Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 32, «Hablemos de justicia»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 32, «Hablemos de justicia»

XXXII

Hablemos de justicia

1

Sarmiza salió de la reunión con el Dr. Iniustitiam como si hubiera visto un fantasma. Pero uno bondadoso. Por primera vez pensó si no debería llevarlo a la cama y darle el gusto a ese hombrecito que podía ser tan malvado como generoso.
Ella no necesitó indagar sobre las razones de tan rotundo cambio. Él se las brindó sin preocupación alguna.
Pero lo que más la sorprendió fue cuando le informó que el señor juez, su señoría, lo había autorizado a investigar al padre de Guadalupe, porque se sospechaba que todo lo que se había publicado del hombre era un rotundo fraude. Tanto el juez como el fiscal tenían la creencia de que las autoridades judiciales, cuando el caso del muerto en las riberas del Riachuelo1, habían sido engañados sobre la verdad de ese crimen.
La cosa juzgada írrita no era un procedimiento habitual y tampoco era muy apreciado. Pero, contemplando la singularidad de todos los eventos que se estaban tratando, bien podría su señoría escapar por esa tangente y abrir una instancia judicial tan crucial como ingeniosa. Otros procedimientos legales podrían permitir abrir nuevas y mejores investigaciones y arribar a la verdad por otros caminos.
Sarmiza respondió que esa información sería muy estimulante para su clienta.
En el mismo tono de confidencia le habló de la red de prostitución infantil a la que se integraba “El Morro”, el asesino de su esposa a la que roció con tres clases de ácidos diferentes. Que también era muy probable que se autorizase a reabrir la investigación de ese crimen espantoso y que en todos los ámbitos públicos y privados se achacaba al forense, beneficiado por una verdadera rosca organizada para garantizar su impunidad.
Fue con absoluta seguridad que le dijo a Sarmiza que sospechaba que la falta de mención del tatuaje en el cadáver hallado en la ribera norte del río, detalle que «El Morro» obvió deliberadamente, se debía no a un acto de desidia, sino a una acción tendiente a entorpecer la investigación.
Si se avanzaba contra “El Morro”, se podría, incluso, volver sobre el asunto de ese juez prostibulario, propietario de seis prostíbulos y que estaba disfrutando del clima tropical en un bello reducto centroamericano.
“El Morro” supo de esta opinión del fiscal y propuso ir a tomarlo a puñetazos en el lugar mismo donde tenía su despacho. Ácido le sobraba, y un tratamiento como le aplicó a Alida Serena2, era muy posible. Ni tres latas para esa ocasión, un buen balde, un bidón portentoso, le bastaría para acallar a ese desgraciado que lo amenazaba con exhibir sus impudicias.
“El Morro” llamó a López Teghi tantas veces como pudo macar el teléfono del máximo jefe. Pero este nunca respondió sus llamadas. Llamó a su viejo amigo Bediel3, pero tampoco respondió su llamada, aunque por razones más humanas. Había muerto luego de pasar una temporada bajo la cama matrimonial espiando a su inofensiva esposa.
Lo que no sabía “El Morro” y le confió Iniustitiam a Sarmiza, era que un paisano, un tal Oliverio Moreira4, propietario de una buena extensión de tierras camino a La Pampa, leguas después de Luján, y de un sórdido lupanar ocultado en medio de una frondosa arboleda, había sido detenido por proxeneta luego de un incidente todavía no debidamente esclarecido.
El hombre pidió declarar sobre sus negocios en calidad de arrepentido. El juez, de inmediato, lo aceptó y lo puso bajo estricta custodia para garantizar su vida. La Agencia, por orden del mismísimo Reinafé, se ocupó de cuidar al testigo. Los muertos no hablan y por ello, tenerlo a mano, era garantía de que pudiera hablar todo lo que se necesitaba y callar si surgía la necesidad del silencio.
Alojado en una cómoda celda, en pocas horas, el hombre aportó datos estremecedores sobre una red prostibularia donde encumbrados hombres de negocios y funcionarios públicos satisfacían su lascivia. La pedofilia era el plato fuerte de la bacanal.
El secuestro de niños se había vuelto tan necesario que se había organizado una compleja maquinaria al servicio de proveer la mercadería que reclamaban los pederastas. Les llegó a hablar de un caso que había conmovido a la opinión pública en su momento y que fue la comidilla de todos los informativos televisivos, de un niño que fue sometido como esclavo sexual, de un personaje del que dijo, mintiendo, no tenía ningún dato que aportar5.

Informó que se estaba previendo la cría de niños para el consumo de los degenerados, en especies de reservorios disimulados como hogares para niños subsidiados por ricos altruistas, o de entidades misericordiosas y caritativas de beneficencia, que en un corto tiempo podrían abastecer la demanda del mercado y, en su proyección, proveedores de órganos para los numerosos pedidos de trasplantes como sucedía en otros lados del mundo civilizado. Parecía horrible, dijo el paisano, pero desde que el mundo es mundo y los de arriba viven de los de abajo, el progreso siempre fue de ese modo, los dioses del Olimpo beben el elixir de la felicidad en las calaveras de sus víctimas. No había nada nuevo bajo el sol.
En la larga lista de nombres que el arrepentido mencionó, figuraba el hasta entonces jefe de todos los forenses del sistema. Un escándalo de incalculables consecuencias. ¡El asesino del ácido! ¡El hombre del que todos sabían se había cambiado la carátula de su crimen para salvarlo del merecido castigo! ¡Un pederasta! ¡Un pedófilo!
Iniustitiam le confió que ya estaba en marcha el allanamiento de una propiedad en la zona de las quintas donde se halló el osario, donde viviría un o una responsable del comercio del sexo infantil. Cuando tuviera una novedad, se la haría saber por un medio confiable.
—¿Y Ámbar? –preguntó Sarmiza.
—He ordenado allanar otro lugar, pero en esta ciudad, no muy lejos de aquí, que bien podría ser donde la tengan recluida o lo haya estado. Tenemos buena información de que allí, por lo menos un tiempo, estuvo secuestrada la chica del tatuaje. Si tenemos éxito en el allanamiento, tal vez lo tengamos en el rescate de la pareja de su patrocinada. Tengo fe que Dios nos va a dar una manito en esta búsqueda.
Sarmiza podría haberle dicho que ella era atea. Una furibunda atea. Pero hubiera echado todo a perder. Tanta confidencialidad, tanta íntima confianza que una palabrota, o ni siquiera una palabrota, un leve exabrupto a los que era afecta la abogada, hubiera roto ese clima de íntima colaboración que el fiscal había impuesto desde que comenzaron a hablar. La rueda de la fortuna a veces gira de un modo que no se puede explicar con simples palabras. Había que saber aprovechar ese giro afortunado del destino y esperar que su desenlace fuera el deseado.
La esperanza en Sarmiza había recuperado entidad, tal vez Guadalupe estuviera equivocada en sus trágicas sensaciones sombre Ámbar. Solo le quedaba esperar el devenir de los acontecimientos.

2

Muerte de Enriqueta

Cuando los jefes quisieron abandonar la sala de reuniones, López Teghi les ordenó permanecer en sus asientos. Consultó a sus secretarios si habían podido comunicarse con “Pérez y Pérez” y con Reinafé. Uno no respondía y el otro no estaba disponible. Insistir con el alcahuete presidencial era inútil. Le respondería lo que ya le había dicho cuando la primera conversación. A esa altura de los acontecimientos comprendió que la retira de Consiglieri y su chupamedia “Foreign” no fue simple coincidencia. Una grabación delataba que el consejero estrella le ordenaba al alcahuete recopilar toda la información disponible sobre todas esas maniobras y salir del país con él para poner a resguardo fotos, filmaciones, cuadernos y pruebas físicas de incalculable valor testimonial, Consiglieri era muchas cosas, pero no un improvisado. “¡Jiji! ¡Jiji!”, se oía en la grabación la risita de “Foreign” que irritaba López Teghi casi como la voz de “Pérez y Pérez”. La libretita de hojas blancas resumía día por día y hasta hora por hora, lo que ese grupo de tareas realizaba bajo estrictas órdenes superiores.
Cuando un jefe prominente se siente acorralado, huye siempre para adelante. La ventaja de esa acción es que supone que se puede ganar tiempo contra los adversarios. Luego, cruzando pruebas, apareciendo testigos falsos, difundiendo mentiras, se puede poner a salvo lo que interesa, la institución y la propia persona.
Mirando a los rostros demacrados de sus subordinados, puso otra foto sobre la mesa, la que pasó de mano en mano, del primero al último y los conminó a todos a tomar decisiones. En esta oportunidad, cada uno estamparía su preciosa firma junto a al de él, en el acta que harían llegar a Reinafé y al alcahuete presidencial. Al presidente, era la orden, se lo debía dejar al margen de toda controversia.
Los votos fueron meditados. Cada jefe se tomó su tiempo a pesar de que López Teghi los apuraba insistentemente. Hubo fumata. Pero no solo eso. Hubo también una sugerencia para resolver el asunto: encomendar la reparación al hombre conocido por Ziploc. Sabia decisión. Nadie como él para poner cada cosa en su lugar.
López Teghi reclamó que quien había hecho la sugerencia figurara en el acta. Como preveía que todo tendría un final inesperado, tal vez bueno, tal vez malo, pero de seguro inesperado, quiso que quedara detallada cada opinión, cada aprobación o disidencia y cada una de las propuestas que se hicieron.
3

La verdad, muchas veces, no está en las preguntas. Está en las respuestas. Ziploc sabía que la pregunta sobre Enriqueta no era lo que interesaba conocer. Era intrascendente. La verdad que se esperaba conocer era la respuesta que él daría a esa pregunta.
—¿Ella está preparada para esta contingencia? –fue la pregunta que se le formuló.
Él debía contestar:
—¿Y eso qué importancia tiene?
En esas pocas palabras estaba la verdad que interesaba. A nadie le importaba cómo se iba a comportar Enriqueta a partir de entonces. Ni cómo podría oponerse a una decisión que ya había sido tomada. Lo que interesaba era si el hombre estaba listo para hacer lo que tenía que hacer a pesar de toda resistencia posible. Él lo haría con profesionalismo, como todo lo que hacía.
Pero Ziploc por un momento supuso que el asunto podía no ser tan sencillo.
¿Y si la lógica resultaba inversa? La verdad muchas veces no está en las respuestas. Está en las preguntas.
—¿Ella está preparada para esta contingencia?
—Sí. Pero yo sabré qué hacer.
—¿Está usted seguro que sabrá qué hacer?
¿Realmente Ziploc sabría qué hacer? ¿Dudaban de él luego de tantos años de servicio?
Tal vez la desconfianza no estuviera en el origen de esa inquietud, sino la preocupación. El temor, para decirlo de otro modo. Se habían cometido demasiados errores como para que uno más viniera a retorcer ese embrollo y terminara por echar todo a perder.
Ella no era una principiante, tenía experiencia. Podía parecer un espectro de un antiguo daguerrotipo, pero tenía la capacidad mortal de una dosis letal de cloruro de mercurio. Alguien que podía disolver niños para satisfacer la demanda de sexo infantil para que un grupo de degenerados con dinero y alcurnia los sorbiera como un exótico cóctel intravenoso, podía deshacerse de un hombre sin ningún miramiento. Aunque fuese su ocasional compañero. Aunque fuese su propio amante. Como la tarántula, que devoraba a su amante, apenas terminada la cópula para garantizar que el macho no se diera un banquete saboreando a su propia descendencia.
No era la vampiresa-chupasangre solo por fanfarronear con ese nombre. Lo era y lo podía demostrar cuándo y cómo quisiera. No solo con los infantes que hacía desvirgar colgados de una cruz de hierro ardiente. Con adultos de cualquier tamaño era enteramente capaz de asesinarlos en menos de que alcanzaran a parpadear. Siete minutos era el desafío que Enriqueta se imponía en cada trabajo. Siete minutos. Era tal su ferocidad que nadie se había animado a chancear sobre ello.
Siete minutos. Casi nada. Al son de una música virtuosa, capaz de generar un extraordinario estado de relajación espiritual como el del que entra en un trance místico, y despostar a un fulano quien, dopado con poderosos barbitúricos, observaba su propia vivisección sin poder elevar una plegaria a Dios o un inútil pedido de piedad.
El viejo lo consoló como se hace con un querido amigo.
—Todo saldrá bien –le dijo sin mirarlo a los ojos.
Eso estaba por verse, Ziploc era un hombre seguro, pero no estúpido.
Como les ordenaron, abandonaron juntos la cueva y se ocuparon de limpiar sus huellas hasta donde pudieron. El viejo le dijo que esa primera limpieza era solo por si surgía en lo inmediato algún inconveniente, que no se preveía, porque luego todo el aguantadero sería quemado. El fuego terminaba con cualquier evidencia. Y eso era lo que se deseaba, que no quedara ni el menor rastro de aquella cueva, de quienes habían estado en ella o qué podía haber ocurrido en su interior.
Los dos salieron hacia otro tugurio algo alejado de la ciudad. Allí esperarían nuevas órdenes.
La televisión repetía escenas del macabro hallazgo de un osario en el que osamentas de niños flotaban a la deriva luego de que las napas desbordaran porque hacía años, desde la privatización, que la empresa de aguas no regulaba su flujo.
Las imágenes no impresionaban porque los huesos de los niños son pequeños y difíciles de identificar. Los camarógrafos debían hacer acercamientos imposibles y las más de las veces debían esquivar a los policías que se interponían entre las lentes y los restos para que no pudieran mostrarlos claramente.
Los paneos sobre el lugar se repetían más o menos metódicamente. Hasta que apareció Lilit, o cómo se llamara la rubia aquella que trabajaba con Enriqueta. Sus tropiezos, sus vacilaciones y tartamudeos incentivaron a los noteros a acosarla. Ella no podía verse y, por lo tanto, no podía saber cuán patética era su imagen. Un primer plano de su rostro surcado de unas arrugas novedosas en la frente y debajo de los ojos, la boca temblorosa y la mirada perdida, resultaba completamente patética.
La mujer huyó como pudo en dirección a su rancho y solo porque la policía se interpuso entre su fuga y los periodistas es que pudo ponerse a salvo de esa jauría.
Ziploc y el viejo ignoraban si Enriqueta estaba al tanto de lo que estaba ocurriendo con su socia. Si así era, ya habría tomado recaudos no solo para volver a la guarida, sino para andar por la calle. Podría haber cambiado de aspecto. Una peluca, una ropa holgada, y una actitud de mujer vencida podía hacer pasar por una de mayor edad de lo que era realmente. Su cuerpo regordete y musculoso no era fácil de encubrir, pero ella se las arreglaría para pasar lo más desapercibida posible.
Enriqueta sabía que esa noche Coqui terminaría su tarea y saldría rumbo a la casa de la madrecita, como él le decía afectuosamente. Lo sabía porque ella misma le transmitió la orden.
Cumplido ese trámite, ella estaría casi a salvo, su principal testigo de cargo ya no estaría en condiciones de delatarla. Casi a salvo, porque estaba el asunto de Ziploc. Quién y cómo le avisó que luego de su compinche le tocaba el turno, nadie lo supo.
Lo que nunca se supo es si también le dijeron que no volviese a la cueva, o esa decisión la tomó por cuenta suya. Pero ella no regresó al tugurio aquel donde sabía que la esperarían para eliminarla y eso alteró el curso de lo planeado.
López Teghi estaba realmente fastidiado con ese contratiempo y, aunque sospechó que alguien había alterado deliberadamente sus planes, no tenía modo de demostrarlo. Él atribuía esas incómodas, aunque pequeñas alteraciones, a la acción deliberada de “los faraones”6, quienes, en su cruzada contra los “excelianos”7, se dedicaban a multiplicar obstáculos para abonar el terreno de su derrota.
Lejos estaba de poder resolver cada contratiempo a los martillazos. Debió saber desde un principio que en el gran juego participan todos, conocidos y desconocidos, amigos y enemigos. A, demás, de que no todos se entregan sin ofrecer resistencia o haciéndolo de manera de no prolongar la propia agonía. Enriqueta era, precisamente, de aquellos que la palabra rendirse no existía en su vocabulario profesional. No se rendiría, haría lo que estuviera a su alcance para sobrevivir lo más posible.
La mujer desapareció de todos los lugares que solía frecuentar. Como no tenía familia, no había nadie con quien chantajearla. Aunque nadie podía haber asegurado que tal coerción hubiera surtido el efecto buscado.

El viejo, cuando fue consultado sobre las características de la mujer, les dijo claramente que él estaba convencido de que Enriqueta no se entregaría y que la sorpresa sería un factor definitivo en el éxito de la limpieza. Si ella estaba advertida de una celada, la cosa no terminaría en un fracaso sino en una carnicería. Recomendaba prudencia y paciencia, dos cosas que López Teghi no otorgaba a nadie en esas circunstancias.
—¿Ziploc necesitará ayuda? –le preguntaron. Pero el viejo se negó a responder esa pregunta.
—Hablen con él. No suele confiar en otros.
La confianza en esos casos es extremadamente importante. No son simples compañeros de equipo quienes tienen que realizar una tarea de limpieza. Son mucho más que dos, como versificó Benedetti. ¡Mucho! ¡Mucho más que dos!
Dos hombres comprometidos en tal tarea, son más que socios, son más que aliados, son el uno para el otro, deben poder confiar su vida al compañero y garantizarla a como dé lugar. Tienen que estar dispuestos a entregar la vida con tal de garantizar la del otro. Eso no se logra por una resolución administrativa. Todo juega a favor o en contra de que dos personas se conecten con tanta plenitud. Es química, es psicología, es anatomía, está en cada ADN. Todo debe conjugar de una determinada manera. Y eso, además, solo puede ser puesto a prueba en momentos decisivos, mortales, por lo general, cuando la muerte presenta sus credenciales y hay que mirarla a los ojos para tomar la única decisión correcta.
El que cumplía con esos requisitos era el viejo. Pero el viejo hacía rato que estaba fuera de operaciones especiales. Aconsejaba, guiaba, ordenaba o consolaba. Eso era todo. Y si había algo que no deseaba era enfrentarse al final de su carrera con una persona como Enriqueta. Estaba a las puertas de su jubilación, lo esperaba la serenidad de la casa en las afueras, los hijos amorosos, los nietos juguetones.
Pero órdenes son órdenes. López Teghi le importó un rábano las dudas y pretextos del viejo sicario. Le ordenó que se alistara con Ziploc y resolviera de una buena vez ese asunto pendiente.
Lo único que le faltaba al jefe era que la mujer se le diera por confesiones en la televisión pública y todo culminara en una verdadera catástrofe. ¡Mátenla! Fue lo último que gritó. Una palabra que nadie, en años, se había atrevido a usar en semejante contingencia. A un par nadie lo mata, eso era deshonroso. Ese no era el modo. Se trataba de que el interés general estaba por encima del particular; el todo de la parte; el bien común sobre el personal. Era un acto de patriotismo y no una revancha. El honor también cuenta. López Teghi debió tenerlo presente.
4

Cuando los rastreadores dieron con ella, avisaron al momento a la base central. Un comunicador designado para la tarea, informó a Ziploc y al viejo la ubicación del objetivo. Les deseo suerte porque la iban a precisar.
Enriqueta paraba en un boliche extravagante donde nadie la hubiera buscado nunca. Era una especie de pub, pero no lo era al mismo tiempo. Tenía aspecto de un viejo burdel donde unas prostitutas olvidadas esperaban aún que un amante inexistente las rescatara de entre las oscuridades y humedades de los ambientes.
Unos espectros dormitaban unos sobre otros, consumidos por la droga. Babeaban intermitentemente tratando de respirar el aire enviciado del lupanar aquel.
Dos viejos dormían acurrucados uno al lado del otro. El hombre se puso de pie, apenas sintió a Enriqueta caminar en dirección a ellos. Pero no podía distinguir de quién se trataba ni a diez centímetros de distancia. Sus ojos parecían vaciados de vida y el color de sus córneas era casi negro. Las pupilas, en cambio, estaban tan amarillas que no se podía dejar de observarlas por lo extraño que resultaban verlas brillar con la luz apagada de los muertos.
Le pidió un cigarrillo a Enriqueta. Ella lo apartó de su camino y no le respondió el pedido. Se dirigió hacia un cuarto en el fondo del tugurio, donde podía esperar el ataque a resguardo de no ser sorprendida por la espalda. Era una habitación en la que no había ventanas y tan solo una puerta de entrada. Revisó el arma para comprobar que tuviera la carga completa incluida en la recámara.
La vieja se despertó por el alboroto del hombre que clamaba un cigarrillo y disputaba con una sombra una línea de cocaína. Quería algo más.
La vieja preguntó a los gritos qué le pasaba.
Le dijo que no recordaba dónde había quedado el cofre de los regalos donde podrían haber quedado unos olvidados gramos de heroína. La vieja se echó a reír como un infante.
—¿Heroína? –preguntó entre carcajadas–. ¡Nunca tuvimos heroína, viejo idiota! ¿Quién te va a proveer a vos de heroína? Rata. Rata –repitió varias veces la palabra “rata”–. No sé si queda algo de la “doncella”8.
La doncella era fatal. Alucinaba al momento y luego su efecto era devastador. Pero el viejo estaba macerado en drogas, por lo que se suponía que los ataques de la “doncella” no agravarían su condición enferma mucho más. Pronto sería cadáver y eso era lo mejor que le podía pasar.
La vieja siguió los pasos de Enriqueta. Golpeó la puerta del sucucho donde ella se había encerrado.
—¡Están viniendo! –le gritó.
—¿Cómo sabés?
La mujer guardó silencio.
—Soy drogona, no buchona. Agradecé el aviso.
—¿Qué querés?
—Merca.
—No tengo.
—Son dos.
—Aunque me des sus números de documento no va a brotar droga en mi cartera.
—Qué mierda.
—Qué mierda –repitió Enriqueta como un eco–. Váyanse. Acá se va a pudrir todo.
—¿Irnos? ¿A dónde? Apenas pongamos un pie en la calle, vamos en cana de cabeza. ¿Vos nos viste?
—Váyanse.
La vieja se marchó por donde vino y volvió donde el viejo. Se acostó en el piso y dejó que el viejo lo hiciera sobre ella. No pesaba nada y podía darle algo de calor.
El burdel entró en un silencio patético. Cuando se oyó el crujir del desvencijado y reseco piso de pinotea, Enriqueta se preparó para el final.

5

López Teghi sabía que cualquier información que hiciera llegar a Ziploc o al viejo también la recibiría Enriqueta. No tenía tiempo de encontrar la filtración. Los “faraones” tenían muchos recursos luego de tantos años de dominio.
El viejo lo informó que la mujer se había atrincherado en una habitación a la que había una sola puerta para acceder. Había un solo modo de ingresar para cumplir la tarea y era a los tiros. Pero el jefe no quería esa. Nada de balacera. Sería un escándalo.
—Querer no siempre es poder, señor –le dijo el viejo.
López Teghi bramó cuando escuchó el refrán. Lo único que le faltaba en medio de ese desquicio era una mala copia de “Pérez y Pérez” y su maldito recitado de moralejas y sentencias.
—Busque la solución –eso fue todo lo que le dijo.
Ziploc y el viejo se miraron en silencio. ¿Y ahora? Parecían preguntarse los dos.
¿Y ahora?
—Paciencia –dijo el viejo–. No podemos entrar, pero ella no puede salir. Estamos parejos.
A Ziploc la idea no le gustó, pero no encontraba alternativa. Para ingresar había que voltear la puerta y apenas lo intentara, sabía que ella comenzaría a disparar. No podían ni siquiera suponer cuántas cargas tenía en su poder, pero no habría de ser una sola tanda de balas. Eso era seguro. López Teghi les prohibió resolver el trabajo a los tiros. No parecía haber alternativa.
El viejo informó a la base el plan. Recibió por toda respuesta “resuelvan esto de acuerdo a las directivas”.
Así que los hombres se armaron de paciencia, se acomodaron para el asedio y se dispusieron a esperar que la mujer, en algún momento, decidiera parlamentar.

6

—¿Cuántos días puede vivir una persona sin comer ni beber agua? –el viejo consultó a un amigo que tenía siempre todas las respuestas.
—Depende.
—¿De qué?
—De su condición física.
—Alguien fuerte.
—¿Loco?
—Totalmente.
Se hizo un silencio largo. El amigo calculaba mentalmente las posibilidades.
—¿Sereno?
—Frío como una merluza.
—¿En qué condiciones está la persona?
—Encerrada en una habitación sin ventilación.
—¿Pueden sellar la entrada de aire?
—No lo sé. Puedo comprobarlo.
—Una persona común puede vivir sin agua hasta cinco días. Pero hay casos excepcionales, por eso somos la especie dominante, porque somos excepcionales.
—¿Cuántos días sería excepcional?
—Doce. Trece. Muy entrenado, tal vez catorce.
—¿Tantos días?
—Te di los dos extremos. Cinco como mínimo, catorce como máximo. Lo más probable es que colapse gradualmente, se desvanezca y muera sin darse cuenta.
—Mucho tiempo.
—La muerte se toma su tiempo, nunca tiene apuro.
—¿Otra alternativa?
—Monóxido de carbono.
—Otra.
—Fuego. El fuego hace que todas las ratas salgan rajando.
Fuego. El elegido fue el fuego. Los dos viejos drogones eran el pretexto ideal. Hacinados en esa pocilga, los viejos encendieron un fuego y provocaron un incendio.
Pero el viejo quería una garantía. Llamó a la base. Y dijo su plan.
—El jefe quiere el cadáver.
—Todo bien –respondió el viejo– tendrá su cadáver.
Ziploc lo miró extrañado. El incendio de ese antro se propagaría al momento y devoraría el lugar en minutos.
—Me dijeron que quiere el cadáver, pero no cómo lo quiere. Lo tendrá calcinado, ¿qué mierda quiere?
—Cierto.
—Tres va a tener. Así elije el que más le gusta.
Ziploc alzó su pulgar en señal de aprobación.
De la habitación donde Enriqueta estaba encerrada no se escuchaba un solo sonido. No tentaron suerte con la puerta. Sabían que ella estaba atenta y aprovecharía cualquier oportunidad para mejorar su situación.
Los viejos drogones quisieron escapar, pero Ziploc no se los permitió. Eran tan frágiles que con un movimiento terminó con ellos. Luego arrojó los dos cuerpos contra la puerta. Enriqueta oyó los dos impactos y se preparó para un ataque. Sabía que todo estaba definido en su contra, pero, al menos, se llevaría a alguno con ella, se lo prometió. Cuando ordenaron la muerte de Lilit, ya supo cuál sería su destino. Así que estuvo siempre preparada para ese momento. Morir con honor era lo menos que podía merecer Enriqueta Martí, pa’ ayudarlo en lo que necesite.
Quería como trofeo al grandote, a Ziploc, a Moria. Cuando la palabra “Moria” volvió a su boca no encontró el modo de contener su lengua.
—¡Moria! ¡Moria! –empezó a gritar desde su encierro–. ¡Perra! ¡Zorra! ¡Nylon! ¡Forro!
Ziploc miró en dirección a la puerta. Claro que deseaba voltearla para agarrarla del cogote y quebrárselo como a un junco. Odiaba a esa mujer, odiaba su voz, su figura, sus maneras. “Un mono”, pensó para sí, porque el viejo no lo dejaba pronunciar ninguna palabra. “Las paredes oyen”, le señalaba cada vez que sospechaba que el compinche estaba a punto de hablar. Con su dedo atravesando los labios le ordenaba silencio. Método y silencio, solo se trataba de un trabajo más.
—¡Moria! ¡Moria! ¡No tenés ni huevos para entrar acá y arreglar el asunto mano a mano! ¡Maricón! ¡Perra!
El viejo le hizo una seña para que ignorara la provocación.
—¡Qué lindos que son tus hijitos! –exclamó con sincero cinismo–. ¡Carnosos! ¡Sabrosos! Tengo varios clientes que ya vieron sus fotos. ¿Crees que vas a poder protegerlos? Los dos van al colegio de curas a tres cuadras de tu casa. El mayor juega al futbol en una escuelita que organizan los curas y el otro, el gordito más lindo, el chiquitito que todavía se orina en la cama cuando se asusta por algo, ese juega al ajedrez en Torre Blanca. Tengo una reina y dos reyes que les gustaría lamerlo hasta despellejarlo.
Tu mujer va a la iglesia a rezar todas las tardes y después anda con los de Caritas regalando mierdas a los pobres de mierda. ¿Así se van a ganar el cielo? ¡Zorra! ¡Tus hijos están marcados, perra! ¡Yo los puse en el catálogo de pendejos! ¡Estén en el “e-book” de carne fresca!
Ziploc estaba descontrolado, el esfuerzo del viejo hacía que el hombre no entrara en el juego que la mujer le proponía. Ella, entre carcajadas, siguió su provocación.

—¿Te diste cuenta Moria que todo es una mierda? ¿Quién te crees que me pasó todos estos datos? ¿Papá Noel, imbécil? ¿Quién te crees que dirige este negocio, Moria? ¿Quién crees que te vendió, Moria?
Ziploc estaba desfigurado. Su rostro se había hinchado, los ojos estaban inyectados en sangre y sus venas y arterias estaban completamente dilatadas. Si había algo que podía desquiciarlo era cualquier referencia sobre sus hijos. ¿De dónde esa mujer tenía datos sobre ellos? El viejo suspiró profundamente, entrecerró los ojos y no se detuvo en su trabajo.
Preparó seis focos de incendio distintos, uno, directo con los dos viejos muertos, contra la puerta. Ziploc empezó a mirarlo con desconfianza y el viejo captó el odio en la mirada. Le indicó que se acercara para hablarle al oído.
—“Excel” nos quiere muertos a los tres. A ella se la saca de encima, y a vos y a mí porque saben a quién somos fieles. No creo que podamos zafar. Esto es una trampa, hermano. Los “faraones” vamos a morir todos. –Ziploc dejó sus ojos en blanco. No fue que la revelación lo sorprendió. Pero no esperaba morir de esa manera y ese día. Hubiera deseado ver a los chicos, poner a salvo a la familia, hacer algo por ellos. Pero nada de eso sería posible. Asintió con un movimiento de cabeza, dio algunos pasos hacia atrás y llevó al viejo con él.
Como preveían, el fuego se expandió rápidamente. Enriqueta no podría soportar mucho tiempo encerrada. O moría quemada, o abandonaba su encierro.
Los hombres se refugiaron en la parte de adelante, que daba a la calle. Calcularon que el fuego tardaría unos minutos en llegar a esa parte de la vieja construcción.
Los cadáveres de los viejos ardieron como maderas resecas. En minutos se desfiguraron y adquirieron el color y la forma de una varilla quemada. La puerta de la habitación estaba en llamas.
¿Enriqueta? Ninguno de los hombres podía apreciar ni ruido ni movimiento. El fuego era abrazador y el aire se había vuelto irrespirable.
De dónde salió la mujer no lo supieron. Ziploc la vio venir y la barajó casi en el aire. Ella le tiró dos puñaladas que pasaron muy cerca de su cuello.
Logró tirarla al piso. El arma de Enriqueta rodó hacia el viejo, quien la tomó y la arrojó entre las llamas.
Ziploc envolvió su cabeza con una bolsa de nylon para asfixiarla. Sobre ella, aplastándola con su peso, le dijo casi al oído (nunca se sabrá si ella lo escuchó), que lo llamaban Ziploc, porque de esa marca eran las bolsas que usaba para el submarino seco con el que ejecutaba a sus víctimas.
Pero el hombre subestimó la capacidad de resistencia de Enriqueta. Ella era fuerte, realmente fuerte. Logró sacarse al hombre de encima y empezó a golpearlo con el codo al costado del pecho, sobre las costillas. Si Ziploc no detenía ese ataque le quebraría, con seguridad, varios huesos. Sin dejar de asfixiarla con la bolsa, se puso de pie y la elevó para que sus pies no pudieran tocar el piso. El amarre del brazo contra el cuello y el propio peso del cuerpo de la mujer debían ayudarlo a terminar pronto su trabajo.
Pero fue un error de cálculo grave. El primer golpe que Enriqueta le propinó en el hueso de la canilla lo soportó sin dificultad, pero al segundo, Ziploc creyó que se lo había roto. Se mantuvo en pie porque era un hombre entrenado para esas circunstancias. Pero el dolor era insoportable. El tercer golpe le quebró la tibia y el peroné y ya no pudo mantenerse de pie. Los dos cayeron pesadamente al piso.
Ziploc no tenía opción. Reforzó el estrangulamiento del cuello con su brazo y apretó con todas sus fuerzas. El rostro de la mujer estaba morado y sus ojos a punto de estallar. Pero lanzó dos golpes seguidos con su codo derecho contra el pecho del sicario. El viejo oyó perfectamente cómo crujieron las costillas de su compadre.
El fuego avanzaba sobre ellos, el humo hacía cada vez más irrespirable el aire, y Enriqueta resistía más de la cuenta. Extrajo un corto, pero filoso verijero de no más de doce centímetros de largo que llevaba emboscado entre sus ropas. No era muy grande, como todos los verijeros, pero suficiente para perforar el corazón o una arteria. Se abalanzó contra la mujer para ensartarlo donde fuera más fácil, acabar el pleito y salir antes de que el fuego los terminara matando también a ellos.
Lanzó la puñalada, pero ella le barajó el brazo y lo tomó por la muñeca. Enriqueta lo doblaba en fuerza. Estaba casi asfixiada, pero, como las víboras a las que le cortan la cabeza y siguen luchando, luchaba denodadamente, no estaba dispuesta rendirse como si nada. Se dijo a sí misma que se llevaría a alguno, se lo prometió mientras duró encerrada en el cuartucho ese. Parecía que su fuerza se alimentaba de la seguridad de que no solo se llevaría a uno, sino a los dos.
Aunque el viejo intentó varias veces alcanzar alguna zona vital con el cuchillo, ella no se lo permitió. Y en una maniobra defensiva hundió el verijero en el brazo con el que Ziploc rodeaba su cuello.
La partida estaba echada. Ziploc la estrangulaba, ella removía el cuchillo dentro de su brazo haciéndole una herida estremecedora y el viejo sentía crujir los huesos de su muñeca.

El brazo de Ziploc estaba prácticamente destrozado. La hemorragia era cuantiosa y cualquiera hubiera dicho que de esa sangría nadie salía vivo.
Cuando el viejo creyó que la mujer ya no podía oponer resistencia, sintió cómo se rompió su muñeca, y luego el cúbito y luego el radio y su brazo quedó segmentado en tres partes claramente diferentes. Enriqueta, en el último esfuerzo, le ensartó el cuchillo en la garganta y perforó la arteria. El viejo escupió un gargajo de sangre y murió echado sobre ella. Acto seguido, Enriqueta dejó de respirar.
El fuego alcanzó la entrada del burdel. No era un fuego común, era un gran fuego, era una cordillera abrasadora. Los techos se desmoronaron en un instante y las viejas paredes interiores se deshicieron como cartón pintado.
Los bomberos llegaron tan rápido como fueron advertidos del desastre. Pero la casa se incineró a una velocidad extraordinaria.
Nadie sabía si en su interior había alguien durmiendo. Antiguo aguantadero de cirujas, malandras y viejos drogones descartados, era frecuente ver entrar y salir espectros de personas de las que nadie sabía, ni les interesaba saber, el nombre ni la procedencia.
Remover las cenizas para saber qué había ocurrido ahí dentro, llevaría unas semanas luego de que se extinguieran las llamas definitivamente.
López Teghi fue el primero en recibir el informe sobre los sucesos en el antro incendiado. No era lo que esperaba. Pero la suerte no le era tan esquiva después de todo.

7

Como lo había prometido, el fiscal iba a convocar nuevamente a Sarmiza para ponerla al tanto de las novedades que tenía sobre la investigación por el atentado y desaparición de Ámbar y el secuestro de Guadalupe. Él, por su reputación, tenía especial interés en que esa abogada, y a través de ella esas asociaciones de mujeres, supieran que era una persona en la que se podía confiar, amante de la verdad y la justicia. “Pérez y Pérez” se lo había dicho en más de una oportunidad, “no solo hacen falta hijos de puta; la vida sin un santo no tendría perspectiva”. A él, el protagonismo de un santo no lo incomodaba para nada. Santo, santísimo, santurrón. Santísimo juez justo. ¿Por qué no?
Hijo de Santa María, que el cuerpo no se asombre ni mi sangre sea vertida, donde quiera que vaya y donde quiera que venga, las manos del Señor delante las tenga, de mi Señor San Andrés, antes y después, las de mi Señor San Blas, delante y detrás, las de la Señora Virgen María, que vayan y venga mis enemigos, salgan con ojos y no me vean, con armas y no me ofendan, justicia y no me prendan, con el paño que Nuestro Señor Jesucristo fue su cuerpo envuelto sea mi cuerpo, que no sea herido ni preso, ni a la vergüenza de la cárcel puesto. Si este día hubiese alguna sentencia en contra mía, que se revoque por la bendición del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Aquella noche en que López Teghi lo obligó a disfrazarse de sicario fue una noche patética. Y zafó porque su aspecto era tan confuso, tan andrógino, tan perverso, que ni hasta la propia Guadalupe se atrevió a señalarlo como el responsable de su secuestro la noche misma del atentado contra Ámbar. La providencia lo salvó de la venganza. Le habían advertido sobre la punición contra los “faraones”.
Las informaciones llegaban sin solución de continuidad. Algunas eran de carácter oficial, como el informe sobre un allanamiento que ordenó a poco de descubrirse el osario en la zona de quintas.
El rancho que se allanó por su orden les deparó una sorpresa. El fiscal buscaba datos sobre su anterior dueña, de nombre Gloria, quien había desaparecido hacía ya varios meses y que muchos daban por asesinada como a su hijo, de nombre Faustino y de quien no se conocían datos precisos.
No hallaron durante esa incursión ninguna pista sobre el paradero de madre e hijo, pero sí a su actual moradora (dueña o apropiadora cuyos datos personales todavía no habían podido ser conocidos), muerta de un disparo en la cabeza. La escena sugería un suicidio con un arma calibre 22.
En la lechada del piso había claras señales de que, en algunas partes, se habían realizado excavaciones y vuelto a cubrir con cemento. Se trataba de un rectángulo de un metro de largo por cincuenta centímetros de ancho9, y otro, de forma circular, de aproximadamente setenta centímetros de diámetro. Eso señalaba un posible enterramiento. Levantar el piso y cavar en busca de evidencia, llevaría un tiempo luego de que el juez emitiera la orden para el procedimiento.
El cadáver de la mujer fue remitido a la morgue judicial de La Plata y eso había provocado una disputa de jurisdicciones. Mientras provincia y nación discutían sobre a quién correspondía realizar la autopsia, el cadáver desapareció de la morguera. Iniustitiam supuso que fue llevado a un crematorio particular e incinerado para borrar toda evidencia de un homicidio. Era un recurso bastante habitual cuando el estudio del cadáver podía llevar a la conclusión de que no se trató de un suicidio, sino de una ejecución.
Otras informaciones llegaban por confidentes vinculados a servicios de inteligencia o la propia policía, que vendían información, y de otros que trabajaban para la fiscalía de manera clandestina. Uno de ellos le dijo al fiscal que el incendio de un tugurio donde solían acomodarse tránsfuga de baja estofa y drogadictos incurables, no había sido casual y tampoco el resultado del descuido de los delincuentes y adictos que se refugiaban dentro.
Sin mayores precisiones, pero con seguridad, le dijeron que ahí murieron, en circunstancias difíciles o imposibles de determinar, varios de los responsables del crimen de la chica del tatuaje y de la red de pedofilia que había sido descubierta a partir del hallazgo del osario en la zona de quintas del gran Buenos Aires.
Esos mismos informes reservados le dijeron que de Ámbar no había pistas. Las cámaras mostraban no el ataque a la mujer, como era de esperar, esas habían fallado, pero si una sospechosa moto de alta cilindrada, una Kawasaki ninja roja y negra que conducía un hombre (no llevaba acompañante), un sicario solitario cuyo rostro nunca pudo ser tomado porque llevaba un caso polarizado, y que desapareció luego de cruzar a toda velocidad la General Paz rumbo a provincia donde no había dispositivo alguno de cámaras de seguridad.
¿Buena o mala noticia? Para el curso de la investigación, no buena, sino muy buena, porque se confirmaba que esa tarde de la movilización al Congreso para la sesión en diputados por la ley de legalización del aborto, una mujer fue baleada en plena calle. Para las expectativas de la doctora Sarmiza y su clienta Guadalupe, mala, muy mala. El atentado contra Ámbar quedaba confirmado. ¿Testigos? Nadie quería declarar. Iniustitiam tenía claro que fueron convenientemente amenazados. ¿Emergencias médicas? La información se perdió en una caída del sistema. Los sistemas suelen caerse cuando hay alguna irregularidad que probar.
Ningún médico, ningún paramédico, camillero o chofer, recordaba esa emergencia. La memoria era muy parecida a los software que suelen fallar cuando más se los necesita. ¿Acusarlos de falso testimonio? El fiscal no estaba convencido de que fuera útil. Ya habría tiempo de presionar.

Otra noticia que despertó su entusiasmo fue sobre el hospital que venía investigando. Dos testigos de identidad reservada declararon que una mujer baleada fue operada en ese hospital, a pesar de que desde admisiones siempre se negó ese ingreso.
La descripción de la paciente coincidía con la de Ámbar. Declararon que estuvo internada en terapia intensiva por un tiempo y que creían que se la había ingresado bajo el falso nombre de Plácida More Lesbiyanka. La traducción literal del apellido coincidía con la que Sarmiza le había hecho saber. Era un nombre absurdo. Una burla siniestra.
También declararon que una patota la retiró cuando estaba avanzada su mejoría. Hablaron de una sospechosa visita, un tipo de temer que amenazó a una enfermera y que dijo esa extraña frase “la verraca está muertita”. Verraca quiere decir cerda. La cerda está muerta. Ese fue el aviso. ¿Ámbar estaba muerta? La aseveración del sicario no dejaba mucho lugar a dudas.
¿Las cámaras? Tampoco funcionaron en toda la zona la noche del secuestro.
Iniustitiam ordenó detener a la jefa de admisiones, que usaba el falso nombre de Irma Grese, aunque sabía que esa mujer no se la encontraría ni en el hospital ni en el domicilio que figuraba en su legajo. La pista fue el nombre, Irma Grese, imposible para el fiscal saber de quién se trataba realmente cuando declaró la primera y única vez.
En el lugar que mandó a allanar con la esperanza de que fuera donde podrían haber tenido retenida a Ámbar, no se encontró a nadie. Recolectar pruebas de ADN y otras llevaría muchos días. Dos semanas o más, le dijeron los peritos y eso sería así si la fiscalía lograba disponer de un equipo completo de la policía científica. De lo contrario, la recolección de pruebas llevaría mucho más tiempo, meses con la consiguiente pérdida por degradación del material orgánico. Es que el lugar era muy grande y las evidencias, a simple vista, muchas.
Llamó a Sarmiza con el entusiasmo de quien llama a una ilusión.
—Doctora, ¿cómo está usted?
—Mi estado de ánimo depende de sus noticias.
—Si desea tomar un café conmigo, algo le puedo adelantar. Hablemos de Justicia, ¿le parece?
—¿De Justicia, doctor? La Justicia no existe. Ha muerto. Hablemos de buenas noticias.
—No mate mi esperanza, doctora.
—Su esperanza también está muerta, doctor, aunque usted no lo note.
—¿Y cuándo murió mi esperanza?
—Cuando se incorporó al sistema nacional de injusticias.
—Lucho para cambiar ese estado de cosas.
Sarmiza sonrió decepcionada. No le gustaba que la tomaran por zonza. Pero la prudencia le indicaba que no debía ni podía cortar el vínculo con ese fiscal. Debería haberle dicho “pero si ni su apellido lo acompaña”. Necesitaba información para Guadalupe que sufría por su amor desesperadamente.
—¿Cuándo quiere que nos encontremos, doctor? –Sarmiza hizo un esfuerzo y retomó el tono amigable de la charla.
—Esta tarde, tengo novedades para usted. La espero en mi despacho a las 17 horas.
—¿Buenas o malas las noticias?
La comunicación se cortó. El sonido de un vacío que tomaba la forma de una espiral, fue lo único que le quedó de esa llamada.
A las 17 horas en punto estaría en ese despacho. Iría preparada para lo que sospechaba. Las malas noticias son como los heraldos negros de los que habla Vallejos. Son los heraldos negros que nos manda la muerte.


[1] Ver “La Reliquia”, Tomo I.

[2] Ver “La venganza d ellos Pérez”, La Reliquia, tomo II.

[3] Ibidem.

[4] Ibidem.

[5] A quien no quiso nombre fue al coronel Arancibia López Huidobro. Se supone que la Agencia le advirtió de lo inconveniente que era vincular a ese alto oficial con las actividades de su lupanar.

[6] Ver “La venganza de los Pérez”, La Reliquia, tomo II.

[7] Ibidem.

[8] “Juana de Arco”, una droga de diseño, también conocida como “una verdadera heroína”.

[9] Algún tiempo después, se comprobaría que la excavación de un metro por cincuenta centímetros tenía una profundidad de un metro y medio, y que allí había sido sepultado el cuerpo desmembrado de Gloria. En fosa la circular, de aproximadamente setenta centímetros de diámetro, se encontró en un recipiente con forma de campana, una cabeza que se comprobó perteneció a la chica del tatuaje. Sus manos no pudieron ser halladas por lo que se dedujo que fueron arrojadas al riacho donde se descompusieron.

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