Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 17, «Netflix mata lectura»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 17, «Netflix mata lectura»

XVII

Netflix mata lectura

Solo le interesaba saber cuándo podría ir a esquiar nuevamente. Ese era un asunto verdaderamente importante. El valor del dólar, la inflación, la caída de la economía eran asuntos mundanos; el aumento de la pobreza y la desocupación, la destrucción de la industria nacional, el sistema de salud y el educativo, eran puras frivolidades que interesaban a esa categoría de hombres que no pueden estarse un instante sin dar malas noticias. Agoreros, fatídicos, infaustos, superficiales. Todo el sentimiento que le generaban esa clase de hombres era el de repudio.
Esquiar o no esquiar, ese era el asunto. O en su defecto, jugar al golf o no jugarlo. Habida cuenta que había derrotado a Scrotus, el matón del mundo en dieciocho hoyos, en un memorable juego de golf.
Chapurreando en inglés dijo gesticulando a lo Freddie Mercury “esquiar o no esquiar, golfear o no golfear, thats is the question”.
El alcahuete presidencial anunció la llegada de Consiglieri. ¡Por fin alguien sensato que observaba la vida desde su misma perspectiva!
—¡Happy, happy! –exclamó el señor presidente cuando apreció la llegada de su asesor estrella.
—¡Happy, happy! –devolvió el saludo a Consiglieri. Chocaron sus palmas para rapear un saludito de métrica confusa.
—¡Let’s change! ¡Let’s change!
A lo que el visitante respondió:
—¡Let’s change! ¡Let’s change! ¿Vamos a rapear?
Desafiante Consiglieri, que estaba de muy buen humor esa mañana, contagió su alegría al mandatario. El alcahuete presidencial observaba a prudente distancia el jolgorio presidencial y reía satisfecho de ver, en mucho tiempo, al señor presidente distendido, relajado de sus preocupaciones estaduales.
—¡Backbeat! ¡Backbeat! –y Consiglieri comenzó a solfear rítmicos onomatopéyicos de a pares.
El señor presidente no pudo eludir el desafío. Amaba esos retos.
—Cambiemos, cambiemos, al mundo transformemos / Globalizate, globalicemos / y al primer mundo ¡entraremos! / Al primer mundo entraremos. / Miremos a Trump, que es como Papá, / y está la señora de quien me voy a enamorar / Cambiemos, cambiemos / y al Fondo marchemos / ¿crece la deuda? / ¿y qué hay con eso / cuando termine mi gobierno / habrá pobreza cero / ¿Te lo creíste? / ¿Se lo creyeron? / Cambiemos, cambiemos / ¡y al primer mundo entremos!
El alcahuete presidencial aplaudió por compromiso, en cambio, el asesor estrella se entusiasmó con la energía positiva, propositiva del señor presidente.
Ser propositivo era el propósito. El catecismo era ser “propositivo”. ¿La acción? ¡Por supuesto! Pero nunca precipitarse. El apuro, la irreflexión eran muy malos consejeros. Acción y reflexión. Meditación hasta alcanzar el estado de iluminación.
Consiglieri lo adoctrinaba para alcanzar ese estado sensual, lleno el cuerpo de su luz interior y en el que una sensación omnímoda, incluyente, lo hacía vibrar en su propia energía hacia el reino de la completa felicidad.
En el limbo de esa espiritualidad prosaica, el señor presidente alcanzaba la esfera especialísima de lo «No Manifestado», la fuente invisible de todas las cosas, el Ser dentro de todos los seres. Y entonces podía delegar en paz las decisiones de gobierno, seguro de que el camino que la meditación, Consiglieri y el alcahuete presidencial le sugerían, llevarían la paz y la armonía a los habitantes de la patria bajo su gobierno. Así lo había hecho hasta entonces.
¡Eso era gobernar! Luego a esquiar o jugar al golf, daba lo mismo.
¿Qué así solo la mitad de la población encontraría algún sustento? Él no tenía la culpa de que la gente se reprodujera de manera irresponsable. Donde comen dos, no comen cuatro y mucho menos seis. Comprenderlo era la clave. El ministro de Hacienda explicaría con su modismo tilingo esas contingencias del mercado. Qué se las arregle, para eso lo había designado.
Pobreza cero, hambre cero, era como alcanzar el estado de lo “no manifestado”, pura espiritualidad y luz interior, paz en el alma, aunque con la panza vacía. Nunca fue dicho en su sentido material exacto. Era una metáfora. Creer en una metáfora, una metáfora que la ciudadanía transformaba en directa acción de gobierno era un malentendido que el ejército de trols se ocuparía de aclarar, para eso prestaban sus servicios. Trols y ‘Ndrangheta también era una opción que debía tenerse en cuenta.
¿Pobreza cero? ¡A no exagerar! ¿A quién se le podía ocurrir semejante absurdo?

2

Pero los asuntos de Estado no siempre llegan como las aves cantando cuando retornan para anidar y reproducirse. Se amontonan en las puertas de los despachos oficiales, las golpean hasta con furia y hacen una bulla que no permite comprender fácilmente la esencia de los problemas.
Solo el alcahuete presidencial sabía mantener la calma en esos atropellos. El resto del gabinete esperaba la palabra menuda del señor presidente. A veces había que esperar algunas semanas. Tiempo al tiempo, era la explicación a esos retrasos. Lo que se hace a las apuradas siempre sale mal, una sentencia que el alcahuete usaba a menudo para solicitar paciencia por las letanías presidenciales.
El conflicto con “La rubia república calzón de lata” fue inesperado. Líder mediática de la coalición de desgobierno, reclamaba explicaciones en todos los medios que le facilitaran un micrófono.
Explicaciones por todo. Por esto y por aquello y por si acaso. Y hasta la familia presidencial fue cuestionada lo que ya era una osadía imperdonable.
No se salvaron hijos, hermanos, primos, padres ni abuelos. Parientes sanguíneos y putativos. Amores verdaderos y furtivos. Todos fueron cuestionados por la mujerona que al tiempo que reclamaba explicaciones sobre negocios lícitos o ilícitos, degustaba uno que otro bocado para saciar sus inocultables ansias orales.
La patria offshore no aceptaba explicaciones, nadie nunca las había pedido creyendo que se las darían realmente. La patria offshore no tenía bandera, sí ejercicios contables. ¡Y “La rubia república calzón de lata! exigía respuestas. Oportunista. No había muerto el proyecto y ya preparaba el velorio.
Paciencia. Paciencia. Paciencia. Tres o más veces le debió pedir paciencia el alcahuete al señor presidente. Su gélida mirada no permitía deducir si estaba dispuesto a practicarla o tomaría recurso de la alquimia de la ‘Ndrangheta y la resignación para zanjar el reclamo de la socia política.
El señor presidente, que debió interrumpir sus programas en Netflix para saber de qué hablaba la mujer, recordó al instante a Consiglieri. Nunca dar explicaciones. Las explicaciones todo lo complican.

—No explique nada, señor presidente –le dijo Consiglieri con absoluta convicción–. Porque si explica qué es lo que hizo y por qué lo hizo empezarán a opinar todos los charlatanes oportunistas que, por qué ocultar, alrededor suyo abundan como abundan en la selva las alimañas.
Que, si el decreto por usted decidido fue un tanto corto o un tanto largo, si fue derecho o torcido, o si fue cojo de nacimiento, manco, tuerto o tartamudo. Que si fue, que si no fue. Que si el Parlamento lo aprobará o lo rechazará. Así hasta lo imposible.
—A todos les gusta tripear hablando, señor presidente. Hablar de todo, chamuyar, como dicen ustedes. –Y el presidente sí que prestaba atención a esas palabras.
—Cada doctor tiene su librito, señor. Y usted el suyo. Así que no explique nada. Si alguien lo ataca no se defienda, no es necesario. Haga como si todo lo llama a la calma y a la reflexión, a la meditación trascendente y nunca meta labia que no amerite. No sea suspicaz. Los del círculo rojo temen a alguien que sea demasiado inteligente, usted los conoce. Son soberbios, engreídos, y como están muy adinerados confían en sus éxitos más que en los dioses del Olimpo.
Señor presidente –dijo Consiglieri de manera solemne– esos jerarcas temen a todo y ya se sabe cómo espantan sus temores. Llévese de mis consejos y será presidente otros cien años.
Si no desea seguir en la trifulca, pues váyase a España, a Madrid, o a Valencia, o a Ibiza, con su bellísima esposa, y allí disfrute lo bonito que tiene la vida. Tocará la campanita convocando al reposo y verá la vida pasar y pasar sin complicaciones. Usted estará en la Historia, con mayúscula, como ese prócer de ustedes, Pellegrini, el de las carreras de caballo, o como el otro, Avellaneda, el que pagó la deuda con el hambre del pueblo. Su nombre, señor presidente, estará en la gloria de los transformadores, se lo aseguro. Y para siempre. Para siempre.
El señor presidente quedó conmovido de ese discurso.
Intimista mostró la campera bajo su costoso saco en muestra de satisfacción. Guiñó un ojo y le marcó la pilcha al gringo.
—¡Qué elegancia! –mintió Consiglieri que hubiera reído con ganas. Hombre risueño que no sabía de disimulos ni en la alegría ni en el enojo, encontró la moderación para poner a salvo la elegancia presidencial. Aunque él nunca se vestiría de ese modo.

3

No fue su idea. Porque él detestaba a “Pérez y Pérez”. Realmente lo detestaba. Pero el alcahuete presidencial quería seguridades. Y también las quería Consiglieri.
El asesor estrella no deseaba sorpresas. Había algo en todo ese matete que lo intranquilizaba, cierta improvisación a la vieja usanza que lo indisponía.
La trifulca por un giro de casi un millón de dólares que fue a dar a los bolsillos de un prominente funcionario, alimentaba sus sospechas sobre todos los protagonistas. Suerte que los jueces sabían cómo resolver esos desaguisados rápida y eficazmente. Falta de mérito, exageraciones de fiscales ambiciosos que debían ser recusados, absoluciones express. La generosa cuota de impunidad estatal (la impunidad como política de Estado), daba esas garantías a los corruptos de turno. Tiempo había luego de encontrar una patria offshore donde refugiar los resultados del peculio. Si no se podía ser, al menos, diría “Foreign” entre risitas cínicas (¡Jiji! ¡Jiji!), había que esforzarse por parecerlo.
El alcahuete presidencial fue terminante. Con su tono apaciguado y su modo distinguido explicó las razones de su decisión. Faltaba que se saliera de madre todo aquello para tener un escándalo por un par de mujeres “enfermas”, y repitió “enfermas” para que no quedara duda alguna de su opinión.
Por eso le ordenó a López Teghi que lo llamara no para convocarlo. Eso sería si la cosa realmente lo exigía, aunque ese pedido solo se haría por el mismísimo Reinafé, el único que podía reclamar al jefe “Pérez y Pérez” que interrumpiera su viaje por las capitales del mundo estrechando lazos con todas las Agencias de Inteligencia posibles. Su concurrencia sería exigida en caso de extrema gravedad.
No le quedó opción a López Teghi. Y, como al cargar los datos en su planilla Excel, el resultado fue decididamente en favor de realizar el llamado, lo hizo, no sin antes dejar preciso registro en la columna “desavenencias” de su rechazo a la decisión gubernamental. Ponerse a resguardo de cualquier contingencia había sido un recurso que aprendió a poco de reemplazar al jefe en gira por el mundo.
Y sonaba el teléfono, sonaba. López Teghi aguardaba una respuesta. “Pérez y Pérez” escucha el sonido de la pequeña y chillona campanilla. Lo escuchaba hasta con ternura. Otra vez la ternura al oír el sonido delicado del delicado teléfono de la habitación del nuevo hotel.
El asunto del enternecimiento no llegó a preocuparlo, pero le indicó un síntoma extraño hasta entonces. ¿La lejanía? ¿La nostalgia del trabajo? No podía definirlo. Tal vez esos fueran motivos necesarios, pero no suficientes. Adolecer de ese sentimiento raramente experimentado en épocas pasadas no lo fastidiaba, solo lo inquietaba. Tenía que reflexionar sobre su estado emocional. Podía admitir que la gestión gubernamental no lo satisfacía y le generaba muchas dudas. Mucho menos la de López Teghi. Tal vez el conjunto de esas anomalías políticas explicaría el cambio de humor que volvía propicia la manifestación de cierta ternura por hechos demasiados triviales, como era el sonar de una pequeña campanilla de metal.
El teléfono sonaba y sonaba.
¿Atendería? Dudaba. A no creer que el hombre no sabía quién lo estaba llamando. O por qué. Lo sabía en detalle. Tenía demasiados “cables” con la Agencia que lo asistían donde y cuando fuera. Y tenía muchos adeptos. Hasta admiradores.
Sabía con exactitud quién lo llamaba y disfrutaba al imaginar el semblante del otro, ansioso, exasperado porque no respondían a su llamado de manera inmediata. Lo recordaba apagando los aires acondicionados y suprimiendo la calefacción para lograr algún ahorro presupuestario como le había solicitado el señor presidente. El personal sufría en el verano calor, en el invierno frío y padecía operaciones con escasa preparación que quedaban expuestas al instante por la torpeza con que habían sido diseñadas.
Se tomaría su tiempo para responder al llamado. Eso le daba la iniciativa y la iniciativa no debía perderse nunca. Desestabilizar al oponente era una táctica que hasta el propio Sun Tzu le hubiera sugerido. ¡Cómo hubiera disfrutado López Huidobro el retorno a Sun Tzu como guía de una acción! En su honor volvería a leer al estratega chino a quien había estudiado hasta el cansancio. No le guardaba rencor por su estúpida muerte a manos de la doncella de las drogas.
La desestabilización es un sistema premeditado que hace que el oponente no encuentre el rumbo de sus acciones. Mejor lo dijo Séneca, alguien que “Pérez y Pérez” solía citar en sus alocuciones magistrales. “No hay viento favorable para el barco que no sabe a qué puerto se dirige”, y en eso consistía la técnica de desestabilizar, impedirle al oponente saber cuál era su puerto. López Teghi creía que el puerto era una conversación más o menos breve con su detestado enemigo. Pero “Pérez y Pérez” se la haría lunga, un modo que los rioplatenses tenían para sacar de quicio a cualquier mortal.
Por qué negarlo, despreciaba a López Teghi, hasta su voz de burócrata exceliano, carente de toda idea original, inculto, o casi inculto, tosco, ligero para simplificar cualquier suceso y siempre dispuesto a obedecer hasta las órdenes más ridículas. Un ejemplar vital del alcahuete gubernamental.

Había recibido por una vía confidencial un pequeño resumen de todo lo que había ocurrido hasta ese momento con la hija de su camarada muerto. Si no marchaba tal y como él lo planificó, no era su responsabilidad. El plan original no estaba en sus manos. No auguraba si eso seguiría de ese modo o alguno de los mastodontes encaramados en la cúpula de la Agencia terminaría por echarlo todo a perder. Eso era muy posible y nada podría evitarlo. Ni el mantra presidencial.
Demasiados viajes al “norte”, demasiados. Poner todo en manos de Scrotus con su estilo de far west, no hubiera sido su consejo. Pero por eso él estaba rondando el mundo y disfrutando de una larga y merecida licencia y López Teghi había quedado al mando de la más grande estructura estatal de toda la nación.
Se tomó cinco días para atender el llamado. Estaba seguro de que fue el tiempo suficiente para ablandar a su oponente. Pero López Teghi, hombre de fórmulas y cálculos estrambóticos, no se rendía con facilidad. El alcahuete presidencial le había librado la orden de comunicarse con el jefe itinerante, y eso haría, así le llevara un año lograr la comunicación.
—¡López Teghi! ¡Qué gusto escuchar su voz a la distancia!
Cómo sabía “Pérez y Pérez” que era él y no otro funcionario quien lo llamaba, era un asunto sobre el que no iba a preguntar. Dedujo que el hombre ya estaba al tanto que sería contactado por él.
—¿Disfrutando de la buena vida?
—No tanto como usted, mi querido amigo. No tanto como usted. ¿A qué debo su llamado?
—Tenemos algunas inquietudes con el color azul.
—Azul, azul, azul. Interesé a quien usted sabe en un poema, en un autor. No confieso mis recursos para ser convincente sin ejercer contra la voluntad de las personas. Vanidad de viejo profeta, lo asumo. Cárguelo en la columna de los defectos que tiene en su planilla Excel sobre mí.
En él inspiramos nuestra obra, con inteligencia de poeta. “Leche negra del alba, la bebemos por la tarde, la bebemos al mediodía por la mañana, la bebemos a la noche, bebemos, bebemos”. Luego, les dejé el poema por mí redactado, no sé si recuerda. “La muerte es un maestro de Alemania y su ojo es azul”. Ese fue el título.
—Justamente.
—¿Y entonces?
—Tenemos algunas dudas con ese color por usted propuesto. En realidad, no las tengo yo que hubiese obviado todo este asunto de los colorinches. Azul, azul, pañuelito verde, leche negra, bla, bla, bla. Me comprende.
—Gran poema, Paul Celan, debería leerlo. ¿Lee de vez en cuando?
—Tengo poco tiempo para darme esos gustos.
—“Qué insensato es el hombre que deja transcurrir el tiempo estérilmente”.
—Volvemos a la filosofía.
—Poesía. Goethe. Poesía. Sin poesía no se puede vivir, López Teghi.
—Netflix. La consigna ahora es “Netflix mata lectura”.
—¿Netflix mata lectura? Qué curiosidad. Lo tendré en cuenta.
—Lo bien que hará.
—¿Y asesores extranjeros se ocupan de la programación?
—A veces. Pero no quiero desviarme de mi asunto.
—No se desvíe. Pero no comprendo sus angustias ni la de sus superiores.
—Como soy el hombre del martillo, no quiero empezar a los golpes.
“Pérez y Pérez” sonrió por esa mención. Consideraba imposible que ese hombre no arremetiera a los golpes contra la realidad.
—¿Qué posibilidades hay de que nuestro héroe no quede expuesto y con él el propio sistema?
—Ninguna.
—¿Ninguna? Le digo que con eso no me tranquiliza.
—Hay tranquilizantes muy buenos.
—El “azul” se decidió para tapar todo otro color.
—Entonces no tendrá inconveniente si lo aplica del modo conveniente. Hay que mantener el tono parejo y constante. Si no hay decoloraciones no habrá forma de que se filtre ni una luz a través de él. Pero ¿están en condiciones de no alterar la sustancia de ese azul?
—¡Somos profesionales!
—No exagere. No exagere. “A la verdad le añaden muchos ceros”. En el horizonte aparecen dos posibilidades. Sus profesionales mantienen la homogeneidad de la pintura o destruyen lo que debe ser coloreado. Quiero creer que no van a destruir los objetos a pintar, sino a conservarlos en su justo azul para que se confundan entre una multitud de eventos despreciables, sucesos sobre los que el común de las personas no prestaría la menor atención.
Si usted hace añicos un espejo no puede volver a reunir sus partes, ya no será nunca más un espejo, será solo un despojo de lo que fuera. Y, quiero decirle, el espejo siempre devuelve a quien se mira en él su verdadera apariencia. ¿Supóngase mirarse a un espejo hecho añicos?
López Teghi estaba, a esa altura de la conversación, enfurecido. “Pérez y Pérez” podía captar a la distancia y por la línea telefónica su estado de ánimo. Por eso siguió hablando, para fastidiarlo aún más, hasta desequilibrarlo por completo.
—“Yo que sentí el horror de los espejos / no solo ante el cristal impenetrable

donde acaba y empieza, inhabitable, / un imposible espacio de reflejos” … ¿Sigo?
—Yo rompería en mil pedazos ese espejo.
—El martillo siempre está presente en usted.1
—¿Quiere que discutamos sobre el cambio de época?
—¡No! Se lo ruego. Estoy en Europa, tocando con mis dedos la historia, no resistiría un debate sobre Brexit, Trump y cómo se descuartiza un hombre en apenas siete minutos escuchando música para aliviar las tensiones.
—Entonces volvamos a lo que nos interesa.
—Mucho removedor, amigo. Va a terminar dañando la tela del cuadro. Tenemos un orden que respetar. No es tan difícil. Respete el quinto postulado. Hasta el viejo Euclides sabría cómo tratar estos asuntos.
Pérez y Pérez” hizo un silencio largo y repasó los nombres de Gloria, Cindy y Faustino, Rudecindo, Ámbar, Guadalupe, Iniustitiam, Suboficial “Pérez”, y suspiró desanimado.
—Si no respeta el quinto postulado y dedica tantos esmeros a las remociones de la pintura –explicó– difícil será el devenir. Primero, cada gato por su pared. Segundo, los objetos no resisten tanto removedor, el verdadero color saldrá a la luz del modo más inesperado. Los colores son insistentes, como si tuvieran vida propia y desechan la voluntad de terceros. No arriesgue, yo no lo haría. Nada de martillazos, pinceladas, apenas pinceladas, y respete a Euclides.
—¿Euclides? Usted sí que no tiene nada que hacer. Falta por lo menos un golpe de martillo, mal que le pese, hay otro cristal que se romperá al impulso de los hechos.
—Usted sabrá. ¿Y Consiglieri qué le sugiere sobre la calidad de sus golpes?
—No lo consulté. Yo hablo solo con Dios y, a veces, con su vicario.
—Amén. –Se burló “Pérez y Pérez”.
—Amén. –Replicó López Teghi.
—“¿Te enternece el azul de una noche tranquila? / ¿Escuchas pensativo el sonar de la esquila / cuando el Ángelus dice el alma de la tarde?” Martillos y Ángelus, mala combinación. Son cinco órdenes, más que suficiente para llevar a buen puerto nuestra empresa.
López Teghi terminó la comunicación de modo abrupto. “Pérez y Pérez” dudó si no exageró al mencionar lo del Ángelus, el martillo, la geometría y las cinco órdenes. Pero ya había sido dicho.
—Nadie es perfecto. –Se justificó a sí mismo.
Luego recitó:
—“Quién me iba a decir que el destino era esto / Ver la lluvia a través de letras invertidas, / un paredón con manchas que parecen prohombres, / el techo de los ómnibus brillantes como peces / y esa melancolía que impregna las bocinas.” Debería volver a leer a Benedetti –reflexionó con un dejo de melancolía– tal vez me ayude a digerir a López Teghi y sus secuaces. Ángelus y martillazos, sutilezas de príncipe heredero y una orden ejemplar que inspiraba la operación hasta sus últimas consecuencias.


[1] “Pérez y Pérez” se refiere a la definición de Kaplan “Para el que sólo tiene un martillo, todas las cosas son clavos”.

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