a punta de pistola,

seguros de sus pólvoras, murmurando

el odio de los exterminadores, pisoteando

la materia oculta de la greda que los contempla

paso a paso, apenas fantasmas antes de la muerte.

La lanza del ramaje los detiene, la pólvora verde

del follaje enciende la carne como una tea verde

y el odio de los árboles los ajusticia.

Los invasores mueren entre las sorprendentes

fortalezas agazapas de las enredaderas,

la mordedura roja de las raíces busca su porción

de hombre y hunde unánime en cada víscera

su suplicio. Los que huyen, los que salvan su vida,

dejan a los suyos a la intemperie de la batalla,

congregados a la muerte lenta de los desamparados.

XXXIII

La peste

Encharcada la sangre, el barro se coagula

en un brebaje rojo que convoca

al vuelo verde de la mosca verde. Paciente

espera la maduración de las pudriciones

y sobre la pústula reposa en la ceremoniosa

atmósfera de la muerte. Bebe gota a gota

el néctar amarillo de los muertos,

imparte su miasis en el vuelo nupcial

que es su modo de repartir la descendencia,

con la pomposidad de quien se sabe

el último sonido antes de la tumba.

Luego, paso a paso, minúsculos monarcas

del sepulcro, arriban los gusanos temblorosos

que muerden la fatigada mancha roja

que es lo que queda del hombre después de la metralla.

Por último y definitiva, la peste desciende de los barcos,

llegada de los puertos río arriba, soberana,

impone su oscuro señorío, tenebrosa.

Los soldados mueren convulsos

entre patéticas diarreas. Unos y otros,

no importa el bando, mueren en secreto,

entre lamentos, como frutas podridas,

desolladas sus entrañas, olvidados,

tal vez pensando en lo que fue la vida

antes de la guerra cuando estaba la esposa

y sus caricias y la sonrisa alegre de los hijos.

XXXIV

Paso de Curupayty

Llega el conde Caixas el esclavista

por donde pasa su nombre lo repiten

voces de una sepultura antigua

de los esclavos muertos a palazos

entre los temblores del fuego odioso

lleva consigo innumerables muertes

todos sus muertos en el pecho

medallas de latón con unos nombres

y lleva también la colección de azotes de su látigo

los castigos inscriptos en un oscuro mármol

con los grilletes aferrados a la carne

de los negros traídos en los barcos del cólera

cadenas incrustadas hasta el blanco hueso

de su sangrienta alforja de conde saca las matanzas

la de Balaiada muerto a muerto y extiende el fuego

de su represión que los esclavos conocen de memoria

de sus hazañas homicidas en Minas Gerais y en Sao Pablo

en la revolución de los orgullosos farrapos

en la entrada triunfal en Buenos Aires

cuando Caseros terminó con Rosas de la mano de Urquiza

el futuro muerto a bala y puñalada en su rosado palacio

de los cien espejos entre ríos de sangre americana.

Navega el “Brasil”, nave insignia;

rapaz toca su proa la mágica cavidad del dulce río

en el que los peces barbados huyen hacia las orillas.

Atrás, el “Tamandaré” atropella las aguas con su hocico

y surge una espuma de color almendra

que el Colombo” deshace en minúsculos fragmentos.

El Mariz e Barros”, empapado a cada lado

de la magnitud de las inmensas aguas que renueva el río,

rompe el acuático espejo de los camalotales.

En la salvaje confusión del viento azul

llega el “Cabral” flameando su bandera guerrera

entre el abismo de unas cicatrices y un rayo negro

a cada orilla de los secretos del légamo. El Barroso”

golpea el desquicio del agua, y el Herval”,

el Silvado y el Lima Barros” tocan a pánico

la geografía del río que huye hacia adelante,

hacia la misteriosa cavidad de un cráter

del tamaño de una roja calavera.

A remolque van las acorazadas Cuevas”,

“Lindóia” y “Riachuelo”, escupiendo suplicios,

muertes al hombro de los marineros que acodados

en las barandas torneadas con huesos

de los martirizados, ríen celebrando el trono

del Emperador verdugo que aclama su victoria.

Joaquim José Inácio de Barros, almirante imperial,

descarga la catástrofe de sus acorazados

en racimos de bombas, en ardiente lluvia de metales

sobre las posiciones de los defensores de la patria.

Los hombres miran desde las costas a la flota imperial

forzar el paso de Curupayty en dirección a Humaitá

y a la bella Asunción, que se repliega a San Fernando

donde las orillas del Tebicuary llegan desde la cordillera

de San Rafael y buscan el sosiego del río Paraguay

que toca a vigilia entre el crepúsculo violeta de la tarde.

XXXV

Villa del Pilar


Es una mujer la que tomas las armas,

no una, sino otra y otra y otra

la que surge del dominio del paisaje salvaje,

pura tempestad del gineceo,

semilla y algarada combatiente

contra el atrevimiento de los invasores.

Sus voces convocan los jinetes

que llegan por el río y surgen de las aguas

desenvainados los decididos sables

que lanzan sus inmisericordes castigos

cuerpo a cuerpo. La voraz bayoneta

también hace lo suyo y el músculo sucumbe

tajo a tajo hasta dejar quizás un hilo

de arterias y de venas por donde la vida

escapa a tientas. Donde la orilla ejerce

su acuático dominio se muere exangüe, la boca seca,

deshecho el grito, los párpados encenizados.

El enemigo huye como puede, desnudo,

roto, quebradizo como un estambre seco

que chapotea el barro negro del fracaso y vuelve

agonizante al oscuro lugar de donde vino.

XXXVI

Paso del Ombú


En los pantanales del Paso del Ombú,

cerca de San Solano donde el sol esparce

sus células doradas y calienta la greda en la mañana,

los soldados de la patria cantan un himno

que recuerda los dulces momentos de la infancia.

El enemigo acecha, aferrado a sus muertes

carga la espada y la fusilería, sigiloso,

quiere clavar sus uñas en el agua terrosa

y hurgar la matriz donde la extensión de la patria

cálida nace valientes de renovado espíritu

guerrero. El Conde de Porto Alegre

ordena la matanza al golpe del galope

y el pánico de la espada y el tajo de la lanza

se mezclan con la atropellada pólvora

más allá de los matorrales donde

escupe el mosquete solitario su guerra.

Los invasores caen ciénaga a ciénaga

y el veneno de la arcilla vengativa

los deshace en una pequeña mancha

de muertos prisioneros en la tierra.

XXXVII

Isla Tayí


Pavorosa infantería, abrumada multitud

de esclavos negros, por el pantano azul de moscas

trota al grito que cruza entre los muertos

que apagan los fuegos con sus cuerpos.

Caixas insiste el castigo ensangrentando

inútil la propia tropa que llega a la frontera

del combate exhausta, mano a mano

en la pequeña pampa que se hace

entre una carnicería y otra, inútilmente

devorados sus hombres por los abonos rojos

de barros y arenas de la sangre invasora.

Es Caballero el comandante,

el que ejerce la guerrilla más allá de la furia,

el que reúne las banderas y multiplica la batalla

donde nadie lo espera. Asciende su estrella

y en silencio alivia la agonía de los combatientes

que lo siguen donde el peligro se presenta a culatazos.

La patria, con él, es la esperanza compartida.

XXXVIII

Tatayibá


Batalla de los jinetes

Cabalgata abrasadora, la tierra extrae

la magnífica herradura que aplasta el polvo

espeso entre las harinas rojas de los enterrados

donde desemboca la muerte en su montura

negra, férreo cuero que soporta la carga

a cada momento. Los sables cortan la paz

en los territorios vaciados y no hay instante humano

para la fusilería que apresura inútilmente el fuego.

Todo es cuerpo a cuerpo, centauro a centauro,

cada minúscula pólvora bajo la piel

arde con su aguijón metálico luego de que el relámpago

del sable se hunde en los intersticios

de la anatomía roja de las vísceras.

Los jinetes mueren entre los espirales blancos

de una niebla fría que sale del pantano

y entregan sus demonios a manos llenas.

Todo se combate a lo largo del breve horizonte

de la patria invadida. Todo. Pero la invasión

no cesa, su poderío es un reinado

y los hombres de puñal y de espada

de fusil y cañones saben morir en sus cabalgaduras

a sabiendas de que la suerte ha sido echada

en Buenos Aires, un frío día de mayo

cuando la traición adquirió la pompa de la eucaristía.

XXXIX

Potrero Obella

Rompe el cuadrilátero la tropa invasora,

sudan sus terraplenes cruces y agonías

y la gran cazadora abre la boca pronta

a devorar aquello que agoniza en la fortaleza.

Humaitá está rodeada de bandoleros,

son los Adelantados de la nueva matanza,

conquistadores a caballo, o a pie,

sus uniformes huelen a vinagre y a orina,

traen todo el saqueo entre sus bártulos

y su vocinglería aturde de pretextos absurdos.

Lucen desde sus horcas las húmedas barbas

del barro del pantano entre ratas

que corren por los misterios de la muerte;

a la carrera, espadas y gusanos salen a manos llenas

y reptan hacia las fortificaciones

que ya no pueden detener a los asaltantes.

Los defensores, en el ocaso de su estrategia,

morirán valientes en sus posiciones,

como magníficos mármoles, estalactitas

de lágrimas y sangres, hasta la última gota

del cuchillo, la bayoneta, la pólvora,

y entregarán solidarios su propia muerte

en el recinto del último baluarte de la patria invadida.

Así lo harán porque lo han jurado,

matando y matándose heroicamente

como saben los soldados hacer cuando

Dios lo manda con su voz de viento.

¡Viva el mariscal Solano López!

gritan a coro, y esperan su momento

con el blanco rosario entre las manos.

XL

Humaitá


Pequeñas victorias sin porvenir,

en el cuadrilátero de la estrategia patria

no cambian el curso de la guerra. Así fue en Tuyutí,

zafarrancho del saqueo a golpe de herraduras

donde el carnívoro machete deshizo las legiones

de Mitre. Así fue en Paso Po’i, cerca de Tebicuary,

ropa liviana, sable y machete, apenas filo

y puro coraje en la sorpresa poderosa.

Augustos combatientes, la patria los celebra

sabiendo que en Cerro Corá la espera su destino.

A Tuyú Cué llegó la máquina de guerra.

De Espinillo a Pucú los invasores

acomodaron sus degollaciones

(Venancio se ha marchado con sus crímenes a cuestas)

y en una empalizada colgaron las heridas,

las cicatrices, la maceración de la muerte

al sol del día y al rocío nocturno.

Curupayty fue vulnerado, la flota imperial

navega hacia Humaitá para forzar su paso.

En San Solano acampa la caballería

con sus lanzas y crímenes en perfecto diseño

y el camino a Humaitá queda cerrado.

En Tayí, tierra y raíces iniciales, la tropa aliada

espera como en la Villa del Pilar por la matanza.

La escuadra del imperio le dará la señal

y sables y fusiles acometerán las sombras

de los hirsutos palmares que atienden la guerra

desde sus estaturas vegetales. Mitre se ha ido

con sus traiciones a cuestas, su fina tacita

de porcelana inglesa y su negro té del fratricidio.

Es febrero, se oye el calor pulsar el aire

y la humedad apuesta su huella sobre

cada centímetro del barro mezclado

con la joven sangre de la patria. Los acorazados

desafían las defensas y cortan el río

en cien pedazos río arriba de Humaitá

en dirección a Asunción. Llevan el mensaje

de los exterminadores, el mensaje sangriento

de los conquistadores, de los nuevos pizarros

que exhiben las calaveras de los decapitados

en el extremo de sus mástiles de guerra.

Asunción se vacía de pueblo. Éxodo

es la palabra que se repite de boca en boca

por orden del Mariscal Sola López. Éxodo.

El ejército patrio ha quedado aislado,

ni por tierra ni por agua llega una esperanza

del tamaño de la flor del Mburucuyá.

Humaitá es muerte y pasión iridiscente,

color de sangres y de cielos y en la cruz del lapacho

tres clavos muertos que en las noches

se encierran en sus propias sombras.

En Humaitá, cuatro mil prodigios sostendrán

la fortaleza a pesar de escalofríos y suplicios.

La muerte lenta en la congregación de los fusiles,

la bala de cañón arrasadora, el fin de los muros

y los altos terraplenes serán sus únicos testigos

hasta la última retirada bajo el luto negro de la noche.

En balsas y canoas el grueso de la tropa se retira

y la patria acampa en San Fernando sobre el Tebicuary

donde Solano López reza una vez más.

De batalla en batalla el cielo los contempla

armado corazón de hierro puro

sin otro destino que el completo desamparo.

Londres, Cadenas, Amboró y Conchas,

Tacna y Octava, lágrima alta y piedra altiva,

Carbón, Umbú de los esterales,

Comandancia, Humaitá, Maestranza y Coimbra,

todos titánicos hierros y grito de la pólvora,

son sólo recuerdos de una artillería

silenciada luego de los días de furia de la guerra.

La patria se agrupa en sus tristezas

y germina guerreros donde las selvas

antes dieron frutos y faunas prodigiosas.

Van en el viento, en la montura del relámpago

cabalgan entre pastos y cenizas

y escogen los filos invisibles de las espadas

salidas del azufre y de la fragua. Siembran

la guerrilla en todas partes, siembran

en los recodos de los ríos, terrón a terrón

la guerra patria defensora de la tierra invadida.

XLI

Aguas del Pikysyry, todas las lágrimas

de la luna desaguan su plata al norte del Ypoa,

justo donde, azul y verde, árbol y cielo, el viento

lagunero echa perlas de rocío sobre los hombres

que acampan mirando los espineles en las barrancas duras.

Ojos negros de párpados rojos descifran las formas

del cautivo fango bajo el opaco ramaje

y en el amplio descampado colmados de cortezas,

la espina, desenvainada espada, espera

pacientemente al invasor con sus carnicerías.

Algo al norte, la Angostura luce su terrosa mampostería

y alarga la defensa en la boca de los cañones

que esconden en el útero de hierro de las artillerías

el espasmódico incendio de la prodigiosa pólvora.

Entre el río Paraguay, ola a ola, y la laguna Ypoá

de ralos matorrales donde garzas y loros habladores

chillan iridiscentes y monocordes,

el inglés ejerce su exacta ingeniería y alza a la vista

de la tropa todas las fortificaciones. Es una apostura

de la guerra patria, una extensión de la tierra y la piedra

salida de las trincheras subterráneas de la geología.

Asunción está vacía, salvo la eterna luz originaria,

hasta el viento se ha retirado a la ciudad de Luque,

donde asienta el gobierno su total soberanía.

El mariscal Solano López en las Valentinas

aposta su cuartel general mientras el enemigo duerme

la gloria de la conquista de Humaitá. El “Criollo”

hijo de Ybicuí, alberga un infierno en los intersticios

de su alma y está listo a proclamar su furiosa metalurgia

contra los invasores. Harapienta la tropa luce su hambre

con decoro y aguarda la próxima violencia

bajo el mando del marqués de Caixas.

De Humaitá a Palmas pasaron los días

de esteros, arroyos, lluvias y alimañas

y el mismo barro a cada lado de la marcha.

Frente al arroyo Surubí-i tembló la voz del jefe

y observó la dimensión inquieta del puente

a la deriva del combate donde los bravos

anticipaban las banderas en organizada

retirada. Allí vio la Angostura extensa,

piedra y adobe bajo las barrancas

y el hierro almacenando los castigos

a la orden del fuego y de la pólvora seca.

Un racimo de balas se prometía a los comandantes

y niños y ancianos empuñaban la patria

en el silencio del que no tiene más nada que perder.

Caixa inaugura un rodeo por el Chaco,

límite del barro sombrío donde el pantano

adquiere la ceremonia de lo indestructible,

y la sombra muerta de los bosques muertos

alargan sus podridos ramajes llenos de olor a sangre.

Luego del cielo, donde la nube herida

cae en los hondos humedales del río,

navegan los acorazados sus metrallas a golpe

de metálicas mareas y prueban suerte

en el ensayo de la próxima masacre.

Hombres y navegantes se encuentran finalmente,

repasan la materia de sus homicidios,

a fuego y espada trazan en un mapa

un camino al baluarte donde el Mariscal

aguarda y atropellan la geografía de lado a lado

mientras lanzan sus gusanos y burdos juramentos

de venganza. Niños y ancianos observan

desde el promontorio de la Angostura a los matarifes

riendo en portugués y descifran el ademán porteño

de los liberales mitristas que llaman a degüello

mientras reparten sepulturas.

“Mataremos a tus hombres”, gritan,

“mataremos a tus viejos”, gritan,

“mataremos a tus niños”, gritan,

y las mujeres serán arreadas hasta los catres

de los capataces de estancias y facendas.

Allí serán violadas hasta desollarles el útero.

Los invasores tocan las orillas de San Antonio,

un agujero de muerte se abre aguas arribas de Villeta

y suena a dezembrada la oscura melodía de los invasores.

Dezembrada, mes de diciembre dezembrada

repiten cuando ríen o insultan y alistan las espadas,

enarbolan las lanzas o empuñan sus pistolas las que besan

y miran a través de ellas a los heroicos defensores.

La anteúltima patria está en Ytororó,

de pie aún, combatiente, decidida.

XLII

Ytororó

Ytororó es el agua repartida, légamo

en armas a cada lado, torrente de patria breve

y cielo inmenso sobre las hirsutas legiones

de copas verdes de los altos karanda’y.

Es rápido arroyo y estrecho puente

de una geometría inventada en cada orilla,

un agujero amarrado a culatazos

por donde el viento atropella entusiasmado.

Único paso, criolla Termópilas,

allí la matanza ejercerá sus dominios

descargando fusiles, filos, golpes, puñaladas.

Treinta mil invasores están en San Antonio,

llegan en sus acorazados vencedores,

se exhiben odiosos, martirizadores,

alzan sus lanzas, sus espadas, gritan

sus canciones sanguinarias y enarbolan

los exterminios y las tiranías imperiales.

Está Bittencourt, está Argolo Ferrão,

está Manuel Osorio y hasta el mismo Caixas

pisa verdugo la húmeda orilla del arroyo.

López reúne a sus soldados. Bernardino Caballero

ocupa el puente de la patria. En las fortalezas

de los próximos bosques esconde su tropa,

tiende la trampa, establece la defensa.

Siluetas de invasores desciende del muro de la noche

y buscan inquietos los silenciosos dispositivos

de la muerte que Caballero organiza sin ceremonia.

Son los intrusos imperiales y sus socios porteños

que agolpan las gangrenas trozo a trozo y desesperan

por acabar con la patria en un abrir y cerrar de ojos.

Pero habrá combate, brutal, muerte a muerte,

a golpes, a sablazos, hasta que no quede oxígeno,

hasta que la tierra gredosa coagule la sangre derramada.

La mañana, al fin, baja en un escalofrío de rencores

y la infantería enemiga se prepara. Portan la muerte

que flamea al suave viento del arroyo.

No tienen himno, una lunática fanfarria suena

tempestuosa y atruenan sus alaridos

a los hombres que orinan sus pantalones

en el solitario preámbulo de la matanza.

Alguien grita una orden, grita ¡a la carga!

¡a la carga! y las palabras corren entre la tropa

como un animal rabioso que empuja hacia adelante,

a donde está la depredación de la muerte agazapada.

En la angostura del puente la tropa

avanza hasta su propia muerte, opone el pecho

a la caliente metalurgia de las balas, el músculo

se desbarata y la astilla del hueso lo aniquila.

Hay tanto fuego como sangre y el incendio

reparte el osario negro del polvo de cenizas.

Los que van al frente, caen, los que vienen detrás

empujan. Los defensores bajan de las colinas

al grito de los machetes y la fusilería

y atropellan frenéticos a los invasores

que huyen con sus cicatrices a cuestas,

sus patéticas heridas tajo a tajo,

los oscuros orificios de las balas

y el golpe bestial de la metralla.

Cada uno junta la víscera que puede

y marcha a morir donde salió el primer grito,

el grito de ¡a la carga! ¡a la carga!

que se repite entre la multitud de heridos.

No importa los que mueran, Caixas ocupará ese puente.

Sus soldados esclavos morirán de a centenas

pero Caixas ha jurado que tomara ese puente.

El reducido ejército de Caballero resiste

en nuevo ataque de la infantería.

La artillería de los invasores ruge

y vomita su metálica pólvora.Avanzan

y mueren en perfecto desorden cuando Rivarola

trae a la caballería a ese estrecho corredor de guerra.

Es el turno de los lanceros brasileños

que pisan los cadáveres recién diseminados

y tocan el fondo de la masacre fresca.

Se empeñan en la encarnizada muerte

bajo un sol que calienta y la sangre, en la pasta oscura

del barro del arroyo, huele a pudridero.

Los invasores van y vienen, caen y empujan,

llegan hasta el humo del incendio de la pólvora

de donde salen los sables a degüello y mueren

unos sobre otros entre gritos y palabras absurdas.

Los hombres se han matado incesantemente,

a cada lado se han matado los infantes, los lanceros,

a pie o a caballo, con fusil o con espada.

Los muertos se fermentan en la greda

calentada por el sol desde temprano.

Los defensores caídos en el lodo rojo

se amontonan en el primer ocaso de la tarde.

Caballero se retira con su escasa tropa,

sus cañones ya cayeron uno a uno

y son sólo girones de vida o de muerte

lo que lleva en cada carga de la caballería.

Entre Ytororó y Lomas Valentinas

lo espera el río Avay, casi el fin de la patria,

a pecho descubierto, sólo coraje por todo cargamento.

XLIII

Arroyo Avay

Aguas de Avay y tierra devorada,

la lluvia cae, es un cristal herido

en la refriega, y todo el barro patrio

se llena de matanzas. Sólo hay gritos

que se reparten a cada lado del filo del cuchillo,

y hombres a la intemperie de Dios esperan el relámpago

de la fusilería que les ha echado el ojo

desde su madriguera. Los que pueden

se arrastran sin destino, buscan un trozo de aire

en la tormenta a campo abierto donde la muerte

llega de los cuatro puntos cardinales.

Aparece una bandera entre cadáveres,

es la extensión machacosa del Imperio que deshace

lo que queda de niños que llevan

sus pequeñas muertes entre sus manos.

La artillería escupe su tormenta

y cae su incendiario lodo ardiente

sobre los soldados cadaverizados.

La caballería, entonces, acaba la faena,

el galope salvaje desde sus herraduras

tritura la patria como una granada abierta.

Avay es la agonía, el amargo desamparo,

los estandartes rotos bajo la copiosa lluvia,

la abandonada esperanza, la resurrección perdida.

XLIV

Itá Ybaté


Lomas Valentinas surge del suelo

en la estrategia de los altos palmares,

el largo vuelo de las aves busca la última línea

del horizonte verde y tocan Cumbarity

las sombras de sus iridiscentes alas.

El viento en silencioso paso deja su agua,

de la matriz del suelo la ha elevado a la altura

de los hilados de las nubes grises. Su rocío

en la madruga empapa a Acosta y deja algo

en los pequeños promontorios que la noche

organizó en cada una de las lomas de Ita Ybaté,

donde la pólvora y la espada preparan su avalancha.

En las mesetas de Ita Ybate se acomoda el sol

que extiende las tiaras de su luz en todas direcciones,

toca el subsuelo de la tierra, calienta el vivo mineral,

el humus puro que traga la lombriz, deslumbra a las raíces

hasta el tallo rugoso de las arboledas, y los hombres,

acurrucados en una zanja blanca de vientre de serpiente,

esperan combatientes la muerte mientras cuentan secretos

de las glorias de Caballero, cuando nació la patria.

A sus espaldas rondan aún gritos de los martirizados

por las torturas y los fusilamientos. Hubo un clamor

ronco, disputa por traiciones y juicios sumarísimos,

pero sus voces cayeron por la pequeña barranca

de la tumba común y ahí se ahogaron

en la impasible desdicha del enterramiento.

La navidad llegará arrasada, en ella nacerá

el esperpento de las carnicerías. Caixas lo ha prometido.

Bittencourt prepara su próximo exterminio,

Mena Barreto hace lo propio y marchan

contra las trincheras de Pykysyry. En el socavón

de la guerra, niños y viejos defienden como pueden

la patria devastada. En los fondos de las trincheras

solo hay sangre y barro y gritos de combate,

los resistentes se amontonan, el fusil en las manos,

y soportan las cargas de las infanterías,

el atropello de la caballería, el fuego de la artillería.

Cuerpo a cuerpo se combate, a puñal, a lanza,

a sable o a pistola, con las manos resecas,

entre el aceite de las vísceras que empapan

los barriales rojos y el tintineo tenebroso

de los huesos repartidos por la artillería.

Caixa, a donde mira, solo ve matanza.

Recita el oratorio del próximo degolladero,

(ha prometido al emperador llevar la cabeza

de Solano López en sus propias manos),

y ordena el nuevo ataque sobre las trincheras.

La muerte llega siempre de la misma manera,

bajo un estandarte de colores, cuerpo a cuerpo, tajo a tajo,

en el extremo tenebroso de las bayonetas,

en el borde gangrenoso de las cuchilladas,

a brutal garrotazo en la cabeza, en el crudo fuego

de las artillerías imperiales o las de la misma patria.

La muerte llega siempre de la misma manera,

rompe los músculos, dispersa las entrañas,

astilla los huesos, rompe los dientes,

explota las uñas contra el barro arrugado,

extravía los ojos y reseca la lengua.

Al final del día, cuando llega la noche,

cuando aún quedan minúsculas hogueras

que iluminan cadáveres y trozos de trincheras,

algún relincho y golpe de herradura,

cesa el combate. Sólo los muertos cubren la tierra,

de a montones, inmensos montículos de muerte,

ruedan trozos de voces empapadas en sangre,

algo murmuran, pero no reclaman,

y donde hubo estandartes solo queda la tierra rota.

Caixas lanza su gargajo imperial.

“¡Ríndase!” ordena al Paraguay glorioso.

“¡Ríndase!”, mariscal Solano López.

“¡Ríndase!”

Y repartirán las tierras generosas,

repartirán los ríos caudalosos,

arrancarán los puros minerales,

el humus negro de la tierra

se repartirá en pedazos,

robarán los perfumes del lapacho,

apagarán los colores de las aves,

se acallará el murmullo de los vientos,

se olvidarán los dulces sones de las arpas,

el pájaro campana abandonará su nido,

y hasta la piedra dura será incinerada.

Serán tus hijos los próximos esclavos

y tus mujeres poblarán los burdeles.

Toda la patria, ¡toda!, será diseminada.

“¡Ríndase!” mariscal Solano López,

así fue decidido en Buenos Aires,

cuando el pacto secreto de la Triple Alianza.

López marcha a Potrero Mármol,

todas las muertes lo esperan, puros azotes,

golpe de espada y fuego de la fusilería.

Gelly y Obes porta la señal de matanza

y marcha blandiendo en la punta de una lanza

la bandera de los conquistadores.

En la profundidad de los bosques,

fragmentos del Paraguay aguardan el instante

de la nueva batalla, la guerra inmensa

de los conquistadores, entre ramajes rojos,

entre vientos de tierra y aguas barrosas

que llegan hasta la pulpa de la pedrería

antes, mucho antes, de la majestad de las arboledas

centenarias. Cada hombre será devorado

por las jaurías desafiantes de Caixas y Obes,

y cada hombre lo sabe como sabe de dónde viene

y a dónde irá su patria cuando termine la guerra.

Los días acabarán sus fatigas entre lomas de muertos,

alturas imposibles de jóvenes cadáveres

bajo el desvencijado cielo de los bosques muertos,

y los ríos, ¡los dulces ríos! que llevaron la palpitante vida

a cada rincón de los majestuosos territorios,

serán ríos sangrientos, hediondas pudriciones

entre las navegaciones de las calaveras.

Como ya fui vivido, la Navidad fue una amarga

fruta herida, la cicatriz del látigo sobre la piel curtida

y un tumulto de ratas mordiendo los huesos a su paso.

Las tropas invasoras cruzan el Pykysyry,

a bayoneta calada se combate muerte a muerte

y el golpe sordo de la caballada surge del vómito azul

de la fusilería. La artillería tritura lo que ya fue destruido,

quedan apenas humeantes agonías humanas

entre el estiércol de las últimas trincheras.

La ofensiva destroza poco a poco todas las defensas,

bajo la atmósfera turbia de la muerte no quedan gritos

por gritar, no rezos por rezas. No queda nada.

Están a una estocada del mariscal Solano López,

apenas un lanzazo los separa de acabar al Paraguay

en ese preciso instante. No hay soldados,

no hay municiones,

no hay caballos,

no hay agua ni comida,

sólo noventa centauros hasta las últimas de las agonías.

XLV

Peribebuy

Peribebuy es el gran coraje,

el vendaval de la bravura,

la guerra del árbol, del viento,

de los nupciales ríos interiores,

la forma de la piedra combatiente,

del ramaje enrojecido,

de la raíz de piedra,

de la ira del tiempo,

la furia del pedazo de vidrio,

del iracundo puño,

de la mano en la sangre,

de la sortija rota.

Peribebuy es la guerra patria,

única y formidable,

el reservorio de la gloria

cuando llegan los verdugos

que portan sus empalizadas sangrientas,

a punta de pistolas, a caballo sombríos,

en los veloces golpes de puñales

goteando muerte de todas las maneras,

sembrando cicatrices, heridas, pudriciones,

flameando el estandarte de sus homicidios

sus descuartizamientos a caballo,

el dominio de la maquinaria de la muerte.

Peribebuy es el gran coraje,

titánico y milenario,

de la antigua semilla originaria,

del martirio de los comuneros,

el de la antorcha de Yegros

y de Caballero;

el que se sobrepone al fuego,

al tajo despiadado,

al hierro brutal de la bala,

al sordo grito de la lanza,

a la crueldad de la cuchilla rota,

a la herradura salvaje de la caballería,

a la maldita altura de las bombas,

a la tempestad incendiaria de la pólvora,

al animal carnívoro de los invasores.

Peribebuy es esposas,

hermanas,

hijas,

mujeres combatientes,

úteros prodigiosos

de la patria,

madres de la patria,

hijas de la patria.

Peribebuy

es Basilia Domeque,

es Cándida Cristaldo,

es Anita Segovia,

es Hilaria Medina

es Venancia Acosta.

¡Bendito tu vientre,

madre patria americana!

¡Bendita tú eres

entre todas

las patrias torturadas!

Peribebuy es todos los niños

con sus rostros pintados

con el atesorado

carbón de los socavones,

la infancia muerta

a culatazos;

los degollados

que llevan en sus manos

sus propias calaveras;

los desollados

bajo las cenizas del cielo;

los descuartizados

lentamente,

la sórdida espuela

bajo la piel cetrina;

los incinerados

de la pira siniestra

en el Hospital

de las lamentaciones.

Peribebuy, el anteúltimo coraje,

Peribebuy, la patria endurecida, ¡toda!

Peribebuy, la patria americana

¡asesinada!

XLVI

Acosta Ñu

La batalla de los niños

Conde de Eu, gran canalla,

sátrapa de Orleans,

bruto asesino,

carnicero que desolló la patria,

príncipe de los martirios

bailando las carnicerías

bajo los palmares rotos

de tu minué de jaurías

enloquecedoras, ladrando

las torturas de los inmensos

colmillos, hebra a hebra

las infantiles vísceras deshechas,

cielo negro y sol de luto,

la negra luz de las cuchillerías

de los terribles invasores,

magnitudes del fuego

hasta la ceniza oscura

de la humanidad quemada,

exterminador,

degollador de críos,

acodado sobre un monte

construidos de cadáveres

de los niños combatientes

contemplando la muerte

como un pasatiempo,

un juego de salón,

echando tu inquisición

a los dados, repartiendo

calvarios a las niñas

violadas, en sus frágiles

vaginas rosas

tus oscuros puñales

rociados de perfumes europeos,

tu semen podrido,

en sus frutos redondos

la alimaña de tu saliva,

sangre y espuma,

baba mortuoria,

y luego el fuego

repetido desde

el misterio del bosque,

derritiendo las lenguas,

los labios, las palabras,

extenso y voraz fuego

que consume la tierra,

los pastos, las piedras,

la carne breve

de los moribundos,

las pretensiones de praderas

los murmullos del viento,

los pétalos rosados,

la estirpe americana,

los secretos de su naturaleza,

Conde de Eu, incendiario

de todas las sangres,

mugre de Orleans,

tu eucaristía de los homicidas

en Caacupé comulgó

a los torturadores

disfrazados de soldados

y bebieron tu orina rabiosa

a orillas del Yukyry

en el copón donde las pústulas

de tu veneno negro,

tu inmundicia,

trozo a trozo,

fue celebración

de la matanza.

XLVII

Muerte en el Cerro Corá


Viene a morir a las aguas del Aquibadán Nigui,

en sus verdes orillas, donde el cielo baja

en silencio misterioso, cargado de agonías.

Es el antiguo cielo de la antigua estirpe,

el que vio las prisiones de los conquistadores,

los reductos desventurados de los jesuitas,

rodar la cabeza de los osados comuneros

y morir en las decapitaciones la primera independencia.

Desventurado territorio de la luz

en el que el ocaso de la patria acude

en forma de último guerrero,

espectro de sable y lanza, tétrico fusil

con algo de pólvora muerta, inútil,

ni una piedra entre los dedos rotos

para arrojar al rostro de los invasores

que llegan desde la furia de sus homicidios

al galope despiadado, llenos de infiernos,

rapaces imperiales, altivos, sanguinarios, crueles.

Elisa Lynch está a su lado, como siempre,

lleva uniforme de patria, tiene algo de estandarte

que conforta heridos, sus manos blancas

reparten los sosiegos como besos de arena

húmeda y cálida. Cuánto tiempo ha llevado

su amor por la geografía de la guerra. ¡Cuánto!

Desde que dejó Asunción junto al amado,

el nombre de cada hijo estampado en los labios

para rezarlo en las noches antes de cada batalla,

en los extendidos cementerios de la guerra,

como mágicos conjuros, ángeles consoladores

de la furia, espléndidos, extraños, amorosos.

Íntima Corina, apenas risa compartida y breve,

rosado abrazo diminuto. Enrique, Federico, Carlos,

Leopoldo, de los infantiles gestos, los ademanes torpes,

gotas de risas en las mañaneras lluvias de Asunción.

Y Miguel Marcial, soplo, suspiro, una única nota de un violín

sonando entre tantas muertes en las pestes.

Pancho coraje, Panchito Solano López muerto

en la última estación de la guerra de conquista,

la cruz en el pecho, la misma escasa tumba,

el mismo luto, junto a su padre profanado

y todos los héroes de Cerro Corá,

último territorio de la patria libre.

XLVIII

Las últimas palabras


1 de marzo de 1870, Cerro Corá

«Si los restos de mis ejércitos me han seguido hasta este final momento es que sabían que yo, su jefe, sucumbiría con el último de ellos en este último campo de batalla. El vencedor no es el que se queda con vida en el campo de batalla, sino el que muere por una causa bella. Seremos vilipendiados por una generación surgida del desastre, que llevará la derrota en el alma y en la sangre como un veneno el odio del vencedor.

Pero vendrán otras generaciones y nos harán justicia aclamando la grandeza de nuestra inmolación. Yo seré más escarnecido que vosotros, seré puesto fuera de la ley de Dios y de los hombres. Se me hundirá bajo el peso de montañas de ignominia. Pero también llegará mi día y surgiré de los abismos de la calumnia, para ir creciendo a los ojos de la posteridad, para ser lo que necesariamente tendré que ser en las páginas de la historia.»

Mariscal Francisco Solano López Carillo

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***


CARTA DE CONTESTACIÓN DEL MARISCAL LÓPEZ A LOS JEFES ALIADOS ANTE LA INTIMACIÓN DE RENDICIÓN DEL 24 DE DICIEMBRE DE 1868
HACE 154 AÑOS DÍAS PREVIOS AL ASALTO FINAL

CUARTEL GENERAL DE PIKYSYRY 

El Mariscal Presidente de la República del Paraguay debiera quizá dispensarse de dar una contestación escrita a SS. EE. los señores generales en jefe de los ejércitos aliados, en la lucha contra la nación que presido, por el tono y lenguaje inusitado e inconveniente al honor militar y a la magistratura suprema con que SS.EE. han creído llegada la oportunidad de hacer.
Intiman deponer las armas en el término de doce horas, para terminar así una lucha prolongada, amenazando echar sobre mi cabeza la sangre ya derramada y que aún tiene que derramarse si no me prestase a la deposición de las armas, responsabilizando mi persona ante mi patria, la naciones que VV. EE. representan y el mundo civilizado.

Empero quiero imponerme el deber de hacerlo, rindiendo así holocausto a esa misma sangre generosamente vertida por parte de los míos y de los que los combaten, así como el sentimiento de religión, de humanidad y civilización que VV. EE. invocan en su intimación. Estos mismos sentimientos son precisamente los que me han movido, a más de dos años, para sobreponerme a toda la descortesía oficial con que ha sido tratado el elegido de mi patria.

Buscaba en Yataity Corá, en una conferencia con el Excmo. Señor General en Jefe de los Ejércitos Aliados y Presidente de la República Argentina, Brigadier General don Bartolomé Mitre, la reconciliación de cuatro Estados soberanos de la América del Sur que ya habían principiado a destruirse de una manera notable.
Sin embargo, mi iniciativa, mi afanoso empeño, no encontró otra contestación que el desprecio y el silencio por parte de los gobiernos aliados. Desde entonces vi más claro, la tendencia de la guerra de los aliados contra la existencia de la República del Paraguay deplorando la sangre vertida en tantos años de lucha.

Así he puesto la suerte de mi patria y de sus generosos hijos en las manos del Dios de las naciones, combatiendo con la lealtad y conciencia con que lo he hecho y estoy todavía dispuesto a continuar, hasta que ese mismo Dios y nuestras armas decidan la suerte definitiva de la causa.VV.EE. tienen a bien noticiarme el conocimiento que tienen de los recursos que actualmente puedo disponer creyendo que yo también pueda tenerlo de la fuerza numérica del ejército aliado y de sus recursos cada día creciente. Yo no tengo ese conocimiento. Pero tengo la experiencia de más de cuatro años; la fuerza numérica y esos recursos nunca se han impuesto a la abnegación y bravura del soldado paraguayo que se bate con la resolución del ciudadano honrado y cristiano, que abre una ancha tumba en su patria antes que verla ni siquiera humillada.

VV.EE. han tenido a bien recordarme que la sangre derramada en Ytororó y Avay debiera determinarme a evitar aquella que fue derramada el 21 del corriente. Pero VV. EE. olvidan sin duda que esas mismas acciones pudieron de antemano demostrarles cuan cierto es todo lo que pondero en la abnegación de mis compatriotas y que cada gota de sangre que cae en la tierra es una nueva obligación para los que sobreviven. Y ante un ejemplo semejante, mi pobre cabeza, acaso pueda arredrarse de la amenaza tan poco caballeresca, permítaseme decirlo, que VV. EE. han creído de su deber notificarme,VV .EE. no tienen el derecho de acusarme ante la República del Paraguay, mi patria, porque la he defendido, la defiendo y la defenderé todavía.

Ella me impuso ese deber y yo me glorifico de cumplirlo hasta la última extremidad que, en lo demás, legando a la historia mis hechos, solo a Dios debo cuentas. Y si, sangre ha de correr todavía, ÉL tomará a aquel sobre quien haya pesado la responsabilidad .Yo por mi parte, estoy hasta ahora dispuesto a tratar de la terminación de la guerra sobre bases igualmente honorables para todos los beligerantes. Pero no estoy dispuesto a oír una intimación de deposición de armas.
Así, a mi vez, e invitando a VV. EE. a tratar de la paz, creo cumplir un deber imperioso con la religión y la civilización por una parte, y lo que debo al grito unísono que acabo de oír de mis generales, jefes, oficiales y tropa, a quienes he comunicado la intimación de VV. EE. a la par de mi propio honor y mi propio nombre.
Pido a VV. EE. disculpas de no citar la fecha y hora de la notificación, no habiéndolas traído y fue recibida en mis líneas a las siete y media de esta mañana.»
Dios guarde a VV. EE. muchos años.
Firmado: Mariscal Francisco Solano López

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