Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 8 «La búsqueda – Desencuentros»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 8 «La búsqueda – Desencuentros»

VIII

La búsqueda – Desencuentros

Primer desencuentro

Guadalupe no desperdició su tiempo en maldecir los matones que la retuvieron toda la noche. En otras circunstancias, quién sabe qué habría hecho. Pero solo quería saber de Ámbar.
Luego que la bajaron del auto casi a los golpes, que caminó sin saber dónde estaba parada y cruzó miradas con ese hombre más asustado que ella, tardó unos minutos en ubicar el rumbo que tenía que tomar para ir al hospital donde Ámbar debía seguir internada. Lo único que en verdad la angustiaba era no tener ninguna noticia de ella.
Calle arriba empezó su marcha, hacia la avenida de la que estaba muy lejos, la avenida que llegaba hasta la plaza donde reposaba el cadáver de un falso héroe. Monumento gris, puro cemento y una idolatría mal disimulada a la Baring Brothers. Alrededor de la reja perimetral, las prostitutas dominicanas parloteaban su jerigonza y unos borrachines irrespetuosos trataban de manosearlas haciéndose los distraídos. Más atrás, los proxenetas vigilaban la mercadería y, más atrás aún, los dealers esperaban su turno para ofrecer su mercadería.
Era el territorio de Cromañón. Hacia el fondo, sobre la Mitre, el santuario y ese perpetuo momento de la noche que colgaba de los cables que atravesaban la calle y la plaza. Hacia adelante, el andén dos en el que no dejaba de estrujarse el chapa 16 una y otra vez solo por explicar a los jueces que sin Justicia no había paz posible.
Guadalupe no tenía su celular, su billetera y tampoco la SUBE. Estaba incomunicada, sin dinero y sin su tarjeta no tenía modo de viajar.
¿Manguear guita a alguien? La única vez que lo hizo un tipo se la ofreció a cambio de una chupada. No lo puteó porque era un viejo y, era seguro, la gente se la tomaría contra ella por insultar a un viejo. Cómo una mujer joven y saludable iba a putear a un pobre anciano en plena calle. Aunque fuera un flácido desgraciado.
Las mujeres no la dejaban ni hablar cuando se les acercaba. Ella se convenció de que algo de su persona las espantaba. Tal vez su mirada. Tal vez su voz. Tal vez su perfume. ¿Algo del pasado? Esas malditas babas que la habrían marcado de un modo invisible para ella.
Algo había en su persona o en la proyección de su figura que espantaba a algunas mujeres, aunque Ámbar siempre le decía que no tenía que ver con ella, sino con el temor, el espanto de que una desconocida se acerque y pida ayuda. Ayudar siempre es un problema, y la gente, insistía Ámbar, no quiere problemas. Por eso no ayuda.
Estaba acostumbrada a caminar. De aquí para allá, atendiendo a otras mujeres. Aquella de por allá, el marido las partió a trompadas. Otra, diez cuadras más lejos, la violó el tío, el padre, el abuelo o cuanto degenerado de la familia se le cruzó por la cabeza violarla. Allá iba ella con su paso corto y su respiración perfecta.
Paso corto. Paso a paso. Paso corto. Inhalar, exhalar. Inhalar, exhalar. Y moderar los nervios, sujetar la lengua y acorralar las lágrimas si se asomaban, porque a veces, muchas, daban ganas de llorar por las cosas que veía.
En más de una ocasión pensó en aquel caballito del abuelo Juan, lo bien que le hubiera venido con su trotecito suave para llevarla donde hacía falta. El caballito protector del niño Juan, bajando por las aguas del Guayquiraró, cruzando el torrentoso Paraná, hasta retozar feliz por las orillas del gran Río de la Plata (donde se besó con Ámbar por primera vez), dispuesto a cabalgar hasta por encima de ese río siempre arbolado de olitas repujadas, con tal de llegar con su compañero al lugar donde los niños deberían pasar felices los días de su infancia.
Pero en la gran ciudad no había lugar para caballos escapados del feudo de un inglés explotador. Y muchos niños no sabían qué era la felicidad, ni siquiera del tamaño de un grano de arena o la insignificante cabecita de un alfiler. ¡En la gran ciudad había tanta infelicidad! ¡Tanta!
Subte, colectivo, subte, tren y de nuevo colectivo hasta perderse en una villa donde se sabía que la trata ya se había llevado varias pibas para los prostíbulos del sur. O del norte. O del este. O del oeste. En las sierras, en la llanura, en la orilla del mar. A dónde ella mirara, la droga con la forma de un retorcido paquetito de paco y la trata iban de la mano diezmando niñas que tal vez ni siquiera habían menstruado por vez primera. La mercancía más codiciada y por la que se pagaban fortunas, niñas vírgenes envueltas en babas de diablo negras, babas de diablo rojas, babas de diablo blancas, souvenir de pieles suaves, de pequeñas vulvas rosadas y senos frutales como moradas frezas. Una promesa de menarca en el brutal desfloramiento de la que se podía conservar algún fragmento en un lujoso estuche de plata especialmente labrada para la ocasión.
A donde miraba, campeaba el derecho de pernada disfrazado de una modernidad tóxica de jerarcas tóxicos. Emanaciones de mercurio entre los fantasmas de un daguerrotipo que capturaba la infancia para sus superiores.
Después del hospital llamaría a sus compañeras de lucha, las que, con seguridad, habrían estado tratando de comunicarse con ella a su celular. No se sorprendería de saber que el matón les hubiese respondido o devuelto la llamada. Podía adivinar cada palabra que el tipo les habría dicho. El tamaño de su pene comparable al machete, el vigor de su coito, el placer que podía ofrecerles y que ningún otro hombre sería capaz de producirles. Orgasmos a repetición calibre nueve milímetros, cargador completo y una eyaculación en la recámara, éxtasis del sexo sicarial al son de Ted, Just Admit It.. y Stay Wide Awake, jadeando bajo un chaleco antibalas con olor a chivo viejo.
Caminó y corrió y caminó. La mañana estaba fresca y el ruido de la calle parecía lejano, venido desde un túnel que iba comprimiendo los sonidos hasta aplastarlos contra sus paredes. Tenía sed, necesitaba orinar, y solo el exceso de adrenalina anestesiaba sus temores y anulaba los dolores que gobernaban su cuerpo. Se apretó la vejiga con las dos manos. La estrujó para apagar el dolor que le provocaba. En el calabozo ni pensó en mear. Luego que los mastines se llevaron a la muchacha, solo se preocupó de prestar atención al sonido de la muerte que podía llegar raspando los zapatos y golpeando con una cachiporra los barrotes helados.
“¿A dónde la llevan?” se preguntó mordiendo las palabras. “No querrás saberlo”, la vieja podría haberle respondido, pero ella la evitó. “La vieja es cana” le dijo la muchacha cuando la abrazó y quedaron unidas en ese raro abrazo que pareció sincero. Luego la empujó sin mucha fuerza para quitársela de encima. Más un gesto que la manifestación del rechazo. Fue cuando reconoció ese pequeño trébol de cuatro pétalos de color negro tatuado sobre el nacimiento de su seno izquierdo, sobre el pecho, casi en el lomo de una costilla flaca.
Minúsculo y algo oscuro como un beso de muerte pequeña y breve. Por eso tal vez anunciaba la mala suerte de su dueña. Trébol de mala suerte sobre el borde de un seno tatuado por un principiante. Ni el nombre de esa muchacha supo. No se lo preguntó no por cabrona sino porque en el sucucho podía resultar peligroso. Las paredes oyen, los barrotes oyen y oyen los alcahuetes encerrados junto a los secuestrados para obtener alguna confesión que resulte conveniente​.

2

Llegó al hospital, era temprano. La larga fila de pacientes salía del hall central y se estiraba como una serpentina llena de dolencias. Ella pasó a su lado y se dirigió sin vacilar a quien parecía una recepcionista, alguien que indicaba a cada uno a qué ventanilla debía dirigirse para obtener un turno o, simplemente, una negativa.
Explicó todo lo serena que pudo. Le habló de Ámbar, del disparo, de lo que le ocurrió en la noche. Y la mujer la oía, pero como si no la escuchara realmente. Como si le hablara un error de otro error con una bala imposible sobre un cuerpito minúsculo y frágil como el que le describía Guadalupe. A veces sonreía y eso irritaba profundamente a Guadalupe.
—¿Una mujer baleada?
—Sí. –Fue todo lo que pudo responder.
—¿Ayer? ¿Una mujer baleada, ayer?
—Si, señorita, sí.
Vio como la mujer movía su cabeza negando esa posibilidad y continuaba escribiendo sobre una hoja de papel rústico. Eran unos garabatos que se arrastraban por el renglón sin destino cierto.
—Imposible –tomó aire y esperó unos segundos para repetir–, imposible. Im-po-si-ble –exageró.
—Me avisaron que estaba aquí internada, soy su compañera. –La mujer alzó la vista para mirar a Guadalupe. “Su compañera” le sonó desprejuiciado.
Se hubiese justificado:
—Contra las lesbianas no tengo nada, pero por si acaso, toco madera.
Alguien la hubiera corregido:
—Eso es para la mala suerte.
La mujer, con seguridad, hubiese respondido “no importa” o “igual sirve”.
Dejó de mirar a Guadalupe, desconfiando de la mirada de la muchacha. En ese momento dudó de la edad de la mujer. Le pareció una muchacha y al mismo tiempo una mujer madura. Una rara dualidad que no comprendía y eso que ella veía gente todo el día, todos los días y no solo podía deducir la edad de cada uno, sino su profesión, sus ilusiones, sus apetencias. Ni hablar sus dolencias. Diagnosticaba mejor que muchos médicos recibidos vaya a saber dónde. El hospital se había llenado de médicos extranjeros arribados en el último tiempo.
Devolvió su mirada a Guadalupe. La observó de arriba abajo y ella se dejó escudriñar si es que eso servía para saber de Ámbar.
—En la oficina aquella, ¿ve? –Guadalupe miró en dirección a donde la mujer le indicaba– se hacen los ingresos y luego me los comunican a mí. Le puedo asegurar que a esa hora no ingresó nadie baleado, se lo puedo asegurar –y adquirió un tono de voz grave para resultar convincente– no ingresó ninguna mujer en la condición de la que me habla. Ninguna, porque ellos me lo hubieran informado para que yo lo pase a esta planilla. Mucha gente, como usted, busca personas de las que no saben el paradero. Es imposible que una herida de bala haya ingresado y yo no lo sepa. Imposible.
“Imposible”. Guadalupe recogió esa palabra de los labios de la mujer y repitió casi en el mismo tono “imposible”.
La empleada abandonó a su suerte a los garabatos que estampaba en la hoja ruda y se esforzó en prestar más atención sobre el suceso del que la hablaba Guadalupe. O pareció prestar mayor atención. Cabeceó reflexionando, o tal vez lo hizo solo como un acto reflejo, de alguien que busca en su cabeza la imagen de un cuerpecito femenino y una bala siniestra metida entre sus tejidos.
—¿Usted dice que desde este hospital se comunicaron con usted?
Debió gritarle ¡por supuesto! Pero casi no podía hablar.
—¿No será desde otro nosocomio?
—No.
—¿Está usted segura?
—Sí. Una mujer me llamó para informarme que estaba internada aquí, en terapia intensiva.
—¿Por qué no me dice el teléfono que quedó agendado en su celular y yo compruebo si pudo hacerse esa llamada desde aquí?
—Porque me robaron el celular.
“¡Qué mala suerte!”¸ hubiera dicho la empleada, pero ella creía que Guadalupe, en realidad, le estaba mintiendo.
—Qué pena, justo que le roben el celular. Cuando estuvo aquí, ¿habló con alguien?
—Con el de seguridad.
—Tiene que haber sido el Pocho, que tenía turno ayer a la noche. ¿Era un gordito, pelado, petiso?
—No, nada que ver.
—Ah. Habrán tenido que reemplazarlo. ¿Y el de seguridad le dijo algo?
—Sí, el habló con alguien por teléfono y me dijo que a la noche no me podían informar nada y algo sobre familiares directos.
—¿El guardia de seguridad le dijo eso?
Guadalupe podría haberla puteado porque la mujer dilataba una respuesta preguntando sobre el guardia de seguridad.
—Ya le dije que sí.
—¡Qué raro! Porque los guardias de seguridad no tienen nada que ver con los ingresos. ¿A dónde iba a llamar a la noche? Porque de noche, en admisiones no hay nadie, a las 16 rajan todos. Al único lugar que pudo haber llamado fue a quirófano y ahí, a uno de seguridad, no le iban a decir nada. Son medio jodidos los de quirófano. Los cirujanos, vio. Todos creídos. Me parece imposible que haya hablado con quirófano.
—Será imposible, pero él lo hizo.
—¡Qué barbaridad! Un boludo que se quiso hacer el importante. Boludo y mentiroso. Sin duda alguna. –La mujer pareció realmente enojada. Frunció el ceño, tosió para aclarar la garganta y retomó el diálogo.
—Me repite el nombre, por favor.
—Ámbar.
—Con ese nombre, con ese nombre debería acordarme si me lo pasaron. Ámbar… Ámbar. Es raro. Nada común. ¿Ámbar qué?
¿Para qué le preguntaba por el apellido? ¿Estaba internada allí una mujer de cuerpo grácil con una bala en su cuerpo? Fuera Juana o Manuela, Fernanda o Ámbar, seguiría siendo solo una mujer baleada que debió ser operada de urgencia y cuidada y curada. Nada más simple y fácil de comprender. Si el nombre no tenía importancia para reconocer a una herida de bala, ¿cuál podía tener el apellido?
—¿Por qué no revisa su lista? –le rogó Guadalupe conservando la calma.
—Voy a hacer algo mejor. Voy a llamar directamente a la oficina de ingresos y egresos y ellos van a hablar con quirófano. El equipo de cirujanos que atendió ayer a la hora que usted me dice, sigue de guardia. Si ellos la operaron y aquí hubo un error en el ingreso, lo sabremos de inmediato. –Guadalupe le agradeció y esperó que la mujer se comunicara con quirófano. Ella luego llamaría directamente a la morgue, pero no le diría a esa extraña mujer tan angustiada por la suerte de alguien que no tenía ni siquiera apellido.
De la morgue, pensó la mujer, nadie salió por sus propios medios, y si no había familia que retirara el cadáver, el trámite en el gobierno de la ciudad para que se hiciera cargo del entierro llevaba varios días durante los cuales los formularios iban y venían movidos por la lenta y artrítica burocracia municipal como si pesaran tanto como las mismas piedras donde Moisés escribió los diez mandamientos divinos.
La conversación con el personal de la oficina de ingresos y egresos fue breve. A Guadalupe le pareció insignificante. La mujer tomó nota en su papel lleno de garabatos. Escribió con rudeza un nombre y un procedimiento. Luego dijo:
—Hablé con la jefa de admisiones, me entiende, con la jefa. Ella me confirmó que no operaron a ningún herido-herida de bala. Ayer, Dios nos libre, y gracias a la Virgen milagrosa, no hubo heridos de bala. A la hora que usted me dice, hubo una sola cirugía –leyó con cuidado lo que había escrito momentos antes– operaron a una tal Plácida, bla, bla, bla, una pobre vieja con cáncer de intestino, le sacaron como medio metro de tripa. Lo de pobre vieja corre por mi cuenta.
Guadalupe escuchó el nombre Plácida, como si hubiese escuchado una intrascendente palabra dicha por azar.
¿Y entonces? La mujer le pidió que esperara. Llamaría a la morgue, pero no lo dijo.
Se comunicó aprovechando que Guadalupe se apartó unos metros. Mientras ella se acondicionaba los cabellos tratando de acomodar también su confusión, la empleada consultó con la morgue. Allí tuvo la misma respuesta que le dieron los cirujanos. Finalmente explicó:
—En el día de ayer no murió ninguna persona baleada –respondió un empleado que no había dejado el depósito desde la mañana anterior, cuando empezó su jornada–. Tampoco murió nadie joven, ni hombre ni mujer. Lo sabría con total seguridad.
No había en las frías heladeras mortuorias ninguna mujer con esas características, le aseguró. La recordarían, sin la menor duda. Porque todos los cadáveres de mujeres que llegaban a la morgue, jóvenes o viejas, pero con más razón las jóvenes, eran meticulosamente observadas en su cadavérica desnudez. Pequeños vicios de morgueros. Impudicias del sistema límbico. Pequeños deslices previos al rito funerario. Nada tan agraviante ni pecaminoso. No se sabía hasta entonces de alguna muerta que se hubiera quejado por el voyerismo de esos empleados subsumidos en esa especie de húmeda catacumba.
La mujer le pidió a Guadalupe que se acercara. Ella se aproximó muy contrariada.
—Voy a revisar la base de datos de todos los hospitales del gobierno de la ciudad. Si su amiga está en un hospital público de la ciudad, tiene que estar registrada. Espéreme en la sala aquella –señaló un pequeño hall a donde una Virgen vigilaba a unas viejas que encendían una vela tras otra–. Cuando tenga una novedad la voy a llamar. Espéreme y no se ponga nerviosa.
Imposible, Guadalupe repitió la palabra “imposible”, pero esa vez de una manera vacía.

3

Estaba desconsolada. La noticia de que en ningún hospital público estaba internada una mujer que hubiera sido baleada la tarde anterior, la descorazonó completamente. No tenía modo de verificar la llamada que recibió porque le habían robado su celular. Desde aquellas angustias de las babas de diablo, de aquel último ataque con el vestido de novia, jamás se había sentido de ese modo. Nunca. Necesitaba pensar.
Alzó la vista al cielo. Ahí estaban nuevamente los mismos cuervos, mofándose melindrosos de su nueva desgracia. “¡Lupe! ¡Lupe!”, repetían vocingleros como entonces, como siempre; “¡Lupe! ¡Lupe!”, gritaban y hacían sus alones otros muchos rulos negros en las nubes, como entonces, como siempre.
No era otra bandada, ni un poco diferente, era la misma de siempre que a coro exhumaba unos crespones lívidos de mal augurio. Llevaban, como siempre, en sus garras ese vestidito de novia blanco, de seda transparente, impúdico y la foto de Ámbar que destrozaban una y otra vez a picotazos entre risas.
Como pudo, casi sin fuerzas llegó al local de la asociación donde trabajaba. El encargado tenía una llave de la puerta de entrada. Le pediría a él que le abriera. Una vez adentro podría llamar por teléfono a alguna compañera y pedirle ayuda.
El hombre estaba lavando la vereda cuando la vio llegar. La saludó como siempre, pero no pudo substraerse al más aspecto que Guadalupe tenía. Le hubiese preguntado qué le ocurría, si se sentía bien, si podía ayudarla. Pero el hombre prefirió la discreción a la solidaridad.
Abrió la puerta del local y se retiró sin perder tiempo. Guadalupe encendió las luces y se acomodó en un sillón que estaba cerca de la entrada. Se dobló hasta que su cabeza tocó las rodillas.
Sobre su escritorio observó un paquete. Estaba envuelto en papel, madera, rústico, el envoltorio era desprolijo, como hecho a las apuradas. No le prestó demasiada atención en ese primer momento. Tal vez un envío de alguna de las tantas mujeres a las que asistía.

Pensó a quién podía llamar a esa hora. Se puso de pie y empezó a caminar en dirección al escritorio donde estaba el teléfono. Dio un par de pasos, tal vez tres o cuatro cuando empezó a sonar insistente.
Guadalupe atendió el llamado. Apenas rozó el auricular el pabellón de su oreja, escuchó con claridad:
—Sobrecito azul de seda azul. Sacá boleto de tren para tu último viaje.
Empezó a temblar. No podía dejar de hacerlo. Era un temblor involuntario, de esos que nacen en un pliegue muy íntimo de la anatomía humana. Pero se controló y mantuvo en silencio, esperando que esa voz femenina, que le resultaba tan parecida a la que le anunció el ataque contra Ámbar, le volviese a decir algo, darle una indicación, hablarle de Ámbar, o amenazarla de muerte. Solo esperaba que la voz en el teléfono volviese a decir algunas palabras.
—Sobrecito azul de seda azul, abrí el regalito que te dejamos. –Fue lo último que escuchó, luego la comunicación se interrumpió.
Colgó el teléfono, lo apoyó con delicadeza, como si temiera romperlo. Miró en dirección a su escritorio y vio el paquete envuelto en papel madera. Del tamaño de un libro. Parecía un libro, sin dudas. O dos, casi de la misma medida.
Tomó el paquete con sumo cuidado. Lo observó de un lado y del otro, midió las dimensiones del rectángulo que describía. Lo movió esperando un sonido, el movimiento de alguna pieza suelta de un mecanismo sofisticado o el ruido de un anillo en una caja, un anillo de Ámbar que usaba uno en cada dedo, o un aro metálico grande y pesado como le gustaba usar, que chocara contra la maderita liviana de un improvisado alhajero. Pero sus manos le anunciaban la consistencia, las dimensiones, la forma de un libro, o dos (podía ser), casi del mismo tamaño.
Desprendió el papel con sumo cuidado, con la delicadeza de un cirujano. Retiró la cinta scotch de un extremo del rectángulo, luego del lado opuesto, luego del otro y finalmente la última que quedaba adherida al papel.
Apoyó el paquete en el escritorio. Descubrió el envoltorio con la misma suavidad con la que había desprendido las cintas. Comprobó que se trataba de dos libros, como supuso. Las manos no se habían equivocado.
Tomo el primero de ellos. Leyó “Parabellum”, escrito en letras camufladas con los colores de un uniforme militar. Las letras “b” y la “ll” alargadas hasta el corte, como escapando del título hacia la nada. Debajo, en letras pequeñas, “Víctor Coral”. Lo reconoció. Leyó el título del otro, “Todesfuge. Obra completa de Paul Celan”, con su vaso de leche negra del amanecer. “Todesfuge” arriba de todo, calmo pero potente. Y abajo “Paul Celan” en finas letras algo timoratas, más abajo “Obra completa”. También lo reconoció. Eran los dos libros que Ámbar estaba leyendo. Se los había regalado ella y estaba segura de que los llevaba en su mochila cuando dejó la casa. Vio cuando los guardaba.
Pero cabía la remota posibilidad de que solo se tratara de libros comprados para atormentarla y que no fueran los que le regaló a Ámbar. Cuando se los obsequió, dejó en cada uno de ellos una parte del poema “Si alguien llama a tu puerta” de García Márquez. Se trataba de un soneto. En “Parabellum”, en la página 55, dejó adherida al vértice superior derecho, una pequeña hoja algo menor al tamaño de la del libro. Eran los dos primeros cuartetos del poema del colombiano. En la obra completa de Paul Celan, en la página 358 hizo lo mismo, con los dos tercetos finales, pero adherida en el vértice superior izquierdo. En ambos casos se trataba de manuscritos que ella había realizado para sorprender a Ámbar.
Llegar a la página 55 de “Parabellum” fue recorrer su Gólgota, el lugar de la calavera, páginas de su propio calvario, allí donde nubes brunas y magentas pegadas como con los dedos de plata a un cielo azul de muerte, decoraban con púrpura de miedo el negro de una desolación indescriptible. Allí estaba la hojita manuscrita adherida al vértice derecho de la del libro. Era su letra, también azul, tan azul como ese cielo de muerte. No pudo, no quiso, revisar “Todesfuge”. No pudo. Simplemente no pudo. Apenas si sostener los libros. Temblaba sin control, era una convulsión que partía por oleadas desde la intimidad de la corteza de su cerebro hacia los músculos del cuerpo que se contraían a voluntad cada uno a su tiempo en una danza sin control. Creyó que se orinaría. Llevada por la angustia, no había ido al baño y el dolor en su vejiga era brutal.
Alzó la visa al cielorraso mientras apretaba su bajo vientre. Vio esos malditos cuervos que la sobrevolaban desde la infancia. Daban sus picotazos esos cuervos perversos que la perseguían desde entonces, desgarraban las fibras de su espíritu despostándola con extraordinaria precisión quirúrgica.
Una descarga eléctrica de las neuronas diezmó sus fuerzas. Ningún dolor se pareció a ese, ninguno de todos los que padeció cuando niña. Creyó que caería vencida o que se desmayaría, pero se sobrepuso con un enorme esfuerzo. Caminó vacilante hasta el sillón al lado de la puerta de entrada. Cuando pudo sentarse la convulsión cedió. Estaba devastada. Esa era su condición. La palabra era “devastación”. Se sintió árida, escuálida, esqueletada, inerte. ¿Así sería la negra leche de la madrugada bebida en el amanecer, bebida en la mañana y en el atardecer, en el crepúsculo tardío, cuando el sol se aproxima a su fosa nocturna?
Cuando apenas había podido reponerse a ese estado de angustia, el teléfono de la oficina volvió a sonar. Ese sonido vibrante la paralizó. La campanilla vibraba histérica.
No quería volver a atender. ¿Podría soportar otro llamado como el anterior? Pero comprendía que había una sola manera de saberlo. Se levantó de su asiento, se apretó con más fuerza el bajo vientre para no orinarse y contener el dolor y llegó al teléfono cuando sonaba por cuarta vez casi con desesperación. Asió el tubo del teléfono como quien toca un espacio de muerte entre dos gemidos. La palabra socorro sonó como una espina caliente, un aguijón feroz que busca el tímpano para perforarlo.
Lo último que escuchó no fue un nombre, fue un apodo. “El loco de la ruta”. Sonó como una soga alrededor del cuello, la mordedura de un perro matador de hombres. El susurro del cuchillo cuando corta la carne.

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