Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 13, «Angelus»

XIII

Ángelus

1

Ziploc atendió el teléfono de comedido, de eso se ocupaba el viejo que estaba todavía sentado en un rincón, viendo las sombras pasar y pasar hacia ningún lado. A la cueva solo llamaba el enlace y lo hacía únicamente para transmitir una orden. Supuso que era él para avisar de un nuevo trabajo. Y así era, pero el “trabajito” era para Enriqueta que aguardaba ansiosa noticia de alguna mercadería nueva. Su última incursión había sido un fracaso.
El hombre le pasó la llamada. Ella atendió con premura y escuchó con atención lo que el otro le decía sin darle oportunidad de meter bocadillo. Al terminar la comunicación estaba demudada. Como si le hubiesen anunciado su inminente muerte o algo de peores tristes consecuencias.
—¿Otro bagrecito? –Ziploc le preguntó con ironía.
—Un ángel.
—Los ángeles no tienen sexo – “Foreign” trató de ser gracioso.
—Pero tienen boca –Enriqueta le hizo un gesto obsceno que el hombre tomó a risa.
—¿Y la trola? –Ziploc preguntó solo por meter la cuchara.
—Viene un equipo para ese asunto –dijo el viejo.
—¡Qué bueno, viejo! Me voy a buscar a mi angelito.
—No, no. Vas con el equipo a entregar el paquete. La preparación, como lo pidieron, es asunto tuyo.
—¿Y por qué lo le dan ese encargo a este zapallo? –Enriqueta señaló al extranjero.
—¿Hace falta que te lo diga?
Ziploc miró a la mujer algo exaltado, luego a “Foreign” que jugaba con su Glock como si se tratara de un juguete.
—Yo tengo que ir a buscar mi mercadería. Este puede hacer el laburo de cirujano. La mina no puede ni moverse, no va a salir corriendo.
—¿Vamos a cagar otra? –reprochó Ziploc–. ¿No te alcanza con una? Le tiró a la lesbiana con una nueve y la dejó viva. –Puso los dedos en “v” para indicar que le tiró dos veces y falló–. Si le damos un bisturí capaz que se corta el pito él mismo. No confío en este tipo, puede hacer un enchastre en toda la cueva.
Enriqueta se tomó la cabeza con ambas manos. Frotó su cara con desesperación. Las oportunidades no abundaban y esa, le dijo el enlace, era de las buenas. La “misa” ya estaba organizada y hasta habían conseguido una “iglesia” con un amplio altar donde el “ángel” descansaría hasta el descarte. Los invitados eran varios altos jerarcas, todos apasionados estudiosos de textos religiosos. No se los podía defraudar y el enlace repitió con voz ronca “defraudar”, y para embromarla le conjugó el verbo como si fuera un experto en asuntos del idioma. “Yo defraudo, tú defraudas, él defrauda”. Luego le dijo algo que sonó a una última advertencia, de esas que no deben nunca ser desoídas.
—¿Defraudar? ¿Cuándo mierda los defraudé con la mercadería?
—Controlate Enriqueta Martí pa’ servir en lo que pida, que no hablás con tu macho –el enlace, un oficial superior, le dijo para que no quedara duda de quién mandaba.
—Enriqueta Martí, pa’ servirlo en lo que necesite. Si lo vas a decir, decilo bien.
—Como sea. Ocupate de lo que te dije porque si no, no vas a servir ni para cebar mate.
—Tengo que arreglar otro un asunto y me ocupo de tu ángel.
—No es mi ángel, yo no me como pendejos. Es para gente importante. Ocupate de lo que te tengas que ocupar y no hagás cagadas. Tengo a los fieles pendientes de tu angelito. Si me cagás el asunto, en persona me voy a ocupar de tu velorio. –El enlace terminó la comunicación.
Ziploc se sentía feliz de observar el rostro de Enriqueta, la boca torcida, los ojos desorbitados, las orejas enrojecidas. La ira la desfiguraba por completo. Ella había perdido toda compostura.
Lo sacó a “Foreign” de su jueguito con un grito agudo y corto como un disparo de un calibre pequeño.
—¡Vos, extranjero! –el hombre la miró confundido–. ¡A vos te hablo, nabo!
—¿Señora? –Ziploc soltó una carcajada al escuchar la palabra “señora”.
—Sí, señora, ¿alguna objeción? –Enriqueta le preguntó desafiante y esperando un pretexto para comenzar una trifulca.
—No. Sentido del humor, nada más –Ziploc sabía mofarse con cuidado cuando lo deseaba. Ella detestaba esa forma altanera de burlarse y mucho más cuando la miraba como si fuera un ser inferior.
No erraba la apreciación. Ziploc la consideraba un ser inferior, algo más que un primate, pero menos que una persona humana. Había hecho un gran esfuerzo por imaginarla sin ropas y comprender su verdadera anatomía y no pudo. “No, no”, se dijo, “no es humana. Debe de haber algo cierto de eso de la lombriz, tiene cara de insecto”.
Un mestizaje entre un primate, un homínido y una lombriz. Pero cuando conoció al “Foreign” debió reconocer que él sí representaba a un eslabón perdido entre los primates y los hombres. Escucharlo lo convenció de que, entre ella, una mestiza de caderas amplias y senos abultados, y él, Ziploc, un hombre con todos los atributos que se suponía correspondían a su género, debía haber otro escalón en la cadena evolutiva porque el extranjero no encajaba en ningún estereotipo. “Foreign” bien podía ser ese eslabón perdido en la evolución y que tanto había inquietado a los antropólogos.
Había venido a dar a esta tierra donde solo un hombre como López Teghi, con su planilla de Excel como toda compañía y todo razonamiento, podía tenerlo en cuenta por satisfacer el pedido del Consiglieri. Pero “Foreign” era algo más que un recomendado. Era un protegido del “consultor”, de Consiglieri, y como cualquier protegido gozaba de prebendas a las que ni Ziploc, Enriqueta o el viejo accederían nunca. “Privilegios de alcahuete”, diría “Pérez y Pérez” si no estuviera de ronda por el mundo. Concesiones de la diplomacia entre Agencias. Por un “Foreign” algo se recibía a cambio. Lo sabrían allá arriba, en las alturas del poder.
Ziploc no era fácil de convencer. Él insistía, que con “Foreign” la Agencia no ganaba en calidad, aunque reconocía que sí en variedad, y tal vez ese era el secreto. Lo decía con simples palabras: “un poco idiota, un poco inútil, un poco y otro poco”. «Algo”, «coso», «eso». Como a los objetivos, podía despersonalizar el “Foreign” y entonces asimilarlo a algún ensayo que la Agencia exploraba vaya a saber con qué fines.
Enriqueta creyó encontrar una solución al problema de cumplir con la preparación de la entrega. Deshacerse de Cindy (con “y”, como repetía mirando de soslayo a Ziploc, quien no podía asociar la “y” al ridículo nombre de la moribunda), para luego ir en busca de su ángel para la misa negra.
Le ordenó a “Foreign” cargar a la muchacha para depositarla en el baúl del automóvil. El viejo advirtió la maniobra. El viejo no se lo permitió.
—Che, no se corten solos. Tenés un jefe, bajá un cambio. Esperá al equipo que viene para esta changa; ellos la van a transportar en su camioneta, deben saber dónde. Por ahí ya tienen orden de cómo. Hay que preparar la entrega –le dijo y pasó su dedo por la garganta. Enriqueta lo miró azorada.
—¿Y cómo hago ahora? No tengo tiempo.
—Esperá y te digo. Cuando vengan los muchachos los consulto y vemos qué dicen ellos. Ya deben de estar por llegar.
—Estoy apurada, viejo, el que me llamó es un pesado y me tiene ganas.
Ziploc rio descaradamente.
—¿De qué te reís, boludo? –Enriqueta lo increpó con ánimo de pelea.
Ziploc se encogió de hombros, su risa fue suficiente.

2

El viejo pareció querer hablar, pero volvió a su prudente silencio. Había que esperar que llegara el equipo que iba a solucionar el problema de la prostituta. Pero Enriqueta parecía no escuchar lo que él le decía y Ziploc aprovechaba para embroncarla con sus burlas. “Foreign” estaba distraído, tomando notas en su pequeña libretita de hojas blancas.
El viejo recibió el llamado que estaba esperando. Chasqueó para llamar la atención de la mujer.
—Vino el equipo. Voy a hablar con ellos.
Salió por una lateral al garaje donde acababa de estacionar una cuatro por cuatro, nueva, hermosa, con caja cubierta atrás.
Uno de los hombres, eran tres, bajó y saludó con estima al viejo.
—Que dice, master, qué gusto verlo.
—Acá, padeciendo la extranjería
—Ustedes no se privan de nada.
—Para todos los hombres que quieran habitar el suelo argentino
—Está como el Alfonso. Es la famosa lluvia de inversiones, llegan chucherías de todos lados.
—Yo dije lo mismo.
—Vio, master. País generoso.
—País generoso. La “Barcelona” va con ustedes.
—¿La “Barcelona”? Está buena. Por ahí ligo algo.
—No lo creo.
—¿Ruda?
—Por ahí es virgen.
—¡Seguro! Como la Moria Casán.
—¡Acá ni la nombres!
—¿Qué tienen contra la Moria?
—Otro día te lo explico.
—Esa no se va a hacer la santa, si es la que junta los pendejos para los viejos pedófilos.
—Dice que no coge porque es como la lombriz.
—¿Las lombrices no cogen?
—No sé, nunca se me dio por invitar a ninguna lombriz a la cama.
El hombre sonrió y buscó con la mirada a Enriqueta.
—¿Y la amiga?
—Ahora la mando. ¿Tienen orden de pasar por el consultorio?
—¡Sí, master! Todo arreglado.
—Porque la amiga estaba ansiosa.
—Acá tengo algo para calmarle los nervios.
—Cuidá que no te la arranque.
El viejo llamó en voz alta.
—¡Enriqueta! ¡Vamos! –Ella lo miró desde el salón–. Primero al consultorio y después a la entrega. –Ella alzó su pulgar en señal de aprobación.
Salió al garaje acomodándose la ropa.
—¡Barcelona! –la saludó el pretendiente. Ella ni respondió el saludo. El viejo le dijo “te dije”.
—En el viaje afloja, master. En el viaje afloja.
—De ilusiones también se vive. –Enriqueta dijo para desdecir al otro–. Fanfarrón de mierda.
—Entre tajo y tajo, se trabaja a destajo. –El hombre sacudía su pelvis de atrás hacia adelante, simulando una enérgica copulación.
—Negro, siempre hablando boludeces, vos. –Lo miró sin demasiado desprecio.
—Te iba a invitar a salir esta noche.
—Justo esta noche.
—Un poquito de relajo hace bien al trabajo.
—Puede ser, porque sos un relajo.
—¡Qué mujer! –exclamó el pretendiente–. Así te la van a comer los gusanos.
—Vos nunca me la vas a tocar. –El hombre carcajeó con fuerza.
El matón abrió la caja de carga. Enriqueta le ordenó a “Foreign” que la ayudara a depositar a Cindy en la cuatro por cuatro. La mujer se retorció lo que pudo, pero estaba tan agotada que no podía ofrecer mayor resistencia. Por el borde del escote se podía ver el trébol negro de cuatro hojas tatuado sobre su blanco pecho.
—Si no se muere asfixiada esta mina es inmortal –dijo Enriqueta.
Uno de los rufianes que no habían salido de la camioneta la saludó con familiaridad.
—¿Cómo le va, estimada “Barcelona”? Tanto tiempo sin saber de usted.
—Queriendo sacarme esta mierda de encima.
—¿Lo dice por el amigo? –“Foreign” rio tontamente.
—¡No! Por esta fulana.
—Primero vamos al consultorio y resolvemos el formato. Luego a la entrega y listo. Está todo bajo control.
—Es que estoy apurada, tengo otro quilombo.
—¿Otro quilombo? ¿Se los busca, amiga?
La risita hiénida del extranjero se coló en la camioneta y allí quedó, como queda un perfume equivocado.
—¿Cargaron? –preguntó el viejo.
—Sí, master, todo listo. –El jefe del grupo se puso al volante. Enriqueta se sentó atrás, junto a un tercero que integraba el grupo y que no la saludó ni le dirigió la palabra. A ella, ese, le cayó en gracia. “Mejor callados, así no dicen pavadas”.
El viejo los despidió como si fueran de excursión.
—Buen viaje, muchachos. Un corte, una quebrada y ¡volvemos!
—Chau, master. Cuídese. Salúdeme al Ziploc de mi parte.
—Serán dados los saludos.
Enriqueta saludó con su mano como si a alguien le importaran sus saludos.

2

Tal vez dos o tres horas después (el tiempo transcurría de un modo extraño en la cueva), Enriqueta volvió agitada, lista para salir de cacería. “Foreign” en esa oportunidad iría con ella. La mujer no vio con buenos ojos la compañía del extranjero. El viejo le dijo que era orden superior. El propio López Teghi ordenó que “Foreign” debía participar de la expedición. Explicó algo del experimento, pero el viejo ni le prestó atención al que la transmitía el mandato. Para él, hombre educado a la antigua, todo era muy estrafalario. Experimento, buenas ondas, mantra, nueva política. Demasiado para un hombre que esperaba jubilarse de una buena vez. Especulaba con que “estos hijos de puta” no eleven la edad de jubilarse en cinco años. Si eso ocurría estaba fregado. Moriría agarrado a una pistola nueve milímetros o peor, a un PC escribiendo informes anodinos.
Cuando el viejo le transmitió la orden de López Teghi, Enriqueta dudó. Su duda era entendible. ¿Por qué le ponían de compañero a un tipo que había fallado a quemarropa, dos veces –Ziploc siempre ponía los dedos en “v” para remarcar que falló “dos veces”–, y dejó viva a una lesbiana que debería estar muerta, bien muerta?
¿Cómo podía haber fallado “Foreign” en un crimen tan simple? Debía preguntárselo. Quería preguntárselo, pero temía que el otro se amparara en la protección de Consiglieri o del propio López Teghi y le dijese “qué te importa”, o algo peor, fuera con una alcahuetería a sus patrones y se comiera un sumario por bocona. Eso sería un gran inconveniente.
Por otra parte, “Foreign” era muy capaz de comenzar con su interminable perorata sobre la nueva política y farfullar sobre sus incontables éxitos internacionales. Abominaba esa mezcla de soberbia y charlatanería que, hasta conocerlo, solo atribuía a algunos porteños de Buenos Aires.
El viejo les dijo que se apuraran, porque si se perdía la mercadería iba a haber problemas. Señaló a Enriqueta y le dijo:
—¡Vos! Vas a tener problemas.
Ella asintió y le rogó a su compañero que no perdiera tiempo. Subieron al auto y a toda velocidad salieron hacia la avenida que llegaba casi en línea recta a la zona de las quintas.
El automóvil avanzaba sin mayores obstáculos. El hombre prestaba atención al paisaje ciudadano en dirección al suburbio. Conocía poco del conurbano bonaerense, casi nada. Su esfera de acción estaba restringida a las inmediaciones de la casa de gobierno en donde prestaba sus servicios su protector, Consiglieri, quien le había prometido con entusiasmo que lo haría conocer al mismísimo señor presidente en persona. Eso sería cuando terminara su investigación, para la quedaban algunas semanas todavía, y sería antes de partir los dos a verse con Scrotus, que los esperaba en Washington para conocer de primera fuente todas las novedades.
Enriqueta no comprendía las razones por las que Consiglieri lo trataba con tanta familiaridad y entusiasmaba al propio señor presidente con una conversación con él. Decían que, hasta el alcahuete ministerial, hombre aburrido, gélido y sin la menor gracia, lo admiraba y prometió consultarlo por algún asunto si lo creía necesario.
Para ella, “Foreign” no era mucho más que un inútil, un vividor arribado a esta nación del fin del mundo y de quien nadie conocía mucho más que sus escasos comentarios sobre sus trabajos anteriores. Por algo la “Rubia república calzón de lata”, del barrio de la Recoleta donde vivía, clamó porque maten a su mentor, Consiglieri. Enriqueta se hubiese ofrecido como instrumento para cumplir ese deseo y de paso, acabar con su protegido. Dos por uno, era negocio.
Se trataba de una pelea entre compinches, como tantas otras. La sangre entre la “Rubia república calzón de lata” y Consiglieri nunca llegaría al río.
Enriqueta, aburrida del silencio, del olor a jabón de tocador del hombre y de su jadeo, le habló no tanto por pasar el rato, sino por comprender con quien estaba a punto de completar su nueva captura. Miró a “Foreign” y él captó su mirada.
—Y un tipo tan… tan… –Enriqueta no encontraba la palabra correcta– tan protegido con una personalidad como Consiglieri, ¿qué hace metido en este grupo de tareas?
“Foreign” chilló hiénido como era su costumbre.
—¡Jiji! ¡Jiji! –rio y la miró como si observara un espécimen en extinción. Se tomó su tiempo para responder. Lo que tardó en hacerlo desorientó a la mujer que esperaba un diálogo ágil con su acompañante.
A “Foreign” le gustaba tomarse su tiempo para responder a cualquier pregunta. Como Ziploc, también creía que ella no era completamente humana, o que una parte de su biología no tenía que ver con los verdaderos homos sapiens-sapiens. Era una digresión racista, era cierto, pero el racismo podía justificarse de diversas maneras. Tal vez machista, incluso patriarcal, tal vez herencia de sus ancestros. No lo sabía. En cambio, estaba seguro de que, a diferencia de su desprecio hacia Enriqueta que era racional y no emocional, en Ziploc se sumaba a ese desprecio ruin, el racismo, el machismo y la religión, una amalgama letal si se le permitía manifestarse de manera completa. En cuanto a sus opiniones sobre Enriqueta, nunca se había atrevido a compartirlas con ese hombre hercúleo, porque le temía francamente.
Lo de Enriqueta podía explicarlo fácilmente. Luego de observar su comportamiento durante algunos meses de trabajo, consideraba que ella tenía aún resabios de la guerra fría en su química básica, y eso la hacía parte de un pasado superado. Sus gestos, ciertos vocablos que repetía sin completa conciencia de ello, la manifestación de sus anhelos a través de las armas, el crimen como sistema único de perpetuación del poder. El siglo XXI, así, aparecía como una mala repetición del siglo pasado que, para él, cómo le había enseñado su maestro, había terminado con el derrumbe del Muro de Berlín, cuando se desplomó la Unión Soviética. Igual que Consiglieri, “Foreign” no quería ni oír hablar de imperialismo, socialismo, comunismo. “Rémoras del pasado”, afirmaba irritado y consideraba todas esas categorías un histórico error de la humanidad cuya perpetuación demostraba una completa incomprensión del devenir histórico.
El capitalismo había triunfado y eso era una verdad incuestionable. Un dogma de la modernidad. No como la virginidad de la Virgen o como la transubstanciación del vino en sangre, eventos para los que solo se podía creer a través de una fe ciega.
La nueva doctrina, la nueva eucaristía del siglo XXI, era menos estrambótica. Más pragmática. Cómo diría Santo Tomás de Aquino –le escuchó decir “Foreign” en más de una oportunidad a Consiglieri–, a esa doctrina moderna no se llegaba por la autoridad de los sentidos, sino por la pura fe propositiva. Casi como una reelaboración del positivismo desarrollista.
Fe en la plusvalía y en la autoridad del capitalismo triunfante del que emana la verdad como del manantial el agua pura. Así de simple pero verídico.
Pero Enriqueta, al mismo tiempo y como muchas especies, reflexionaba “Foreign”, mostraba cierta capacidad de adaptación a los nuevos eventos de la sociedad moderna. Era su toque globalizado, la regeneración de tejidos necrosados en un nuevo ambiente de desarrollo, una novedosa sopa química, ideológica y cultural que la realimentaba modificando su parte de delincuente que tanto la caracterizaba. Una metamorfosis en clave de la globalización. Y ese era un hallazgo poco común.
Ziploc, en cambio, carecía de ese entusiasmo modernista. Él era rígido, esquemático, constreñido a códigos y fórmulas establecidas tal vez cincuenta años atrás, o mucho más. Era “ricchierano” en su composición básica y eso estaba perimido, como el antiimperialismo, el “populismo” o el comunismo. Así pensaba el “Foreign” alentado por las ideas transformadoras de Consiglieri.
Para él, ella podía captar rápidamente la simbología del crimen político al servicio de los nuevos paradigmas sin mezquinar su compromiso físico. Y eso era un instrumento invalorable, dependiendo de las circunstancias políticas, su utilización. El compromiso físico, con una mediana inteligencia provista de los prototipos correctos, era la llave de los próximos éxitos. En cambio, Ziploc todo lo hacía pasar por el tamiz de sus prejuicios resumidos en viejos paradigmas impregnados de conceptos más religiosos que científicos.

“Foreign” lo había conversado con el alcahuete presidencial cierta tarde que acompañó a Consiglieri a una tertulia política. En esa oportunidad le transmitió sus consideraciones sobre el trabajo de esos grupos de tareas. “Esta clase de personas deben existir, pero no sobreabundar”. La palabra “sobreabundar” llamó la atención del alcahuete, tanto que incorporó esa palabra a su pobre lenguaje institucional. El análisis de la “sobreabundancia” permitiría armonizar al alcahuete presidencial ciertos argumentos sobre la globalización que entraban en contradicción con otros que se habían repetido hasta ese momento. “Sobreabundancia” de riqueza, “sobreabundancia” de materialismo, “sobreabundancia” de negativismo. Buena perspectiva para esclarecer asuntos pendientes.
También le dijo que el poco tiempo que había podido dedicar a la experiencia del crimen estatal, lo inclinaban a creer que, precisamente, su sobreabundancia era tan inadecuada como contraproducente, que facilitaría que la oposición identificara a la actual administración con los años del general-presidente, y eso era algo que podía resultar verdaderamente decepcionante. Por esa miopía política, insistía Consiglieri, murieron antes de nacer puntos finales, indultos, obediencias debidas y dos por uno en clave de muerte. No cabía insistir si se era medianamente razonable. “Buscar alternativas” era lo aconsejable.
Al contrario de lo que creía Ziploc, si “Pérez y Pérez” hubiese conocido a “Foreign” se habría interesado en su conversación. No por sus fallos, pero sí su explicación meticulosa de su teoría de la polarización y la retroalimentación.
Como el extranjero, “Pérez y Pérez” sabía que la música que se podía escuchar no era la del golpe de las aspas de un helicóptero contra el viento sobre el río antes de arrojar seres vivos a su tumba de aguas turbias. Esos sonidos habían alcanzado la suficiente metamorfosis como para que los más inexpertos no pudieran reconocerlos. Manipulaban las palabras y la renovación de los bullicios, de ese modo el “Nunca más” regresaba en una ilusión que los nuevos engranajes de la muerte habían superado hacía algunas décadas.
Ellos estaban en el sustrato más profundo del Estado y allí permanecían también adaptándose a las nuevas exigencias.
—Che, extranjero –chilló Enriqueta– te hice una pregunta.
—Ah, sí, sí. Si, si… –“Foreign” volvió a callar.
—¿Me estás gastando?
—No, no. Para nada. No, no –dijo el hombre quien volvió a guardar silencio.
—¿Y entonces?
—Y entonces, cómo explicarlo. Lo mío es práctica, investigación, lógica pura. Semiótica. Tengo un gran maestro.
—Consiglieri.
—Consiglieri –confirmó el hombre.
—¿Y entonces?
—Experimento –respondió “Foreign” suelto de lengua.
Enriqueta quedó pasmada. No entendía de qué le hablaba el otro.
—Experimento.
—¿Sos un experimento?
—Yo no, ustedes. –“Foreign” fue preciso en su respuesta.
—¿Nosotros? ¿Yo? ¿Ziploc? ¿El viejo?
—No, no. No ustedes tres. Ustedes, todos ustedes, todos. Esto es un experimento. Eso es y en eso trabajamos con el maestro.
—¿Y por eso fuiste a matar a la lesbiana?
—No, no. Fue para darle dramatismo a mi propia experiencia. Magnífico. Aborto y crimen. Polarización y retroalimentación, se llama. –A la mujer le costaba comprender.
—Pero la cagaste, la tipa sigue viva. Mirá el quilombo que hay ahora.
—Eso no importa, eso no importa, eso es circunstancial, ¿me comprendes?
Pero Enriqueta no lo comprendía.
—Explicame genio, yo soy bruta.
—¡Jiji! ¡Jiji!
—¿Jiji? ¿Jiji?
—Yo inventé lo del aborto.
—No, papá, el aborto es viejo como el agua.
—¡Jiji! ¡Jiji! No me refiero a eso. Yo le propuse a Consiglieri la campaña, la ley.
—No, papá, esa campaña tiene como treinta años.
—Al uso, digo, al uso. –“Foreign” mostraba cierto disgusto porque la mujer no acertaba a comprender sus palabras–. Se vota en Diputados, pierde en Senadores. Meses y meses discutiendo por algo que no puede ser aprobado. ¡Simple! De paso pierde el papa peronista, al que odiamos de verdad, tanto yo como Consiglieri, en eso somos sinceros. ¡Jiji! ¡Jiji! ¡Jamás va a poder venir a la Argentina! ¡Jiji! ¡Jiji! Y nunca se va a aprobar la ley. ¡Jiji! ¡Jiji!
—Te podés dar la mano con Ziploc, que odia al papa.
—No es el mismo odio. El de Ziploc es religioso, dogmático, el nuestro es filosófico. El odio tiene muchas formas.
Enriqueta recordó a Ziploc diciendo una y otra vez al ver la marea verde avanzar y avanzar hasta rodear al Congreso, “estoy es muy peligro, esto es muy peligroso”.
—Ziploc dice que todo eso es muy peligroso.
—¡Bah! Temores infundados. Ziploc no pudo abandonar el pasado. –Una reflexión curiosa, para Enriqueta.
—Pero che, ¿y si sale mal?
—No hay problema, no hay problema.
—¿Cómo que no hay problema? ¿Dos millones de minas rompiendo las bolas y vos decís que no hay problema?
—¡Jiji! ¡Jiji! No hay problema, todo tiene solución.
Enriqueta suspiró disgustada. No estaba segura de que lo que “Foreign” decía tan liviano tuviera cierto sostén en la realidad.
—Y según vos, ¿cuál sería la solución?
— ‘Ndrangheta. –“Foreign” miró a la mujer con absoluta picardía. Estaba seguro de que ella no sabía de qué le habla.
—¿Y eso con qué se come?
—’Ndrangheta y resignación o si se prefiere, resignación y ‘Ndrangheta. Mucho de ‘Ndrangheta y algo de resignación. Simple, ¡jiji! ¡jiji! El problema es la proporción. Todos los asuntos de la vida, incluso los de Estado, se pueden resolver con la combinación de dos sustancias extraordinarias, ‘Ndrangheta y resignación.
—¿Todos?
—Todos.
—A la que llevamos para terminar el laburo, ¿qué proporción le tocó?
—’Ndrangheta, mucha ​’Ndrangheta.
—No suena bueno.
—Depende. Lo que no fue bueno para ella lo fue para nosotros. Dualidad de los fenómenos empíricos.
—Muy difícil lo tuyo –respondió Enriqueta, que no había comprendido ni media palabra.
—No importa. Solo se trata de acertar en las cantidades adecuadas de ‘Ndrangheta y resignación. No te puedo decir cuánta resignación tuvo la mujer esa, pero sí cuánta ‘Ndrangheta. Es apenas una ecuación aritmética.

3

La tarde adquirió la atmósfera de una vasija de barro. Y su color terroso convirtió los paisajes en una repetición monocroma de la tierra reseca. Había un olor extraño entre los pastos, un perfume a metal, a papel desgarrado, a lágrimas y alambre. Era un olor salido del pozo ronco de agua turbia en que se lavó lo que parecía un diamante y era apenas un trébol.
Enriqueta detuvo la marcha del automóvil por un momento. Abrió el sobre que le entregó el viejo antes de partir sin que “Foreign” lo apreciara. Leyó lo que estaba escrito en un pequeño papel y luego lo llevó a su boca, lo mascó con ganas y lo tragó. “De aquí nadie saldrá limpio”, se dijo y se rio de su humorada.
Llegaron donde los esperaba Gloria. La mujerona gorda y petisa los sospechó aproximarse por la calleja interna de las quintas. A los matones del terrateniente no los vio, pero los supuso. Los guardias agazapados en los matorrales contemplándolos machete en mano, la pala cerca, la primera tierra donde enterrar secretos.
Pero no hizo falta ninguna pelea; les dijo el capataz que era gente de amistad con el patrón y que harían sus cosas como era costumbre. Allí no había razón para hacerse presente. La transacción se haría donde la tierra se hacía como un agujero donde cabía lo que fuera posible hasta que surgieran las aguas y se llevaran a borbotones todos los acontecimientos allí depositados, para luego arrojarlos a la desembocadura del verdadero río. Entonces podían flotar a la deriva el pan olvidado, la lámpara asustada que pereció su luz, la circunstancia del cuchillo y el gusano temblando entre la carne negra. Para entonces, nadie sería testigo y la historia tan amarilla como la infección profunda en el tajo mortal de un desdichado.

4

Enriqueta lo vio apenas asomó su carita detrás de la mujerona gorda y petisa. El niño la llamó a la mujerona por su nombre. Llevaba un raro amuleto alrededor del cuello. Eran tres piedras no gemas con tres nombres escritos con una lezna de hierro.
“Lilit”, dijo el niño y ella volvió la vista a él para observarlo sin dejar de sonreírle. Le reclamó que repitiera tres nombres, pero él no podía ni pronunciar palabra, estaba tan aturdido como ido.
— Snvi, Snsvi, Smnglof –le dijo– pero no encontró eco a sus raras palabras– así te irá –lo condenó. Y lo apartó de su lado con un empujón.
—¡Lilit! –gritó el niño y llamó la atención de todos. Enriqueta no conocía ese nombre. Ella la llamaba con otros, distintos. Podía decirle “gorda” o “petisa” o gorda y petisa” y otros siempre despectivos.
Pero el niño la llamó Lilit y, por si alguien no había escuchado su pequeña voz, lo repitió con toda la fuerza que obtuvo.
El “Foreign” hizo un gesto de aprobación y tomó unas notas en su libretita de hojas blancas. “Lilit, Lilit”, murmuró satisfecho. La cosa religiosa le pareció una curiosidad. Él era un agnóstico hecho y derecho.
—¿Vale la mercadería? –la mujerona que había adquirido de repente el nombre Lilit preguntó. Su rostro estaba iluminado por una amplia sonrisa.
—Ni qué decirlo –Enriqueta aprobó con satisfacción.
—Tu misa será un hallazgo. ¿Y a mí qué me tocará? –La mujer hizo la seña del dinero con sus dedos, tratando de llamar la atención de Enriqueta, que no dejaba de escudriñar al niño.
—El precio es el acordado –le dijo y se desentendió del fastidio de la mujerona.
—¿No vale algo más? –La proxeneta quería sacar mejor partido por la belleza del párvulo– ¿No merezco algo más? –insistió con las señas del dinero frotando sus dedos.
—Yo no fijo los precios, ya lo sabés. Donde manda capitán, no manda marinero.
—Pero este es virgen –explicó su reclamo.
—Por mí puede ser virgen como la de Luján, pero como yo no me lo voy a coger no me interesa el precio. Hablá con quien corresponda.
La mujerona reclamó el efectivo, pero Enriqueta le recordó que esa no era su área. Ella pertenecía a los grupos operativos y no tenía compromiso con la administración.
—Mandá por donde sabés tu factura. Yo solo transporto el paquete, no manejo dinero.
Ella se quejó por lo bajo, pero a Enriqueta le importó un comino.
—Esta noche los gatos salvajes se juntarán con hienas –dijo– y lanzó una carcajada que despabiló por un instante al niño que no acaba de salir del sopor de la droga que Lilit le suministró horas antes.
—¡Y sin cacería!
—Un ahorro siempre es bueno –miró nuevamente al niño, pero con otros ojos. Parecía contemplarlo como si le debiera algo.
—¡Je! ¡Te gustó el pendejo! –carcajeó la mujerona.
—Este me salvó el pellejo.
—¿Y con el bagre amarillo que hiciste?
—Lo devolvía a su charco.
—Mujer impaciente.
—Te lo ofrecí y no lo quisiste
—No crío bagres –Enriqueta se justificó.
—Vos te lo perdiste.

5

El Ángel del Señor anunció a María una pequeña cantidad de muerte a su momento.
El verdugo le respondió:
—A cada cual su parte, dadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
El Ángel pensó en el mundo, en su modernidad y sus globalizadores. No tuvo dudas y dijo:
—Todos los Estados esconden sus inmundicias bajo la alfombra de sus gobiernos. Nada ocurre sin que ellos lo sepan. Amén.
Y concibió por obra del Espíritu Santo la rabia de todas las prisiones.
El verdugo se complació de todas las penas. El corazón en una cavidad nocturna donde la sangre se hiela de solo pensarlo. Fue un espectro con algo de crueldad y otro tanto de plusvalía.
—El oro es la entraña más perfecta –dijo el verdugo y lamió la suave piel desde el cuello al nacimiento de la frágil cadera–. Sabe un poco a maíz, a copo de lodo, a suburbio de piel.
El niño moría de a ratos pendiendo de una cruz hostil. Piedra, relámpago, madera. Amarrado a la cruz de lado a lado y una espina escarlata en cada ojo.
Oía, sí, oía por el sonido de una uña rascando la breve carne para encontrar el maravilloso patrimonio del néctar púbico. Debajo de su ombligo una araña lo tocó de repente y todo su cuerpo adquirió el color de la arcilla.
—Llorar se llora como se puede –le dijo el verdugo mientras hundía un invierno a sus entrañas. Pero el niño no lloraba porque no recordaba cómo hacerlo.
Ángelus, Ángelus, cantaron a coro los verdugos montados a sus coturnos modelados en hueso. Sobre la mesa negra y palpitante piedra, las manos hundidas en el mismo humo, golpeando la arruga del pecho, solo lágrimas de papel, frío papel y la pequeña muerte, insignificante, mientras el verdugo mascaba un pañuelo negro con que limpiaba sus mocos cada día.
El Ángel del Señor anunció a María que las bestias montesas revolverían su vientre. El niño palpó el pelambre, la lengua ríspida en su lengua dócil, con sus dos manitas reconoció el pelaje, y gatos cervales le mordieron el pecho por succionar casi sus últimos suspiros.
El verdugo gritó que la lamia tendría allí su asiento y hallaría por fin reposo junto a su esperma ansioso. Criatura nocturna, algo de lechuza, algo de alacrán, algo reptil, nada de humano.
El Ángel pensó en el mundo, en su modernidad y sus globalizadores. No tuvo dudas y dijo:
—Todos los gobiernos esconden sus inmundicias debajo de la alfombra de sus ministerios. Nada se ejecuta sin su consentimiento. He aquí el esclavo –y mostró la desnudez pequeña del niño sin nombre.
Y agregó terminante:
—Con los niños y con los jóvenes no se experimenta.
Un sátiro llamó a otro y ese a otro y ese a otro hasta que no quedó nada por sorber en la pequeña calavera que quedó derramada desde la cruz a la mesa que hizo de altar mientras duró el sacramento.
La noche estaba muerta, deshilachada. A lo lejos se escuchó como una lluvia oscura que fue un salmo muerto.
Dijeron los verdugos:
—Hágase en mí según tu palabra. (Gloria de la plusvalía).
—Y el Verbo devoró la carne impúber. (Gloria de la plusvalía).
—Y habitó dentro suyo. (Gloria de la plusvalía).
—Y al hoyo del río fue a dar finalmente. (Gloria de la plusvalía).
—Te suplicamos, amo del mundo, que derrames tu gracia en nuestras almas para que los que hemos conocido la encarnación del niño, su Pasión y Cruz seamos llevados a la gloria de la resurrección. Amén.

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