Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 33, «La venganza de una hoja de cálculo»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 33, «La venganza de una hoja de cálculo»

XXXIII

La venganza de una hoja de cálculo

1

—¿Cuál es el nombre de tu padre, Guadalupe? –preguntó Dolores.
—No lo sé.
—¿No lo sabés?
—No.
—¿Juan? ¿Pedro? ¿Francisco?
—Coronel. Perdón, “el coronel”. Así lo llamábamos todos.
—El coronel. Mirá vos. “El coronel”.
—“El coronel”, sí.
—Nunca te escuché insultarlo.
—No me sirve de nada.
—Claro.
—Tu madre, Encarnación.
—Encarnación Mercedes.
—¿Y tu ama de llaves?
—Amanda Da Silva.
—Vos sos Guadalupe Encarnación, ¿y tu apellido?
— Coronel.
—Me estás jodiendo.
—¿Qué te hace pensar eso?
—“El coronel” llamaban todos a tu padre, y tu apellido justo es “coronel”. Parece una joda.
—Habrá sido, no me llamaría la atención. Pero así figura en mi acta de nacimiento. En mi DNI. Guadalupe Encarnación Coronel.
—Tu familia adoptiva te llamó con otro nombre.
—Teresa. En el pueblo muchos me conocen por Teresa.
—¿No llevás el apellido de ellos?
—No. Nunca cambié mi apellido. –Guadalupe dejó de leer el papel que tenía en sus manos y miró a Dolores que redactaba una gacetilla para convocar a la conferencia de prensa–. ¿Sarmiza? –preguntó.
—La llamó el fiscal. Le dijo que tenía novedades.
—Malas –dijo Guadalupe y desconcertó a Dolores–, malas noticias.
—¿Qué sabés?
Hubo un silencio enmarañado, difícil sacárselo de encima. Guadalupe se encogió de hombros y gruñó en voz baja.
Elena, quien ayudaba a Dolores en todo el papelerío de la asociación, llamó a Guadalupe a la entrada, al salón donde se hacían las reuniones. Le dijo que la buscaba una mujer que no conocía.
Guadalupe no pareció sorprendida.
—Elena, nunca te agradecí tu sugerencia sobre los libros para regalarle a Ámbar. Te pido disculpas, estuve grosera.
—¡Amor mío! ¿Cómo me vas a decir eso? Parabellum, Todesfuge, nada extraordinario. Para mí fue un gusto poder sugerirte esos títulos. Te quiero mucho.
—Yo también Elena.
—Te esperan en la puerta.
Guadalupe asintió con un leve movimiento de su cabeza.
Dolores fue con ella donde la mujer aguardaba. Las dos compañeras que solían cuidar a Guadalupe también fueron con ellas.
Una paisana, posiblemente aimara, la esperaba. Era pequeña, muy menudita, y se agarraba, nerviosa, las manos. Estaba de pie, junto a un escritorio, a poca distancia de la puerta.
—Buenas tardes, sorora. Soy Guadalupe. ¿En qué puedo ayudarla?
La mujer no comprendió qué le dijo Guadalupe al recibirla. Permaneció en silencio, confundida.
—¿En qué puedo ayudarla, compañera?
La mujer recuperó el aliento.
—Soy Juana. Mamani de apellido. Afuera está la compañera Quispe. Ella vino conmigo.
—Hágala pasar. No está bueno que se queda afuera.
Juana se asomó al pasillo y llamó a su compañera. Entraron juntas. La presentó llamándola comadre.

—La comadre Quispe anda conmigo por todos lados. Somos como hermanas. Nos trajeron juntas desde la quebrada a trabajar a las quintas. –Quispe saludó apenas alzando una mano y sonriendo. Su dentadura era blanca, perfecta y un diente de oro lucía como una joya en medio de esa boca.
Quispe también era pequeña pero gorda. Cabello renegrido y muy tupido. Llevaba un sobrero de chola muy bonito; la copa la rodeaba una cinta multicolor que parecía tejida a mano.
Dolores las invitó a sentarse. Juana Mamani se acomodó en un sillón, Quispe prefirió quedarse de pie. Elena ofreció café que las mujeres rechazaron.
Guadalupe les preguntó qué las había traído a la asociación. Las mujeres respondieron juntas “hablarle a usted”. Guadalupe se señaló a sí misma. Apoyó su dedo índice en el pecho. Preguntó extrañada:
—¿A mí? ¿Por qué a mí? –No conocía a ninguna de las dos mujeres. No solía tener trato con paisanas como esas, por lo menos desde que había dejado el pueblo donde vivió con María y Francisco y toda la bullanga de esa familia innumerable.
—¿Cómo saben mi nombre? –preguntó sin demasiada cortesía.
—Un amigo nos dijo que viniéramos hasta aquí para hablar con usted. Él nos dijo “pregunten por Guadalupe. Hablen con ella”. Acá estamos.
—¿Quién es ese amigo suyo?
—Usted no le conoce.
—¿Y él me conoce a mí?
—Sí, mucho.
—¿De dónde me conoce ese señor?
—Él no nos confió eso, pero nos dijo que la conocía y mucho. Dijo que usted entendería el mensaje.
—No imagino de quién podría tratarse. ¿Qué mensaje tienen para mí?
—Voy a darle un papel para leer –dijo Juana–, pero usted señorita y las señoras no deben leer en voz alta el papel. Deben leerlo para ustedes.
—No entiendo.
Dolores atendió el momento en que Juana puso en la mano de Guadalupe una hoja de papel amarillo, ajado, algo sucio. Guadalupe repitió “no entiendo”. Y miró el papel con desconfianza.
—¿Qué no entendés? –El tono de Dolores sonó a reproche. Guadalupe la miró extrañada.
—Agarrá la papeleta que te da la compañera y leela como te dijo.
—Por qué tanto misterio.
Juana Mamani y la Quispe cuchichearon en voz baja, muy baja, arrastrando las palabras que no podían salir con facilidad de sus bocas.
—Cuando lea el misterio se despeja.
—¿Por qué no puedo hablar en voz alta?
—Tiene que prometer no decir en voz alta qué dice el papel.
—¿Por qué no puedo leer en voz alta lo que ustedes traen escrito en ese papel?
—Porque las paredes oyen. La gente que oye sus palabras es gente dañina, que quiere su mal, nuestro mal.
—¡Micrófonos! Micrófonos, Guadalupe.
—¿Micrófonos?
—Por todos lados, Guadalupe, por todos lados.
—¿Quiénes son ustedes? –Guadalupe estaba muy nerviosa.
—Lea el papel, por favor, y sabrá de parte de quién venimos. Si después que lee el papel no quiere hablar con nosotras, nos iremos por donde vinimos. Si desconfía de nuestro mensaje nos iremos rapidito. Pero, por favor, lea antes de hacerse un mal juicio.
Guadalupe aceptó el pedido de mala gana. Se trataba de un manuscrito. Era una letra ruda pero prolija. Pequeña, sí, y parecía que quien la había escrito debió haberse tomado tiempo para hacerlo. Mostraba un gran esfuerzo esa caligrafía.
Leyó para sí, como la exigieron:
“Guadalupe Encarnación. Lupe. Lupita. Como te llamaba tu madre.”
En ese instante Guadalupe tuvo que dejar de leer. Sus ojos se llenaron de llanto. Pasó varias veces una mano por la cara para recoger sus lágrimas. No podía ni siquiera considerar que aquello fuera una burla, o una maldad. Era un misterio, sí, pero un misterio que venía con el recuerdo a cuestas. Lupe, Lupita.
Un misterio que portaban esas dos mujeres, norteñas, de la puna, sin duda, iguales a muchas otras que vio ocasionalmente cuando estuvo recluida en la casona, con esa nota escrita vaya a saber por quién que la llamaba como solo lo había hecho su madre.
Lupe-Lupita, seguidito, como dos caricias en el rostro.
Luego de un tiempo que precisó para reponerse, continuó leyendo.
“Las personas que te entregan este papel van de mi parte. Son quienes te hicieron llegar las hojas de mi autobiografía. Si todo ha ocurrido, como creo, en el sobre debió haber dieciséis hojas de autobiografía, una Orden del día, la número cinco, y una tarjeta con una dirección. Esas personas poseen las cuatro hojas de mi autobiografía que faltan. Las más importantes. Muchos datos que serán de tu interés están en ellas. Cuando los relicarios estén seguros de tu comportamiento, te entregarán una copia de esas cuatro hojas. Se trata de las Hojas N.º 15, 17, 18 y 19.”
La firma de la nota no dejó lugar a dudas sobre quién era su autora. El nombre de Amanda Da Silva cerraba el mensaje.
Así terminaba el mensaje, con el nombre de Amanda. No había nada más escrito. Ni un saludo, ni un te quiero, ni te extraño, nada. ¿Debía creerles? ¿Podía no creerles?
Estaba llena de dudas, de preguntas, de miedos. ¿Esas mujeres traían esas respuestas o solo eran portadoras de otras angustias que se sumarían a las que ya padecía?
—Necesito saber de qué se trata esto.
—Queremos ir a su Encuentro de Mujeres –esa no era la respuesta que esperaba Guadalupe–. Tenemos muchas compañeras que quieren ir, pero no saben cómo deben hacer. Queremos anotarnos todas.
Dolores intervino porque Guadalupe no podía comprender de qué se estaba hablando.
—¿Quieren ir al Encuentro en Trelew? ¿Por eso están acá?
Juana con su cabeza indicaba que sí, que esa era la razón, pero con su dedo negó que la presencia de ambas mujeres se debiera exclusivamente al deseo de participar del Encuentro. Señaló el papel varias veces. Luego, cuando creyó que por lo menos Dolores comprendió sus señas, dijo sonriendo como si hablara del clima o del paso del tiempo:
—Sí, queremos. Por eso estamos.
—¿Dígannos cómo podríamos ayudar?
—Tienen que venir a las tierras altas, a hablar con todas las compañeras, a explicar. Ellas quieren saber.
Dolores codeó a Guadalupe. “¿Entendiste?”, le dijo y repitió su codazo. Guadalupe estaba desorientada.
—Tierras altas. ¿Y dónde quedan esas tierras altas?
—No tan lejos de acá. Sesenta kilómetros, alguito más, tal vez. Cerca –Quispe asintió con la cabeza.
—¿Por La Plata?
—Un poco más allá y más al este.
—Hacia el río.
—Un brazo de río. Pero de este lado de la orilla.
—No me ubico, pero ya encontraremos en el mapa el lugar del que nos hablan.
—Donde encontraron el hoyo de los niños muertos.
Guadalupe alzó la vista y miró a la Mamani, primero, y luego a la Quispe. Las mujeres percibieron que en esa mirada hubo una chispa distinta.
Dolores preguntó si se trataba de ese lugar que se hablaba en la televisión, los diarios, las radios y sobre el que todo el mundo hacía conjeturas sin saber demasiado de qué se trataba.
—Ese, señora –confirmó la Mamani.
—Sorora, nada de señora.
La mujer no entendía la palabra que pronunciaba Dolores.
—Compañera, no señora.
—Bien, compañera. De ese lugar les estamos hablando. Tengo que decir a las demás mujeres qué responden. ¿Vendrán?
Guadalupe señaló a Mamani. Juana la miró con gran serenidad. Luego le dijo “diga”, y esperó la pregunta.
—¿Por ustedes o por los niños, están acá?
—Por todo, compañera. Todo tiene que ver con todo. Usted debería entenderme mejor que nadie. Mujeres y niños. Castigo ejemplar contra mujeres y niños. Usted debería entenderme mejor que nadie.
La mujer estaba en lo cierto. ¿Quién mejor que Guadalupe para saber lo que significaba el abuso de niños y el castigo ejemplar contra las mujeres?
—Ahora, en las tierras altas, barrio General Manuel Belgrano, se cuida a los niños y defiende a mujeres. Todas andamos con el verijero listo. O con machete. Acá la Quispe usa machete. Nadie se le atreve. ¿Miento Quispe? ¿Exagero, Quispe?
—Ni miente ni exagera, comadre. El que quiere abusar de los niños o atropellar mujer sabe lo que le espera. Tenemos defensa. Como dijo el General, una milicia para defendernos de los de adentro y los de afuera.
—En las tierras altas –agregó Juana– no entra nadie si el cuerpo de delgados no autoriza. Delegados, mitad hombres, mitad mujeres. Todo igual para todos. Si quieren venir para entrar tienen que ir con nosotras. Nosotras las llevamos y nosotras las traemos.
2

Algo le decía a Guadalupe que debía aceptar la invitación. No era fácil explicar ese sentimiento, pero era poderoso, sonaba como el Nessun Dorma que Encarnación le cantaba cuando ella no podía dormir aterrada por las tres babas de diablo.
—¿La conferencia de prensa cuándo es? –Dolores le preguntó a Elena.
—Todavía no tiene fecha. No volvió Sarmiza de hablar con el fiscal. –Elena respondió con precisión.
—Pongamos fecha para esto y después vemos lo de la conferencia cuando venga Sarmiza.
—Sarmiza está por llegar. Quiero que la esperemos.
Guadalupe esperaba que trajera novedades de su conversación con el fiscal. Miró a Juana primero, luego a Quispe y pronunció el nombre de Ámbar, segura de que las mujeres sabían de qué les hablaba.
—Ámbar –repitió la Quispe, que hasta entonces no había hablado demasiado.
—Es su pareja. Está desaparecida. –Dolores explicó a las mujeres quién era Ámbar.
La Quispe y Mamani volvieron a cuchichear en voz baja.
—Sí. Ámbar. –Repitió la Quispe.
—Mucha mujer desaparecida –dijo Juana–. Muchas hijas nuestras desaparecidas. Un amigo dijo que ustedes podrían ayudarnos. Y nos dijo que había que ir al Encuentro. Todas son Ámbar, todas, se llamen como se llamen.
Guadalupe quedó en silencio. Volvió a pensar en su argumento sobre el “escarmiento ejemplar”. “Todas son Ámbar”. Cuando pudiera sentir a todas las Ámbar, tal vez se aclararían sus sentimientos y sus ideas. “Todas son Ámbar”. Todas. ¿Esa era la cuestión? ¿Debía pensar en plural y no en singular?
—Somos todas campesinas. Mujeres de la tierra. Pero no tenemos tierras. Ahora tomamos los campos que estaban al lado de las quintas y que no nos dejaban producir. Estamos rodeados de matones y policías. Algunos políticos y curas están llegando. Algunos para ayudar, otros, se verá. El cura del parador viene todos los días. Con él tienen que hablar. Ese es buen curita. Amigo nuestro.
—¿Lo que ustedes llaman “tierras altas” es justo dónde encontraron huesitos de niños?
—No. Donde hicieron hallazgo son tierras bajas donde quintas –explicó Juana–, de un dueño que no da la cara. Un terrateniente. Nadie sabe dónde vive. No quieren decir el nombre. Ahora no aparece y dicen que no saben quién es. Dijeron que la justicia lo está buscando. Nosotros no creemos en la justicia. La justicia siempre es para el rico. Para el pobre la injusticia.
Quispe tomó la posta en la explicación.
—Nuestras tierras están arriba de esas. Las ocupamos cuando subió el agua por el pozo de la muerte y todos los niños pudieron hablar después de tanto. Ellos están hablando, hay que saber escucharlos. Esperaron mucho, pero ahora andan libres y la gente sabe de ellos. Van a decir los nombres de todos los que le hicieron mal. Y Dios le va a castigar a uno por uno.
—Ya loteamos y a cada familia lo tocó su lote. Como dijo el General Belgrano. –cuando Juana hablaba de Belgrano se iluminaba su rostro–. De ese modo hicimos. Todos, la misma cantidad de tierra. Tantos metros de frente y tantos metros de fondo. Cada tanto, una calle, para unir todo el pueblo. Al fondo, la iglesia, cada uno va y reza lo que quiere. La primera ofrenda fue a la Virgen y a la Pachamama. Después fuimos todos debajo de la bandera y cantamos el himno.
Algunos nuestros fueron a la gobernación a hablar. Queremos tierra, queremos herramientas, queremos crédito. Hacernos nuestro techo, trabajar. Vamos a pelear por lo nuestro. –La Quispe asintió con la cabeza.
—Tierra, techo y trabajo. De eso nos hablan.
—Usted lo dijo, compañera. Tierra, techo y trabajo. Ya marchamos en más de una ocasión por las tres T. Dios nos escucha, el presidente es sordo.

3

Sarmiza llegó y entró sin saludar. Dolores le llamó la atención y le señaló a las visitas. Sarmiza se disculpó y se presentó a cada una.
—Buenos días, soy la abogada de la casa. Algo bruta, perdonen.
Mamani y Quispe se hablaron en voz baja, como hacían siempre.
—Necesitamos también abogada. Podría venir con nosotras.
—¿A dónde?
—Donde las tierras altas.
—¿Tierras altas? Ah… ¿Y qué problema tienen?
—Todos.
—Claro, todos. ¡Qué idiota! Entiendo.
Guadalupe le dio la nota que las mujeres le habían entregado.
—Leelo para vos.
—¿Para quién lo voy a leer?
—Que no lo leas en voz alta –Dolores indicó con cierto fastidio.
—Lo que usted mande, sorora.
Sarmiza la leyó con atención. Estuvo largo rato mirando el papel, leyendo una y otra vez la pequeña y trabajosa letra del mensaje.
—¿Es verdadero? –le preguntó a Guadalupe.
—Creo que sí.
—Estaría bueno saber de esto. Por ahí nos aclara algunas cosas más.
Juana Mamani dijo mientras se incorporaba para marcharse.
—Vengan a las tierras altas y se sacarán las dudas. Vengan las que quieran. Tenemos micro que nos lleva y trae.
—¿Se van? –preguntó Dolores.
—No conviene entrar de noche a las tierras. Los matones pueden hacer de las suyas. Allí se entra y se sale de día. De noche estamos todos en el barrio y hacemos guardia. Por los de adentro y por los de afuera.
Quispe se acomodó el sombrerito y sonrió brillando el oro del diente.
—¿Tienen como viajar hasta sus tierras? –Sarmiza les preguntó por curiosa.
Juana miró hacia la calle y señaló a un lugar.
—Nos espera el micro con otras comadres. Aprovechamos para comprar algunas cosas que necesitábamos. Somos quince en total.
—Las hubieran hecho venir, así nos conocíamos todas. –Dijo Dolores.
—Son reservadas. Nos mandaron a nosotros que somos conversadoras. Ellas prefieren el silencio.
Juana tendió su mano a Guadalupe. Ella dudó en tomarla. Luego la abrazó y besó en cada mejilla.
—¿Quiere decir que vendrá a las tierras?
—Sí –fue todo lo que pudo responder.
—El amigo se va a poner contento.
Guadalupe repitió el saludo con la Quispe.
—¿Qué día vendría?
Dolores preguntó si era mejor un sábado.
—Cuando ustedes quieran serán bienvenidas.
—Próximo sábado. ¿Te parece Guadalupe?
—Sí, está bien. Próximo sábado.
—¿A qué hora?
—¿Temprano?
—Temprano para nosotras es temprano.
—¿Ocho de la mañana?
—Bien. Ocho de la mañana dónde.
—Constitución, ¿conocen?
—¿Dónde?
—San Juan y Lima, ¿conocen?
—Ocho de la mañana, San Juan y Lima. Próximo sábado.
—¿Usted, abogada, viene?
—Sí, por supuesto. Aunque a mí, levantarme el sábado a las siete… no sé… No voy a mentir.
—Entonces más tarde –dijo Juana.
—¡Sarmiza! –exclamó Dolores–. Venís a dormir a casa y yo te saco de la cama.
—Bueno. Entonces voy.
Juana y la Quispe se despidieron y salieron caminando rapidito. Juana se detuvo, llamó a Dolores.
—No se dé vuelta. –Dolores quedó sorprendida.
—Arriba, allá donde está es altillo, en diagonal a este edificio.
—Sí, sé de qué me habla.
—Direccional. De ahí la escuchan y vigilan todo el tiempo. Saben todo lo que van a hacer y lo que van a decir. A usted, a la abogada, a todas. En especial a Guadalupe. Ellos quieren a Guadalupe, acabada, no muerta. Terminada.
—¿Quiénes son lo que nos están escuchando?
—No, ahora no.
—¿Cómo sabe? ¡Dígame algo!
—Nosotras no sabemos muchas cosas, pero sabemos las justas y necesarias. Hasta el sábado.

4

López Teghi recibió el informe de la visita de Juana y la Quispe, pero no tenía la conversación, solo el dato de la visita.
—Coyas de mierda.
Los otros jefes repitieron “coyas de mierda”, pero fue de compromiso. Querían irse a dormir, hacía dos días que el jefe los tenía encerrados sin dejar salir a nadie de la base.
También recibió informes sobre Iniustitiam y su reunión con Sarmiza.
—Ese hijo de puta cree que es Robin Hood.
“Robin Hood”, repitieron a coro los otros.
—Las dos mujeres ya fueron suprimidas. El dúo dinámico también.
—Bien. ¿Los dos tugurios?
—Uno con todos adentro. El otro anoche. No quedó nada que investigar.
—Excelente.
Uno de los jefes llamó su atención.
—¿No son demasiados muertos para una operación menor como esta?
—¿Operación menor? –preguntó irritado López Teghi.
—Neutralizar esa mujer es un asunto menor. Todo este embrollo, la amante, los pedófilos, el fiscal, esto es un quilombo.
—¿Un quilombo? ¿Quiere mi cargo?
—No dije eso.
—No dijo eso. Dijo que todo esto es un quilombo, que yo dirijo para la mierda, eso dijo.
—No lo tome así.
—¿Cómo debo tomarlo?
—Como una opinión diferente.
—¿Va a ser candidato a diputado? ¿Se volvió político?
—Qué tiene que ver lo que le digo con eso.
—Por ahí estamos en democracia y por ahí cualquier boludo puede decir lo que se le viene a la boca. Como es su caso.
El jefe bajó la mirada y no volvió a hablar.
—Quiero que les quede algo en claro –dijo López Teghi que empezó a caminar de un lado al otro–. Relicarios, faraones, lesbianas, abortistas, putos, travestis, toda la mierda junta. Bolivianos de porquería que toman tierras, fiscales que les agarra la justiciera. Basura. Toda basura. Nosotros estamos para terminar con la basura. La que está acá y la que está viajando por el mundo. ¿Está claro?
Todos asintieron con un leve movimiento de cabeza.
—¿Qué le preocupa a usted?
—Perdón señor, no quería molestarlo de esa forma.
—Le pregunté qué le preocupa.
—Y… demasiados muertos para resolver un asunto menor.
—Se trataba de la operación “Acíbar”. Enumeró en voz alta los nombres de los muertos: Gloria, Faustino (hijo de Gloria), la proxeneta en las quintas, Enriqueta, Martí, Ziploc, su socio, el viejo, Ámbar. Siete muertos. ¿Le parece mucho? Porque si le parece mucho tengo otros objetivos a suprimir.
—Siete muertos me parece mucho, señor, con todo respeto.
• ¿Siete le parece un número exagerado de muertos? –Sorprendido, López Teghi le preguntó impaciente al hombre que cuestionaba su procedimiento–. Matamos treinta mil. ¿Qué son siete al lado de treinta mil?
• ¿Pero se puede establecer esa comparación? –Preguntó sorprendido el jefe por el argumento de López Teghi.
• ¿Por qué no? ¿Qué lo impediría?
• Porque suena exagerada. No hay relación entre la causa, los resultados, los objetivos.
• Puede ser. Para mí el único asunto al que se debe prestar atención es el objetivo que se buscó, no el número de muertos. El problema es el rumbo, el problema es el sentido de las muertes. No la cantidad. ¿Qué se buscó al matar treinta mil?
—Dígamelo usted. Esa valoración nos aleja de lo que estamos discutiendo.
—No nos aleja de nada. Nos aproxima a nuestros verdaderos objetivos. Matamos treinta mil para acabar con los soviets de fábrica. ¿Sabe de qué le hablo?
—Por supuesto. ¿Ahora hay peligro de que se constituyan esos “soviets”?
López Teghi chasqueó los dedos y pidió a su ayudante unas fotos recién llegadas a su despacho. Eran todas sobre la ocupación de tierras.
—¿Usted cómo le llama a esto? ¿La kermés de los sábados?
—Pero esto es una ocupación que se puede desalojar cuando la provincia lo decida.
—Equivocado. ¡Equivocado! ¿Cuántos muertos le parecerá aceptable usted en un desalojo de…? ¿Dos mil? ¿Tres mil? ¿Cuántos muertos de hambre son los que ocupan estas tierras, alguien me puede decir? ¿Cuántos muertos le parecerá aceptable usted? ¿Diez muertos? ¿Veinte muertos? ¿Treinta muertos? ¿Cuántos? Respóndame.
—Creo que hay que buscar una solución sin tirarle al gobierno más problemas.
—Estoy de acuerdo. Pero para eso hay que hacer sacrificios. El gobierno aparece como el gran componedor, el gran justiciero. Castiga a los pederastas, aunque los proteja, a los proxenetas, aunque los prefiera, a los matones, aunque los recluta, establece el orden de acuerdo a las leyes, aunque las viola, y se deglute el movimiento y lo destruye. Se llama metabolizar al oponente, descomponerlo como hacen las enzimas durante la digestión.
—¿Lo de «El Morro» es parte de esa metabolización?
—¿“El Morro”? Pregunta usted. ¿Qué quiere que haga? Lo salvé una vez, dos no puedo. El paisano, el proxeneta, lo mandó en cana con lujo de detalles, pero el tipo no se privó ni de una. Provocó al viajero, y el viajero es muy, pero muy vengativo. Y se vengó, como era de esperar. Mató a la mujer y se burló de jueces y fiscales. Se dedicó a las nenas. Es demasiado para un solo tipo. Magia no hago, por ahora.
“Morro” aparte, caso especial, recuerden: la línea de trabajo la estableció Consiglieri. Métanselo en la cabeza, se llama “polarización y retroalimentación”. Esa es la clave de la victoria. “Polarización y retroalimentación”. Concede para aislar al verdadero enemigo. Ahora, para hacerse la simple y corta, ¿cuál cree es usted el verdadero peligro de todo esto?
—El desorden social.
—No. Siempre va a haber cierto desorden social. Más si estamos y estaremos en una larga crisis económica o en una crisis económica crónica. El peligro son los comunistas. –López Teghi señaló a todos los presentes–, repitan conmigo, ¡comunistas! ¡Repitan!
Todos a coro gritaron “¡comunistas!”
—¿O ya se olvidaron de quién empezó el quilombo del campo?
El disidente iba a hacer una acotación, pero guardó silencio.
—Diga, diga. Lo que tenga que decir, dígalo aquí.
—Pero ese quilombo vino porque la resolución que provocó la protesta la hizo un tipo que en su vida había visto cagar una vaca. Un tipo que no entendía nada del campo.
—Pero ¿quién empezó el quilombo y aprovechó los errores de ese ignorante que, como usted dice, ni siquiera había visto en toda su vida cagar una vaca? ¿Se lo tengo que decir yo?
—No. Claro que no.
—Bien. ¿Entonces? ¿Se entendió? ¿Precisan más explicaciones? –Se encogió de hombros–. Siete muertos no es nada, señor. Una migaja en un banquete. Matamos treinta mil y no me van a venir a chillar por siete. Setenta veces siete, dice la Biblia. Seamos más religiosos. Setenta veces siete. Nada mal para empezar.
Luego de acomodar unos informes miró a su silencioso auditorio.
—¿Ninguno de usted ve esa bandera en medio de la ocupación de tierras? ¿Ninguno de ustedes comprende lo que significa esa bandera, esos movimientos sociales, esas mujeres que se hacen las delegadas y van a reuniones a la gobernación como si fueran diputadas, o las del pañuelito verde que joden día por medio, los que se la pasan repitiendo tierra, techo y trabajo, las minas que van a ir a Trelew, los veteranos de Malvinas que marchan por toda la ciudad? ¿Qué carajo miran ustedes? ¿Para qué están acá?
Con un gesto, le ordenó a su secretario que repartiera dos nuevas fotos.
—A firmar el acta. Hay que terminar el trabajo. Relicarios, comunistas, indios rebeldes, curas de pobres, lesbianas de mierda, putos, disidentes, faraones. Hay que limpiar todo. ¡Limpiar! ¡Escoba nueva barre bien! ¿Está claro?
López Teghi señaló al jefe en disidencia. Le dijo amenazante:
—Si usted no está de acuerdo puede presentar la renuncia, se la voy a aceptar con todo gusto. Luego se puede anotar de candidato por la oposición. Apúrese que se vienen las PASO. Está variadita la oposición populista y necesitan gente como usted. Después vaya a llorar a la iglesia o pida que el papa le mande un rosario.
5

Sarmiza informó todo lo que el fiscal le confió durante la reunión. No fue que no se preguntó si el hombre estaba seguro con lo que hacía, por lo menos en cuanto hablar en su despacho sobre todos esos asuntos, confiándoselos a una abogada que solía ser más amarguras que alegrías para el sistema Judicial. Pero el fiscal parecía seguro de lo que estaba haciendo. ¡Quién era ella para advertirlo! Tampoco sabía a qué estaba jugando Iniustitiam al convocarla y hacerle todas esas confidencias sobre el caso. Las maniobras habituales entre esos canallas no eran tan fáciles de comprender para alguien que estaba al margen de ellas y desconocía muchos detalles de la vida real del sistema estatal. El aparato del Estado, como la luna, tiene un lado oscuro, invisible, que suele ser el factor determinante en muchas decisiones que el común de la gente no puede explicarse. Acuerdos espurios, mentiras institucionales, componendas dinerarias (el dinero siempre estaba presente en toda transacción política), miserias y espantos de la clase gobernante.
Pero Guadalupe no prestaba atención a sus palabras ni a sus preocupaciones. Estaba como ausente. Callada. Dolores le hizo un gesto para indicarle que la dejara así, en ese estado espiritual diferente. Las dimensiones del dolor no siempre son iguales y tampoco son fáciles de comprender para quien no conoce la extensión del sufrimiento del otro.
Era probable que Guadalupe, llevada por lo que estaba atravesando, necesitara repasar los recuerdos de su infancia, en un exorcismo purificador. Mucha sustancia de sus sufrimientos y amores estaban allí, en esos años y esos encierros. Volver a ingresar en esa casona era, sin dudas, un enorme esfuerzo del espíritu. Repasar sus días en la prisión, hasta llegar a las palabras como filos, esas que le dieron el aire suficiente para no asfixiarse bajo las babas de diablo que amenazaron estrangularla definitivamente.
Guadalupe parecía salir de su propio cuerpo, proyectarse al pasado y desintegrarse en el recuerdo y retomar su aspecto amoroso, esa singular forma femenina que mezclaba en una alquimia fabulosa la gracia de la infancia y la delicia de la pubertad. ¡Era tan bella! ¡Lo seguía siendo de un modo inexplicable! Como pensaba Amanda, era un ser al que el paso del tiempo le resultaba indiferente. Siempre con ese aire joven y ese ademán maduro.
Desde esos recuerdos, Guadalupe volvía para hurgar los espacios de la casona en los que alguien decidió el futuro.
Recordaba que el desquicio aquel estaba organizado en sucesivas oscuridades. Eran oscuros círculos concéntricos. En ellos se apreciaban las huellas anteriores que giraban incansables, sin principio ni final posible.
Desde que las descubrió se propuso vencerlas. Era obstinada. Alguna vez pensó que esa obstinación era producto de su estado musical, el que Encarnación le inculcó con la “Campanella” y muchas otras músicas. Pero a la Campanella siempre retornaba en los momentos de angustias. La obsesión por la musicalidad muchas veces fue su salvoconducto, la expiación de los espejos donde podía mirarse sin las babas de diablo rodeándola, aprisionándola hasta la desesperación.
Esa obstinación estaba concentrada como una esencia vital en sus palabras como filos, grabada en los pequeños cartoncitos que refugiaron entre sus fibras las letras cuneiformes de esas confesiones, el gesto autobiográfico que Guadalupe ejerció como una señal de quién era y cómo arribaría a su futuro solo alterado por la llegada de Ámbar, el amor, su verdadero amor, a la orilla del río, su primer protagonista cuando llegó del pueblo.
Guadalupe recordaba que, si se lograba vencer una de las oscuridades, de inmediato llegaban nuevas penumbras que estiraban sombrías sus apéndices brumosos, cerrando el paso, vigilantes y en acecho. Las oscuras pisadas desde su pasado la atropellaban. Pero ninguna oscuridad era como el acertijo de aquella puerta azul cuya lobreguez viboreaba por los devaneos que un ebanista mortificado diseñó para aquella entrada prohibida.
Muchas noches soñó que podía descubrir qué se escondía tras ella, cuando su guardián estaba ausente, tal vez cansado de permanecer por siempre de pie, mirando tan solo una mancha maciza en la pared que, a su frente, flanqueaba un pasillo mugroso e impregnado de un perfume de mohos recalcitrantes.
La imagen se presentaba ante sus ojos, recuperada en un fotograma mágico hasta en el menor de los detalles de aquel misterio.
Volvía al espacio prohibido desde su pequeñez de niña y desde ella, la puerta parecía también pequeña, diminuta, y el bronce repujado de su picaporte le decía que podría caber cómodo en su puño de niña y que podría asirlo sin dificultad. A medida que volvía a avanzar hacia la puerta, su azul se tornaba más umbrío, nocturno, agobiador, un azul de muerte, y se estiraba enorme hacia un techo indefinido, abrumado del peso infranqueable de las vigorosas maderas que componían su carpintería.
De pie frente a ella, como en aquella infancia, repetía su descubrimiento: el único modo de penetrar en sus misterios era escalar su inmensidad, como quien escala los muros inexpugnables de una fortaleza misteriosa. Los elaborados tallados la invitaban nuevamente a trepar, tomándose de sus bordes grasientos, que ponían pringosos sus dedos pequeños y se tornaban cada vez más resbaladizos. Se tomaba de los repujados y subía temerosa, como entonces, al tiempo que escuchaba unos golpecitos apagados, un leve tamborileo que hacía un contrapunto perfecto al interminable ¡cloc! ¡Cloc! del taco del zapato de Encarnación, abriendo un agujero en la penumbra para huir para siempre hacia un lugar desconocido.

Mientras ascendía, alzaba la vista buscando el fin de la puerta agigantada, pero ella crecía con su mirada; el azul tornaba en negro y adquiría un aspecto de noche vertical, despeñada, que se precipitaba de arriba abajo, abrumada por una oscuridad que estrangulaba los temerosos pabilos que, sofocados, apagaban sus pálidas llamitas una tras otra. El ascenso multiplicaba los dominios de la oscuridad que, organizada de una magia prodigiosa, tornaba la madera en piedra y la lisura en brutas rugosidades alargadas en púas filosas que, con cada nuevo esfuerzo, se clavaban en sus pequeñas manos. La sangre, la carne, la piedra, mezcladas en amarga alquimia, hacían una masa viscosa y resbaladiza. Insegura de su equilibrio caía, volvía a caer sin amparo como entonces, y moría. La fortaleza era inexpugnable, la puerta azul, infranqueable. Los dioses familiares se desternillaban de risa, viendo el pequeño cadáver rendido ante los secretos por ellos resguardados. Del otro lado de la puerta azul se dejaba oír un triste lamento, una congoja que hacía vacilar hasta la propia muerte de tanto dolor.
El guardián volvía sobre sus pasos y la miraba absorto con los ojos vaciados de emociones. La señalaba con su enorme dedo índice haciendo un ridículo reproche. Amanda llegaba y la miraba ahí caída, vencida a sus pies, muda. “Era una orden”, repetía mecánicamente, “era una orden”. Por única vez, parecía que su piel se había humedecido y adquiría cierta tersura, y aunque no lucía rozagante, dejaba de lado ese tono mortecino de huesos amarilleados por el paso inapelable de la muerte.
El guardián la tomaba de las piernas, Amanda de los brazos; una oscura mancha con la diminuta silueta de su cuerpo quedaba estampada en la baldosa coloreada del pasillo vedado. Subían por las escaleras hacia el primer piso, bamboleando su insignificante cadáver de niña de un lado al otro, al tiempo que cruzaban lascivas miradas en un juego funesto, y la llevaban hasta la habitación donde la madre continuaba inapelable con el ¡cloc! ¡cloc! del taco de su zapato contra la robusta pared de grueso revoque.
La depositaban en su cama y se iban sin dejar de mirarse, absortos, uno al otro, descaradamente.
La madre, amorosa, le echaba su cálido aliento en la boca y gentil, la devolvía a la vida. Ella se acurrucaba a su lado mientras Encarnación susurraba “Nessun dorma”, pero ella, de todos modos, se dormía asomada al perfume de su piel rosada.

6

“Pérez y Pérez” preparaba su partida a otra capital del mundo. Destino: Rusia. Ciudad: Moscú.
Se prometió visitar la tumba de Lenin. La Plaza Roja. Ir al teatro. Escuchar a Chaikovski. Ver el Bolshoi. El último informe que le hicieron llegar sus adláteres fue muy alentador. La guerra intestina era su juego preferido. Tenía tiempo de jugarla a la distancia. Su viaje duraría por lo menos hasta agosto del año siguiente. La política marcaría o su retorno o su retiro definitivo.
No tenía cómo advertirle al fiscal sobre el porvenir. Ningún mecanismo era seguro. Si lo ponía al tanto de su asesinato, debía revelar la fuente. Y las fuentes nunca se descubren. Esa sí que era una ley no escrita.
El futuro podía leerse en el vuelo de las aves, el humo de las fogatas, las burbujas de la champaña o en la borra del café. Sus artes como adivinador se basaban más en la buena información que en cualquier práctica esotérica. ¿Tendría Iniustitiam buenos informantes que lo advirtieran de la maniobra en su contra? Lo dudaba. Como una araña, la red que había que tejer para eso era muy fina y llevaba demasiado tiempo. El hombre, de eso estaba seguro, no tenía ni la experiencia ni el tiempo suficiente.
La última reunión con esa abogada feminista terminó de volcar la balanza en su contra. López Teghi estaba dispuesto a limpiar todo lo que pudiera. Lo dijo a viva voz, basta de faraones. ¡Muerte a la corte del faraón!
A él, faraón burlado y exiliado, no se lo podía eliminar porque los acuerdos con otros sistemas de inteligencia para un asesinato sin consecuencias eran muy complejos. Casi imposible. En ningún país les gusta comprarse un crimen por asuntos extraterritoriales.
Pensó en Bibi1, la anterior recepcionista que era de su completa confianza, para hacerle llegar alguna señal al fiscal. Pero comunicarse con ella también era un problema. Los sabuesos del hombre del martillo estaban detrás de todos sus pedos. Olían, olían, olían. Husmeaban buscando evidencias para liquidarlo. Esa jauría no era lo que le preocupaba. No tenían dentadura suficiente para morderlo como a una presa fácil. Los eliminaría antes de que osaran ladrar en su presencia. Pero en la lejana Buenos Aires, la venganza era fácil y la muerte ligera. Bibi merecía algo mejor que morir a manos de un idiota como López Teghi y su cohorte de planilleros excelianos. Los detestaba sinceramente. Mecanicistas, carentes de ingenio, subsidiarios de un extranjero que vivía un poco en Nueva York y otro en Buenos Aires. ¡Y ese alcahuete con su hiénida risita insoportable!
Lamentaba el futuro del fiscal. No lo deseaba, pero no podía impedirlo.
Pondría en su honor una flor en alguna tumba desconocida. O tal vez en la del soldado desconocido, en Moscú. Era magnífica la vista en el Jardín Alexander, frente al muro del Kremlin. En el centro del monumento la lápida memorial de granito con una estrella de bronce de cinco puntos, en la cual ardía la llama eterna. En la lápida escrito: «Tu nombre es desconocido, tu hazaña es inmortal.» Esperaría el cambio de Guardia de Honor por el regimiento presidencial. Luego bebería en honor del Doctor Carlos Iniustitiam del mejor vodka. Si volvía a su antigua posición, lo designaría héroe y le daría un lugar merecido en la historia de la Agencia. Pero todo eso estaba por verse.
La situación de Guadalupe, la hija de su antiguo camarada al que, sin embargo, nunca había tratado, le resultaba indiferente. Como la de su pareja. “Pérez y Pérez” sabía trazar con decisión la línea que separa a amigos de enemigos. Ellas eran enemigas, su suerte, después de todo, era la que podría caberle a cualquier enemigo.
Su insistencia en rebelar la desagradable historia del coronel desquiciado, con sus marcas siniestras a cada lado de su pistola, era la única y verdadera razón de su castigo. Matarían a su amante. ¿Era esa una novedad para alguien? Esa mujer estaba condenada el día que se abrazó a aquella muchacha a la vera del río.
El espíritu shakesperiano lo tenía aferrado desde que llegó a Londres. Morir es dormir… y tal vez soñar. ¿No más?
Y como el dubitativo Hamlet, repetía para sí ser o no ser era la cuestión.
Pidió un taxi en conserjería. Bajó hasta el hall a esperar al automóvil y se despidió como un verdadero caballero de cada uno de los que lo habían atendido durante su estadía londinense. Celebró el humor inglés y luego se marchó al aeropuerto.
Morir es dormir… y tal vez soñar. En ese sueño todos nos reuniremos finalmente.

7

Las malas noticias nunca vienen solas. Es una costumbre de la desgracia llegar cargada de inconvenientes con que amargar la vida de las pobres personas. Iniustitiam no era la excepción.
Sus testigos de identidad reservada se habían retractado de su primera declaración, cuando juraron que una mujer joven y bonita, como Ámbar, había sido atendida de urgencia por dos heridas de bala. Dos disparos, uno que le perforó el pulmón y el otro que milagrosamente rebotó en el hueso del omóplato y se desvió sin interesar ningún órgano. Informaron que la mujercita salió de dos paros cardíacos y atribuyeron a su juventud y porque no a un milagro que hubiera sobrevivido.
También dijeron que una patota, mano de obra desocupada, según ellos, tipos de aspecto temible, la había secuestrado del hospital donde la jefa de admisiones la negó en complicidad con esos mafiosos. Eso fue después que un atrevido le dijera amenazante a una enfermera que no había podido reponerse del shock, “La verraquita está muerta”.
Arrepentidos de su primera declaración, le dijeron al juez, el mismo juez ante el que juraron la primera vez que hablaron llevados por su remordimiento, que el fiscal, maldito fiscal, desgraciado fiscal, los había presionado para que declarasen de ese modo.
El juez se tomó todo con calma, las palabras de los arrepentidos y la furia del fiscal por la retractación y la acusación. Se tomó una licencia porque su señora le insistió para poder una ganga de viaje al caribe a conocer Cuba, la bella Cuba, pagadero en 24 cuotas y era un verdadero crimen (ese sí que era un verdadero crimen), desaprovechar la oportunidad. Le dijo al fiscal que no se tomara todo tan a la tremenda y partió a las cálidas aguas caribeñas.
A la retractación de esos dos testigos debía sumarle dos incendios que destruyeron pruebas muy valiosas. ¿Casualidad pirotécnica? El fiscal sabía que las casualidades en criminología o criminalística no existen. Tampoco en la ciencia penal.
El primero, un tugurio de mala muerte, refugio de drogones y delincuentes, en el que murieron cinco personas. Todos afirmaron a viva voz que se debió tratar de cinco pelagatos, cinco rufianes, cinco drogadictos o maleantes. Gente perdida de Dios desde hacía años y que usaba ese tugurio como aguantadero. Las viejas vecinas aseguraban que, seguramente, alguno de ellos, drogado o alcoholizado a más no poder, o ambas cosas o mucho peor, debe de haber encendido imprudente un fuego que se expandió a toda la casa, con sus pisos de pinotea resecos, sus empapelados crujientes y sus cielorrasos desnudos de maderitas podridas.
Cinco manchas de cenizas aceitosas fue todo lo que quedó de cinco personas, según los bomberos, quienes la recogieron con unas cucharas. Cinco bolsitas insignificantes para enviar al laboratorio. De esas escorias nada podría saberse más que eran el polvo culminante de quienes fueran personas en vida.
La tercera mala noticia es que el cadáver de la mujer que era parte de una red de pedófilos había desaparecido. Iniustitiam preguntó cómo era posible que el cadáver de la mujer desapareciera durante el viaje entre la casa donde había sido encontrado y la morgue provincial. Misterios de los muertos, dijeron los más graciosos. Los muertos cada día mandan más y hacen lo que se les viene en ganas.
Quedaba aún todo el asunto del osario. Pero si no hubiera tenido el instinto de encender el televisor esa noche en que realmente estaba cansado, no se hubiese enterado de que empezaba a sonar otra versión muy diferente a la suya, sobre aquel macabro hallazgo del pozo de la muerte, donde, según el fiscal, cadáveres de niños y adultos habían sido arrojados por un tiempo todavía impreciso.
Los locutores dijeron “puras mentiras”. Las mentiras nunca son puras. Son completamente impuras. Pero insistían con que todo eso eran “puras mentiras”. Luego, con parsimonia, decían su nombre, Dr. Carlos Iniustitiam, y le agregaban el título de gran mentiroso. Iniustitiam pensaba que estaba el Gran contramaestre de las logias masónicas, el Gran Bonete de los juegos infantiles, y él, que había sido investido como el Gran Mentiroso del sistema judicial. Se dijo de él “arribista”, también se dijo “inescrupuloso”. Inmoral no lo recordaba. Pero seguramente alguien lo habría dicho.
Fue entonces que decidió a llamar a Guadalupe Encarnación Coronel para que declarase. Era una jugada audaz, lo sabía, pero aprendió en esos años que la mejor defensa es siempre un buen ataque. Golpe por golpe. Su antiguo jefe diría en latín quid pro quo. A la mañana siguiente llamaría a Sarmiza y le sugeriría su propuesta. El ministerio fiscal público no iba a rendirse por las patrañas que entre gallos y medianoches algunos organizaban para encubrir la verdad descaradamente.
El cansancio lo fue venciendo. El cansancio, como las desgracias, tampoco llega solo. Vence los párpados, nubla la razón, lentifica los reflejos, amaina la adrenalina.
A la mañana siguiente llamaría a esa abogada atrevida, fumadora, seductora, que le agradaba de manera especial, para arreglar la nueva entrevista con su testigo estrella.
Decidió recostarse y dormir al menos unas cuatro horas para, con la mente más despejada, preparar su contraofensiva. Su último informe a “Pérez y Pérez” había salido hacia su destino por una vía muy segura. El maldito y mediocre exceliano nunca se enteraría de que él era una de las mejores fuentes con la que el exiliado jefe podía contar para estar al tanto de todo lo que ocurría en lo que había sido su dominio.
Se acostó y se durmió profundamente. Ni tiempo de soñar tuvo su cerebro que se rindió incondicional al descanso.
Si se hubiera despertado en algún momento de la madrugada podría haber preguntado cómo es que mata el monóxido de carbono. O si tenía antídoto. O si bastaba con ventilar el ambiente o sacar la cabeza por la ventana y aspirar el aire fresco de la madrugada. Pero Iniustitiam no se despertó, estaba demasiado cansado.
El monóxido de carbono es letal respirado en cantidades abundantes. Los métodos de inoculación son sencillos. En un extremo donde se genera el monóxido, del otro el condenado. Una cámara de gas fácil de organizar y hasta económica.
¿Responsable? Un calefón convenientemente en mal estado. Es tan fácil hacer que un calefón deje de funcionar correctamente que hasta un niño con cierta picardía podría hacerlo. En su caso no se trató de un juego de niños. Hombres avezados en el arte de matar se ocuparon de que el monóxido fuera tan abundante que volvió el aire de la habitación donde descansaba el infortunado fuera completamente venenoso.
Cuando Sarmiza escuchó la infausta noticia no dudó ni un instante de que el fiscal había sido asesinado. Pero eso jamás podría demostrarlo.
Arrepentidos los arrepentidos, sin más que cenizas de cinco cadáveres, otro vagando por el gran Buenos Aires sin dejar pistas firmes y el fiscal “desgraciadamente, fatalmente, increíblemente, fallecido por la aspiración de monóxido de carbono producto del mal funcionamiento de su calefón”, un “infortunio inesperado en la flor de la juventud”, en la “mejor edad que tiene un hombre”, en la “plenitud de tus facultades”, salvo sus detractores que hubieran dicho “¿vieron? Dios lo castigó por arribista, mentiroso, oportunista, mendaz”, etc., etc., etc. Sarmiza supo que la causa entraría en un tobogán por el que descendería hasta el completo olvido.
Fue el momento en que comprendió que el destino de Ámbar, si aún estaba viva, estaba decidido. “La verraca está muertita”, era más que una amenaza verbal. Era un modo brutal de anunciar una sentencia.
No encontraba modo de decirle a Guadalupe que las cosas se habían puesto realmente difíciles. Aunque ella lo supo siempre, desde el principio. Guadalupe siempre lo supo. Por instinto, por amor, por lo que fuera. El dolor tiene ese especial modo de hacerse entender por el sufriente.
Solo se trataba de esperar el momento y de descubrir cómo la muerte haría saber su patético logro. Su lenguaje de sepulturas, sus racimos de adioses, su negro golpe frío en el alma, un galope brutal, una gota de sangre.


[1] Ver “La venganza de los Pérez”.

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