He dejado a mi hijo en el colegio. Es su primer día en esta ciudad que todavía no es nuestra. Me ha mirado justo antes de desaparecer por la puerta. Yo también miraba hacia mi madre en ese último momento. Hasta el año en que comenzó cuarto y, a pesar de mis protestas, ella juzgó que ya podía fiarse de que cruzaría las calles por los pasos de cebra y siempre después de mirar hacia arriba y hacia abajo.

Sin padres, nos apelotonamos en la entrada y el profesor tuvo que poner orden. Habíamos regresado del verano mayores, más altos, impacientes, más necios. Casi todos tenían ya diez años y se les notaba. Yo, por fin, los cumpliría el 31 de diciembre; el último, como siempre. El Jirafa era todo lo contrario: había nacido el 1 de enero, sería el primero en cumplir once y había dado otro estirón durante los calores. También había aumentado su vocabulario: ahora sabía insultarte en inglés y había cultivado su gusto por términos sexuales que no terminábamos de situar exactamente en nuestro cuerpo o en el de otros.

En cualquier caso, en el recreo de aquel primer día del nuevo curso se lució como nunca antes. Después de salir los últimos (ahora éramos los mayores del pasillo sur de los chicos), nos agolpamos bajo la canasta. Sólo había una y, fuera de las horas de gimnasia, teníamos prohibido jugar al baloncesto, porque, según contaba la tradición del patio, hubo un curso de cuarto que fue capaz de romper cinco cristales en una semana. La canasta era sólida como una montaña inescalable, con cuatro barras de hierro altísimas que agarraban el tablero con su deseado círculo naranja.

El recreo empezó un poco como todos los cursos anteriores: un barullo en torno al Jirafa. Comenzó contándonos que su verano sí que había sido bueno en su barrio y no en nuestros pueblos, que él sí que había aprendido cosas nuevas y buenas, no como nosotros. Se había juntado con otros que sabían más que él, porque eran mayores y, aun así, lo habían aceptado como amigo. Esos tíos sí que sabían. Le habían instruido en las artes distractoras para que las clases fueran menos pesadas este curso y no como cuando éramos pequeños. También nos explicó nuevos trucos con la tiza por si nos castigaban a escribir diez, veinte, cien veces una frase aleccionadora, aunque fueron mucho más interesantes los trucos para imitar la firma de los padres en justificantes, avisos y comunicaciones varias del colegio. Todos reímos a carcajadas cuando puso a Jumilla de cara a la pared para enseñarnos cómo no aburrirse mirando siempre el mismo trozo de yeso. Pero luego empezó a decirle que pensase en una chica y Jumilla le preguntó que cómo tenía que hacerlo. El Jirafa le dijo que cómo iba a ser y se lanzó a una descripción anatómica con la que empezó a perder el interés de todo su público, que parecía no entender los chistes que a él le habían contado sus amigos del descampado. Así que, moviendo mucho los brazos y llevándose el índice a los labios, creó el silencio necesario para cambiar de tema y asombrarnos de nuevo.

El Jirafa sacó un puño americano del bolsillo del pantalón y se lo puso en la mano derecha. Simuló una pelea y todos nos apartamos aterrados, maravillados, lúcidos de repente. Padilla se acercó con los ojos muy abiertos cuando el Jirafa dejó de bracear. Tímido y respetuoso intentó rozar el puño, pero el Jirafa lo retiró un poco y le dijo que mucho ojito, que aquello era sólo para mayores, no iba a dejar que ninguno de nosotros lo tocase. Vio nuestra desesperación y sonrió. Pero sí podíamos verlo. Todos podíamos verlo. Suspiramos. Se lo quitó despacio y lo colocó sobre la palma de la otra mano. Nos acercamos, empujándonos. Nos asomábamos sin timideces entre las cabezas de los demás, que se agolpaban y golpeaban en torno a aquel brillo metálico y puntiagudo.

– ¡Está manchado! – dijo Rubián.

– Es algo oscuro – dijo Gómez.

Jirafa se sonrió, murmurando que, por fin, alguien se había dado cuenta. Sólo lo había usado dos veces. La primera fue mal, muy mal, casi se rompió un dedo. Hubo risitas atropelladas, como de mentira. La segunda, el otro sangraba por la nariz como un cerdo. ¿Y no te asustaste? ¿Por qué? Estaba con mis amigos, en el descampado y esos tarados se lo merecían. Las risas se hicieron carcajadas, amortiguadas por el tamaño de nuestros pulmones.

– Mi padre dice que los chicos del descampado son mala gente – dije sin pensar.

– ¡¡Pues mi padre dice que eres gilipollas, Silvestre!! – Padilla me gritó justo al oído y me empujó con todas sus fuerzas.

Me fui de bruces contra el estómago del Jirafa. Los demás se apartaron de un salto, pero él, con desgana, me empujó con la mano izquierda (su mano mala) y me caí de lado sobre el soporte de la canasta de baloncesto. El círculo volvió a cerrarse sobre sí mismo como si estuviera vivo.

Me levanté limpiándome a manotazos el pantalón. Me dolía mucho una rodilla. Me aparté caminando de espaldas, sin perderles de vista, cojeando. Mientras me alejaba, escuché la voz del Jirafa diciendo que me dejaran tranquilo, que no iba a dejar de ser gilipollas en toda mi vida. En realidad, lo adornó, con algunos de sus nuevos insultos barrocos y floridos que ya no recuerdo. Aunque los recitó con una cierta desgana, casi sin odio, decidí vengarme.

Fue en clase de gimnasia, un viernes a última hora, el curso antes de irme al instituto. Como solo teníamos una canasta, el profesor hacía dos equipos y uno defendía mientras el otro atacaba durante diez minutos. Después, cambiábamos y lo llamábamos el segundo tiempo. En ese segundo tiempo, a mi equipo le tocaba atacar. Ya pasada la mitad de nuestros diez minutos de ataque, me quedé un poco lejos, pero solo, y Gómez me pasó el balón. Padilla en dos zancadas se plantó frente a mí, pero con una agilidad que sólo fue mía en aquel instante, lo esquivé y, todavía lejos del Jirafa, salté y lancé a canasta. El balón inició una parábola perfecta desde casi cinco metros. Suspendido aún en el aire, la respiración me supo dulce como nunca al ver la cara del Jirafa mientras estiraba el brazo en un salto que él sabía inútil. Deseé no volver nunca al suelo.

Estaba levantando los brazos para celebrarlo, cuando el Jirafa ya estaba mirándome y gritando con su vozarrón de hombre:

– ¡Ha sido suerte, Silvestre! ¡¡Sólo suerte!! ¿¿Te enteras??

Todos se rieron, incluido el profesor, que dio por terminado el partido y nos mandó a casa.

[Este cuento se publicó por primera vez en el número de noviembre de 2018 del periódico Salamanca al Día (página 26): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_777909_20181029.pdf#_blank ]


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