Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 20, «Rudecindo»

XX

Rudecindo

1

¿Vos sos el famoso Rudecindo Pérez? ¿Vos sos el famoso Rudecindo Pérez? La pregunta se repetía a cada instante y salía de cada boca que la formulaba como una flecha. El curita le dijo que esquivara las miradas, los abrazos, los apretones de mano. Y en especial las respuestas. No era el momento de andar hablando nada.
Estaban los que repetían la pregunta porque los mandaban con un paquetito de muerte en el bolsillo. ¿Vos sos el famoso Rudecindo Pérez? ¿Vos sos el famoso Rudecindo Pérez? Redundaban mecánicos sin saber qué palabras pronunciaban. Se las grababan a fuerza de falopa hasta que no podían sacarla más de los fragmentos de cerebro que no habían sido incinerados todavía por las hebras de lana de acero, ardiendo en una pipa de hueso con algo de reseca mezclada con veneno para ratas y vidrio molido. Esos eran los zombis prontos a evaporarse, a morir disecados.
Pero estaban los otros, los peligrosos, los que emboscaban un puñal entre las ropas. Esas lenguas estaban llenas de curare.
El cura se los fue marcando uno por uno. Lúmpenes baratos mandados a provocar reyertas que le dieran excusas a la policía para detener a la víctima. Luego, fácil, muy fácil. Podía ser desacato, muerte en intento de fuga, o suicidio por ahorcamiento en sede policial. Te podían pegar una transa, un estupro, un crimen. Lo que fuera. Rudecindo sabía que para un “perejil” la picadora era rápida y terminante. Eso no era lo que le preocupaba.
¿Faustino? Los datos que llegaban de las quintas no eran alentadores. El cura se lo dijo sin rodeos. De todos modos, Rudecindo sabía desde el momento que comprendió que el compadre si había cortado solo, que había ido para el lado de las quintas a buscar a la madre. No podía eludir el significado de esa decisión. No lo hubiera convencido de no hacerlo, aunque se lo hubiera discutido todas las veces posibles. Él lo tenía decidido y los otros lo tenían marcado. Sabían dónde tocarlo para que saltara como un resorte demasiado comprimido. Y es lo que hicieron, le tocaron la madre.
Tal vez fuera nada más que un final anunciado. Él supo desde que llegaron que los estaban cazando. La ausencia de Gloria la entendió al instante. Como no quiso hurgar la herida del amigo, no le habló nunca del asunto, pero sospechaba que él intuía lo mismo.

Gloria nunca habría dejado la casa que levantó con sus propias manos. Y era más que sospechoso que nadie quisiera comentar cómo y por qué habría querido la mujer irse para el lado de las quintas a servir al parásito del terrateniente. Ese silencio cómplice lo decía todo.
Habían hecho correr sus nombres en todos lados y, aunque no tenía pruebas, estaba seguro de que algo ofrecieron a cambio de alcahueteadas o de algún otro servicio más importante. “¿Vos sos el Tino? ¿Vos sos el Rudecindo Pérez?” Donde fueran surgía la pregunta.
Su problema ya no era salir ileso, sino hacer contacto con los logiados. De peor cacería se libró cuando bajaron del norte al río y lo que ahora podía ocurrirle no tenía comparación con aquello. Estaba solo y la bandera a salvo. Como dijo el suboficial “Pérez” antes de morir, “si yo caigo, otro ocupará mi puesto”.

2

La pequeña cruz de hierro que avisaba la entrada al parador lucía como un minúsculo relámpago inmóvil. Unas chispitas salían de su entorno y las viejas parecían que discutían acerca del milagro. El cordón de zapatilla que había colgado de ella durante semanas, describía una argolla que el viento movía de un lado al otro. Unos pequeños grillos iban cantando mientras circulaban por el movimiento que describía la cuerda. En su base la basura vieja había sido retirada y un barro verde se esparcía a cada lado.
Las dos viejas, a las que siempre se las veía allí paradas, estaban mucho más cerca de la cruz que de costumbre. Se revelaban como un trazo de Goya hecho en medio de una desventura. Gesticulaban sin decir ni una pequeña palabra.
El cura, antes del entrar al parador, les dijo que se mantuvieran atentas y las dos mujeres asintieron moviendo la cabeza. Pero no se podía asegurar que hubieran comprendido la orden que el sacerdote les impartió al pasar a su lado. Detrás del sacerdote caminaba un hombre que tenía un aspecto sencillo. Llevaba una campera azul oscura, pantalones vaqueros algo gastados y borceguíes militares. Su cabello estaba cortado casi al ras y lucía bien rasurado.
Pocos minutos después llegó Rudecindo a pedido del cura. El hombre y el muchacho se confundieron en un largo abrazo.
—¿Se conoce con el padre?
—Me lo presentaron hace unos días, cuando andábamos tratando de hacer contacto con ustedes. –El suboficial “Pérez” habló pausadamente, procurando que sus palabras transmitieran seguridad y nada de nerviosismo.
—Lo perdí a Faustino.
—Lo sabemos.
—Creo que se mandó a las quintas a buscar a la mama.
—Faustino está muerto –le dijo sin mediar palabra. El hombre estaba sereno, pero hablaba sin rodeos.
Rudecindo se aguantó para no llorar.
—¿Y Gloria?
—También.
—¿Saben quién?
—Sí.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué quiere que hagamos, Rudecindo?
—No sé –respondió con odio–, algo.
—¿Algo? Sea más preciso.
—Vengarnos.
—¿Le parece Rudecindo que estamos para eso? ¿Usted, padre, nos recomienda la venganza?
—Yo no estoy para opinar –dijo el cura que hubiera consentido con gusto, pero se llamó a silencio.
—¿Una venganza personal me propone? ¿Por la muerte de Gloria o por la de Faustino?
—Por cada uno.
—Una venganza para cada uno. La solución sería ejecutar dos matones, dos villanos o villanas. O uno y otra, se prefiere. Porque a Gloria la mataron dos mujeres. Le informo para que esté al tanto de todo. La que ocupa su casa ahora y otra que viene de afuera. Las dos se dedican a la trata de niños para abuso sexual de encumbrados adinerados. Gente de poder que alaba amancebar niños. ¿A usted le parece que con dos muertos arreglamos este asunto?
—Esos hijos de puta alguna vez tienen que pagar.
—¿Eso lo conformaría?
—Totalmente.

—Poco precio le pone usted a la vida de sus dos compatriotas. Poco precio a la vida de los niños violados y asesinados por esos poderosos.
—No, eso no es cierto. Yo los quería, a los dos, con todo mi corazón. No soporto que toquen a un niño esos degenerados.
—No dudo que usted los quería cómo dice y que odia a quienes abusan de los niños. Pero matar dos perejiles para satisfacer su venganza me parece poco precio, muy poco para esas dos muertes. Matamos dos matones y asunto arreglado. ¿Le parece?
Rudecindo se llamó a silencio. El cura lo acariciaba tratando de consolarlo.
—¿Ya se olvidó de todo, joven?
—¿De qué me olvidé? Sigo siendo el mismo que antes.
—¿Entonces? ¿La venganza individual resolverá este asunto? Por qué no toma asiento y hablamos de qué vamos a hacer antes de que usted también termine muerto.
El muchacho aceptó la orden. Tomó una vieja silla de esterilla rota y se sentó de frente al suboficial “Pérez”.
—Lo escucho, señor –dijo.
—¿No prefiere hablar usted en primer lugar?
—No, señor. Prefiero escucharlo.
—Nunca dudamos de la valentía personal de Faustino, por eso lo elegimos para custodio del General. Pero usted sabe que la organización está por encima de cada individuo, lo colectivo está por encima de lo individual. ¿Recuerda?
—Sí, señor.
—¿Y recuerda por qué?
—Porque la inteligencia colectiva está por encima de la individual. Porque el todo está por encima de las partes, porque el interés general está por encima del interés particular.
—Exacto. Faustino se equivocó por partida doble. Nunca debió decidir sin consultarlo a usted y ustedes debían esperar nuestro contacto. El apuro no iba a devolverle la vida a Gloria, porque usted sabía que Gloria estaba muerta, usted lo comprendió al instante en que no la encontró en su casa.
—Sí, señor.
—La pérdida de Faustino es enorme. Recibirá todos los honores que se merece. Pero usted debe tener en claro cómo fueron los hechos. ¿Está de acuerdo?
—Sí, señor.
—Ahora bien. Nosotros aprendemos del General y usted lo sabe.
—Sí, señor.
—Del suboficial “Pérez”, y también lo sabe.
—Sí, señor.
—Usted no es un recién llegado.
—No, señor.
—El General dejó todo y puso su vida al servicio de la revolución, porque nuestro problema es la revolución, ¿o cambió de objetivo?
—No, señor, no cambié de objetivo.
—La revolución no es un problema de venganza personal, es un problema del pueblo. Nosotros luchamos para que el pueblo complete su revolución inconclusa. ¿No es así?
Rudecindo mordía sus uñas y se frotaba la cara tratando de disipar ese rictus que no alcanzaba a controlar.
—Le pregunté si se olvidó del problema de la revolución.
—No, señor. No lo olvidé.
—¿Está seguro? ¿O ahora cree que con una simple venganza personal el asunto quedará saldado?
—No, señor. No lo creo.
—¿Usted sabe cuántos patriotas murieron en la batalla de El Pari?
—No, señor.
—Novecientos.
—No lo sabía, señor.
—¿Sabe que allí el General Warnes murió en combate, lo decapitaron y exhibieron su cabeza como un trofeo?
—No, señor.
—De acuerdo a su criterio, el General Arenales y otros oficiales deberían haberse dedicado a la venganza personal, a matar novecientos realistas elegidos al azar para saciar sus deseos de revancha.
—No, claro que no.
—Entonces usted está equivocado. Estará de acuerdo conmigo.
—Sí, señor.
—Entiendo y aprecio sus sentimientos, pero no concedo que nublen su razonamiento. ¿Usted cree que el General no habrá deseado en más de una oportunidad tomar venganza contra esos carniceros como Goyeneche y compañía?
—Sí, señor, supongo que sí.
—¿Y qué hizo el general?
—Organizó al pueblo y lo preparó para la revolución. Por eso triunfó en Tucumán.
—Correcto. ¿Y cuándo fue derrotado, qué hizo? ¿Se puso a llorar pensando en su vergüenza personal? ¿En su pequeña venganza?
—No. Dirigió la retirada y trabajó para reorganizar a las fuerzas de la patria.
—Y el General San Martín, ¿qué hizo?
—Organizó un ejército y derrotó a los colonialistas.
—¿Y cuándo fue derrotado que hizo? ¿Se puso a llorar pensando en su vergüenza personal? ¿En su pequeña venganza?
—No, corrigió sus errores y triunfó en Maipú.
—Bueno, entiendo que su memoria no es tan floja. ¿Quiere que le recuerde unas palabras, Rudecindo?
—Cómo usted quiera, señor.
—Le hice una pregunta, respóndame sí o no.
—Sí, señor.
— La revolución es mi morada, la batalla, mi modo de existencia. ¡Miren mis manos hidrópicas! Se aferran al Hombre y lo destinan. La revolución es mi morada, allí se hazaña un cielo de futuros. ¡Hombre! ¡Tierra! ¡Todos! ¡Asid el Partido de la Independencia y no dudéis en la completa victoria! Vuelvo a preguntaros como entonces, porque veo las lágrimas brotar de vuestros ojos: ¿Por qué lloráis, paisanos? ¿Conque al fin hemos perdido después de haber peleado tanto? La victoria nos ha engañado para pasar a otras manos, pero en las nuestras aún flamea la bandera de la patria. La victoria solo está acurrucada a vuestro lado. ¡Despertadla!”
¿Lo recuerda? ¿O ya se le olvidó a la primera desgracia?
—No, señor. Lo recuerdo bien.
—Entonces deje de llorar y prepárese para partir.
—¿Y a estos tipos no les va a pasar nada?
—Se hará lo que se deba hacer. No pierda tiempo, el General lo está esperando.
Rudecindo tomó su pobre atadito de ropa. El curita lo despidió y le recordó que allí siempre tendría refugio; ninguno de los dos podía asegurar si se volverían a ver. El suboficial Pérez tendió su mano al sacerdote y la estrecharon con fuerza. El hombre y el muchacho salieron en dirección a la ruta, y al caminar tal vez doscientos o trescientos metros sus figuras parecieron evaporarse entre los reflejos de la luz del sol y los meneos de las sombras que depositaban en la tierra unas nubes compactas.
Las viejas raquíticas gritaban tal vez de hambre o porque ya no sabían hablar en voz baja. Arrastraban sus huesos y atadas a ellos sus sombras. Sin que a nadie le interesara sus razones, vociferaban una discusión sobre las dimensiones de la cruz de hierro a la entrada del pórtico hasta que fueron apagando sus gritos como si un sueño malhablado las hubiera mandado a callar harto de sus digresiones. Se quedaron allí, de pie, estáticas, como dormidas, y el cura dejó de observarlas desde el lugar donde despidió al suboficial y al joven Rudecindo que desaparecieron del paisaje definitivamente.

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