Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 14, «Sarmiza»

XIV

Sarmiza

Desde que ese ruido monótono cesó de repente cuando el médico le retiró la cánula del respirador, Ámbar escuchó un jadeo intermitente que se sentaba a su lado aprovechando la oscuridad. Una fatiga endotraqueal que sonaba verídica.
Lo que no podía era precisar cuándo ocurrieron esos sucesos. La satisfacción por retornar de alguna manera a un estado reconocible, duró apenas el vuelo de una mariposa. El tiempo volvió a su confusión inicial, desde que se produjo el primer disparo, cuando dejó de transcurrir como lo había hecho hasta poco antes del ataque.
No sabía si ese segmento temporo espacial entre la vida y la muerte había alterado todas sus percepciones, o era una argucia de un sueño que se prolongaba sin que ella pudiera alterar su desarrollo. Lo cierto era que desde que despertó o creyó hacerlo, esa alteración del tiempo y del espacio le provocaba una cierta desesperanza que apenas lograba controlar con esfuerzo. Guadalupe podía haber resuelto esa angustia, hubiera sido el consuelo más querido, pero ella no estaba a su lado.
El jadeo era una de las dos cosas de apariencia humana que sentía próximo a su cuerpo.
Porque estaban también las pisadas. Uno venía con las otras. El jadeo llegaba subido a las pisadas que rozaban el suelo, cuidando no hacer demasiado ruido, como quien se asoma a un abismo del que desconfía. Eran huellas que se describían alrededor de su cama, iban y venían con cierta autonomía buscando algo de la sustancia vital de Ámbar.
¿Habría algo más allá de ese resuello y las pisadas? ¿Cómo saberlo? No podía ver.
Sus ojos permanecían sellados. Los hubiese palpado para comprender la ceguera, pero sus manos volvieron a estar sujetas a las barandas de la cama. También sus piernas lo estaban por unas correas algo ajustadas por encima de los tobillos.
Movía los dedos para aliviar el calambre que oprimía las manos. Repetía el movimiento con los dedos de los pies. Sus brazos estaban algo rígidos como las piernas. La falta de movimiento le provocaba ese agarrotamiento tan molesto.
La espalda le dolía a la altura del omóplato derecho y en línea recta ese dolor llegaba al pecho. Sentía algo de frío. Estaba cubierta con una sábana casi hasta el cuello. Estaba desnuda bajo la tela y eso la angustiaba. Su desnudez la hacía sentir indefensa. Y estaba ese olor indeterminado que la confundía tanto. Algo de bodegón roñoso y de pequeño perfume medicamentoso. Una mezcla extraña que le aportaba más dudas sobre su exacta condición.
En esos momentos recordaba con precisión el disparo, el sonido primero, el golpe después y el plomo caliente abriendo ese túnel. Pero otros eventos los olvidó o simplemente se disolvieron en una amnesia involuntaria, y solo le quedó de ellos una sensación vaporosa, el sustrato de recuerdos que se habían disipado dejando apenas unos rastros. Sí, perpetuó a la primera palabra que llegó a sus labios, Guadalupe. Luego los nombres de los libros que ella le regaló días antes.
Después de Guadalupe, dijo “Parabellum” y Todesfuge”, para estar segura de que recordaba con acierto el título de cada libro. Balbuceó el nombre de sus autores, Víctor Coral y Paul Celan, en ese orden.
Cuando se oyó su voz aun siendo casi imperceptible, el jadeo se puso intenso y aceleró su ritmo.
—Está hablando –escuchó con claridad que dijo ese ser inanimado que merodeaba su cama.
Se oyó el chasquido de unos dedos. Luego una aguja penetró una vena y volvió el sueño a gobernar su mente. Se abandonó al efecto del sedante y ya no sintió ni frío ni calambres.

2

“La D” escuchó a Guadalupe sin perder detalle de su relato. El llamado al celular, el acoso, su llegada al hospital, la detención, el calabozo, la vieja y sus consejos, la muchacha chupada, (“la chica del tatuaje” como pasaron a llamarla), su salida. De todo tomó notas en su pequeña libreta.
Subrayó con doble línea la amenaza directa “Sobrecito azul de seda azul. Sacá boleto de tren para tu último viaje”. Comprendía el significado de la primera amenaza, con la segunda, dudaba.
La primera oración, la que invocaba el “sobrecito azul” era para decir “sé quién sos. De vos conocemos todo”. Pocos, muy pocos, podían saber de aquel sobre de seda azul que el ama de llaves cosió para Guadalupe ante de partir pupila al internado de las monjas. Allí la niña guardó sus pequeños cartoncitos manuscritos que luego se publicaron con el título de “Palabras como filos”, cuando ya era una mujer enamorada de Ámbar.
En ese pequeño libro aproximaba a los padecimientos que había sufrido, el monstruo de las marcas a cada lado de su pistola, se presentaba con sus babas de diablo negras, rojas y blancas.
La segunda oración que culminaba anunciando “para tu último viaje” podía representar su muerte. O la muerte de Ámbar, o su desaparición. Por entonces no podía asegurarlo, pero se inclinaba a esa interpretación.
No quiso insistir con su afirmación sobre el origen de todo lo que estaba ocurriendo. Angustiar demás a la muchacha no serviría para nada.
Guadalupe esperaba su consejo.
“La D” estaba convencida de que la Agencia estaba al tanto de que Guadalupe preparaba la denuncia contra su propio padre. Y también de lo difícil y complejo que era probar quién era ese hombre y todas sus fechorías.
La Agencia había ocultado su verdadera identidad y usando los medios subordinados a ella, presentó su muerte como la acción de un desquiciado que había querido ocultar un crimen de lesa humanidad. Vaya paradoja, el pervertido había trocado en héroe de la humanidad y había resultado muerto por alguien que deseaba desesperadamente ocultar un crimen horroroso. ​
Ella sabía que en algún lugar había suficiente documentación para defenestrarlo, pero no tenía idea de dónde estaba guardada y quién era su poseedor. Circulaba el runrún de documentos comprometedores, pero siempre desconfió si no era la propia Agencia la que hacía circular esos rumores para distraer la atención de otros casos verdaderamente más comprometedores del poder y de paso entusiasmar a algunos inocentes a buscar donde nunca hallarían nada.
No abrigaba esperanza de que en algún momento pudiera tener acceso más no fuera a una prueba que les diera a las palabras de Guadalupe la suficiente entidad como para neutralizar a la máquina de la maldad que operaba contra ella y probar los crímenes de ese hombre.
Conocía al detalle cómo operaba la Agencia cuando se proponía destruir a una persona. Y reconocía el sistema desplegado contra Guadalupe y Ámbar.
“Pérez y Pérez” bosquejó el plan, pero como partió, aspectos más que relevantes quedaron a cargo de López Teghi. Y estaba todo dicho.
“La D” no podía conocer las decisiones que López Teghi había tomado para completar el plan, pero sí podía deducirlas.

El objetivo no era asesinar a Guadalupe, tal vez a Ámbar. Matar a la hija de un prominente hombre de la Agencia era un asunto que estaba vedado, aunque como en todos los asuntos de Estado, había excepciones.
Ponerla en regla o “neutralizar el objetivo” como se decía, era lo más apropiado. Pero asesinar a su pareja no estaba prohibido. Por el contrario, eso podía considerarse aceptable si sus beneficios eran debidamente probados.
Matar a Ámbar era circunstancial. «Pérez y Pérez» sonreiría repitiendo aquella frase de Ortega y Gasset “yo soy yo y mi circunstancia” y adaptándola a otro cometido. “Yo soy yo y mato de acuerdo a las circunstancias. Yo determino, la circunstancia condiciona”.
Se trataba de un procedimiento que quedaba sujeto a la propia dinámica de la operación, aunque debía contar con las debidas autorizaciones. No cabía la improvisación en esos casos. La iniciativa personal era sujetada de todas las formas posibles. Ya que nadie puede volver de su propia muerte.
Como diría “Pérez y Pérez” “se haría lo más conveniente”. Si convenía, se la mantendría con vida, si no iría a parar al fuego que todo lo disolvía.
El propósito último era volver loca a Guadalupe, como hicieron con la madre. O al menos, hacerle creer a los demás que estaba loca. Lo más extraordinario de esa técnica era convencer a la propia víctima que había perdido la razón. En ese caso no había terapéutica que ayudara a ese desgraciado a salir de su conmoción.
La locura es un estado que descalifica por completo. ¿Quién le cree a una loca? ¿Quién espera que la palabra de una loca resulte reveladora de una verdad? Nadie. La gente común huye de la locura porque no la comprende, y lo que no se comprende, espanta. Si además de loca era una “desviada” sexual, su muerte “civil” estaba asegurada. ¡Aleluya! ¡Aleluya! Caso resuelto y al arcón de los archivos secretos de la Agencia. Top Secret y confidencial en grandes sellos rojos.
Ser loca y lesbiana, era condición suficiente para liquidar socialmente a cualquier mujer. Se apelaba a sentimientos primarios de muchas personas, esas que se apartan de las «locas» a las que temen y de las lesbianas a quienes estigmatizan.
Pruebas al canto. ¿Cómo se etiquetó a las Madres de Plaza de Mayo cuando comenzaron con sus denuncias sobre la desaparición de sus hijos? “Viejas locas”. Luego podía ser «viejas putas». Pero el mote era «viejas locas». “Viejas locas” que rompen las pelotas, “viejas locas que solo buscan guita”. Pero siempre, “viejas locas”.
Si se trata de lesbianas, se difunde la especie de qué locura y lesbianismo son enfermedades que se asocian e incluso, de no precaverse adecuadamente, hasta podrían ser contagiosas. Los prejuicios son la tierra fértil para que la ignorancia eche raíces. Siglos atrás, la hoguera hubiera resuelto el entuerto, en la actualidad, el fuego mediático podía ofrecer el mismo resultado. ¡Loca y lesbiana! ¿Qué más se podía decir?
La referencia en la amenaza al último viaje en tren bien podría tener el propósito de inducirla al suicidio, a arrojarse al paso del tren. O hacerlo ellos y simular un suicidio, un procedimiento más habitual de lo que el común de las personas sospecha. “Es tan sencillo suicidar. Si Shakespeare suicidó a Hamlet, ¿cómo nosotros no vamos a poder suicidar a un mequetrefe? “Pérez y Pérez” era contundente en su apunte. Morir es nada. Morir. Dormir. Morir. Lo dijo el gran inglés. Nada que no se pudiera recrear.
La muerte de Amanda podía ayudarlos a crear esa ideación suicida, aunque Guadalupe aún no tenía noticias de ella y menos de cómo se había producido su muerte.
López Teghi estaba decidido a usar los recursos que tuviera a mano, que eran muchos, ¡muchos! Y solía hacerlo sin demasiada pulcritud. “La D”, estaba obligada a deducir qué planificaban los maestros de la muerte elevados a la categoría de secretaría de Estado. Él estaba resuelto a no permitir que se mancillara a la Agencia por un asunto de abuso, de sexo desmedido, de alcohol y vida licenciosa, o desquicio familiar. Se apropiaría de las palabras de su enemigo, “Pérez y Pérez” que cínico decía “¿quién no tiene defectos?”
La Agencia ya había lidiado con el asunto de López Huidobro y no estaba dispuesta a que las intimidades del custodio de La Reliquia se ventilaran por el capricho de una hija lesbiana y sus socias de denuncias.
“La D” no sabía de la existencia ni de “Pérez y Pérez”, el antiguo jefe, ni de López Teghi, el nuevo.
No conocía sus maneras de pensar, de actuar y de planificar. En cambio, ellos si sabía quién era Dolores, conocían toda su vida, hasta los menores detalles, porque un equipo la había estudiado bajo la conducción del propio jefe. Seguimientos, escuchas, penetración en su vivienda y lugares de trabajo, análisis, proyección. Todo el procedimiento se había completado, la planificación fue excelente.
La operación, dedujo “La D”, contemplaba otras necesidades. Nunca se desaprovechaba una operación reduciéndola a un único fin. Ella lo sabía. La manipulación​ contra Guadalupe, además de proteger al coronel en jefe de aquella desquiciada mansión del norte, se la aprovecharía para inducir al temor en la lucha por el “ni una menos”, por la legalización del aborto y todos los derechos de las mujeres. Sembrar dudas, inventar responsables, indisponer a unos contra otros, eso también era un beneficio extra, nada despreciable. “El loco de la ruta” era parte del montaje.
“Divit e impera”​, viejo axioma de los romanos. Divide por la mentira, por el odio, por la cobardía, por la política burguesa que reúne todos los vicios. “Divit e impera”.
“Pérez y Pérez” había estudiado al detalle la aplicación de la estratagema romana de parte de los británicos en la India, donde la elevó a suprema estrategia en el arte de colonizar pueblos y naciones.
El señor presidente pergeñó la maniobra junto a asesores y consultores. Para lograr sus objetivos políticos, económicos y militares. Creyeron que podía usar alegremente una reivindicación de millones de mujeres. Ziploc, con más sabiduría, les hubiera dicho ​»muy peligroso, muy peligroso». ​Y hasta la propia Enriqueta, pa’ servirlo en lo que necesite, comprendió lo arriesgado que era organizar una maniobra de tales características en medio de una gigantesca movilización de masas. Pero el señor presidente, su alcahuete presidencial, sus asesores, su asesor estrella, Consiglieri, hasta el extraño y estrambótico “Foreign”, repetían como si oraran en misa “resignación y ‘Ndrangheta” o su superación “’Ndrangheta y resignación”. En este caso el orden de los factores sí alteraba el producto.
Una dirigente social salvó de milagro su vida cuando un sicario enviado por la Agencia le descerrajó cinco disparos a quemarropa que la hirieron gravemente, pero no la mataron. A esa, ‘Ndrangheta, mucha ‘Ndrangheta. El señor presidente estaba a disgusto con tanto reclamo y quiso dar un buen escarmiento. A veces la suerte está del lado de los pobres.
El atentado a Ámbar y su desaparición, se inscribía en ese plan. Y que el hecho no hubiera trascendido todavía a la prensa, deducía “La D”, no era determinante. Podía ocurrir o no, de acuerdo a lo que ellos consideraran necesario.
En el momento que les resultara conveniente, y si resultaba provechoso, empezaría a sonar “la orquesta” como se la conocía, hasta hacer que la noticia ocupe el mayor espacio posible de los noticieros, todos bajo la estricta tutela de la Agencia. Habladores pagados que no sabían de nada, pero hablaban de todo, se ocuparían de exponer el caso de las maneras más ridículas y perniciosas. Discépolo lo escribió con sabiduría “la Biblia y el calefón, lo mismo un chorro que un gran profesor”.
“La D”, entendía para qué habían chupado a esa muchacha de la que le habló Guadalupe, la que llamaban “La chica del tatuaje”.
No se trataba de un asunto producto de la ira machista de algunos sicarios descontrolados. La pelea entre ella y los matones fue provocada para desaparecer a la muchacha y para que Guadalupe fuera testigo de su secuestro. De ese modo, se establecía una advertencia criminal en medio de la lucha por los derechos de las mujeres. La “’Ndrangheta” no sabe de feminismos.

3

—Guada –dijo “La D” sin dejar de leer sus notas– hay que hacer la denuncia.
—¿Dónde?
“La D” quedó pensando una respuesta correcta.
—En la fiscalía que corresponde. Luego en los medios, las asociaciones, en todos lados.
—Lo que vos digas.
—¿Pero estás de acuerdo?
—Sí, sí. Solo que creo que ahora no puedo pensar con claridad. Solo pienso en Ámbar y en lo peor.
—¡Qué puedo decir! Comparto tus miedos, Guadalupe, pero si no hacemos la denuncia no establecemos un punto de partida para protegerte, saber qué pasó con Ámbar y ubicar donde está. Vos y yo sabemos quién está detrás de esta mierda y no los podemos subestimar.
—Si, lo sé –Guadalupe pareció resignada.
—No hay que dejar ningún cabo suelto.
—Tenés razón. Solo que estoy tan angustiada, no puedo dejar de pensar en lo peor.
Dolores se acercó a Guadalupe y la abrazó con fuerza. Ella no pudo contener sus lágrimas.
—Todas estamos angustiadas. Todas acá pasamos por alguna mierda de estas.
—Lo sé, lo sé.
—Lo mejor es que no te quedés sola nunca. Vamos a organizar que estés siempre bien acompañada, con dos o tres compañeras. Dejame arreglar lo de la abogada y vamos a tu departamento a buscar tus cosas y ver si encontramos algo que sea útil. Guadalupe enjuagó sus lágrimas y movió su cabeza afirmativamente.
“La D” llamó a una mujer que acomodaba un fichero.
—¡Elena!
La mujer giró para escucharla.
—¿Nuestra mejor abogada?
—Sarmiza, la única.
—Llamala, entonces.
Elena alzó su pulgar en señal de aprobación. Llamó como le pidió “La D”. No tardó mucho en ser atendida. Su explicación fue breve y le pasó la comunicación a Dolores.
—Necesitamos que vengas –“La D” reclamó su presencia–. Asunto complicado, la chica que atendiste por la búsqueda de la madre –Sarmiza preguntó si se trataba de Guadalupe–, la misma –respondió.
Dolores terminó el llamado y se sentó a su escritorio.
—En un par de horas viene. Está en Tribunales.
Guadalupe se apoyó en el respaldo del sillón y se quedó dormida.

4

Sarmiza era de mediana estatura. Rostro alargado, ojos pequeños y una afilada nariz que no la afeaba. Usaba un peinado extraño, que sostenía con horquillas distribuidas simétricamente hacia un lado y otro de su cabeza. Nadie podía imaginar cuánto tiempo le insumía distribuir tan exactamente semejante cantidad de horquillas por todo el peinado. Pero ella desistía siempre de explicar sus procedimientos para acomodar el cabello. Se notaba que tenía una cabellera muy abundante, y si bien nunca la había dejado libre de todos esos sujetadores (o nadie la había visto en púbico con el cabello suelto), se intuía que, de liberar la cabellera, esta llegaría con facilidad a la cintura.
De labios finos y boca pequeña, su lengua era rosada y algo puntuda. Los abogados varones asimilaban la forma de esa lengua a la de las víboras. A ella la comparación le resultaba indiferente.
—Con mi lengua puedo decir las cosas más terribles y hacer las más placenteras. Ustedes con sus penes no pueden hacer más que alabárselos unos a los otros. –Así les decía cuando sonreían estúpidos por la supuesta condición serpentina de su lengua.
Sus manos eran blancas y sus dedos largos, tal vez demasiado. Siempre llevaba una lapicera en la mano izquierda. Mientras escuchaba a las mujeres que necesitaban sus servicios, no dejaba de golpear con ella sobre una libreta de tapas duras y cuerina negra. No usaba anillos, los detestaba. Sí collares multicolores y aros muy grandes, llenos de cuentas coloridas.
Dolores la puso al tanto. Pero Sarmiza necesitaba detalles. Despertaron a Guadalupe que tardó en reaccionar. Dejó el sillón en donde había podido dormir ese tiempo y se acercó a Sarmiza con quien se abrazó largamente. La mujer la consoló dulcemente.
—¿Querés hablar ahora? –le preguntó a Guadalupe mientras enjuagaba sus lágrimas con su pequeño pañuelo de seda. Guadalupe respondió afirmativamente.
Y habló largamente. Detalló sobre el llamado, los mensajes, su llegada al Hospital y sobre su secuestro.
—¿Idea de a dónde te llevaron?
—Ninguna.
—¿Y después?
—Se armó el quilombo con la otra chica.
—¿Prostituta?
—Eso decía la vieja que estaba en el hoyo.
—La vieja de quien la chica te dijo que era cana.
—Esa.
—¿Entonces?
—Se apagaron todas las luces. La muchacha dejó de gritar. La vieja se fue a un rincón y yo me acurruqué lo que pude. Hubo unos ruidos, como si la golpearan y luego como si arrastraran algo.
—A la piba.
—Ella desapareció.
—¿Alguna seña de la chica?
—Parecía muy joven pero gastada. Teñida de rojo, usaba un vestidito azul y zapatos de taco aguja. Tenía un trébol negro tatuado en la teta izquierda.
—¿Segura?
—Segurísima. Se lo vi cuando ella me abrazó para decirme que la vieja era cana.
—Muy bien –Sarmiza suspiró largamente–. ¿Luego te largaron?
—Sí.
—Así, sin más.
—Me afanaron todo, billetera, documentos, llave, teléfono.
—¿Después? ¿Incidente en la calle? ¿Algún quilombo inesperado?
—Ninguno. Corrí al hospital a buscar a Ámbar.
—Al hospital de donde supuestamente te llamaron.
—Sí.
—¿Y ahí te dijeron que Ámbar nunca estuvo?
—Que no entró nunca una mujer baleada. Me hablaron de una vieja, pero la verdad que estaba tan mal que no me acuerdo el nombre ni nada. Dijeron que era una vieja, que la iban a operar o la habían operado.
—¿Quién te dijo que nunca entró una mujer baleada?
—La mujer de la recepción.
—Una empleada o la jefa de admisiones.
—Una empleada.
—¿No consultó con nadie?
—Sí, sí. Habló con admisiones, con cirugía y hasta llamó a la morgue.
—¿A la morgue?
—Si, a la morgue.
—Y nada.
—Nada.
—Tenemos que preparar un escrito –Sarmiza miró directo a los ojos de Guadalupe–. Quiero que te sentés en ese escritorio y escribas con detalle todo lo que me contaste. Todo. Tratá de no olvidarte de nada. Todo, todo. Tiempos, horas, palabras, gestos, discusiones, gritos, todo. ¿Me entendiste? Necesito todos los detalles.
Guadalupe respondió afirmativamente.
—Voy a hacer un par de diligencias. Cuando terminés me avisan por teléfono y vengo. Voy a averiguar qué fiscalía está de turno. Siempre es necesario saber con qué bueyes se va a lidiar. Hay mucho hijo de yuta con título de abogado.
Mientras Guadalupe se acomodaba para empezar a escribir, Dolores acompañó a Sarmiza hasta la calle.
Sarmiza estaba sería, circunspecta. Dolores la miraba con aprensión.
—Che, “D”, muy de servicio todo esto.
—Es lo que está atrás de esta mierda.
—Quiero decirte que para mí, Ámbar, si no está muerta es porque tiene un Dios aparte. Cuando te chupan es porque sos boleta, si no te blanquean enseguida. Te lo tengo que decir así, a lo bestia, vos me conocés para que no hagamos pendejadas. La otra del trébol supongo que también es boleta. Aprovechan este quilombo de la ley del aborto para hacer cualquier porquería. ¿Guadalupe aguantará? Va a haber muchas malas noticias en este asunto.
—La vamos a ayudar, pero ¡qué te puedo decir! Esta chica tuvo una vida de mierda con ese padre.
—Me dijiste.
—No te dijo lo de los libros.
—¿Qué libros? –Sarmiza preguntó sorprendida.
—Guadalupe le regaló a Ámbar dos libros. Y alguien los dejó en la puerta de la Asociación a su nombre. Elena los llevó a su escritorio porque pensó que se trataba de una encomienda de alguna hermana para ella. Cuando Guadalupe abrió el paquete encontró que eran los que le había regalado a Ámbar.
—¿Están seguras de que son los mismos libros?
—Guadalupe le pegó un papel a cada uno con pedazos de un poema de García Márquez. El poema lo escribió ella a mano con su lapicera fuente. No hay ninguna duda de que es su letra. Son los dos textos que escribió para Ámbar.
—¡Qué tipos de porquería! ¿Tenés idea que quieren?
—Guadalupe estaba juntando datos para denunciar al padre. Suponemos que la Agencia lo sabe porque saben de todo. Nos espían, pinchan los teléfonos, leen nuestros emails…
—Lo de siempre.
—Lo de siempre –confirmó Dolores–. El tipo es una especie de prócer por qué no sé qué mierda hacía en un campo de concentración en el norte.
—¿De la dictadura?
—No. Muy antiguo. Allí los españoles mataron a todos los originarios y los terratenientes mataron cientos de peones. Yo nací en un poblado cercano y esa era la leyenda que circulaba. Pero Guadalupe cree que tenían prisionero a alguien muy importante del que nunca pudo saber su identidad. Escuchó sus sonidos, su carraspera, su modo gutural de estrujar las cuerdas vocales y el redoble de unos dedos artríticos sobre lo que parecía una tablita de madera.
—Dolores, vos sabés que lidiar con un macho es complicado. Con fiscales y jueces machistas, también. Pero con la Agencia es un tremendo quilombo.
—Lo sé, lo sé. ¿Pero qué vamos a hacer?
—Lo mejor que podamos. Sororidad. Inmensa sororidad. Pero el asunto no va a ser jurídico, tiene que ser político. Mi sororidad para el quilombo. Que no se la lleven de upa. Lo judicial lo manejamos, pero por ahí es camino muerto. Ponen testigos, sacan testigos, matan testigos. Lo de siempre. Vos lo sabés. Así que prepará todas las minas para armar un gran quilombo. Llamá a periodistas, a actrices, no sé, llama a quien carajo sea, pero vas a precisar mucha artillería, sino, la van a hacer mierda.
—Voy a tocar todos los timbres. Tal vez logremos algo.
—Si le salvamos a vida a esta chica, date por contenta. –“La D” se frotó el rostro con ambas manos. Sarmiza se despidió.
—Me voy a ver unos amigos para ver qué me dicen del fiscal que nos toque.
—Cuando Guadalupe termina te llamo.
—Nos vemos.

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