Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 19, «Paisaje de amor»

XX

Paisaje de amor

Un cuerpo de mujer y una orilla franca se presentó ante ella. Si hubiera podido alzar una mano creyó que hasta podría tocarlos. Ámbar respiraba sin entusiasmo el aire espeso y medicamentoso de su encierro. No podía pensar en lo que le estaba ocurriendo, solo en Guadalupe, la primera palabra, el nombre del amor, el nombre que surgía con fuerza propia y la consolaba incluso estando ausente.
Sabía que estuvo sedada cuando la trasladaron. Todavía llevaba en su brazo el dolor de la aguja penetrando la vena. Luego llegó el sopor y el sueño espeso.
Sospechaba las sombras que la rodeaban y raspaban las suelas de sus zapatos contra el piso. Murmuraban como el que silba a sus perros para que ellos pudieran oír la orden para que prepararan sus dentelladas. Dientes y pactos de puñales, demonios de un lado al otro con sus cruces a cuestas y sus oscuros ladridos de los que Ámbar apenas podía entender la melodía.
Ella se sentía apenas como el rumor de un estambre, como el temblor de una hierba, una reverencia a la intemperie.
Podía haber recitado a Paul Celan para aliviar la opresión que la hostigaba. Pero prefirió guardarlo como un puro tesoro para otros momentos de desdichas.
En el exacto momento, con sus versos, le arrebataría al hombre de la casa donde escribía una corta sentencia con su serpiente, el arma apretada contra la cintura y escaparía de la fosa en la tierra que un puñado de condenados preparaba, justo allí donde se desesperaba un gentío antes de beber la leche negra de la muerte.
Sus ojos estaban sellados y no podía abrirlos o había olvidado cómo. Estaba ciega. Una gota de noche en cada ojo. Y, sin embargo, veía a su frente el río y a Guadalupe sentada a sus orillas, mirando el final del cielo y el principio del río que reclamaba playa.
A la vista el río con sus modales de río. Las olas pujaban como un bronce frenético. Y un fermento de espejos hacía partir la luz en todas direcciones. No era un espejo en su sentido exacto. Solo fermento de un espejo que habría sido río arriba, algo más que una pátina pulida por la marea propagada por el río.
Desde esa trasparencia del horizonte se recortaba la figura de Guadalupe por donde el viento sonaba entre árboles. Tal vez serían aquellos mismos árboles que inclinaron sus ramas para sentir la espuma que viajaba en las ondas del agua. Tal vez. Ámbar los contemplaba desde su ceguera y no podía asegurar si aquello era tan solo un sueño o el sueño de un sueño que quedó como la excusa de un sentimiento que se prometía.
Se veía a sí misma de pie, detrás de ella, mirándola desde lejos, a una distancia en la que cabía un pequeño crepúsculo. Pensó que debía hablarle, lo recordaba. La veía allí, triste, solitaria, de su mirada emerger algo del amargo sentido de la desesperanza.
Recordaba que debía hablarle, encontrar las palabras latentes como aves que vuelan por un cielo pálido y celeste. Podía haberle dicho:

“Amor mío: late tu corazón, selva encendida,
y tu calor me envuelve como un anhelo rojo.
Toca mi suave muslo enamorado,
como si fuera el breve pétalo de una breve rosa.
Abrázate a mi cintura y besa mi vientre ansioso.
Has que mi piel entienda el cascabel de tus besos.
Mi pubis temblará como tiembla un racimo de uvas
por la redonda caricia de tus dedos de estambre.
Ámame, ámame sin tristezas.
Que mi dolor naufrague,
que tu dolor salga de su oscura guarida
y nos encuentre en abrazo cuando llegue la noche”. (1)  Podía haberle dicho, pero no pudo. Ella esperó que Guadalupe girara para verla, tal vez para sentirla como el soplo en el alma que da un amor inesperado. Que los abrazos ya no fueran náufragos en busca de otros brazos y que les dieran sentido a todas las cosas.
El cautiverio volvió desde su madriguera. Llegó con su olor asombroso y su voz perturbadora. “¡Vuelve, verraca, vuelve! Le gritó casi al oído.
Fue a desalojarla de sus sentimientos. Tal vez la estaba observando por una rendija de la muerte. Raspaban con furia las suelas de los zapatos el piso para descenderla a una nueva tiniebla. Luego se frotaba las manos (ella podía oír rozar cicatriz con cicatriz) y le echaba ese aliento de último disparo con olor azufrado.
Ámbar conservó la calma. Ni giraría como una niña boba alrededor de un asesino loco.
Supo que precisaba una sola palabra para mantenerse viva. Amor fue la palabra. En la oscuridad, aquella donde estaba encerrada, amor era el elixir que humedecía los labios. Amor y Guadalupe, la misma sustancia que el corazón latía.

2

Se pensó capullo. Dentro de una cápsula piadosa se transportó a aquellos momentos del amor inicial junto al río constante. Fue un ejercicio de la supervivencia. Organizó en su memoria todos los detalles y como en una película revivió la historia:

Guadalupe la vio por accidente. El ruido de una congoja pareció llegar por detrás suyo. La silueta de Ámbar era un enigma, pero mucho más lo era su mirada. Pero volvió al resumen de sus penas, la vista al cielo donde se hundía al río casi en arcoirisada caída. Luego apareció un crepúsculo como una lengua negra y Ámbar desapareció de esa ribera. Antes de partir le tomó una foto que guardó en el secreto de sus ojos.
Una tarde violeta volvieron a encontrarse. Las mismas miradas, las mismas delicias, los mismos suspensos.
Para ella, Ámbar adquirió el aspecto de un tatuaje de novia, una rosa sin tiempo, el transcurso de un anhelo que sucede en silencio.
Las sorprendió la noche. La noche era una fruta azul llena de pintas blancas. La luna, un ritual primordial, llenaba de oro blanco el horizonte. Había un rocío azul que bautizaba la tierra y regalaba un desnudo perfume que las envolvía.
Entonces Ámbar, a media voz como quien no sabe si hablar, le dijo:
—He guardado tu foto para admirarla en soledad. Estuve así de cerca de enamorarme de vos la primera noche. –Guadalupe sonrió, pero guardó silencio.
—No sé qué hacer. Espero tu consejo. Si querés me voy por donde vine. Escribí unas palabras para vos y voy a dejarlas a tu lado. ¡Quién sabe si leerás mis palabras!
Guadalupe tomó el papel y lo guardó entre sus manos.
Ámbar agregó más decidida:
—Sos demasiado hermosa –bajó la cabeza, avergonzada por lo que estaba diciendo–. Tu cabello sobre tus hombros, tus ojos que miran directo al corazón. No encuentro manera de eludir tu mirada. Te lo aseguro. No hay ninguna manera humana. Después de esto no me queda nada por hacer ni por decir. Salvo pronunciar tu nombre que desconozco. Cuando lo sepa, si querés decírmelo, lo pronunciaré ¡tantas veces! Mis labios lo repetirán con entusiasmo y tu nombre será un instante de delicia.
Guadalupe sonrió con la paz de una espuma nupcial. Su corazón latía.
Ámbar esperó la palabra. Si no era pronunciada, se preguntó, en qué terminará todo eso. Una desilusión, una nueva tristeza.
—Hablame o desespero –dijo.
Y Guadalupe respondió:
—El amor no admite cobardías.
—¿Y si alguien es cobarde, qué debe hacer?
—Solo amar, eso es suficiente. La palabra es amor. Ninguna otra es necesaria.
Entonces la invitó a su lado y Ámbar al suyo. Las soledades se reunieron en fraternal instante. Una gota de amor cayó entre los dos cuerpos. La gota se hizo lámpara y su luz roja encendió las caricias.
Cada una luego hubo de contar su historia. Y apretaron sus manos, sus respiraciones, sus bocas, y la fragancia de un ungüento de cielo las envolvió como enredadera nueva, recién nacida de una semilla pura.
Así comenzó el viaje.

3

Las sombras le pusieron una capucha negra. Le libraron las manos y las piernas de sus ataduras.
La voz le dijo:
—Cuando salgamos te podés sacar la capucha. Después sacate los pegotes de los ojos. Vas a quedar depilada, pero eso a vos qué carajo te puede importar si acá no está tu novia. Te depilaste la concha, ahora te vas a depilar las cejas.
Las sombras rasparon el piso en señal de dominio. Luego la voz siguió diciendo: —Cada vez que tengamos que entrar te ponés la capucha. Si te hacés la viva te boleteamos al momento. Si querés vivir, no te hagás la boluda. Tenelo presente. Te podemos trozar en apenas siete minutos y escuchando música para relajarnos. Luego te metemos en un tacho con ácido y desaparecés para siempre. Vos no sos nadie, no existís, así que disfrutá de tu suerte. Por lo menos, por ahora, estás viva. –La voz suspiró como resignada.
—¡Vos sí que tuviste suerte, flaquita! Naciste ¿cuántas veces? Por lo menos tres. Una, cuando te parió tu vieja. Dos, cuando zafaste de los dos disparos, y tres, cuando ya tenías destino de prostíbulo. Hay mucha demanda de minas como vos. Para ser lesbiana tenés bastante suerte, flaquita.
La voz tarareó una melodía que Ámbar desconocía mientras daba vueltas alrededor de ella.
—Tenés baño. Lavate porque tenés un olor a meo que volteás. Hace mucho que no cagás así que te vamos a dar un buen purgante. Hacé de cuenta que te tocó la colimba. Total, ahora las minas pueden jugar a ser soldados. ¡Si hasta pueden llegar a general! Pronto vamos a tener un puto por comandante en jefe. Sigan jodiendo con la cosa del género que no va a quedar otra que matarlos a todos.
Te vamos a dejar comida una vez al día. Agua sacás del cagadero. Dos veces al día te vamos a decir “¡agua va”! Y vamos a largar agua por la letrina. La primera vez la dejás correr, la segunda llenás el jarro. ¿Entendiste?
Ella movió la cabeza afirmativamente.
—Cuando escuchés que la puerta se cerró, contá hasta veinte en voz bien alta porque te queremos escuchar. Bien fuerte para que no haya problemas. Después te podés sacar la capucha. Cuando tengamos que entrar te vamos a gritar “¡capucha!” y vamos a contar hasta veinte en voz alta, Uno, dos, tres, cuatro… hasta veinte. Ya sabés lo que te va a pasar si no cumplís con la orden. Tranqui, flaquita. No todo está perdido, somos derechos y humanos. Acordate cuando mueras.
Las sombras se retiraron tarareando su música. La puerta se cerró y echaron llaves y candados. Después llegó un silencio lleno de dientes negros.
Ámbar pensó en Guadalupe mientras gritaba con la voz que le quedaba, uno, dos, tres, así hasta veinte. Luego se quitó la capucha y arrancó los parches de los ojos.


[1] Poema que se atribuye a Ámbar que habría dedicado a Guadalupe con posterioridad a sus primeros encuentros.

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