Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 36, «Los muertos mandan»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 36, «Los muertos mandan»

XXXVI

Los muertos mandan

1

Como si fuera una cuentita de almacén, el alcahuete presidencial lee el número que en una papeleta le escribió su asistente. Luego de los números hay una lista de nombres.
—¡Nada de preocupar al presidente con estas cositas! El presidente está considerando graves asuntos de Estado.
—¿Qué cositas? –pregunta un hombre que nadie sabe quién es ni de dónde es que ha salido. Es petiso y cabezudo y tiene aspecto de montón de nada. Cara de ángel caído, lavada, blanca, tirriosa la mirada y el cabello mugriento, así parece, pero solo se trata de un betún novedoso que electriza el cabello y le cambia el color a rubia ceniza.
—¿Y usted quién es? –el alcahuete presidencial siente curiosidad por el intruso. El aspecto del hombre despierta su atención.
—Soy de Hacienda.
—¿Qué hace acá?
— Controlo las cuentas. En realidad, no soy de Hacienda, estoy al servicio de Hacienda. Llegue en el mismo viaje que el ministro. ¡Me trajo entre su equipaje! –ríe sin prejuicio–. Soy contralor de los organismos de crédito, trabajo a su servicio y ahora estoy en su gobierno. Haga de cuenta que soy un ministro más. La madama teme que ustedes no respeten las restricciones. El populismo es una enfermedad contagiosa. Debería haber una vacuna para ello. ¿No le parece?
—La única vacuna es el Remington Patria.
—Hay restricciones para su aplicación.
El alcahuete presidencial mueve su cabeza como si fuera un muñeco de goma.
—El ministro no quiere que destinen dineros a otra cosa que no sea el pago a los generosos usureros. Scrotus invirtió tiempo y saliva por ustedes. Vengo a controlar que el presupuesto se ajuste a lo acordado.
—No hace falta su control. Dígale al ministro que nadie sabe mejor que yo qué es lo que se debe ajustar y en qué no se debe gastar.
—Lo lamento, señor, pero yo no rindo cuentas al ministro. Informo solo a la madama.
El alcahuete presidencial repasa la lista de nombres escritos en la papeleta que tiene en sus manos.
—¿No se dejará impresionar por ese número?
—¿Un femicidio cada veintinueve horas? ¡Por favor! Hemos mejorado nuestras estadísticas de mujeres muertas por femicidio. Algo es algo.
—¿Está seguro de ello?
—O al menos hemos corregido los números. En este país, es más lo que no se sabe de estos asuntos de lo que se conoce. Se trata de ser propositivos. Hay que ser propositivos. La exageración lleva al desánimo. No estamos para desánimos. “Una menos” debería ser nuestra consigna.
—No suena inteligente eso.
—¿No?
—No. Yo diría algo así como que “ha mejorado la estadística por la activa campaña del gobierno por dar respuesta a los reclamos de las mujeres”. Alguna ministra podría decirlo, quedaría más interesante. Estoy seguro de que el Consiglieri le daría este consejo.
—Lo tendré en cuenta.
—Entonces, ¿nada de presupuesto para esa ley de emergencia contra la violencia contra las mujeres?
—Nada.
—El ministro temía que se dejaran impresionar por las sesenta mil mujeres que desfilaron por Trelew.
—¿Sesenta mil? No tenía esa cifra. No la divulgue. Con la cifra de la deuda externa tenemos bastante.
—Como usted quiera, señor. Cuando se trata de mujeres, soy una tumba.
—¿Se va a quedar ahí parado observándome todo el tiempo?
—Sí, señor. Espero no se moleste, pero madama lo ordenó y yo debo obedecer. Hay mucho dinero en juego.
—Entonces sirva para algo, lea.
El alcahuete presidencial le entrega al contralor del presupuesto la lista con los nombres de las mujeres asesinadas, una larga lista de femicidios.
—Lea en voz alta para que pueda escucharlo. El ruido que viene de fuera es insoportable. Todas las semanas, todos los días, una protesta.
—La gente es quejosa, habría que prohibirlo. La queja distrae.
—Lea por favor.
—Sí, señor. Ángeles, Chiara, Micaela, Araceli, Nicole, Daiana, Anahí, Lucía, Natalia, Marina, Gabriela, María Eugenia, Agustina, Laura, Elizabeth, Tamara, Lola, otra María Eugenia, otra Gabriela, Noelia, Priscila, Melina, Paola, Suhene, Nicole, Serena, Cynthia, otra María y otra María y una Juana y otra Juana… ¿Debo seguir? La lista es interminable, señor. Esto también es un derroche.
—¿Sesenta mil mujeres?
—¿Cómo dice señor?
—Pensaba en voz alta. Trelew es una ciudad pequeña.
—Muy pequeña, señor. Muy pequeña. Fue desbordada.
—¿Se va a quedar ahí parado?
—Como los árboles, señor, a su lado, todo el tiempo. Madama me lo ordenó y no quiere que nadie la desobedezca. Soy un hombre pequeño-pequeño. Mire mi aspecto. No albergo desafío alguno. Soy dócil como cualquier animal doméstico. En cambio, ella es enojosa, sufre de ira. Desaparece un país con una firma. Usted debería saberlo.
—Entonces infórmele que ya negociamos el presupuesto. Diputados lo aprobó y el Senado lo aprobará. ¿No es una buena noticia?
—Maravillosa, señor. Maravillosa. ¿El señor presidente está al tanto de estos logros?
El alcahuete presidencial guarda silencio.
—El señor presidente está al tanto de todo. Ocurre que a veces no lo parece.
Afuera crece el bullicio del reclamo por techo, tierra y trabajo. Las malditas tres “T”. El General sigue sosteniendo la bandera para el juramento. “¿Juráis a la patria seguir constantemente su bandera y defenderla hasta perder la vida?” El alcahuete presidencial sonríe. El contralor de los gastos del Estado, también sonríe. ¡Si madama escuchara ese juramento!
—¡Morir por una banderita!
—¡Qué ocurrencia!

2
—El señor presidente habló de cuarenta y cuatro muertos y se fue de baile. Dijo que debía bailar “en cumplimiento del deber”.
Faustino escucha lo que Gloria dice.
¡Trocoto! ¡Trocoto! ¡Trocoto! Con su vara rasca el fondo del hoyo que se ha vuelto pedregoso buscando los escondrijos de los ratones de ojos de fuego.
—¡Deja de hacer ruido, hijo! Los ratones se han ido porque toda ha cambiado en este lado del cielo.
—¿El señor presidente habló de cuarenta y cuatro muertos y se fue de baile? –Faustino quería estar bien seguro de lo que hablaba la madre.
—Tiene una sola tripa, el hombre. Suda, pero de fiesta y nunca de trabajo.
—¿Una sola tripa? –Cindy no puede creerlo, nadie puede vivir con una sola tripa.
—Una sola, cierto. El bolsillo. No tiene corazón el hombre, nunca lo tuvo.
Cindy se encoge de hombros. Trata de imaginar al hombre de una sola tripa, pero su felicidad es tan grande que abandona la idea de darle aspecto a ese malhombre de la sola tripa.
Está feliz porque puede reconocer sus manos y con ella su rostro. Estuvo de angustias cuando comprendió que le faltaban las manos. Ahora que las ha recuperado las mira con alegría y luego pasa sus delgados dedos por el rostro por sentirlas y porque ellas sientan la laxitud de sus facciones suaves. Su coto mentón, sus delicados labios, su pequeña nariz.
¡Trocoto! ¡Trocoto! ¡Trocoto! Faustino insiste con su vara contra la dura piedra en busca de los perversos roedores.
—Por las dudas –dice y mira a Gloria desde el borde de sus ojitos–. Esos ratones de ojos rojos no son confiables.
—No quedó nada aquí que sea de su interés. Desde que el agua subió y limpió el hoyo, ellos huyeron como los matones. –Gloria sabe de qué habla.
Hombres y ratones en desbandada. Cada cual corrió para su lado. Los ratones en dirección donde sabían que las cuevitas que cavaron oportunamente estaban libres de ocupantes. Son más pícaros que los matones que se agazaparon entre los matorrales, pero no pudieron escapar a las miradas de los campesinos que se congregaron bajo la bandera donde las tierras altas, agitando sus manazas amenazadoras que prometían una verdadera paliza. El General los aleccionó desde su proclama sobre la conveniencia de organizar una milicia para cuidarse de los de adentro y de los de afuera.
La autoridad dejó escapar a muchos de los bravucones acusados del asunto de los niños muertos. No por su voluntad detuvo a otros, sino porque la gente estaba para la revuelta si no había algo de justicia por esos crímenes. Así fue como algunos fueron entregados por los propios –traición con traición se paga– y estos delataron a otros tantos que están prófugos desde entonces. Los presos pasan en gayola unas noches de olvidar entre los ronrones de unas cucarachas que usan de bramadera unos rugosos cartones con los que los vigilantes cubren los pisos para que absorban los orines que llegan desde los calabozos.
¡Trocoto! ¡Trocoto! ¡Trocoto! El muchacho persiste en sus refriegas con la vara contra las piedras, a pesar de que nada se le anima desde que el agua se hizo cargo de limpiar las inmundicias de las tierras bajas. Gloria suspira, pacíficamente suspira como las madres lo hacen cuando el capricho de los hijos desoye sus palabras sabias.
—¿Habrá fiesta? –Faustino pregunta con una sonrisa para distraer a la mujer de su fastidio del ruidito de la madera contra la piedra.
—Puede que haya, depende. Haré los arreglos si dejas de embromar con tu palillo. –La madre responde como si no le importara mucho la pregunta.
Cindy asegura que habrá fiesta y celebra. Hace tiempo que no está de fiesta. Pero no quiere por ello ni parecerse al hombre que tiene solo una tripa, ni corazón, ni cerebro, solo un bolsillo cosido a bruto donde guarda lo que le roba al pueblo.
—¿Una tripa de bolsillo donde guarda lo que roba al pueblo?
—Así es –asegura la mujer–. En la tripa junta el oro moneda a moneda y para el pueblo decreta el hambre día a día. Dice “hambre” y pone la firma.
Por eso la pobreza se expande con su comparsa de desgracias. Sin pan y sin trabajo, los barrios miserables aumentan sus penurias y sus aguas servidas arrastran las esperanzas de los habitantes hasta unos arroyos que hieden a podrido. Aguas de mugres en las que a la mañana el sol se ennegrece y en la noche la luna muda de apariencia hundida en el lodazal de los pordioseros.
El sonidito de un recién llegado anuncia su presencia. El recién llegado quiere decir, pero no sabe cómo. Balbucea el artículo de un código y hasta los ratones a lo lejos ríen de esas palabras que escapan como pajarracos rumbo a ningún lado. Entonces mira al barranco que le parece demasiado profundo y se aparta antes de que esos ratones de ojos inyectados lo empujen para que ruede hasta los pies de Faustino que espera con su vara justiciera para darle de palos que le quiten las ganas de embromar allí dentro. Va vestido del color de la piel de cabra.
Gloria mueve la cabeza de un lado al otro y su mirada va de espectro en espectro. No necesita que Cindy le diga qué le pasa. Las mujeres saben de mujeres como nadie. De la muchacha sale un perfume de cristales que la luz hace volar en círculos perfectos casi hasta la boca del pozo hondo.

El hombre espera prudente que le den permiso para arrimarse. Iniustitiam está algo tímido porque no reconoce el lugar a donde ha ido a parar. Faustino lo señala con su vara y Gloria observar todo desde su experiencia.
—Mitad verdad, mitad mentira. –Dice luego de auscultarlo meticulosamente, y espera a ver qué dicen los jóvenes del recién llegado.
Faustino le ordena que gire y gire para verlo bien de frente, de perfil y de espalda. Claro que el hombre obedece, no está para desobediencias. Y gira. Mitad verdad, mitad mentira, mitad y mitad, muestra cada lado y cada lado luce como lo que es.
Cindy no sabe dónde depositar su atención, si en la mitad de la verdad o en la mitad de la mentira. Si mira el de la mentira no es de su agrado, pero el otro es ¡tan bonito! Y ella siempre quiso administrar algo bello. La suerte que es grela, fayando y fayando desde que era pequeña la largó sin un cobre de amor por este mundo.
—Necesito enamorarme –dice y cuatro niños dan vuelta a su alrededor y repiten varias veces “¡necesita enamorarse! ¡Necesita enamorarse! Los niños sueltan atrevidos sus palpitaciones y un calor y un ardor de labios sube por las piernas, las caderas, el vientre hasta los senos y de ahí a su rostro y la muchacha no puede disimular sus sentimientos por el aparecido. Ella se enciende como una rosa roja.
—Una mentira dicha con fuerza suena mejor que una verdad en voz baja. Muchacha, ¿gritos o susurros?
Cindy está distraída observando el lado bello del hombre que aguarda le den permiso para llegar donde los otros. Está embelesada. Los niños rondan y cantan y a veces rozan a Cindy con sus manitas suaves.
—¡Niña! –Gloria reclama su atención– ¿gritos o susurros?
Pero Cindy no sabe qué responder. “¡Necesito enamorarme!” gritaría y sabe que sus gritos no serían mentirosos. Si se enamorara, ¡cómo lo gritaría! No susurraría el amor porque eso no sería verdadero. “Si he de sufrir, que sea de amor”, se justifica.
Faustino entonces camina de un lado al otro, considerando si esa disyuntiva no nace más de la desesperación de la soledad que de un enamoramiento verdadero. En su ir y venir descubre que todos los gusanos están encapullados esperando su momento. Reclama de Gloria su atención.

—¡Madre! ¡Madre! ¿Esos no eran feos-feos y están listos para ser hermosos? Puede que el hombre esté por completar su metamorfosis y su lado oscuro seda al luminoso. –Cindy aprueba entusiasmada.
—Muy diferente estos que aquel que ruega para estar entre nosotros –Gloria no deja engañarse–. Estos de los capullos siempre fueron auténticos y van de larva a mariposa. Lo suyo es cambiar porque lo que no cambia muere. Pero aquel es un hombre de doble ánimo. Los de doble ánimo no van por caminos seguros, dudan si hacer el mal o hacer el bien y casi siempre eligen lo malo porque es redituable. Ambiciosos, codiciosos, indiferentes. Además, su lado bueno es transparente, porque es de vidrio, demasiado frágil, al primer abrazo se romperá como si nada. Su lado oscuro es pedriza negra de noche negra, coagulito de noches de sopores.
Cindy propone darle una oportunidad.
—¿A cuál de las dos partes? –Gloria quiere saber.
—A la hermosa, por supuesto. La acariciaré y besaré para su alivio.
—Entonces lo cortaremos justito al medio y echaremos a los ratones de ojos rojos su parte horrible.
Se sabe que ni al alma más insignificante se la puede partir al medio.
—¿Y quién tiene el derecho de separar una parte de la otra? –Cindy lanza el desafío.
—Solo el cielo. El cielo mandará su rayo y lo partirá justo al medio, separando lo bueno de lo malo. Verás niña, lo partirá un rayo.
A Cindy le da rencor que al hombrecito lo corten como a una fruta madura. Si lo parte un rayo tendrá solo una porción de hombre qué acariciar y qué besar. El pobrecito andará cojo por el mundo de los muertos, con una mano menos, ¡manco del espanto! La mitad de las caricias, la mitad de los besos, la mitad de las miradas y todo a medias palabras. Ella quiere un amor entero, que la complete también de amor como siempre quiso. Aunque tenga un lado horrible. ¿No tiene la luna un lado oscuro? Todos somos dos en uno. Algo de luz, algo de oscuridad. La cuestión es la proporción. Si predomina la luz, eres amable. Si predomina la oscuridad, abominable. Cindy cree que con su amor puede hacer brillar la luz por encima de la negritud de la oscuridad. El amor todo lo puede. En eso creyó siempre, ¿por qué habría de descreer en ese momento?
Cindy toma un atajo milagroso.
—San Judas Tadeo, San Judas Tadeo –invoca al santo de los imposibles– ¡necesito enamorarme! ¡No lo partas de un rayo!
Gloria ríe por la ocurrencia de la muchacha. San Judas Tadeo, ¡perdónala!, no sabe lo que dice.
San Judas Tadeo es valiente. Hombre de pecho robusto, pero de corazón tierno, no anda con rayos en las manos para separar al mal fiscal del buen fiscal, ¡aunque esa sí es una tarea imposible!
—San Antonio de Padua, niña, San Antonio de Padua –la corrige Gloria que si de algo sabe es del santoral–. Cabeza abajo el santo y ofrecele trece monedas, él te dará lo que pides, un amor verdadero y no un hombre de doble ánimo o medio hombre. San Judas Tadeo no separa la mitad maligna de la bondadosa de un hombre. Ese que ves ahí esperando no tiene salvación, aunque intervenga San Judas Tadeo. Él irá a purgar sus pecados o a cocerse entre fueguitos purificadores. No tiene cielo por porvenir.
Cindy no sabe disimular su decepción. ¡Están bonito su lado lindo que hasta está dispuesta a tolerar el espanto del otro! Solo quiere enamorarse, ¿es eso un pecado?
—¡Claro que no! –Gloria la consuela, pero el recién llegado deberá quedarse merodeando por los alrededores. Cindy no puede cuestionar su autoridad porque no sabe cómo hacerlo. Nunca pudo contradecir y tal vez por eso esté allí esperando que un milagro de amor consuele los tiempos de su eternidad.

3

Ámbar apareció de repente.
—A vos te estaba esperando –dice Gloria sonriendo. Ella devuelve la sonrisa.
Faustino agita su vara en señal de bienvenida. Cindy, en cambio, la mira sin poder quitar de sus ojos la imagen bella del apartado que, desde su pequeño destierro, observa esa reunión de bienaventurados. El hombre querría decirle a la aparecida, si se lo permitieran, que él está allí por andar hurgando dónde había ido a parar esa muchacha desaparecida luego de la balacera y la estadía en el hospital. También el asunto de los pedófilos enojó a algunos poderosos. Los poderosos no quieren que se metan con sus vicios, son celosos y vengativos, mucho más que toda esa manada de ratones perversos que disfrutan la carne podrida y la sangre embadurnada de mugre.
Le diría también cómo el monóxido de carbono llegó de noche y se metió primero en su cama, entre las sábanas, como un airecito inofensivo, suave de perfume dulce y extensa textura de silencio, y luego derramó una soledad extraordinaria en sus cinco sentidos y se adormiló pesadamente, se adormiló mecido por la muerte como una leve espiga y se murió sin más explicaciones. Así quedó patizambo y destartalado como luce ahora, medio lindo y medio horrible. El monóxido de carbono fue el que puso al descubierto esa parte de él que supo hasta entonces mantener debidamente oculta. Maldito gas. Maldito gas. ¡Pero hablarle de muerte a Ámbar! ¡Qué ridículo es el hombrecito, mitad lindo-mitad horrible!
Desde donde está apartado le hace señas a Ámbar, pero ella se desentiende de sus muecas de pelele (y eso que esconde su lado horrible para no deschavarse). Ámbar le diría “yo te conozco, te conozco, arrastrándote por los silencios de los despachos, por los pasillos que conducen a los burócratas de turno. Te conozco, te conozco”.
Pero Gloria no quiere que se gaste palabras con ese espectro porque no habrá indulto, aunque Cindy insista con el perdón o más no sea medio perdón para el medio hombre bueno.
—Cuando lo parta el rayo –y no habrá nada que convenza a Gloria de otra cosa.
Cuando Ámbar se acerca, Cindy la contempla.
—¡Ya sé quién sos! –exclama con ese entusiasmo adolescente que no la abandonó nunca.
—¿Seguro?
Cindy baja el escote de su vestidito azul y exhibe alegre su tatuaje.
Gloria lo observa con reservas, Faustino con entusiasmo.
—Un trébol de cuatro hojas, pero negro –Ámbar se deja caer en los ojos de Cindy, en su fondo hay una lágrima fresca persistente.
Algo grita el medio hombre bueno desde su distancia. La mitad horrible parece dormir el sueño de los injustos. Pero a nadie le importa si fue él quien dijo de ese trébol negro de cuatro hojas sobre un pecho blanco.
—Por eso “El Morro” comenzó su destierro –explicó a viva voz.
Iniustitiam considera que eso debería ser mérito para un poco de indulto a sus pecados. O al menos, medio indulto. Media gracia. Medio perdón. La mitad de la condena.
Gloria frunce el ceño porque lo del “El Morro” no lo tenía presente. Hace como que no escuchó nada, un ardid con el que se puede salvar una incómoda situación que la mitad de un hombre plantea desde su alejamiento. Espera que Cindy le dé su apoyo, pero en ese momento la muchacha solo tiene ojos para Ámbar.
—Vos sos el amor de la chica que estuvo conmigo en el chupadero.
Ámbar se sorprende hasta las lágrimas por la revelación. Como llora, Cindy la consuela. Ella siempre abraza a quien está a su lado si sufre una pena. Y si festeja una alegría, también se procura en abrazos. Es una manera de amar.
Más niños llegan de una transparencia. Hacen una ronda alrededor de Ámbar. Cantan. Ella también canta y luego Cindy también lo hace.
Alguien suena a cascabel, alguien a trineo, otro a sombrero de copa y también hay quien suena a verde como a azul y a rojo.
—¿Qué es este alboroto? –Ámbar pregunta asombrada del ruido que se apoya en la piedra como una alfombra de hojas.
—Es la hora de los mandatos –Gloria habla con la voz de un libro.
—¿Hora de los mandatos?
—Los muertos mandan, y cada día mandan más –Faustino explica de comedido.
—¿Los muertos mandan? –Ámbar está confundida.
—Los gloriosos, esos mandan como nadie –es Gloria la que sabe de los mandatos.
—¿Ven allá, donde hay como un costrón de oro, una orilla de humo antes de un abismo con la profundidad de un cerrojo?
Todos miran en la dirección que Gloria señala.
—Son las madres calchaquíes, caen abrazadas con sus hijos a los abismos del cautiverio sin fin. Cargan cadenas, llevan corona de espinas en la frente, la guerra de exterminio las estampa al pozo donde se guarda el nombre de la patria propia. Sin decenas, son centenas, son miles. Caen y con ellas sus hijos. Son las semillas de todas las insurrecciones. ¿No escuchan los clamores?
—¡Justicia! Gritan ¡justicia! –Cindy se exalta cuando escucha la palabra “justicia” que llega de viento en viento hasta donde están ellos.
Más cerca, donde una montaña tormentosa despeña racimos de piedra en dirección a un hacha, hay una madre, una esposa, una hermana, una generala que desafía al tormento como los pétalos de una flor indomable, la furia de los vientos.
Todos la ven, todos reconocen su condición altiva, guerrera, desbordante.
—Es Micaela, la generala. Quien sepa oír, que oiga. –Explica Gloria ¡La habrá visto en tantas oportunidades!
Su lengua dice aún desde el lugar inagotable donde fue atravesada. En las manos atadas a la sangre, los pedacitos de Hipólito, un amasijo fresco, el galope de la luna luego del degüello, un temblor sigiloso entre cantos y verbos. Las manos arreciadas de tantas jornadas de palabras de guerra.
La voz de la generala suena a la velocidad de la patria cuando se insurrecciona. Ordena los fuegos, endereza las venganzas, alecciona a las balas.
Dice ¡libertad! Y llama a otros muertos a la insurrección de los aniquilados, a los descuartizados entre fuegos, a los desterrados en las noches. Y ellos llegan desde todos los lugares. Por el idioma de los pétalos llegan los libertadores; acuden desde los escalofríos del fuego, desde las luces inconclusas, desde las sombras de los abanderados. Llegan ansiosos de renovar sus investiduras.
El linaje de sus ásperas espadas espera consagrarse nuevamente en la lucha por la revolución. La libertad es un destino, la independencia es una patria que florece.
Llegan los capitanes de la tierra. Ellos ofrecen sus servicios para lo que venga. Y en sus naves desbocadas vuelven los navegantes del esplendor de las velas hinchadas.
La revolución es una e indivisible.
Gloria admira. Cindy suspira. Faustino contempla el circuito de esa tormenta que reclama su hora. Ámbar descifra el enigma de cada soldado. Los niños encienden unas lámparas que alumbran lo que aún no ha llegado.
Los muertos mandan. Los muertos gloriosos mandan. Nadie puede dejar de continuar sus obras. El pueblo abre la puerta de su destino y oye las voces que llegan del pasado. Sabe de la lucha, de los callejones de sangre donde será emboscado, de los perfumes crueles con que será bañado. Pero la Libertad es suprema.
“Que no se oiga ya, que los ricos devoran a los pobres, y que la justicia es solo para ellos.”1
El General de la Patria es hoguera y montaña y destroza la lágrima.
Ni amo viejo, ni amo nuevo, ¡ningún amo!, declama, y entrega su tributo para la Libertad del pueblo. Que así se haga.


[1] General Manuel Belgrano.

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